Colmillo Blanco (18 page)

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Authors: Jack London

BOOK: Colmillo Blanco
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Y precisamente fue entonces cuando
Baseek
cometió un gran error. De haberse contentado con mirar con aire amenazador, todo hubiera terminado bien. Colmillo Blanco, que estaba ya a punto de dejarle el campo libre, se hubiera retirado, abandonando el botín. Pero el perro viejo no esperó. Considerándose ya victorioso, se adelantó, para apoderarse de la carne. Al bajar descuidadamente la cabeza para olfatearla, también a Colmillo Blanco se le erizaron los pelos ligeramente. Incluso entonces,
Baseek
hubiera llegado a tiempo para volver la situación a su anterior estado. Con solo colocarse sobre la carne en actitud dominadora, alta la cabeza y mirando al otro de hito en hito, este habría acabado por marcharse. Pero la carne era fresca y su olorcillo tentaba el olfato de
Baseek
, acuciándolo para que probara un bocado. Así pues, el perro quedó a la espera, en actitud de reto.

Aquello sí que vino a colmar la medida de la paciencia que había demostrado Colmillo Blanco. Recientes aún sus meses de predominio sobre la jauría que arrastraba el trineo, le fue imposible conservar la serenidad y contemplar inactivo cómo el otro devoraba la carne, según su costumbre. Con la primera dentellada, la oreja de
Baseek
se abrió de arriba abajo en tiras. El animal se quedó aturdido con lo súbito de la agresión. Pero otras cosas sumamente graves le ocurrieron entonces con idéntica e inesperada rapidez. Fue arrojado al suelo y mordido en la garganta. Mientras luchaba por enderezarse, su enemigo le hundió dos veces los dientes en el hombro. La rapidez con que todo esto se realizaba era suficiente para desconcertar a la víctima. Intentó arrojarse sobre Colmillo Blanco, pero la furiosa dentellada que le lanzó no acertó a darle a él, sino al aire. Un momento después, y al sentirse la nariz desgarrada en dos,
Baseek
retrocedió y abandonó la carne.

La situación había cambiado totalmente, Colmillo Blanco vigilaba ahora amenazadoramente la carne, mientras el perro viejo se mantenía a cierta distancia, preparándose para retirarse. No se atrevía a aventurarse en una lucha con un contrario que demostraba la rapidez del rayo, y una vez más, y del modo más amargo que nunca, tuvo que confesarse la debilidad que traen consigo los años. Su esfuerzo por conservar la dignidad fue heroico. Volvió la espalda con toda calma al perro joven y al trozo de carne, como si uno y otro no valieran siquiera la pena de que fijara en ellos su atención, y se alejó majestuosamente, a grandes pasos. Y desdeñando sus heridas, no se paró a lamerlas hasta hallarse fuera del alcance de las miradas del otro.

La victoria aumentó en Colmillo Blanco su fe en sí mismo y su orgullo. No andaba ya tan mansamente entre los perros mayores: su actitud no parecía ya tan conciliadora. Y no es que se mostrara pendenciero: lo que exigía era que lo trataran con consideración, que reconocieran su derecho a ir por todos los lados sin que nadie lo molestara ni le siguiera los pasos. Era alguien con quien había que contar: nada más. No iba ya a permitir por más tiempo que se le tratara como si no existiera, que era lo que se hacía con los cachorros y continuaba siendo la suerte a que estaban condenados sus compañeros de trineo, obligados a apartarse de los mayores y cederles el paso y hasta la carne. En cambio, Colmillo Blanco, sin amigos, solitario, malhumorado, sin mirar apenas a derecha y a izquierda, temible, con un aspecto que infundía respeto, reconcentrado en sí mismo, era aceptado como un igual, y no sin asombro, entre los mayores que él. Pronto aprendieron a dejarlo solo y tranquilo, sin arriesgarse a manifestar hostilidad ni mostrarle deseos de ser su amigo. Si ellos lo dejaban tranquilo, él les pagaba con la misma moneda…, situación que, tras la experiencia de algunas luchas desagradables, acordaron todos que era la más conveniente.

El mes de junio fue señalado para Colmillo Blanco por un acontecimiento. Trotaba silenciosamente, como tenía por costumbre, para examinar una choza nueva que se había levantado hacia el extremo de la aldea mientras él se hallaba ausente, pues había acompañado a los cazadores en la persecución de los alces, cuando se encontró de pronto con
Kiche
. Paró en seco y la miró. La recordaba vagamente; pero la recordaba, eso sí. Y era más de lo que de ella misma podía decirse, pues, al verlo, levantó un labio para gruñir amenazando, como ella sabía hacerlo. Este hecho afianzó los recuerdos de Colmillo Blanco. Sus ya olvidados tiempos de cachorro, todo cuanto iba asociado a aquel gruñido a que tan acostumbrado estaba, acudió en tropel a su mente. Antes de que él hubiera conocido a los dioses, fue ella el eje alrededor del cual giraba todo el universo. Las impresiones familiares de aquel tiempo volvieron de golpe a su memoria. Saltó alegre hacia su madre y fue recibido con una dentellada que le rasgó hasta el hueso un lado de la cara. No entendió la razón de aquel ataque. Retrocedió perplejo, desconcertado.

Pero no cabía recriminar a
Kiche
por tal recepción. No era propio de la madre de un lobo recordar a los cachorros que había tenido un año atrás. No se acordaba, por consiguiente, de Colmillo Blanco. Para ella resultaba un forastero, un intruso, y la camada de la que estaba cuidando ahora justificaba de sobra el que se mostrara celosamente enojada contra aquella intrusión.

Uno de los nuevos cachorrillos se acercó tambaleándose a Colmillo Blanco. Eran hermanastros sin saberlo. Él olfateó con curiosidad al pequeñuelo, con lo cual se ganó otro desgarrón en la cara, producido por
Kiche
. Retrocedió entonces a mayor distancia. Todos los antiguos recuerdos y afectos murieron en él, volviendo a la tumba de la cual en mala hora habían sido desenterrados. El lobato contempló a su madre, que estaba lamiendo al cachorrillo y levantando de vez en cuando la cabeza para gruñirle a él. De nada le serviría ya. Afortunadamente, había aprendido a prescindir de ella. Lo que representaba, olvidado quedaba ya. En el futuro no significarían nada el uno para el otro.

Permanecía aún en el mismo sitio, atontado, perplejo, sin comprender lo que ocurría, cuando
Kiche
lo atacó por tercera vez con la intención de alejarlo definitivamente de aquellos andurriales. Y él se dejó atacar. Al fin y al cabo, se trataba de una hembra de su raza, y era bien sabido que los machos no debían luchar con las hembras. No es que él conociera esa ley por habérsela enseñado la experiencia. La puso en práctica en secreto impulsado por el instinto…, por aquel mismo instinto que le hizo aullar a la luna y a las estrellas y que le inspiraba el miedo a la muerte y a lo desconocido.

Fueron transcurriendo los meses. Colmillo Blanco iba aumentando en fuerza, en robustez y en gordura, al paso que su carácter se desarrollaba de acuerdo con las influencias de la herencia y del medio en que vivía. La primera se parecía a maleable arcilla, susceptible de ser trabajada de mil formas diferentes. En cuanto al medio, era el encargado de plasmarla, dándole una forma determinada. Así, de no haberse él acercado nunca a la lumbre de los hombres, la vida salvaje lo hubiera hecho un verdadero lobo. Pero los dioses lo habían llevado a un mundo diferente, y así hicieron de él un perro que tenía mucho de lobo, pero que resultaba lo primero y no lo segundo.

De acuerdo con su naturaleza y las exigencias del medio, también su carácter iba tomando forma especial. Era inevitable: cada día aumentaba su condición gruñona, de pocos amigos; se volvía solitario, feroz, y si cada día también estaban más convencidos los perros de que les convenía mucho estar en paz con él y no en guerra, en cambio,
Castor Gris
se manifestaba más y más encantado de poseerlo.

Colmillo Blanco, que parecía reunir la suma de todas las cualidades que significan fuerza, tenía, sin embargo, una debilidad: no podía sufrir que se rieran de él. La risa de los hombres, cuando le afectaba, era, según su criterio, algo odioso. Que se rieran entre ellos de lo que quisieran, mientras no fuera él el objeto de sus burlas. Pero en cuanto la cosa iba contra él, entonces montaba en cólera y se ponía terrible. Grave, digno, sombrío por naturaleza, la risa lo enfurecía hasta lo ridículo, y tan hondamente lo hería, que durante horas enteras estaba hecho un verdadero diablo. Desdichado del perro que en tales momentos le viniera con bromas. Conocía la ley demasiado bien para atreverse con
Castor Gris
, porque detrás de este estaban un garrote y la inteligencia de un dios; pero detrás de los perros no había más que el espacio, y por ese espacio salían volando cuando Colmillo Blanco entraba en escena, loco de rabia por haber sido objeto de risa.

Cuando contaba ya tres años de edad, el hambre hizo estragos entre los indios del río Mackenzie. En el verano se quedaron sin pescado. En el invierno, el caribú se ausentó de los sitios donde solían cazarlo. Los alces escaseaban, los conejos desaparecieron, y otros animales, incluso los de rapiña, habían muerto. Viéndose privados del ordinario sustento, muy debilitados por el hambre, acabaron por luchar entre ellos y devorarse unos a otros. Solo los más fuertes sobrevivieron. Los dioses de Colmillo Blanco eran cazadores. Los más viejos y más débiles se murieron de hambre. En la aldea todo eran gemidos y lamentaciones. Las mujeres y los chiquillos se privaban de los escasos alimentos de que podían disponer, a fin de que fueran a parar al estómago de los demacrados cazadores, que batían el bosque en vano, buscando carne fresca.

A tal extremo llegaron los dioses, que tuvieron que comer el cuero blando de sus zapatos peludos y de sus guantes de caza, mientras los perros hacían lo mismo con los correajes del trineo y hasta con los látigos. Y los perros se devoraban unos a otros y los hombres se veían obligados a comérselos a ellos.

Las primeras víctimas fueron los más débiles y menos útiles. De los que quedaban, los más atrevidos abandonaron la compañía de los hombres, que no servía más que para llevarlos al matadero, y huyeron por los bosques, donde al fin se morían de hambre o eran devorados por los lobos.

En aquella difícil época, también Colmillo Blanco huyó al bosque. Estaba mejor pertrechado para aquella vida que sus compañeros, por contar con la preparación de sus tiempos de cachorro, que podía servirle de guía. Su especialidad fue pronto la de estar al acecho y escondido horas enteras, siguiendo todos los movimientos de una ardilla entre los árboles, esperando, con tanta paciencia como hambre, a que el roedor se atreviera a descender al suelo. Aun entonces no se precipitaba, sino que seguía esperando hasta asegurar el golpe, antes de que la ardilla trepara de nuevo a su refugio de los árboles. Entonces, y solo entonces, se lanzaba él desde su escondrijo, rápido como un proyectil, con inconcebible habilidad, sin dejar nunca de hacer presa en el ágil animalillo, cuya ligereza resultaba inferior a la suya.

A pesar de que aquel tipo de caza era beneficioso para él, una dificultad le impedía mantenerse exclusivamente de él: las ardillas escaseaban. Se vio, pues, obligado a cazar animales de inferior tamaño. Atormentado por el hambre, llegó a desenterrar musgaños de sus madrigueras y a alimentarse de ellos, o a batirse con alguna comadreja, tan hambrienta como él y aun más feroz.

Hubo momentos en que volvió a acercarse a las hogueras que encendían los hombres; pero solo se acercaba. Seguía vagando por los bosques, evitando ser descubierto y robando a los hombres las piezas de caza que habían caído en algunas de sus trampas. Al propio
Castor Gris
le robó un conejo, mientras el indio iba medio perdido y tambaleándose por el bosque, tan débil, fatigado y sin aliento, que tenía que sentarse con frecuencia.

Un día, Colmillo Blanco se encontró con un lobato demacrado y sin fuerzas por culpa del hambre. De no ser tan fuerte, tal vez se hubiera unido a él, para ir a parar a su manada, volviendo así junto a los de su raza que se hallaban en estado salvaje. Pero ahora lo que hizo fue perseguirlo hasta acabar con él, devorándolo.

Parecía que la suerte se empeñaba en favorecerlo. Siempre, en los momentos de mayor necesidad, halló algo que matar. Y por otra parte, cuando más débil estaba, tuvo la fortuna de no tropezar con animales mayores que hicieran presa de él. Así, una vez que se encontró con toda una manada de lobos hambrientos, acababa de pasar dos días de abundante alimento, gracias a un lince que había cazado. Toda la manada se lanzó contra Colmillo Blanco en cruel y prolongada persecución; pero como él estaba más fuerte y bien nutrido que sus famélicos perseguidores, logró dejarlos muy rezagados y salvarse. Y no solo pudo escapar, sino que además se volvió súbitamente contra uno de los que más cerca le seguían, y se aprovechó de la extenuación de este para ser él quien lo cazara.

Después abandonó aquella parte del país y se dirigió hacia el valle en que había nacido. Allí, en el antiguo cubil, encontró a
Kiche
. Volviendo a sus antiguas costumbres, también ella había abandonado el inhospitalario hogar de los hombres, prefiriendo su apartado refugio para su nueva camada. De ella, solo uno de sus pequeñuelos vivía cuando Colmillo Blanco apareció, y tampoco resistiría largo tiempo. Para la vida incipiente, el hambre era fatal.

El modo como
Kiche
recibió a su hijo, ya mayor, distó mucho de ser cariñoso; pero a Colmillo Blanco no le importaba ya esto: podía prescindir de ella. Dio, pues, media vuelta muy filosóficamente, y siguió trotando hacia la parte alta del río. Donde las dos veredas se cruzaban, tomó la de la izquierda, en la que halló el cubil de aquel lince que entre su madre y él mataron en otro tiempo. Allí, en el mismo abandonado cubil, se acomodó y descansó un día entero.

En los comienzos del verano, en los últimos días de la temporada del hambre, se encontró con
Lip-Lip
, que, como él, había huido también al monte, donde arrastraba su vida miserablemente. Trotaban en opuesta dirección, al pie de un largo y escarpado ribazo, y al dar la vuelta a unas rocas, se vieron cara a cara. Se pararon un instante con sobresalto y se miraron recelosamente.

Colmillo Blanco estaba en excelente aptitud para la lucha. No le había faltado caza durante una semana y pudo comer en abundancia. Pero en cuanto vio a
Lip-Lip
, se le erizaron todos los pelos del lomo. Fue involuntario, era simplemente la repetición de un estado físico a que en otro tiempo le conducía el continuo acoso de
Lip-Lip
. Lo que antes le ocurría, le ocurrió ahora automáticamente, y lanzando un gruñido procedió a la acción, sin pérdida de tiempo.
Lip-Lip
intentó retroceder, pero Colmillo Blanco lo atacó enseguida, dura y resueltamente, hombro contra hombro. Su enemigo rodó por el suelo, y los dientes del otro se le clavaron en la demacrada garganta. El perrillo luchó un rato con la muerte, mientras Colmillo Blanco daba vueltas en torno suyo, muy tiesas las patas y observándolo con cuidado. Luego siguió su camino y se perdió trotando por el ribazo.

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