Colmillos Plateados (4 page)

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Authors: Carl Bowen

Tags: #Fantástico

BOOK: Colmillos Plateados
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En el mundo material nadie podía ver u oír la tormenta pero eso no quiere decir que careciese de consecuencias. Ningún ser vivo había dado a luz a un solo retoño desde que comenzara la tormenta, y la lluvia que solía caer en aquel lugar sabía ahora apagada y metálica y despedía un tenue olor a humo de carbón. De noche, todos los animales domésticos en treinta kilómetros a la redonda aullaban y gemían de terror aunque sus amos humanos no podían descubrir la razón. Por supuesto. Tajavientres podía verla con claridad. Los efectos de la tormenta espiritual se estaban vertiendo al mundo físico. Eso hizo que sonriera como no lo había hecho desde que Arastha le diera una lección sobre el poder, varias semanas atrás. Bajó los binoculares, entornó la mirada a causa de la intensidad de la luz del mundo físico y se volvió hacia Garramarga, quien se encontraba tras él en forma de lobo. Los brillantes ojos ambarinos del Theurge lo escudriñaban y le recordaban el modo arrogante e inquisitivo en que Alarido Espino —uno de sus dos compañeros muertos— solía mirarlo.

¿Qué ves?
, le preguntó Garramarga con el habla hecha de gruñidos y movimientos que utilizaba su especie.

—Estamos cerca —respondió Tajavientres—. Puedo sentirlo. La tormenta está respondiendo con mucha fuerza a las vibraciones de la cadena que hay cerca de aquí.

Sí. El túmulo está cerca. Puede que ni a dos kilómetros de distancia
.

—Dos kilómetros —repitió Tajavientres, maravillado—. Lo habremos encontrado antes de que termine la semana. Puede que antes de que termine el día si logramos reunir al número suficiente de los nuestros.


, dijo Garramarga.
Yo los traeré aquí. Pero primero ella debe saber que estamos cerca
.

—Sí —asintió Tajavientres, al tiempo que sentía que, en su interior, la excitación se volvía hueca y se marchitaba—. Arastha querrá ser la primera en entrar en el túmulo. Regresaré a la colmena para verla. Ordena a todos que se reúnan en este lugar.


, dijo Garramarga. Y con esto, se volvió y desapareció por donde había venido. Una vez que hubo desaparecido, Tajavientres bajó la cabeza y trató de prepararse para el viaje de regreso. Arastha estaría complacida con sus noticias. Excitada. Querría recompensarlo. Tajavientres se estremeció. Ni siquiera la había visto desde que le encomendara aquella misión. No había sido tiempo suficiente.

Capítulo tres

La noche acababa de caer cuando Albrecht salió del puente lunar en el túmulo de Tierra del Norte. Frunció los labios y respiró profundamente. No le gustaba tener que dejar a Evan y Mari detrás pero a pesar de todo estaba encantado de volver a estar en casa. Saludó con un gesto de la cabeza a Eliphas Standish, su Guardián de la Puerta y oyó que el portal del puente lunar se cerraba tras él. Se quitó el guardapolvos desgastado y se lo puso sobre los hombros.

Era allí, en aquel lugar remoto de las Montañas Verdes, en el Vermont meridional, donde Albrecht había pasado su infancia. Allí había jugado con otros cachorros Colmillos Plateados. Había cortado árboles hasta convertirlos en leña utilizando sólo un hacha de mano para practicar y ganar fuerzas. A los pies del Gran Roble, lo había aprendido todo sobre Gaia y el deber de los hombres lobo de proteger Su tierra. En el enorme patio trasero de la mansión real, los otros cachorros y él se habían instruido en el combate con armas y sin ellas. En la biblioteca de la mansión, había pasado aburridas horas aprendiendo historia de los Garou, política, tácticas militares y la genealogía de los más importantes Colmillos Plateados.

No había mostrado más o menos aptitudes de las normales en ninguna de las materias que se había visto obligado a estudiar, salvo en esgrima, en la que era capaz de derrotar a los demás muchachos sin apenas esforzarse. En todo lo demás había demostrado sólo una destreza pasable, así que había parecido destinado a caer en el olvido, tal como su madre y su padre habían hecho antes que él. Sin embargo, había atraído la atención de todo el mundo una tarde de agosto cuando, con trece años, en mitad de una pelea, había explotado a la gloria de su forma Crinos por vez primera. Las posibilidades de que experimentara un Primer Cambio a edad tan temprana habían sido casi nulas, habida cuenta de que sus dos padres eran sólo Parentela, pero el brillo de su pelaje blanco como la nieve había sido testimonio de la pureza de su sangre Garou.

Aquel día, Albrecht se había convertido en el favorito de Jacob Morningkill, por entonces rey del protectorado. Hijo de Isiah Morningkill, Jacob era el rey más viejo y más fuerte que Albrecht hubiera podido imaginar. Se había abierto camino demostrando más inteligencia y más fuerza que aquellos que lo cuestionaban. Gobernaba con puño de hierro pero era capaz de reconocer la gloria y el honor cuando los veía. El anciano había amado a Albrecht como un padre a pesar de que en realidad era su tatarabuelo. Después del Primer Cambio de Albrecht había consagrado todo su tiempo a enseñar a su descendiente lo que significaba ser un hombre destinado a convertirse en rey.

Después, a Albrecht se le había partido el corazón al ver cómo se iba hundiendo en la senectud conforme pasaban los años. Si antaño el anciano había gobernado con sabiduría y honor, ahora lo fiaba todo a la fuerza bruta y la intimidación. Si antaño había disfrutado de la lealtad y el respeto de los nobles de su corte, su sanguinolenta paranoia se los había arrebatado hasta que sólo habían quedado a su lado aquellos que estaban demasiado asustados o eran demasiado decentes como para darle la espalda. Y mientras que hasta entonces había preparado a Albrecht para sustituirlo en el trono un día, las habilidades y la fama crecientes del muchacho habían roído de celos a Momingkill, hasta que un día lo había enviado al exilio. Durante mucho tiempo, Albrecht se había refugiado en la botella y había aprendido a odiar al viejo rey por haberlo tratado de aquella manera. Había pasado muchas noches acurrucado en el sillón de un apartamento barato, sin otra compañía que una televisión barata y una botella de whisky barato, farfullando que si algún día llegaba a ser rey, no sería tan malo.

Pero había tenido que renunciar a toda esa amargura cuando, pocos años atrás, un ataque por sorpresa contra el túmulo de Tierra del Norte había dejado mortalmente herido al rey y éste lo había llamado de regreso para ocupar el trono. Albrecht había regresado a regañadientes, había estado a punto de perder sus derechos a manos del traidor Arkady, en quien el viejo rey había confiado antaño y sólo había logrado conservar el poder sumergiéndose en la Umbra profunda para recuperar la legendaria Corona de Plata de ahora llevaba. Este acto había convertido la mansión y las tierras circundantes en su hogar, y al protectorado de Tierra del Norte en
su
protectorado. Lo había convertido en el rey de su tribu entera y, por extensión, el rey de los hombres lobo del mundo entero.

Sí, la mayoría de los hombres lobo nunca lo vería de ese modo pero algunos sí. Muchos de los ancianos reconocían el significado del hecho de que Albrecht pudiera
llevar
la corona. Muchos jóvenes seguían a sus mayores. Y hasta aquellos a quienes no importaban los símbolos se daban cuenta de que era un líder que no actuaba como la gente esperaría de un Colmillo Plateado. Aquellos que le otorgaban el beneficio de la duda veían a un hombre poderoso que guiaba a sus fieles con una fe renovada en sí mismo y en la Nación Garou. Veían en él un reflejo de Jacob Morningkill cuando era más joven y estaba más cuerdo.

Tratando de no pensar demasiado en las implicaciones de esta comparación, Albrecht salió de los bosques y se dirigió al Gran Roble, que se erguía colosal sobre la mansión real. Entre las nudosas e impresionantes raíces de aquel árbol se encontraba el colosal trono de roble que se estaba convirtiendo rápidamente en el centro de la autoridad de los Colmillos Plateados en Norteamérica. Su trono.

Mientras Albrecht se aproximaba al árbol, pudo ver una loba negra con una mancha blanca en la barbilla acurrucada entre las raíces, con el cuerpo medio oculto a pesar de que no parecía hacer esfuerzos por ocultarse. Albrecht la saludó con un ademán y cambió de dirección para acercarse directamente a ella. Una vez que estuvo dentro del círculo formado por las raíces del Gran Roble, la loba se levantó y se le acercó. Era Regina, la Protectora de Albrecht, la guerrera más antigua del clan y la que custodiaba el lugar cuando Albrecht estaba fuera.

—Hola —dijo Albrecht mientras Regina rodaba una vez sobre su espalda como muestra de deferencia hacia su rey—. Todo ha estado tranquilo, por lo que veo.

Regina se sacudió una vez y a continuación se incorporó en su forma Homínida. Era una mujer con un poco de sangre hurón que trataba con todas sus fuerzas de manifestarse en un semblante ante todo anglo-europeo. La parte de su cuerpo que se veía estaba decorada por cicatrices que eran como símbolos en un mapa y sus ojos eran siniestros y distantes.

—En el exterior sí —dijo ella—. Hoy no ha habido ataques. Ni siquiera hemos tenido un solo muerto.

—Bien. ¿Algún mensaje de Cielo Nocturno?

—Sí —la Protectora frunció el ceño—. El perro faldero de ese lugar dijo que querría verte cuando llegaras.

—¿El perro faldero? —preguntó Albrecht—. ¿El administrador?

Regina bufó despectivamente.

—Sí. Así es como se llamaba así mismo.

—¿Entonces se han hecho ya todos los preparativos?

—Sí. El puente lunar se abrirá como pediste. Te esperan con ansiedad, o eso es lo que dijo el perro faldero.

—Vaya, me alegro de saberlo —dijo Albrecht—. ¿Algo más que debiera saber?

—Tienes un visitante —dijo Regina—. Vino un desconocido mientras estabas con Mari. Dijo que no se marcharía sin hablar contigo.

Albrecht se volvió hacia la mansión y vio que estaba encendida la luz de una de las habitaciones inferiores que no solía utilizarse más que en las reuniones familiares.

—¿Qué quiere?

—No lo sé.

Albrecht frunció el ceño.

—¿Y quién es?

—No lo sé —volvió a decir Regina—. No he hablado con él ni con nadie que lo haya hecho. Sólo vi que lo escoltaban al interior para esperar a que regresaras. Es un Garou. Probablemente americano, aunque no de la zona. Viaja solo en vez de con una manada. Eso es todo lo que puedo decirte.

—Ya veo —dijo Albrecht—. ¿Y se muestra amistoso al menos o se pavonea de un lado a otro como si el lugar fuera suyo?

—Se ha comportado —dijo la Protectora—. Y Eliphas lo dejó pasar sin rechistar. Parecen caerse bien.

—De modo que llegó hasta aquí por un puente lunar —dedujo Albrecht—. Supongo que desde muy lejos. O con mucha prisa.

—O ambas cosas —dijo Regina mientras se encogía de hombros—. Ahora que estás de vuelta, iré a buscarlo. Si es que quieres verlo. Si no, los guardianes y yo lo echaremos.

—No —dijo Albrecht después de pensarlo durante unos pocos segundos—. Mándamelo aquí, al árbol y luego ve a descansar un poco. Llevas despierta desde la salida del sol y estoy seguro de que no has echado ni una cabezada mientras yo estaba fuera.

—Nada de descansos —asintió la Protectora—. En especial cuando tú no estás.

—Entonces te mereces uno —dijo Albrecht—. Ve a buscar al misterioso visitante, habla con los Guardianes y luego vete a la cama.

La mujer asintió y se dirigió a la casa sin rechistar. Albrecht la observó mientras lo hacía y luego se volvió hacia el trono. Se acercó a él y puso una mano sobre uno de sus fuertes y altos brazos. Era inamovible y antiquísimo, como un segundo árbol poderoso que hubiera crecido directamente entre las raíces del primero. Era un símbolo de toda la fuerza y la dignidad a las que los Colmillos Plateados de todo el mundo eran herederos. Encarnaba su divino derecho a gobernar sobre toda la Nación Garou.

Albrecht se quitó el guardapolvos sacudiendo los hombros y lo arrojó sobre el respaldo del trono, como si no fuera más que una silla de comedor normal y corriente. El extremo deshilachado de la prenda quedó colgado sobre el glifo curvo que había sido dibujado en el centro mismo del respaldo por las garras del artesano que había tallado el trono.

Eso está mejor
, pensó Albrecht.
Ahora parece un poco más mundano y mucho más confortable
.

Sintiéndose un poco más relajado, se encaramó a una de las raíces del Gran Roble y colocó el pie izquierdo sobre el asiento de su trono. Entonces, tras apoyar la mano izquierda en la rodilla y meter la derecha en el bolsillo del pantalón vaquero, se volvió hacia la casa y esperó a que su invitado se presentara.

Un momento más tarde, un duro y cansado guerrero emergió de la casa. Llevaba una larga chaqueta de color gris sobre una camisa del mismo color, y unos vaqueros descoloridos y rotos a la altura de las rodillas. Llevaba el negro y revuelto pelo a la altura de los hombros. Tenía una perilla negra y entrecana y parecía llevar varios días sin dormir. Sin embargo, y por incongruente que pudiera parecer, llevaba un collar de oro alrededor del cuello y bajo los puños deshilachados de su chaqueta asomaban brazaletes de oro. Hasta el alto bastón en que se apoyaba al caminar, con un aire digno de Moisés, estaba rematado en una cobra tallada que si no estaba hecha de oro, lo parecía al menos. Albrecht había visto a aquel hombre en el Túmulo de Finger Lakes, no hacía mucho. Había llevado a Mari hasta allí después de que fuera atacada y herida en Europa. Gracias a él seguía viva y al cuidado de gente en la que Albrecht confiaba.

—Mephi Más-Rápido-que-la-Muerte —dijo Albrecht—. No esperaba volver a verte tan pronto.

Mephi se detuvo frente a Albrecht y el trono y se inclinó.

—Rey Albrecht —dijo—. Mis disculpas por presentarme sin ser invitado.

Albrecht desechó sus palabras con un ademán.

—Mierda, no te preocupes por eso. ¿Te están tratando bien?

—Como si estuviera en mi propia casa —dijo Mephi. Albrecht sonrió al oírlo y se adelantó para estrecharle la mano y darle unas palmadas en el hombro.

—No quiero parecer maleducado pero ¿qué estás haciendo aquí? La última vez que hablamos, parecías tener mucha prisa. Dijiste que había lugares a los que tenías que ir.

—Así era —dijo Mephi mientras le soltaba la mano y se apartaba un poco—. Tenía que llevar un mensaje al Túmulo del Coyote Pintado, en las afueras de Nuevo México.

—Conozco ese lugar —dijo Albrecht—. Los Pioneros Aullantes eran de allí. Fuiste, ¿verdad? Para decirles a sus amigos y familiares que habían muerto.

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