Colmillo Blanco (16 page)

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Authors: Jack London

BOOK: Colmillo Blanco
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Llegó al sitio donde había estado la choza de su amo y se sentó sobre sus patas traseras en el centro del espacio que antes ocupaba. Apuntó el hocico hacia la luna. Apretado el gaznate por contracciones espasmódicas, abrió las fauces y, con un grito lleno de desolación, expresó entrecortadamente su soledad y su temor, su pena por no tener a
Kiche
, todos sus dolores y desdichas del pasado, al propio tiempo que los sufrimientos que presentía para el futuro. Era el prolongado aullido del lobo, un grito lúgubre lanzado a plena voz, el primer aullido que emitía en su vida.

La luz del nuevo día disipó sus terrores, pero aumentó aún más su impresión de soledad. La desnudez de la tierra, que tan poblada había visto antes, se la hizo sentir con redoblada energía. No tardó mucho en tomar la resolución. Hundiéndose en la espesura del bosque, siguió, río abajo, por la orilla del mismo. Corrió durante todo el día. No se detuvo para descansar. Parecía que iba a correr eternamente, como si para su férreo cuerpo no existiera la fatiga. Y cuando al fin le llegó, aquel poder de resistencia que era en él heredado lo sostuvo en su obstinado esfuerzo, permitiéndole seguir adelante.

Donde el río se precipitaba entre escarpadas pendientes, sorteaba la dificultad desviándose hacia los montes. Todos los ríos, afluentes o riachuelos que desembocaban en la corriente principal los pasó a nado o los vadeó. Con frecuencia se encontró metido en el hielo que empezaba a formarse en los bordes, y más de una vez vio en peligro su vida entre los témpanos que arrastraba la corriente. Pero continuó buscando el rastro de los dioses, con el fin de hallar el sitio en que estos se separaban del río para internarse en la tierra.

Colmillo Blanco era más inteligente que la mayoría de los de su raza; pero su clarividencia no llegaba a abarcar todo el conjunto de la otra orilla del río Mackenzie. ¿Y si era allí precisamente donde debía buscar el rastro que le preocupaba? Esta idea no acudió nunca a su cerebro. Quizá más tarde, con mayor práctica de esas correrías, con más experiencia y años, se le hubiera ocurrido tal cosa. Pero como su inteligencia no estaba desarrollada aún lo suficiente, se contentó con recorrer a ciegas la misma orilla del Mackenzie en que se hallaba.

Corrió toda la noche, tropezando en la oscuridad con toda clase de obstáculos, que retardaban su marcha pero no lo detenían; y del mismo modo siguió más y más. Al llegar a la mitad del segundo día, había pasado treinta horas corriendo, y por muy férreos que fueran sus músculos, cedían ya a la fatiga. Solo el poder de resistencia de su cerebro lo sostenía, impulsándolo hacia delante Cuarenta horas se había pasado sin comer, y el hambre aumentaba su debilidad. Las repetidas zambullidas en el agua helada habían producido también su efecto. Su hermosa piel estaba enlodada, y sus patas, llenas de heridas que sangraban. Corría a saltos, y a ese modo de avanzar tenía que recurrir cada vez más, a medida que las horas pasaban. Para colmo de males, el cielo se había oscurecido mucho y comenzó a nevar: caían unos copos incipientes, húmedos, que se derretían enseguida; pero se pegaban al cuerpo y dejaban la tierra viscosa, resbaladiza, y le privaban además de ver dónde pisaba y cubrían las desigualdades del terreno, lo que acrecentaba la dificultad de la marcha, haciéndola todavía más dolorosa.

Castor Gris
había pensado acampar aquella noche en la orilla opuesta del río Mackenzie, porque allí era donde se hallaba el cazadero. Pero poco antes de oscurecer,
Kloo-kooch
, que era la mujer de
Castor Gris
, descubrió un alce, que iba a beber al río. Ahora bien: si el alce no hubiera ido a beber, si
Mit-sah
no hubiese torcido el rumbo de la embarcación por culpa de la nieve, si
Kloo-kooch
no hubiera visto el alce y si
Castor Gris
no lo hubiese matado de un certero disparo de su rifle, muy distinto habría sido el desarrollo de los acontecimientos.
Castor Gris
no hubiera acampado en aquella orilla del río Mackenzie, y Colmillo Blanco habría pasado de largo por allí para ir a morir o a encontrarse con sus hermanos de la vida salvaje y ser lo que eran ellos: un lobo más hasta el fin de su vida.

La noche había cerrado. La nevada era espesa, y Colmillo Blanco, gimiendo entre dientes al tropezar con algo, encontró su rastro reciente sobre la nieve. Tan reciente era, en efecto, que lo reconoció inmediatamente con facilidad. Lloriqueando ansioso, fue a buscar su origen, desde la orilla del río hasta meterse entre los árboles. Los ruidos del nuevo campamento que había sido levantado llegaron a su oído. Vio el resplandor de la lumbre, a
Kloo-kooch
cocinando y a
Castor Gris
en cuclillas y mascando un pedazo de grasa cruda. ¡Había, pues, carne fresca en el campamento!

Colmillo Blanco esperaba recibir una paliza. Solo de pensarlo se agachó con los pelos erizados. Pero se adelantó después. Temía los golpes que le darían, pero sabía también que disfrutaría del calorcillo de la lumbre, de la protección de los dioses, de la compañía de los perros…, una compañía de enemigos, es verdad, pero compañía al fin, que satisfacía una necesidad de sus instintos rebañegos.

Se acercó al fuego a rastras, muy humilde y zalamero.
Castor Gris
lo vio y dejó de mascar. Colmillo Blanco volvió a arrastrarse muy lentamente, redobló sus zalamerías y acabó de hundirse más en la bajeza, en el envilecimiento de aquella sumisión. Fue en línea recta hacia
Castor Gris
, cada vez más despacio y apenado. Al fin se echó a los pies de su amo, en cuya posesión volvía a estar, rendido voluntariamente, entregado en cuerpo y alma, por decirlo así. Por propia elección se acercaba al amor de la lumbre, al hombre, para ser gobernado por él. Colmillo Blanco temblaba esperando el castigo. La mano del dueño se movía sobre él, e involuntariamente encogió el cuerpo ante la inminencia del vapuleo. Pero la mano cayó sobre él mismo. La miró a hurtadillas y vio con sorpresa que
Castor Gris
partía en dos el pedazo de grasa. ¡Su amo le ofrecía la mitad! Con cuidado y algo de recelo olió lo que le daban y luego se lo comió.
Castor Gris
mandó que le trajeran carne y estuvo vigilando para que los perros no se la quitaran. Después, el lobato, agradecido y contento, se echó a los pies de su amo, contemplando la lumbre que lo calentaba, parpadeando a ratos o dormitando, con la seguridad de que el día no lo encontraría perdido y abandonado a la intemperie, entre los bosques, sino en el campamento de los hombres, junto a aquellos dioses a los cuales se había entregado y de quienes ahora dependía.

V

El pacto

Muy avanzado ya el mes de diciembre,
Castor Gris
emprendió una excursión hacia la parte alta del río Mackenzie. Con él fueron
Mit-sah
y
Kloo-kooch
. Conducía un trineo arrastrado por perros, unos adiestrados por el propio indio y otros que le habían prestado. Un segundo trineo, bastante menor, lo dirigía
Mit-sah
, y a él iba enganchado un tiro formado por cachorros. Parecía, mas que otra cosa, un juguete; pero era la delicia de
Mit-sah
, que al verse en posesión del vehículo, se veía ya un hombre hecho y derecho, que como tal empezaba a trabajar en el mundo. Además, se iniciaba en el arte de dirigir y adiestrar perros para aquel uso, al propio tiempo que también aprendían los cachorros; y el trineo resultaba útil, puesto que llevaba cerca de cien kilos de peso entre equipo y víveres.

Colmillo Blanco había visto ya a los perros del campamento tirando del trineo, por lo cual sufrió con paciencia que también a él lo enganchasen como a los demás. Le ciñeron un collar relleno de musgo, al cual iban sujetos dos tirantes que se unían a una correa destinada a pasársela por el pecho y los lomos. A esta correa iba atada la larga cuerda por medio de la cual tiraba del trineo.

Siete cachorros formaban parte del tiro y, salvo él, que tenía ocho meses, todos contaban nueve o diez meses de edad. Cada perro iba atado al trineo por una sola cuerda y no había dos de ellas que tuvieran igual longitud, siendo la diferencia entre unas y otras equivalente a la longitud del cuerpo de un perro. Cada cuerda iba a parar a una anilla colocada en la parte anterior del trineo. Este carecía de cuchillas o patines, pues no era más que una especie de narria pequeña para ser arrastrada. Estaba hecho de corteza de abedul, con la parte delantera retorcida hacia arriba para que no pudiese hundirse bajo la nieve y encallarse. Tal construcción permitía que la carga del trineo reposara sobre la mayor superficie de nieve posible, lo que era necesario por estar esta como cristal pulverizado y muy blanda. Siguiendo el mismo principio de amplia distribución del peso, los perros que se hallaban a los extremos de las cuerdas formaban un abanico desde el frente del trineo, de modo que pisaba sobre las huellas de los que le precedían. Esa disposición en forma de abanico servía también para algo más. Las cuerdas de diferentes longitudes evitaban que los perros atacaran por detrás a los que corrían delante de ellos. Para que el ataque fuera posible, el perro tendría que volverse y dirigirse hacia alguno que tuviera la cuerda más corta que él, en cuyo caso se encontraría de cara con el atacado, y también con el látigo del conductor del trineo. Pero la mejor cualidad de este género de disposición consistía en el hecho de que el perro que se empeñaba en lanzarse contra otro que tenía delante se veía obligado a tirar con más fuerza del vehículo, y con cuanta mayor velocidad se moviera este, más rápidamente podía escapar a la arremetida el perro perseguido. Así resultaba que el que iba detrás no podía hacer presa en el que le precedía. Cuanto más corría él, más corría el otro y todos sus compañeros. Incidentalmente se aceleraba la marcha del trineo, y por este astuto medio indirecto aumentaba el hombre su dominio sobre las bestias.

Mit-sah
se parecía a su padre, de cuya experta discreción había heredado una buena parte. Había observado desde tiempo atrás que
Lip-Lip
perseguía siempre a Colmillo Blanco, pero entonces
Lip-Lip
tenía otro dueño, y
Mit-sah
no se había atrevido nunca más que a tirarle alguna piedra, recatándose para no ser visto. Ahora, el perro era suyo, y resolvió vengarse de él poniéndole al extremo de la cuerda más larga. Esto lo convirtió en guión de todos los demás del tiro, y aparentemente resultaba un honor; pero en realidad lo privó de todo honor posible, pues en vez de ser el bravucón y el amo de toda la jauría, se vio odiado y perseguido por ella en masa.

Precisamente por correr atado al cabo de la cuerda más larga, los perros lo veían siempre huyendo de ellos. Todo lo que de él alcanzaban a ver era su poblada cola y sus patas posteriores que parecían volar, aspecto mucho menos feroz y temible que el de su pelaje erizado y sus relucientes colmillos. Además, la caprichosa mentalidad de los perros hizo que verlo corriendo siempre, como escapando, engendrara en ellos el deseo de perseguirlo.

Desde el momento en que arrancó el trineo, el tiro entero se lanzó en pos de
Lip-Lip
en una especie de caza que duró todo el día. Al principio, este se sintió inclinado a volverse contra sus perseguidores, celoso de su dignidad ofendida y enfurecido. Pero cada vez que lo intentaba,
Mit-sah
le lanzaba en plena cara un doloroso trallazo con una fusta hecha de intestino de caribú que medía unos nueve metros de longitud, con lo cual no tenía mas remedio que dar media vuelta y seguir corriendo.
Lip-Lip
se hubiera atrevido a hacer frente a todos los cachorros; pero contra aquel látigo no se atrevía, y lo único que le quedaba era mantener tirante su larga cuerda y libre su cuerpo de los dientes de sus compañeros.

El cerebro del muchacho indio aún tenía otra treta preparada. Para acabar con aquella persecución que se hacía interminable,
Mit-sah
lo distinguió ante los demás para que sintieran celos y creciera su odio. Le dio carne a él solo, que no permitió que ningún otro la tocara. Bastó esto para ponerlos furiosos. Se amotinaron con rabia alrededor del favorecido; pero a prudente distancia del látigo, mientras
Lip-Lip
devoraba la carne bajo la protección de
Mit-sah
. Y cuando ya no quedaba más comida, el muchacho hizo ver que sí, aunque la reservaba toda para
Lip-Lip
mientras a los demás los mantenía a distancia.

Colmillo Blanco se había adaptado de buena gana al trabajo. En la voluntaria entrega que de sí mismo hizo a los dioses, había tenido que recorrer mayores distancias que los perros y aprender a fondo lo inútil que era oponerse a la voluntad de sus dueños. Además, la persecución de que toda la manada lo había hecho objeto logró que esta representara para él muy poco; los hombres, en cambio, significaban mucho más. No estaba acostumbrado a buscar compañía entre los de su raza. Por otra parte, a
Kiche
casi la había olvidado ya, y la única expresión de su sentir que le quedaba era aquella fidelidad que se había impuesto hacia los dioses que aceptó como dueños. Trabajaba, pues, todo lo posible; aprendía a ser disciplinado y se mostraba obediente. Era fiel y servicial, rasgos esenciales que caracterizan al lobo y al perro salvaje cuando han sido domesticados, y que él poseía en alto grado.

Sus compañeros no le servían a Colmillo Blanco más que para estar en continua guerra y enemistad con ellos; no para jugar, cosa que no había aprendido. Solo sabía luchar, y eso es lo que había hecho, devolver centuplicados los mordiscos recibidos cuando
Lip-Lip
dirigía a todos sus enemigos. Pero este ya no era su guía…, excepto cuando iba delante de ellos en el trineo, que venía detrás dando tumbos. En el campamento,
Lip-Lip
no se movía del lado de
Mit-sah
, de
Castor Gris
o de
Kloo-kooch
. No se atrevía a apartarse de los dioses, porque ahora era él a quien mordían los otros perros, teniendo que sufrir aún mayor persecución que la que antes iba dirigida contra el lobato.

Con la derrota de
Lip-Lip
, Colmillo Blanco hubiera podido convertirse en jefe y guía de los demás. Pero ni su carácter malhumorado ni su afición a la soledad lo predisponían a ello. Lo único para lo que servía era para morder a los perros. Lo demás no existía para él. En cuanto lo veían llegar, se apartaban, y ni los más osados se hubieran atrevido a robarle un pedazo de carne que le perteneciera. Al contrario, devoraban precipitadamente sus propias raciones por miedo a que él se las quitara. Colmillo Blanco se había aprendido perfectamente aquella ley cuya esencia consistía en oprimir al débil y obedecer al fuerte. Comía lo suyo a toda prisa, y después, ¡desdichado el perro al cual le quedara aún algo de lo que le correspondía! Con un gruñido y unas cuantas dentelladas lo quitaba de en medio. El robado podía ir a contar su indignación a las estrellas mientras el lobato daba cuenta en su lugar de los restos de la ración de carne.

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