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Authors: Irvine Welsh

Tags: #Humor

Col recalentada (8 page)

BOOK: Col recalentada
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«¡No!»

Alan Devlin era encargado en el garaje local que estaba al final de la vía de acceso que llevaba a la circunvalación. Tenía una actitud natural y simpática con las jovencitas del colegio local, que estaba pegado a la estación de servicio. Clint Phillips, su tímido colega del
Young team,
de diecisiete años, esperaba fuera con nerviosismo y vigilaba mientras el encargado senior se entretenía en el taller con las jovencitas del lugar. Shelley y Sarah figuraban entre las integrantes de su harén escolar. Clint se moría de ganas de tomar parte, pero era demasiado vergonzoso, debido fundamentalmente a su espantoso acné, y por tanto demasiado poco exótico a ojos de las chicas, y Devlin solía hacerle rabiar sin piedad al respecto. Muchas veces Clint deseaba que el señor Marshall, el gerente del garaje, que nunca estaba allí, se acercara y les sorprendiera, pero en realidad nunca lo hizo. Marshall era un alcohólico y cuando llegaba la hora de comer siempre andaba borracho en alguno de los pubs locales. No obstante, a Clint le gustaba insinuar que se había follado a Shelley, lo que fastidiaba un huevo a su amigo Jimmy Mulgrew, que se moría por los huesos de la niña.

Alan Devlin era de la ciudad y durante su adolescencia había tenido que ver con una pandilla de
casuals
[8]
futboleros conocidos con el nombre de Capital City Service,
[9]
pero lo dejó cuando su hermano mayor Mikey se esfumó misteriosamente una noche y nunca volvió a aparecer. Mikey Devlin había sido un
top boy.
[10]
En los cinco años transcurridos desde la desaparición de su idolatrado hermano mayor, Alan Devlin se había replanteado su visión de la vida. Lo fundamental era que estabas jodido de antemano: de repente estabas aquí y luego ya no. De lo que se trataba era de sacarle a la vida todo lo que pudieras. Para Alan, eso significaba follarse a todas las tías posibles. Su éxito con las adolescentes se basaba en la labia, en la insistencia y en cierta capacidad para conectar con sus obsesiones. Después de oír aquella historia, Shelley se dejó follar. Como su padre había desaparecido, sentía afinidad por Alan Devlin. Hasta entonces, aquella colegiala alta y delgada sólo le había permitido acariciar sus pequeños pechos pubescentes, con frecuencia mientras Sarah y él mantenían relaciones completas.

Shelley, y en realidad Sarah también, juró que jamás volvería a visitar a Alan en el garaje. Sin embargo, el aburrimiento las llevaba hacia allí, y los halagos fáciles del muchacho las hipnotizaban indefectiblemente. Antes de que se dieran cuenta, las manos de Alan estaban por todas partes, de una de ellas o de las dos.

3

Las chabolas de los
travellers
se habían extendido del viejo solar que les había asignado el ayuntamiento al erial tóxico que estaba al lado. El campamento crecía a diario. La fiebre del milenio: a aquellos capullines les volvía loco, pensó el agente Trevor Drysdale. No eran auténticos
travellers,
sólo unos tocapelotas que habían salido a buscar follón. En las puertas de la tienda de
fish ‘n’ chips
anoche se había producido una pelea. Otra vez. Drysdale sabía quiénes eran los alborotadores, con sus drogas y su comportamiento de enteradillos. A finales de aquella semana iba a haber una reunión de la junta de ascensos. Todavía le quedaba tiempo para obtener la clase de resultados que podían pesar de forma decisiva en la balanza. ¿Acaso no había hecho méritos con su forma firme pero a la vez sensible de tratar con los
travellers?
Sargento Drysdale. Sonaba bien. El traje nuevo de Moss Bros le iba como un guante. Cowan, el presidente de la junta de ascensos, insistía mucho en la buena presencia. El hermano Cowan le conocía de la Logia. El puesto era prácticamente suyo.

Drysdale bajó por el sendero hasta el borde de la presa. Latas de cerveza, botellas de vino, bolsas de patatas fritas, tubos de pegamento. Ése era el problema de la generación actual de los jóvenes de extracción obrera; estaban económicamente excluidos, políticamente privados del derecho de representación y atiborrados de drogas raras. Era una mala combinación. Lo único que querían hacer aquellos capullines era estar de fiesta hasta que llegara el siglo siguiente y ver lo que traía consigo aquel hito cultural. En caso de que la respuesta fuera «la misma mierda de siempre», como era probable, reflexionó Drysdale con aire taciturno, entonces los muy cabritos se limitarían a encogerse de hombros y seguirían festejando hasta el siguiente milenio.

Trevor Drysdale era lo bastante realista como para saber que por aquellos lares jamás había existido una era dorada de «colleja en la oreja» a la hora de hacer respetar la ley. Pero sí recordaba el equivalente
realpolitik
del control social, el «palizón en el calabozo». La juventud escocesa de la vieja escuela respetaba esa gran institución de las fuerzas del orden: el escalón resbaladizo. Ahora, sin embargo, la mayor parte de ella estaba demasiado atiborrada de drogas para enterarse del palizón o incluso acordarse de haberlo recibido. Después de tomarse unas cuantas gelatinas, ese tipo de daños formaban parte del entorno. Sí, esa actividad todavía podía resultar terapéutica para el agente individual, pero como método de mantenimiento de la ley era más que inútil.

Vaya sitio, pensó Drysdale, barriendo con la mirada la presa hasta recorrer la topografía de la ciudad y volver a subir las colinas de Pentland. Esto sí que había cambiado. A pesar de lo acostumbrado que estaba a su desarrollo exponencial, a veces lo repugnante de la naturaleza arbitraria e incongruente del paisaje le crispaba los nervios. Aldeas antiguas, urbanizaciones modernas en forma de caja de zapatos, yermos, granjas destrozadas y moribundas, polígonos industriales, complejos de ocio y centros comerciales, autopistas, vías de salida, y aquel trozo de tierra baldía de color marrón, abandonado y en ruinas, que llamaban estrafalariamente el Cinturón Verde. Esa terminología parecía otro insulto premeditado más que las autoridades habían lanzado a los lugareños.

Pero si algo le preocupaba más que la negrura que se había solidificado en torno a aquel lugar como un gel, era aquella nueva ola de optimismo. La fiebre del milenio. Dicho en otras palabras, otra excusa para que los jóvenes vayan por ahí follando y drogándose mientras los demás tenemos que trabajar sumidos en el odio y el temor, meditó con rencor mientras acusaba el ardor de su úlcera. Había que acabar con aquello. Ahora ya había miles de ellos, hacinados en aquella franja de terreno.

Desde el empinado terraplén situado junto a la orilla, Drysdale miró hacia abajo. Veía expandirse la aldea improvisada de almas perdidas, acercándose cada vez más a la urbanización donde vivía él, Barratt. Menos mal que los separaba la vía de salida, coño. Desde luego ya era hora de que el gobierno declarase el estado de emergencia y se quitase los guantes de seda. Pero no; los astutos cabronazos le estaban dando largas, esperando que se produjeran unas cuantas muertes por drogas. Entonces atizarían la histeria de la presunta mayoría moral y adoptarían unas cuantas medidas más represivas. Tenían que tener algún valor porcentual de cara a las encuestas, y ya quedaba menos para la temporada congresual de los partidos, además de unas elecciones. Habría una tanda de discursos «duros» seguida por alguna que otra caza de brujas. Drysdale ya lo había oído todo muchas veces, pero oírlo decir más alto significaría que por lo menos no habían decidido abandonarlo. A ver si derramamos un poco de sangre, joder, anheló atribulado y con todas sus fuerzas, mientras de una seca patada enviaba una lata oxidada al agua fría.

4

El plan del
Young team
local había tenido un éxito imprevisto. A la mañana siguiente, Clint Phillips se despertó en el suelo de Jimmy Mulgrew agonizando, así que tuvieron que llevarle al hospital, donde le hicieron radiografías, le examinaron y lo ingresaron. A Jimmy le pareció una ventaja añadida que hubiesen hospitalizado a Clint en lugar de a Semo, aunque teniendo en cuenta que Clint no iba a estar en el taller del garaje, y con el cabrón de Alan Devlin rondando por allí, tendrían que tener cuidado con lo que chorizaban.

De todas formas, Clint saldría dentro de un día o dos, y entonces podrían acudir a la pequeña subcomisaría y denunciar el delito ante el poli Drysdale, culpando de la agresión a un grupo de
travellers.

5

El cyrastoriano apoyó sus largos dedos sobre sus sienes. Notó cómo se desplazaba a velocidad constante desde el centro de la Voluntad hacia zonas donde su influencia era periférica. A veces Gezra, el Viejo, pensaba que se había equivocado al insistir en trabajar en aquello más tiempo del previsto. Era como si sintiera la frialdad del espacio exterior insinuándose en sus carnes, atravesando el aura translúcida de la Voluntad, que lo protegía a él y a todos los hijos e hijas de su mundo.

En la oscuridad de su nave, iluminada sólo por imágenes del planeta bajo observación que se iban cribando, el Anciano de Conducta Conforme y Apropiada del sector meditó acerca del probable destino de la nave de aquellos jóvenes bribones. La Tierra parecía una opción demasiado evidente. Al fin y al cabo, su espécimen procedía de ese mundo. Una sonrisa apareció en los finos labios de Gerza. Espécimen. Debería dejar de emplear un término tan peyorativo y humillante. Al fin y al cabo, el Terrícola había sido reclutado, y había optado por formar parte de la cultura cyrastoriana en lugar de regresar a su planeta con la memoria borrada, y todo ello a cambio de unos beneficios sorprendentemente modestos. Había poco que rascar intentando comprender el psiquismo primitivo de una criatura terrestre.

El Anciano de Conducta Conforme y Apropiada decidió a su pesar que tenía que utilizar tecnología externa para localizar a aquellos jóvenes renegados. Esa perspectiva llenó al Anciano de aversión. La filosofía cyrastoriana se basaba en el desmantelamiento y la desmovilización de la tecnología externa, y en el fomento implacable de la Voluntad, los poderes psíquicos individuales y colectivos a través de los cuales aquella raza se había desarrollado y había hecho avanzar su civilización a partir de su propia era de decrepitud posindustrial, desde la que ya habían pasado varios milenios.

Al igual que sucedía con los humanoides terrícolas, la historia temprana de Cyrastor estuvo dominada por una sucesión de profetas, evangelistas, mesías, sabios y visionarios que se las ingeniaron para convencerse tanto a sí mismos como a sus seguidores de que conocían los secretos del universo. Algunos hicieron poco más que el ridículo en vida, pero la influencia de otros se hizo sentir durante generaciones.

El implacable auge de la ciencia y la tecnología minó a las grandes religiones como fundamento de la verdad sin reducir en nada la humildad, el asombro y la reverencia que todas las formas de vida inteligente experimentaban al contemplar aquel universo inmenso y fascinante. A medida que la tecnología cyrastoriana avanzaba y exploraba lo que en principio parecía un campo inagotable (que en retrospectiva sólo sería considerado un aspecto menor de su civilización), desveló más misterios de los que era capaz de resolver. Era lo que siempre había sucedido con el conocimiento, pero a los cyrastorianos les preocupaba más la tendencia innata de su cultura a orientar toda esa tecnología hacia el consumo de recursos sin conseguir eliminar la pobreza, la desigualdad y la enfermedad, ni aprovechar el potencial de sus ciudadanos.

En la cúspide de su progreso tecnológico, aquel pueblo pragmático e idealista afrontó su crisis espiritual. Los Principales Ancianos establecieron un organismo llamado la Fundación. Sus competencias consistían en promover la iluminación espiritual y liberar las potencialidades de la mente cyrastoriana de sus limitaciones, hasta entonces supuestamente fisiológicas. Siglos de meditación desembocaron en la creación de la Voluntad, una reserva colectiva de energía psíquica a la que podía recurrir cualquier cyrastoriano por el solo hecho de vivir y de pensar, y a la que contribuía según su nivel de formación personal y su capacidad de aprendizaje. Como la Voluntad había erradicado prácticamente todas las diferencias culturales y sociales, la capacidad de contribuir a ella resultó ser muy semejante en todos los ciudadanos cyrastorianos.

Hasta entonces a Gezra le había resultado un poco cómico dilapidar sus ratos de ocio contemplando a culturas primitivas como la de la Tierra recorrer el callejón sin salida del desarrollo tecnológico externo. Ahora, sin embargo, gran parte de la juventud cyrastoriana rebelde se sentía cuando menos conmovida por la noción de aquella visceral superchería del tocar, sentir y saborear. Como eran unos primitivistas, buscaban formas de interacción física sólo por las sensaciones excitantes que pudieran ofrecer, muchas veces entre razas que apenas superaban el umbral del salvajismo. Gezra sabía, no obstante, que el líder rebelde, el Joven llamado Tazak, a despecho de toda su retórica acerca del culto de lo físico, tenía unos poderes psíquicos muy desarrollados, y percibiría cualquier intento de los Ancianos de detectar su presencia mediante la Voluntad.

6

Los del
Young team
estaban sentados junto a la presa bebiendo vino barato. Jimmy se acordaba de que hacía sólo unos años pescaban percas y lucios en aquellas aguas. El pegamento se había impuesto a la pesca. En realidad no es que fuera menos aburrido, pero la sensación de ir puestos de pegamento era como prolongar la emoción de una captura a lo largo de todo el día. Producía una sensación de futilidad y al mismo tiempo ofrecía el consuelo del olvido. Si bien la ebriedad proporcionaba multitud de desventuras, cuya narración podía, en ciertas condiciones, ayudarle a uno a atravesar períodos de convencionalismo desquiciantes, con excesiva frecuencia sólo conducía a una frustración y a una ansiedad mayores.

Pero, de todos modos, que le dieran. Jimmy bostezó y se estiró, notando cómo sus miembros se desmadejaban alegremente; uno tendía a seguir siempre la línea de menor resistencia. ¿Qué más había? Pensó en sus padres, ahora separados, en sus pintorescas ideas acerca del «respeto», provenientes de una era de pleno empleo y salarios semidecentes, luchando por mantenerse a flote en el vacío implacable y depresivo que les rodeaba. Él se sentía incapaz de respetarlos a ellos, y de respetar a la sociedad. Ni siquiera era capaz de respetarse a sí mismo, sólo de hacer causa común con sus amigos para forzar a otros a respetarle, de una manera cada día más estrecha y preestablecida. Sólo había que hacer piña con los colegas y asegurarse de que hubiera un túnel luminoso por delante y esperanzas de que el mundo fuera mejor cuando uno saliera a la luz, si es que salía.

BOOK: Col recalentada
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