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Authors: Gabriel Chevallier

Tags: #Comedia, Humor, Satírica

Clochemerle (42 page)

BOOK: Clochemerle
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"Así, pues, la Putet, en cueros en el púlpito, y con el sombrerito más ladeado que nunca, dominaba la situación. Fue necesario que se lanzaran todos al asalto y escalaran el pulpito por diferentes sitios a la vez. Después, Toumignon, que se la tenía jurada a la Putet, la agarró con una mano por detrás y con la otra por los cabellos y la tiró abajo.

"¡Vaya ceremonia la que presenciamos aquel domingo! Finalmente, entre muchos se llevaron a aquella diablesa a su casa. El doctor Mouraille fue a verla y aquella misma tarde la trasladaron en auto a Villefranche, vestida y maniatada para que no pudiera moverse. La recluyeron en Bourg, en una casa de locos, sin ninguna esperanza de curación. Nadie se preocupó más de ella. Pero la verdad es que ha descalabrado el pueblo, porque a no ser por ella muchas cosas no hubieran ocurrido, y el Tatave todavía estaría vivo, cosa que tal vez hubiese preferido a pesar de lo idiota que era.

"Le estoy contando todo esto para que se dé cuenta de que la Putet era la zorra más dañina que ha habido en el pueblo. Y por otra parte, justo es decirlo, una desgraciada. ¿No opina usted que raras veces la gente mala es feliz? Se hacen daño a sí mismos. La Putet debía de hacerse la vida imposible. Sin embargo, no era culpa suya si vino a este mundo tan desgalichada y fea, hasta el punto de no llamar la atención de un hombre en toda su vida. Si la Putet hubiera tenido su parte, como las demás, no habría envidiado a las vecinas. Y es lo que yo digo, la virtud no es siempre el remedio más adecuado para sacar el vientre de pena. Sí, en cierto modo, era una pobre desgraciada, víctima de la condenada bellaquería del mundo.

"Ahora ya le he contado a usted cómo acabó la Putet. A partir de entonces, la vida pueblerina se deslizó placenteramente y no ocurrieron más sucesos en los que hubiera que lamentar muertos y heridos entre los clochemerlinos. Todo el mundo vivió faliz, porque verdaderamente es un fastidio pelearse, fastidio zurrarse y matarse. Sobre todo en una comarca de buen vino, como ocurre en Clochemerle. Lo que está usted bebiendo es Clochemerle 1928. ¡Ah, qué año tan bueno! Llegó a los trece grados. ¡Un vino para la mesa del Santo Padre, señor!

Noviembre fue glacial y nevoso. A últimos de mes el barómetro señaló dieciocho grados bajo cero. Ventiscas heladas barrían la calle Mayor atravesando la recia indumentaria de lana de los imprudentes que se arriesgaban a salir de sus casas. Todo era triste y sombrío bajo un cielo plomizo a través del cual discurrían, como aeronaves desamparadas, gruesos nubarrones, tan bajos, que chocaban contra las montañas de Azergues. Obligados a beber prudentemente, los clochemerlinos se cobijaban en sus casas al calor del hogar. Dedicaban sus horas de ocio a pasar revista a los acontecimientos de aquel año nefasto. Sin embargo, las aguas volvían lentamente a su cauce. La tropa, reclamada urgentemente después de su triste acción, había liado el petate. Las heridas se cicatrizaban, las pasiones se aplacaban y las vecinas reanudaban sus relaciones sin la menor acritud, olvidando sus agravios. Arthur Torbayon estaba ya curado. Adele Torbayon, todavía débil, no tardaría en sanar. Había recuperado su puesto en la posada, y a todo el mundo le parecía bien, comprendiendo que una asociación comercial de tan prósperos resultados no podía romperse por un leve extravío doméstico, que, por otra parte, había sido expiado con sangre.

Tafardel iba recobrándose rápidamente, aunque se mostraba más exaltado que antes. Seguía gustándole el vino y hacía uso y abuso de él, hasta el punto que ponía su dignidad personal en graves aprietos.

Sin que lo pareciera, el más perjudicado era Nicolás. No había recobrado su arrogante prestancia ni el vigor y la flexibilidad de sus piernas. Tal vez esto pudiera achacarse a las consecuencias orgánicas del mal golpe que le había dado Toumignon durante el escandaloso incidente del 16 de agosto. Esto es, al menos, lo que daría a entender una confidencia hecha por madame Nicolás a madame Fouache. Un día que las dos damas charlaban extensamente, la estanquera le preguntó a la mujer del pertiguero:

—¿Está ya curado del todo su Nicolás?

—Curado es un modo de decir —suspiró madame Nicolás—. Si bien han recobrado su color natural, el tamaño sigue sin ser el mismo de antes. Uno es más grande que el otro.

—¿De veras? —comentó, en tono compungido madame Fouache—. Tal vez es imaginación suya. Mi Adrien no los tuvo en su vida del mismo tamaño. Uno, el izquierdo, colgaba más que el otro. Se lo digo, mi querida amiga, porque tal vez está usted confundida…

Pero madame Nicolás descartó esta hipótesis que, en efecto, no resistía la prueba que proporcionaba.

—No son como antes, estoy segura. Piense, madame Fouache, que llevamos dieciocho años casados, y sé muy bien lo que me he traído entre manos.

Capítulo 20
El tiempo ha hecho su obra

El turista que pasa por Clochemerle se asombraría si supiera que unos escándalos, cuyo desenlace fue sangriento y tuvo una repercusión mundial, agitaron en otros tiempos este burgo tranquilo. Incluso en Clochemerle, el recuerdo de aquellos sucesos se va desvaneciendo en la memoria de la gente. Han pasado los años, y cada día ha traído pequeños trabajos, pequeñas alegrías, sinsabores, preocupaciones, y su acción repetida ha entumecido las memorias, frágiles de por sí, de escasa capacidad y previstas para un lapso de tiempo ridículo.

La muerte ha suprimido algunos de los figurantes de 1923. Otros, atacados por la vejez, se mantienen prácticamente alejados de los seres vivientes. El plus de vida que se les ha concedido, el breve plazo de que disfrutan no cuenta ya en la suma de los quehaceres humanos de alguna importancia. Otros, en busca de nuevos horizontes, han abandonado el pueblo. A otros las cosas les han ido viento en popa y han podido dar cima a sus ambiciones. Y otros, en cambio, han sufrido pérdidas lamentables. Al cabo de algunos años, los hombres difícilmente conservan las mismas relaciones. Nuevas ambiciones o nuevos intereses los unen o los alejan, acercando a los enemigos y separando a los amigos. El clan de los triunfadores, el de los envidiosos, el de los resignados y el de los contentos con su suerte ha visto cambiar sus efectivos y algunos de sus adheridos pasarse al enemigo.

Pero el pueblo ha seguido siendo el mismo, sin nuevas construcciones que valga la pena destacar: una larga hilera de casas amarillas y achaparradas, imperfectamente aplomadas casi todas, con enormes escaleras, profundas bodegas, salientes con balcones, emparrados encima de las puertas, los crepis verdes por el sulfatado, todo ello pintorescamente revuelto. Sin embargo, se puede admirar alguna que otra vieja fachada de un gusto perfecto, que ennoblece la graciosa sencillez de aquella comarca. Todavía puede verse la misma iglesia, conjunto de disparatadas innovaciones obra de sucesivas generaciones, que han sido aplicadas al cuerpo del edificio con un sentido de la economía que prohibía reconstruir lo que no fuera necesario y un vago sentido de la belleza que les aconsejaba lo que era admirable y digno de ser conservado. Esta moderación ha hecho posible, un poco por todas partes, el encanto del campo francés.

Detrás de la iglesia, el cementerio, soleado, recibe su habitual contingente de clochemerlinos, que varía poco de un año al otro. Por un lado, el barrio de las tumbas recién excavadas va ganando terreno, y del otro va extendiéndose el barbecho donde se descomponen los viejos cadáveres caídos en el olvido y que sólo son visitados por los insectos y los pájaros. Sin embargo, estos abandonados cuyos epitafios son apenas visibles entre la maleza y los hierbajos, reciben, al llegar la primavera, los más bellos manojos de florecillas, que brotan allí espontáneamente, lo que no puede verse en las tumbas celosamente cuidadas, condenadas a las flores cortadas y a los jarros de cristal muchas veces de un gusto ofensivo. En la plaza Mayor, los hermosos castaños siguen regalándonos con una sombra impenetrable. Cuando se permanece bajo sus naves un poco sombrías, la inmensa perspectiva expuesta a los ardores solares casi dañaría nuestros ojos si no atenuara el caliginoso brillo la vibración del aire montañoso que orea Clochemerle. El grueso tilo parece más indestructible que nunca. Ahondando sus raíces a través de muchos siglos del pasado, constituye de por sí una de las más profundas raíces del pueblo.

Para el que ha seguido la evolución de Clochemerle una sola cosa le indica las modificaciones que han sobrevenido. En la parte alta, adosado al Ayuntamiento, se encuentra un urinario, y otro en la parte baja, cerca del lavadero, lo que eleva a tres, con el del callejón de los Frailes, el número de esos cómodos edificios. Su existencia atestigua la completa victoria de Barthélemy Piéchut, del senador Piéchut, cuyo paciente programa ha sido llevado a cabo punto por punto, gracias a la muerte oportuna del viejo senador Prosper Loueche.

El honorable Prosper Loueche murió a los setenta y tres años, en un establecimiento discreto, entregado a ejercicios que, además de no ser adecuados a su edad, son muy perjudiciales para el corazón. Su último suspiro fue un suspiro de placer, exhalado en una tal postura que la persona que colaboraba a aquel goce tardó casi un minuto en darse cuenta de lo que ocurría. Notando lo poco activo que se mostraba Loueche, redobló su celo profesional y lo incitó murmurando:

—¡Acaba pronto, cariño! A la patrona no le gusta que estemos demasiado rato.

Luego se dio cuenta, aterrorizada, de que se esforzaba en vano debajo de un despojo cuyos ojos no permanecían fijos por la voluptuosidad, sino por el éxtasis eterno. Profirió unos agudos chillidos que interrumpieron el trabajo en las habitaciones vecinas. Con el atuendo de náyades sorprendidas aparecieron unas cuantas muchachas cuyos cuerpos, de variados estilos, eran perfectos, pues la casa, una de las más renombradas de París, se jactaba de satisfacer a los clientes más difíciles. Allí acudían hasta monarcas destronados.

Bien dirigidas por su patrona, una mujer de ideas claras, aquellas mujeres procuraron inmediatamente restituir al difunto Prosper Louéche a una actitud decente, compatible con la dignidad senatorial. Advertida por teléfono, la prefectura de policía tomó todas las disposiciones necesarias. A las dos de la madrugada fue transportado el cadáver al domicilio particular del senador, desde donde se pudo por fin anunciar el fallecimiento. Unas horas más tarde, se leía en los periódicos:

"Este hombre, cuya vida estuvo dedicada al trabajo, murió en la brecha, mientras examinaba, a avanzadas horas de la noche, un proyecto de mejoras sociales. Es sabido que Prosper Loueche se apasionaba por estos problemas respecto a los cuales había adquirido una competencia que nadie le regateaba. Su último pensamiento habrá sido para la valerosa población de nuestros suburbios industriales en donde había nacido. Ha desaparecido un hombre íntegro y noble."

Estos artículos necrológicos fueron comentados el mismo día, en los pasillos del Senado y de la Cámara.

—¡Las mejoras sociales! —exclamó un indiscreto—. ¡La bella Riri!

—¿La de la casa de madame Yolande?

—¡Pues claro! Era la favorita de Loueche. "¡Tiene unos dedos de hada, esa chiquilla!", solía decir.

Cuando se divulgó la noticia, nutridos contingentes del cuerpo legislativo comenzaron a visitar la casa de madame Yolande, que conoció, durante algunos meses, una prosperidad fabulosa. Allí se formó la unión nacional de todos los partidos cuyos representantes se abrochaban el chaleco por los pasillos. En cuanto a la muchacha llamada Riri fue lanzada de la noche a la mañana y rápidamente confiscada a la comunidad en provecho de un solo individuo, un viejo inmensamente rico, para el cual la evocación de los últimos instantes de Prosper Loueche constituían el único afrodisíaco que actuaba sobre su organismo.

El senador señor de Vilepouille quedó muy abatido al enterarse de la muerte de su viejo camarada. Pero supo dominar su pena cuando pronunció, en un círculo de amigos, unas palabras en elogio del difunto:

—A pesar de todo, tuvo una hermosa muerte. Murió en el fuego, en un alarde de juventud. Lo único que siento es que no recibiera los últimos sacramentos. Pero Dios será misericordioso, pues el bribón tenía buen gusto. Esa Riri es una chica estupenda.

—Parece que abusaba un poco… —insinuó uno de los contertulios.

El senador replicó con acritud:

—¿A qué llama usted abusar? ¡Diga usted que era un hombre con muchos arrestos! —concluyó con lágrimas en los ojos.

Sin embargo, reaccionó contra su dolor y los lúgubres presentimientos que habían despertado en su alma. "De todos modos —pensó—, Loueche tenía tres años más que yo." La perspectiva de este plazo le hizo sentirse aún seguro y consideró entonces que le convenía reaccionar vigorosamente, después de un choque tan funesto para su tranquilidad. Y se preparó un programa de placeres sedantes que podía iniciar aquella misma noche en los salones de madame Rose, otra casa especializada cuyo personal extremadamente joven constituía un incentivo para un hombre de su edad.

Con el apoyo de Alexandre Bourdillat y de Aristide Focart, y gracias a su habilidad para desenvolverse, Barthélemy Piéchut ocupó el escaño de Prosper Loueche. Una vez senador, mantuvo asiduas relaciones con los Gonfalon de Bec, de Blacé, y no le costó mucho trabajo de casar a su hija Francine con el descendiente de esta linajuda familia, que tenía una gran necesidad de dar nuevo lustre a sus blasones y cuyos vástagos se unían en matrimonio a mujeres plebeyas, pero dotadas de buenas fortunas. La dote de Francine sirvió para enjugar algunas deudas enojosas, reparar el ala izquierda del castillo donde se instalaron los jóvenes esposos en espera de que Piéchut encontrara un destino para su yerno. El pensaba hacerlo subprefecto o meterlo en las oficinas de algún Ministerio.

Esta unión resultaba bastante onerosa, pues Gaetan Gonfalon de Bec era olímpicamente incapaz de subvenir a sus propias necesidades, pero halagaba a Piéchut porque le permitía extender a todos los medios sus relaciones y sus alianzas. La importancia así adquirida lo convirtió en árbitro de todos los pequeños conflictos que surgían entre el Saona y los montes de Azergues. Granjeóse una reputación de imparcialidad y de sensatez. En consecuencia, Clochemerle salió ganando con ello; se multiplicaron los comicios y las visitas de personalidades políticas, lo que atraía al burgo, donde dejaban su dinero, buen número de forasteros. En todos los banquetes a que le invitaban, Piéchut pedía siempre vino de Clochemerle, sirviendo así los intereses de su pueblo. No era de extrañar, pues, que comerciantes y viñadores se sintieran encantados y orgullosos de su Piéchut, redomado bribón.

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