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Authors: Gabriel Chevallier

Tags: #Comedia, Humor, Satírica

Clochemerle (29 page)

BOOK: Clochemerle
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El hecho de que una mañana apareciera encarnado en la plaza Mayor el "poilu" del monumento había de causar forzosamente una tremenda consternación. Una única exclamación resonó por las calles:

—¿Ha visto usted?

Todo Clochemerle tuvo el ánimo en suspenso. La contemplación de aquel soldado recién embadurnado con una capa de pintura encarnada movía a curiosidad, pero la cólera de los clochemerlinos fue incontenible. No se achacaba al color, que al fin y al cabo no era del todo feo, sino a la ofensa inferida. La pandilla de Fadet propuso pintarrajear de verde o de negro el monumento a los muertos de Montéjour, que representaba asimismo una Francia serena y un intrépido soldado. Pero aquella proposición no fue considerada como una reivindicación plausible. El Consejo se reunió con urgencia para deliberar. El doctor Mouraille dijo que el color rojo era signo de marcialidad y tenía, además, la ventaja de hacer más visible el monumento. Propuso que se conservara aquel color y que se aplicara con el mayor cuidado una segunda capa. Anselme Lamolire se opuso firmemente a aquella sugestión y explicó las razones morales de su oposición.

—El color rojo —dijo— es el color de la sangre, y no es prudente mezclar el recuerdo de la sangre con el de la guerra.

Los hombres caídos en la guerra había que representarlos muertos de una manera ideal, gloriosa y apacible, sin permitir que la evocación se viera empañada por ninguna figuración baja, vulgar o triste. Había que pensar en las generaciones jóvenes a las que convenía educar en el culto del tradicional y sonriente heroísmo del soldado francés que sabe morir dignamente y sin ninguna clase de aspavientos. En la guerra hay un modo de morir que es una virtud específicamente francesa, inimitable, y que es producto, ciertamente, de la idiosincrasia del espíritu nacional que, como es sabido, es el mejor del mundo. Esta supremacía, oportunamente subrayada, estremeció patrióticamente al Consejo. Lamolire pulverizó a su antagonista, el doctor Mouraille, con algunas consideraciones más, que le espetó a bocajarro:

—Es posible —dijo— que aquellos a quienes los centenares de miles de cadáveres han servido para encumbrarse, no sientan el menor respeto por nada. Pero no porque nosotros hayamos nacido en el campo debemos tener menos idealismo que los farsantes de la ciudad. Y hay que hacérselo ver.

La elocuencia que se basa en los hechos tiene siempre una gran fuerza de persuasión. Anselme Lamolire era el hombre indicado para hablar de los muertos en la guerra, en la cual había perdido tres sobrinos y un yerno. El mismo, al principio de la contienda, había actuado de guardavías durante cinco meses. Pertenecía a la categoría de las víctimas de la guerra ("Los que han muerto han tenido suerte; los desgraciados son los que han quedado con vida"). Su opinión mereció, pues, el beneplácito de los reunidos y se acordó recabar los servicios de un especialista que devolviera al monumento su color primitivo.

Pero hubo algo todavía más grave. Una noche, a eso de las tres de la madrugada, una formidable explosión sacudió a Clochemerle. Los prolongados ecos de la detonación hicieron creer en un principio que se trataba de un terremoto, por lo que los clochemerlinos se estuvieron quietos y preocupados en saber si seguían manteniéndose en posición horizontal en sus casas que aún conservaban la vertical. Después los más esforzados salieron a la calle. Un olor de pólvora les encaminó hacia el callejón de los Frailes y más tarde, al levantarse el día, se dieron cuenta de lo ocurrido. Una carga de dinamita colocada debajo del urinario había arrancado la marquesina, y una de las vidrieras de la iglesia aparecía destrozada por la acción de la metralla. Esta vez, el perjuicio alcanzó a los dos campos. Este acto vandálico provocó la indignación popular. El día siguiente, dos montejourinos sorprendidos en la carretera por una docena de bravos clochemerlinos fueron dejados por muertos.

Entretanto, se produjeron otros escándalos que afectaban a personalidades de los dos campos, lo que contribuía aún más a conturbar los ánimos. Vamos a hablar de ello.

La joven sirvienta de los Girodot, una tal María Fouillavet, fue despedida un buen día sin remisión y sin indemnización de ninguna clase por haberse hecho culpable de ciertas empresas procaces con Raoul Girodot, alumno de los jesuítas. En realidad, resultaba difícil discernir las responsabilidades del delito, pues los dos delincuentes eran menores de edad: el hijo del notario tenía unos diecisiete años y la muchacha no había cumplido aún los diecinueve. Los pocos meses que llevaba ella al muchacho fueron suficientes para que la desgraciada se viera acusada de un crimen horrible por un padre virtuoso que montó en cólera al enterarse que su hijo, futuro oficial ministerial, se acostaba con la criada. Sin embargo, había motivos para creer que la iniciativa de aquel estado de cosas, evidentemente incompatible con la decencia de la morada de un notario, había sido tomada por el joven Girodot, que prometía ser una buena pieza.

Con todo, Raoul Girodot podía esgrimir algunas bazas favorables. La primera, basada en la docilidad un poco estúpida de una joven sirvienta, contratada para todo e ignorante de hasta dónde llegaba la sumisión debida a los dueños. Para una muchacha sencilla y temerosa, procedente de un lugarejo de la alta montaña, la jerarquía y el orden social habían de ser, naturalmente, una cosa pavorosa. Además, acosada en los rincones por un embaucador colegial que podía echarla a la calle, la moza había juzgado preferible someterse a unas caricias que le aseguraban, además de un protector, una distracción en su soledad, tanto más cuanto que en aquella casa todos la mandaban y la tenían atemorizada. María Fouillavet no era hermosa, pero tenía un cutis rosado y una lozanía incitantes, y sobre todo, un pecho enormemente desarrollado cuya sola vista trastornaba a un muchacho sometido nueve meses al año a los rigores del internado y que se debatía día y noche en los tormentos de una pubertad imperiosa. En estas condiciones, pues, era fatal una aproximación entre la joven criada y el hijo del notario, que había ido a pasar sus vacaciones con el firme propósito de esclarecer algunos puntos que no figuran en el temario de los jesuítas.

María Fouillavet era la persona indicada para proporcionarle aquellos esclarecimientos. La muchacha lo hizo con la misma aplicación silenciosa con que llevaba a cabo sus quehaceres caseros y sin que por ello se permitiera ninguna familiaridad en el trato con su joven señor. Las inexperiencias conjugadas de los dos principiantes acabaron por dar un placentero resultado, del cual María Fouillavet sacaba modestamente el mejor partido que estaba a su alcance. A pesar de que el coeficiente de goce no fuera siempre equitativamente repartido, aquellos entretenimientos nocturnos aumentaron el afecto de la sirvienta hacia sus dueños, aunque con mengua de su rendimiento doméstico.

—Esa muchacha se ha despabilado desde fines de julio. La encuentro menos torpe —decía complacida la señora Girodot, que era una mujer difícil de contentar.

—Sí —respondía el notario—, parece que se ha hecho más mujer. Y también Raoul ha ganado desde hace algún tiempo. Se ha vuelto más reflexivo, más tranquilo. Se pasa muchos ratos leyendo, lo que antes no solía hacer, y no está en la calle todo el día como hacía otros años. Tengo la impresión de que vuelve más trabajador.

—Ya tiene edad para comprender ciertas cosas. Se le va formando el carácter.

Sin embargo, estos supuestos progresos quedaron en agua de borrajas cuando se descubrió hasta qué punto había penetrado María Fouillavet en la intimidad de la familia y cuánto había contribuido a completar la educación de un hijo de notario. La echaron de la casa después de una escena jeremíaca, y la muchacha, con la mayor ingenuidad, contó por doquier la desgracia que le había ocurrido. Sus quejas fueron motivo de gran descrédito para la secta de los Girodot y el partido de la Iglesia.

—¡Esos Girodot son unos sinvergüenzas! —decía la gente.

—¡Guardan el rosario cerca de su bragueta!

Pero María, aun en su infortunio, sabía hacer distinciones:

—Es la mujer, la mala —explicaba—. Porque el señor era muy solícito conmigo. Siempre temía que estuviera enferma y me decía: "¡Ah, María, tienes unos pechos muy grandes y hermosos. Tienes que andar con cuidado, María, con mucho cuidado de que no les pase nada. ¿Te duelen cuando los cojo así?" El señor siempre me hacía estas preguntas cuando estábamos solos. Era muy atento conmigo y me decía que los pechos hay que resguardarlos bien porque de lo contrario pueden sobrevenir grandes males. Y para demostrar su amabilidad me introducía entre los senos un billete de cinco francos y a veces de diez francos, más abajo. "¡Esto es para la pequeña María, que tiene unos pechos tan hermosos!", me decía. Y sin que la señora lo supiera, me sacaba una buena mensualidad.

—¿Y Raoul, María?

—Me hizo suya sin preguntarme nada. Yo dormía, y antes de que tuviera fuerzas para defenderme, ya estaba todo terminado.

—¡Debieras de haber gritado, María!

—Me hubiese avergonzado de que la gente se enterara…

—¿Y después, María?

—¡Oh!, después, ya me fui acostumbrando y cada vez me molestaba menos.

—¿Te gustaba?

—Pues como no me quedaba otro camino, una vez empezado… Aunque me fatigaba mucho… De todos modos, no es todo bueno.

—Y Raoul, ¿se ensañaba mucho contigo?

—¡Oh, sí, era muy terco! Algunos días, sobre todo cuando hacía la colada, o los sábados que tenía que limpiar toda la casa, me moría de sueño. Entonces él se divertía solo, casi sin que yo me diera cuenta. Esto no me hacía nada…

Se señaló la desaparición de Clémentine Chavaigne, la rival en piedad de Justine Putet. Salió de su casa una tarde y el día siguiente aún no había vuelto, hecho sin precedentes por parte de aquella vieja solterona. Las vecinas se alarmaron y, acuciadas por la curiosidad y la vaga esperanza de un acontecimiento divertido, sentimientos más imperiosos que el de la caridad de que blasonaban, emprendieron toda clase de averiguaciones.

Se puso en claro que Clémentine Chavaigne había ido la víspera a casa de Poilphard a pedir unos consejos relativos a las molestias que le producía, según decían, un fibroma, excrecencia muy enojosa para su pudor. La solterona era una de las asiduas visitantes a la farmacia que soñaban con proporcionar nuevamente a Poilphard un hogar donde transcurrieran sus últimos años en una paz embellecida de oraciones. Cualquier pretexto le era bueno, incluso sus dolencias íntimas, para llamar la atención del viudo hacia un cuerpo injustamente desdeñado y capaz de un buen uso. Las pesquisas se orientaron, pues, en aquel sentido.

Se comprobó asimismo que Poilphard no había dado señales de vida desde la noche anterior. Acostumbrado ya a los repentinos eclipses de aquel hombre fantasmal, el mozo de la botica, sin preocuparse de la desaparición de su dueño, había cerrado el establecimiento a la hora reglamentaria, pues, por otra parte, solía llevarlo él solo. La coincidencia entre las dos desapariciones daba otro alcance a la ausencia de Poilphard. El empleado creía, en efecto, haber visto entrar la víspera a Clémentine Chavaigne, pero no podía asegurar si había vuelto a salir. Le pidieron que subiera al piso de Poilphard, situado encima de la botica. A poco bajó y dijo a las mujeres.

—Suban ustedes. Me parece que ocurre algo raro…

En el pasillo se respiraba un penetrante olor de cera e incienso. Cuando llamaron a la puerta, se oyó detrás de ella un rumor de pasos y de muebles cambiados de sitio. Después les llegó a los oídos una voz furiosa, la voz de Poilphard, cambiada:

—¡Fuera, sepultureros del infierno!

A estas inquietantes expresiones siguió una estridente risotada, más inquietante todavía. Nadie en Clochemerle había oído nunca reír al farmacéutico. El mozo volvió a llamar:

—Soy yo, señor Poilphard —dijo—. ¡Soy yo, Basephe!

—Basephe ha muerto —respondió—. Todo el mundo ha muerto. ¡Sólo quedan los sepultureros del infierno!

—¿Ha visto usted a Clémentine Chavaigne, señor Poilphard?

—Ha muerto. ¡Muerto, muerto, muerto!

Y estalló una nueva y terrible risotada. La puerta seguía cerrada y se hizo el silencio. Las mujeres y el mozo, con gran turbación, bajaron a la botica para deliberar. Como en aquel momento pasara Beausoleil, lo llamaron y le explicaron lo sucedido.

—En un caso así, hay que llamar a Cudoine —opinó Beausoleil.

Fueron a buscar el brigada a la gendarmería y luego al cerrajero. Volvieron a subir con gran sigilo para forzar la puerta por sorpresa. Esta cedió fácilmente dejando ver un espectáculo muy extraño. El cuarto, con los postigos cerrados y corridas las cortinas, aparecía sumido en la oscuridad, pero a través de las tinieblas unos cirios brillaban alrededor del lecho y unas pastillas olorosas se consumían dentro de unas copas. Poilphard, postrado de hinojos en la alfombra, hallábase al pie de la cama, con la cabeza sepultada entre las manos y en una actitud de intensa congoja. Sobre la cama estaba tendida, inerte, Clémentine Chavaigne. La irrupción de los curiosos se produjo tan rápidamente que el farmacéutico no tuvo tiempo de salir de su ensimismamiento. Al oír ruido se levantó y aplicando el dedo índice a sus labios en demanda de silencio, les dijo dulcemente:

—¡Silencio! Está muerta. ¡Muerta, muerta, muerta! Lloro por ella y nunca más me apartaré de su lado.

—Si está muerta —observó Cudoine—, no la podemos dejar aquí.

Poilphard tuvo una sonrisa maliciosa.

—Voy a embalsamarla, mis queridos amigos. Y después la colocaré en el escaparate.

Basephe trató de hacer volver a su amo a la realidad, recordándole sus ocupaciones profesionales.

—Señor Poilphard, hay un cliente que pide ipecacuana. ¿Dónde la ha puesto usted?

El farmacéutico dirigió a su subalterno una mirada de conmiseración.

—¡Cretino! —murmuró simplemente.

Luego, con repentina furia, cogió un candelabro y avanzó hacia el grupo de curiosos. Enarbolando la flamante antorcha, parecía un arcángel tocado con un gorro rematado con una borla.

—¡Atrás, sacrilegos bergantes! —rugió—. ¡Atrás, sepultureros del infierno, cornudos disfrazados!

—No cabe duda de que se le ha trastornado el caletre —dijo el sensato Beausoleil.

Se lanzaron sobre el desgraciado Poilphard, que pugnaba por desasirse de sus opresores, gritando:

—¡Mi bien amada ha muerto! ¡Muerto, muerto, muerto!

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