Códex 10 (27 page)

Read Códex 10 Online

Authors: Eduard Pascual

Tags: #Policíaco

BOOK: Códex 10
2.43Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Ahora mismo los tenemos parados sobre el puente y con las cuatro ruedas reventadas. No van a ir a ninguna parte con ese BMW. Venid aquí.

—Estamos de camino. Sargento, envía a alguien a detener a Yara Sarahiba Da Silva como cómplice en los atracos. La encontrarán en el puticlub Lolita’s de la carretera de la Escala.

—Dalo por hecho, ahora hablamos, que parece que salen del coche.

* * *

—Para afuera —ordenó el Cojo Manteca a su compinche Emilio—. ¡Que salgas del coche te digo! —apuntaba a la frente de su compinche, sudando copiosamente pese al frío ampurdanés en las marismas. El Sevilla y José vieron cómo ambos bajaban del vehículo sin atreverse a moverse de su asiento.

—¿Qué coño vas a hacer Manteca? —La distancia entre los policías y ellos parecía más corta con los pies posados en el suelo—. Esto no tiene sentido, tú sabes que yo no te vendería por nada en el mundo.

—Déjate de mariconadas, Emilio. —El Cojo Manteca tenía a su compañero sujeto por el cuello, desde la espalda, encañonándole la base del cráneo—. Esos dos son muy altos para mí, a ti te puedo controlar mejor. Me sabe mal que pases por esto, pero no voy a volver al trullo.

—¿Y qué vas a hacer? Hay muchos maderos aquí, ¿qué pretendes?

—Voy a cambiarte por un coche del otro lado de la línea de seguridad que han montado, Emilio.

—No te lo van a dar, ¿no ves la que han montado? ¡Qué hijoputas! Ni que fuéramos terroristas.

—Tú déjame a mí. Si tenemos suerte, cuando me den el coche me cubriré contigo, en el último momento saltas dentro y salimos zumbando.

—¿Y José y el Sevilla?

—Esos son carne de cañón, Emilio, piensa un poco, ¿adónde vamos los cuatro? Nos pillarían en cualquier sitio.

Mientras hablaban se habían ido acercando hasta la primera línea de vehículos policiales. Otro coche patrulla llegó desde el fondo, con sus luces titilando como una estrella distante.

—¡Quiero un coche o le pego un tiro a éste! —gritó al grupo de policías que lo apuntaban con pistolas y escopetas Franchi.

—Soy el sargento Montagut —se adelantó éste entre la línea. Llevaba un chaleco antibalas por encima de la ropa y cargaba una escopeta—. Lo primero que tienes que hacer es tirar la pistola y dejar a tu colega, ¿o es que te crees que nos chupamos el dedo?

—Una mierda me importa quién coño seas tú, y por mí como si le chupas la polla a tu compañero. Quiero un coche o le reviento a éste los sesos aquí mismo.

Los agentes se abrieron dejando pasar a los dos cabos que acababan de llegar. Flores cogió una escopeta de uno de los agentes apostados tras los coches patrulla y se adelantó hasta donde se encontraba el sargento.

—¿Me dejas hacer a mí? —Montagut asintió y se echó un paso atrás—. Preparaos para saltar encima de ese loco.

—Vamos a ver, señor Cojo Manteca de los cojones, hasta aquí habéis llegado, deja el rollo que te estás pasando.

—Me cago en tus muertos, poli de mierda.

—Sí, bueno, eso es una cosa que sabrías hacer muy bien, pero yo creo que lo mejor es que dejes de sobarle el cuello a tu colega con esa pipa y os entreguéis. Con esta actitud, la cosa saldrá muy mal para ti. Al fin y al cabo, tú acabarás en prisión o en el tanatorio. Lo que prefieras es cosa tuya. ¿Qué decides?

Flores había ido moviéndose alrededor de los dos hombres hasta conseguir que el Cojo Manteca ofreciera el flanco derecho a los policías.

—Toca jugar fuerte esta partida, Cojo de los cojones: suelta la pistola o te vuelo la pierna buena.

El Cojo Manteca lloraba de impotencia, la rabia le ensuciaba la barbilla de saliva y los ojos eran dos lunas.

—¡No quiero ir a prisión! —chilló—. ¡No quiero!

—Eso o el depósito de cadáveres. —Flores montó la escopeta policial. El sonido del arma al cargar el cartucho en la recámara era estremecedor hasta para un experto tirador. Flores sintió que se le erizaba el vello en todo el cuerpo—. No hay otra elección.

La adrenalina provocó un temblor visible en el Cojo Manteca. Lloraba, gemía con los ojos encendidos de fuego. Debía decidir y decidió la libertad con un gesto rápido de la mano que sostenía la pistola apoyada en la cabeza de su amigo. El Cojo Manteca se llevó la pistola a la sien derecha y se descerrajó un tiro que levantó parte del pelo que le caía sobre la frente, como si fuera un peluquín arrancado por el viento. Del otro lado de la frente saltaron trozos de materia gris y esquirlas de hueso, todo ello en una profusión de sangre sucia de pólvora y pelo chamuscado. Los párpados se descolgaron y los ojos optaron por mirar para otro lado, sustraídos de la rabia anterior. La boca era un manantial de sangre y la lengua un objeto colgante de estúpida forma. Las piernas se debilitaron una milésima de segundo después. Cayó como un saco de patatas a los pies de su cómplice, que se sujetó los oídos con las piernas semiflexionadas y la boca desencajada. Flores cogió a Emilio del pelo y lo tumbó boca abajo, descargando el peso de su cuerpo sobre la espalda. Montagut saltó cuando vio que el Cojo Manteca se llevaba la pistola a la cabeza, tratando de interrumpir lo que fue inevitable. Apartó el arma de su mano y le buscó el pulso en el cuello en ese gesto absurdo de quien sabe que no va a encontrar nada más que muerte.

Los policías corrían apuntando con sus armas al BMW, en el que todavía estaban el resto de atracadores. Eran muchos los agentes que les rodeaban. El Sevilla y su colega José salieron con las manos en la cabeza y se tumbaron en el suelo, donde los agentes los esposaron con las manos a la espalda.

* * *

—Vaya mierda de operación —dijo Flores en el coche, camino de la comisaría. Viajaba junto a Sonia en el asiento de atrás. Conducía Rabassedas, y a su lado se encontraba el sargento Montagut.

—No te mortifiques, Flores —le pidió Montagut—. No había nada que hacer. Te moviste bien, él te siguió y yo hubiera tenido una oportunidad si, en vez de dispararse, te hubiera apuntado a ti.

—¿Querías que te apuntara? —preguntó Sonia asustada. Flores se limitó a asentir en silencio—. ¿Es que te has vuelto loco? —se escandalizó ella.

—No te enfades con él, Sonia —intercedió el sargento—. Un tío se lo piensa dos veces antes de disparar sobre una persona. Primero hubiera extendido el brazo; hubiera apuntado, pensando si realmente quería disparar y después apretaría el gatillo. Había tiempo suficiente para interceptarlo, te lo aseguro.

—No me lo puedo creer, ¿estáis los dos locos? ¿Creéis que esa intervención valía lo suficiente como para arriesgar la vida?

Sonia estaba indignada. Flores le cogió la mano; seguía en silencio, un silencio en el que no cabían las palabras.

—Créeme Sonia, Flores no corría ningún peligro. Lo que no cabía imaginar es que ese cojo le tuviera tanto miedo a entrar en la cárcel como para volarse la tapa de los sesos. En tu carrera encontrarás situaciones en las que tu vida será lo último que valores si la de otra persona está en peligro; un principio por el que murió nuestro compañero Santos Santamaría el 17 de marzo de 2001. Eso es ser un buen policía.

Carpe Diem

S
olo hacía unas horas que había montado salvajemente a un escultural rubio al que acababa de conocer. Con su olor aún libando en las glándulas más íntimas de su cuerpo, maldecía y luchaba. La puñetera suerte de la vida se le escapaba entre unas fuertes manos desconocidas.

A Garin lo había encontrado entre el aceitoso humo del tabaco y el estruendo de la música, que empujaba desde todos los rincones de la discoteca Baviera, a tocar de la Marina de Empuriabrava. En cuanto lo vio danzar en medio del océano de invisibles hormonas, al ritmo del verano, puso su magia en él. Con el cuerpazo que su madre le había dado, y la escasez de prejuicios del nuevo milenio, Miriam podía permitirse la licencia de escoger al más sublime de los alemanes allí presentes. No falló en la elección; Garin demostró una vitalidad y un aguante digno de un guerrero. Ella se dio un festín que pensaba repetir, junto con su mejor amiga, al día siguiente.

Todo ese inmenso futuro y grandes expectativas se fueron a la mierda en un abrir y cerrar de ojos. A esas alturas, sabía que aquellas manos no dejarían de apretar hasta que la tuvieran bien muerta entre sus peludos dedos. Los ojos de él se lo decían. Iba a matarla sin conocer siquiera cómo sonaba la voz del hombre que le imponía ese estado en el que no se piensa a los 25 años.

Miriam quería decirle que ella no se merecía morir, pero no podía más que abrir mucho los ojos y aferrarse a los brazos del asesino. Las manos de él se aferraron a su garganta como si de ello dependiera salvarla de caer en un abismo inconfesable.

Le parecía que hacía una eternidad que dejó de mover las piernas, hasta los brazos colgaban ya flácidos junto a su talle. Al principio había arañado, pataleado, estirado y empujado; incluso consiguió morder, pero la tenaza sobre su cuello era firme.

En un idílico momento que rayó el orgasmo sexual sintió el calor de sus orines escurrirse entre sus piernas. El control sobre los ojos se disipó cuando se dieron la vuelta y se pusieron en blanco. Por fin perdió de vista a su verdugo.

El último bocado al vacío para llevar aire a los pulmones resultó, como todos los otros, totalmente estéril. Las entrañas le quemaban como si un fuego se hubiera declarado en su interior. Moría privada del placer de un último suspiro.

El recuerdo de Garin vaciándose en su interior quedó impregnado en su mente del mismo modo que una imagen de televisión se desvanece en pocas décimas de segundo tras ser desconectada. Describir qué pasa más allá ha sido siempre pura demagogia.

La chica murió, pero su asesino mantuvo la fuerza un poco más. Sabía por experiencia que a veces el corazón sigue latiendo imperceptiblemente cuando la víctima muere por asfixia. Matar despacio parecía encantarle; cualquiera que lo observara pensaría que le resultaba una experiencia muy enriquecedora.

—Cuando uno planifica matar a alguien, debe ser fiel a todo el proceso e imponerse disciplina —le dijo al cuerpo de Miriam mientras le arreglaba la ropa y disponía un conjunto de herramientas de peluquería y pedicura a su lado—. La acción de matar no se acaba con la muerte, eso no tendría interés para mí. Aquí se impone la información, la planificación, la captura; la muerte en sí misma. El abandono del cuerpo y la destrucción de toda prueba que frustre el placer. Dentro de un rato serás la protagonista de esta pequeña parte del mundo; te lo prometo. Te gustará.

El asesino era un cazador consumado. Lo hacía por placer. Matar debía ser un acto romántico que requiriera paciencia, coraje y perseverancia.

Cuando abandonó el cuerpo eran las 22.00 horas de una apacible noche de primeros de junio que, para algunos que aún respiraban tranquilos, no había hecho más que empezar.

* * *

Flores estaba en el pasillo interior de la comisaría, apoyado en la pared frente a una de las dos puertas que comunicaban con la escalera al piso superior y a los calabozos del sótano. A las cuatro de la madrugada había poco movimiento interno; un agente prestando atención a la radio y al teléfono y un par de agentes más en la oficina de atención al ciudadano. En esas dependencias se componían los atestados policiales que él se encontraría al día siguiente en su despacho. Los agentes trabajaban como escritores solitarios, poseídos por atractivas musas en la noche de los tiempos.

—Ha aparecido una nueva víctima, sargento —pronunció con palabras gastadas por la angustia—. Esto se está saliendo de madre. Creo que estamos ante un asesino en serie que ha tomado la comarca como su coto de caza particular.

Flores se miró la punta de los zapatos, enfundado en unos pantalones vaqueros gastados y en un polo oscuro de manga corta. La ropa se adaptaba bien al cuadro barroco de su cuerpo.

—No sé por dónde tirar en este asunto, Monti. Creo sinceramente que tendremos que empezar a jugar la proposición macabra que nos hace este tipo, sea quien sea, para poder atraparle. Mi mayor temor a lo largo del día es encontrarme con un nuevo cadáver pese a todos los esfuerzos de la unidad. Necesito tu consejo, sargento.

Flores alzó la cara a la espera de una revelación. En ese mismo instante, se abrió la puerta que separaba el pasillo interior del vestíbulo de la comisaría y entraron Sonia y Rabassedas.

—Buenas noches, sargento. Hemos venido tan pronto como nos han llamado de la sala operativa.

—Sonia, Rabassedas, tenemos otra víctima.

—¿De quién se trata esta vez, Flores?

—Una muchacha estrangulada a dos manos. Veintipocos años a tomar por culo. Vamos a hacer el levantamiento del cadáver y luego nos ponemos las pilas —respondió Flores—. No podemos dejar que vuelva a matar.

—¿Tal y como se anunciaba en el último libro aparecido? —quiso saber Rabassedas.

—Eso tendremos que analizarlo más tarde. Ya he llamado al analista para que se incorpore cuanto antes. Sonia, tendrás que asignarle a un agente para que pueda trabajar más rápido. Necesitamos encontrar cuanto antes la unión entre esos libros y las muertes.

—Estamos bajo mínimos —se quejó ella—, no damos abasto.

—Hace años que estamos bajo mínimos, cabo —le espetó Flores a Sonia—. A primera hora llegarán dos agentes de la Central para intentar quitarnos el caso. Uno de ellos será el sargento Casanovas, que tiene un interés especial en venir a jodernos. Ya conocéis a ese mamonazo, así que nos tendremos que aguantar. Al mínimo problema me lo decís; dejádmelo a mí.

—Le fue bien el ascenso a ese imbécil —masculló Sonia.

—A esta unidad también; ha sido un año muy tranquilo sin tenerlo todos los días hurgando en las debilidades de los agentes —confirmó Rabassedas.

—¿Y a ti cómo te va con los agentes asignados a tu grupo, Sonia? —preguntó Flores.

—Muy bien, esto de ser cabo tiene ciertas ventajas.

—A ver si quedamos a cenar un día y me las explicas —flirteó Flores.

—Pues ya sería hora, ¿no te parece?

—Sí —respondió él mirándose los zapatos otra vez—. Vamos allá, no demoremos más este levantamiento. Yo me voy a buscar al juez, a la secretaria judicial y al forense. Adelantaos y tratad de averiguar algo que yo pueda explicar a su señoría para cuando lleguemos.

—Danos media hora de ventaja —pidió Rabassedas, y salió de nuevo por la puerta hacia el vestíbulo.

Sonia y Flores se intercambiaron un par de guiños. A Flores le pareció que no podría aguantar mucho más el ansia de amor que sentía por aquella mujer desde hacía tanto tiempo.

Other books

Emily's Ghost by Stockenberg, Antoinette
Horns & Wrinkles by Joseph Helgerson
Hush Little Baby by Suzanne Redfearn
Expecting to Fly by Cathy Hopkins
Ollie Always by John Wiltshire
Alaskan Wolf by Linda O. Johnston