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Authors: Gabriel Chevallier

Tags: #Comedia, Humor, Satírica

Clochemerle (41 page)

BOOK: Clochemerle
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Los techos de dos cobertizos volaron por los aires un centenar de metros, soltando tejas como si fueran bombas. Una chimenea fue arrancada de cuajo, como un anciano muerto súbitamente. Dos torrenteras paralelas que confluían en varios sitios, se precipitaron por la calle Mayor, arrastrando en sus aguas cenagosas piedras azules y brillantes. Un ciprés del cementerio llameó un instante como un cirio que se extinguiera. Un rayo estalló como una descarga de aviones, en la cúpula del campanario, amenazando con desmoronar aquel venerable amasijo de vigas, de leyendas y de siglos. Luego, cambiando de altura, el rayo dirigió sus objetivos hacia el Ayuntamiento, retorció el pararrayos, como si fuera una aguja, arrancó las enseñas republicanas, chamuscó la bandera, resquebrajó la piedra del frontispicio donde estaba grabada la palabra
Fraternité
y dejó una huella de fuego, en la puerta, en la tablilla donde se fijaban los ridículos decretos firmados por Barthélemy Piéchut. Dando mayor alcance a su potencia destructora, pulverizó de un papirotazo la muestra de Girodot e hizo estallar frente a su despacho unas cuantas cajas de cerillas de azufre, las suficientes para provocar un fuerte cólico en el notario, que solía guarecerse detrás del blindaje de su caja fuerte, refugio habitual de su alma de cobarde.

Agrupados en el más oscuro rincón de sus casas, sobrecogidos por la angustia, el arrepentimiento y el temor, los clochemerlinos oían el fragor de la terrible tempestad. Se percataban de que las descargas de la mortífera metralla que rompía los cristales y las tejas iban cobrando una intensidad cada vez mayor. Al fin y al cabo, esto no tendría gran importancia si no fuera porque se abatía sobre los viñedos, desgajaba las hojas, reventaba los jugosos racimos y, aplastándolos contra el suelo, los destruía y los vaciaba de su contenido, de su sangre alcohólica, de su preciosa y perfumada sangre. Era toda la sangre de Clochemerle el zumo que chorreaba por los ribazos, que abrevaba la tierra y que se mezclaba a la sangre del Tatave y de la Adele, inocentes víctimas de las sandeces, de los odios y de las secreta envidias. Terriblemente asolado por la agresión celeste, el pueblo se veía ya arruinado, agostado, exangüe, ante la perspectiva de un largo año de expiación, un año de vacas flacas, que había que pasar con las bodegas vacías, en una atroz desesperación de amor.

—¡Este es nuestro castigo!

—Ha sido san Roque, no cabe duda. Esperaba la ocasión…

—Todo el mundo parecía haber perdido el seso y, claro, las cosas no podían continuar así…

—Las malas acciones se pagan, y ahora ha llegado el momento…

—¡En un solo día ha salido a relucir la maldad que se cobijaba en Clochemerle!

—No se respetaba nada.

—¡Este es nuestro justo castigo! ¡Este es nuestro justo castigo!

Las intenciones egoístas fueron remplazadas, de pronto, por las lastimeras letanías. Estremecidas por infaustos presentimientos, las pecadoras se arrepentían de sus detestables proezas. Los niños lloraban en el regazo de las madres. Los perros se ocultaban temerosos, y con las orejas gachas buscaban la oscuridad; las ocas se arrastraban sobre sus vientres de gruesas matronas como si se sintieran aplastadas contra el suelo y las gallinas se ensuciaban en las cocinas sin que nadie les prestara atención. Cargados de electricidad, los gatos daban a veces súbitos brincos para desplomarse luego rígidamente, con el cuerpo hecho un ovillo, el pelo erizado y la cola erguida, intentando desentrañar la consternación que se había apoderado de los hombres con unos ojos en los que se veía apagarse y encenderse extrañamente las pupilas diabólicas.

Cerca de las ventanas, los viñadores abrumados observaban el cielo en busca de un claro esperanzador. Pensaban en las cosas destruidas y los esfuerzos perdidos y sentían pesar sobre sus espaldas las viejas penas de sus antepasados que habían luchado en aquellas cuestas contra los elementos. Y repetían una y otra vez:

—¡Qué desgracia, Dios mío! ¡Es demasiada miseria! ¡Es demasiada miseria!

Llovió toda la noche, el día siguiente y una parte de la noche siguiente, con una abundancia calma, pero inexorable, que arrastraba a la deriva todas las almas del burgo. Ni un solo arco iris apareció, ni un haz de luz atravesó la sombría cerrazón de aquella lluvia que tenía muchos kilómetros de profundidad y contaba con ríos en reserva. Clochemerle permaneció sumido en las lobregueces de la mazmorra más humilde del mundo, en el insondable olvido de las más tétricas eternidades.

Por fin, al tercer día, como tenores con la garganta fresca, los gallos, con el buche lleno y el cuello estirado, como si lucieran en su cresta una recién impuesta Legión de Honor, y con una descocada chulería, se desgañitaron temprano para anunciar el alborear de un espléndido día. La aurora llenaba el cielo de palomas. El horizonte era una acuarela todavía húmeda en la que, mezcladas con las indeterminadas rosas de la emoción, se confundían maravillosamente todas las gamas del azul. Las pequeñas lomas se ofrecían a la vista como senos de doncella y las colinas como ampulosas caderas. La tierra parecía una muchacha de dieciocho años sorprendida al salir del baño, que, convencida de que nadie la mira, presta dócil oído al estribillo de su corazón y sincroniza su ritmo con los gráciles movimientos de su cuerpo. Era, una vez más, el armisticio. Para festejarlo, estallaron las trompetas luminosas, y el sol, asomando por el último escalón de Levante, tomó posesión de su trono celeste. Con un golpe de su cetro, surgieron todas las maravillas, las más alentadoras esperanzas. Luego dio orden de asomarse a su delfín Amor haciéndose eco de su festiva canción. Y Clochemerle se dio cuenta de que estaba perdonada.

Pero el burgo había sido castigado, severamente castigado. Aquel tibio renacimiento hacía resaltar aún más los desoladores estragos de los últimos días. Los viñedos, hasta lo que alcanzaba la vista, no eran más que despojos. Cuando poco tiempo después, se procedió a la vendimia, los clochemerlinos sólo pudieron llenar sus cuévanos con contados y secos racimos, medio podridos, sin una gota de zumo, y no se obtuvieron más que unas tinas raquíticas, bien poco satisfactorias. Y esto dio un vinillo acuoso, un vinillo de no importa dónde, una triste, una sosa bebida, deshonrosa para el Beaujolais.

¡Invendible, Dios mío!

¡Y apenas aprovechable para un hombre honrado, buen Dios!

¡Nunca se había visto un vino de Clochemerle con un sabor semejante! Aquella porquería únicamente podían beberla paladares forasteros!

¡1923, el año más desgraciado que se haya conocido! Un verdadero año de perros.

El 16 de octubre, un domingo por la mañana, los escándalos de Clochemerle llegaron a su postrer desenlace. El otoño era tibio y dorado. Sin embargo, al atardecer, ráfagas de aire frío anunciaban, a partir de las seis, la llegada inminente del invierno. Se habían ya localizado sus primeras avanzadillas, aparecidas en las cimas de los montes de Azergues donde, al amparo de la alborada, esparcieron sus emboscadas de escarcha. El sol dispersaba, sin lucha, aquellos insolentes húsares nórdicos. Tan pronto y tan lejos se aventuraban que durante el día habían de ocultarse en los bosques en espera de los refuerzos del equinoccio: el grueso de las tropas nubosas que se agrupaban en alguna parte del Atlántico. Pero todo el mundo se había percatado de la existencia de aquellas gélidas avanzadillas cuya amenaza prestaba a los últimos hermosos días un mayor encanto, tal vez un poco nostálgico porque las brumas crepusculares suscitaban arrepentimientos y pesares. A no tardar, la tierra trocaría el verde ropaje del estío por la parda tela. Las vertientes de las montañas iban moteándose con los sombríos calveros del despojo. En los valles, los campos agostados, a través de los restos de su esquilmada vegetación, dejaban transparentar el humus que las lluvias transformaban en abono. Aquella decoración otoñal fue el marco adecuado de un incidente definitivo. Pero, por última vez, cedamos la palabra a Cyprien Beausoleil.

—Era el domingo por la mañana, al comenzar el oficio, pocos minutos después de las diez para ser exactos. Como de costumbre, mientras las mujeres se hallaban en la iglesia, los hombres estaban en el café, y todos los clochemerlinos de pro en casa de Torbayon. Arthur había vuelto del hospital. Le agradaba más estar en su casa con el brazo en cabestrillo que tendido en una cama pensando continuamente en su establecimiento cerrado, lo que le sacaba de quicio, pues se imaginaba a su clientela empinando el codo en "L'Alouette" o en casa de la tía Bocca, un fétido tugurio de los barrios bajos. Volvió, pues, sin estar curado del todo, dejando a la Adele, que se iba restableciendo lentamente. Aquel domingo, el café se hallaba atestado como antes y los parroquianos charlaban de los temas del día, pero principalmente de la abortada vendimia y los descalabros de la batalla. A Arthur, la circunstancia de haber sido herido y haber mostrado al mismo tiempo en público sus cuernos, le habían bajado los humos y hecho el carácter más agradable, lo que había hecho que se le tuviera en más estima. Y es que los hombres necesitan que les ocurra algo malo de vez en cuando para entrar en razón.

"Estábamos, pues, en el café, bebiendo y charlando, aunque sin malicia, y echando frecuentes ojeadas a la calle porque pasaban mujeres, y generalmente son las mejor ataviadas y las más incitantes las que llegan tarde a misa. Aparte de esas retrasadas no pasaba un alma por la calle. Después de lo que había sucedido aquel año, nada peor podía ocurrir, si exceptuamos a Tafardel, no repuesto todavía del batacazo que recibió en la mollera. Tafardel expresaba por todas partes terribles deseos de venganza, y su bilis lo incitaba a beber hasta que su nariz adquiría un acusado color cárdeno. En cuanto tenía un vaso de más, se volvía insoportable. Para defender su punto de vista, hubiera entregado al suplicio a su padre o a su madre. Nunca he visto, como en el caso de Tafardel, pasar de la mansedumbre a la ferocidad por el solo efecto de un vaso de vino del Beaujolais. Es lo que yo digo, cuando las ideas se albergan en una mente débil, pueden provocar un desastre.

"En fin, estábamos allí tranquilos, un poco embotados de ese bienestar que le entra a uno cuando bebe vino en ayunas, sin pensar en nada, a decir verdad, y sin esperar otra cosa que la salida de la iglesia, para ver una vez más nuestras mujeres de Clochemerle y examinarlas detenidamente, lo que constituye nuestra gran diversión dominguera. De pronto, alguien alzó la voz y todos nos levantamos y nos precipitamos hacia la puerta o hacia la ventana. Lo que pudimos ver era lo más insensato que pueda usted imaginarse y, por añadidura, tristemente espantoso. Intentaré describirle la escena:

"Figúrese que vimos avanzar por el callejón de los Frailes una horripilante chiva completamente en cueros, con un rosario alrededor del vientre y un sombrerito ladeado sobre la cabeza. ¿Adivina quién era? Era la Putet, señor mío. Completamente desnuda, presa de un frenesí rabioso y gesticulando como una posesa a la vez que cantaba unas indecencias como para hacer retroceder un regimiento de zuavos. ¡Parecía una loca! Le agitaba una especie de locura particular…, algo que termina en ica…

—¿Erótica, señor Beausoleil?

"Eso debe de ser. Una loca erótica era la Putet aquel domingo de octubre, a la hora del oficio solemne. Parece que esto le vino de su famosa virtud que nunca había podido inculcar a nadie. Y claro está, a la larga tanta virtud le hizo perder el juicio. Es lo que yo digo, la virtud, mal empleada, puede acarrear grandes estragos. «Una virtud tan prolongada es antihigiénica», dijo luego el doctor Mouraille, que en estos asuntos debe de ser más entendido que Ponosse. Pero, en fin, eso es otro cantar.

"Imagínese, pues, a la Putet por la calle con el atuendo que le he dicho, y nosotros contemplándola estupefactos, más por curiosidad que por placer, porque, ¡Dios nos asista!, lo que exhibía no valía, ciertamente, la pena de verse. Una Judith, una Adele y muchas otras nos hubieran regocijado con aquella rara indumentaria y nos hubiéramos precipitado a socorrerlas metiéndoles mano. Pero la Putet no hacía más que pena, compasión y asco. Al verla tan desmedrada y tan repelente, se comprendía la maldad que anidaba en su alma. Aquella estúpida gazmoña era de una delgadez horrible, como un fantasma que os diera una mala noche. No había más que huesos, cubiertos con una piel amarillenta sobre la cual, sembrados de cualquier manera, había unos asquerosos pelos erizados y rígidos, como de un animal salvaje. En cuanto al color, uno hubiera dicho que aquel cuerpo acababa de revolcarse en un montón de estiércol. Las costillas eran como aros de tonel, los senos como unos calcetines viejos, vacíos y colgantes, y el vientre, puntiagudo y raspudo, pues no había servido más que para hacer digestiones. Pero lo peor eran las piernas. Un espacio de tres dedos, por lo menos, separaba los dos muslos. No conozco nada más horrible que unas piernas de mujer que no se rocen una con la otra al andar. Me hacen pensar en los esqueletos. ¡Y las nalgas, señor! Parecían dos nueces de costilla bien justo, apetitosas como un membrillo pocho, y arrugadas… ¡Para qué voy a contarle! La cara más repulsiva que nunca y aquella voz chillona como el chirrido de una vieja puerta húmeda. No había por dónde mirar, se lo digo de veras. Era un espectáculo abominable.

"Apenas tuvimos tiempo de recobrarnos de nuestra estupefacción. En cueros, como iba, entró a la iglesia por la puerta principal, vociferando sus soeces injurias. Y, claro, nos precipitamos en pos de ella ante la perspectiva de la jocunda algazara que iba a producir aquella aparición en plena misa.

"¡Y qué algazara! No puede usted imaginárselo. Sin dejar de chillar avanzó por entre las dos hileras de bancos. Todas las feligresas empezaron a gritar horrorizadas como si se hallaran en presencia del diablo en forma de mujer, lo que lo hacía aún más temible. En esto, Ponosse se volvió para un dominus vobiscum y se quedó estupefacto, sin acertar a decir más que esto":

"—Pero, mi querida señorita… Pero, mi querida señorita, esto no se hace…

"Al oír estas palabras, aquella extraña católica, presa de furor, se puso a decirle al cura toda una sarta de obscenidades, acusándolo de la más grandes indecencias que un hombre puede cometer abusando de las personas débiles. En esto, la zorra, aprovechándose del asombro general, subió al pulpito y empezó una plática tan desatinada como nunca se había oído en una iglesia.

"Entonces, Nicolás, que ya había reaccionado después de tan insólita aparición, cogió la pica y se dirigió hacia el púlpito para desalojar de allí a la Putet. Apenas se asomó al pie de la escalerilla, recibió en la cabeza, lanzados con una fuerza verdaderamente demoníaca, los devocionarios de Ponosse y, como remate, el taburete. Sin la protección del bicornio con plumas, Nicolás se quedó hecho una calamidad. Aquella rociada lo dejó aturdido, fuera de combate, sobre todo teniendo en cuenta la debilidad de piernas que sufría desde aquella alevosa patada de Toumignon que lo cogió de lleno y no precisamente en las encías.

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