El yoga es un intento de experimentar nuestra divinidad personal y conservarla para siempre. El yoga está relacionado con el autocontrol y el inmenso esfuerzo que supone dejar de lamentarnos continuamente de nuestro pasado y de preocuparnos a todas horas por nuestro futuro para buscar, por el contrario, una eterna
presencia
desde la que poder contemplarse pacíficamente a uno mismo y a su entorno. Solamente desde ese punto de equilibrio mental se nos revelará la verdadera naturaleza del mundo (y la nuestra). Los verdaderos yoguis, sentados en sus tronos de paz y equilibrio, contemplan el mundo entero como una manifestación total de la energía creativa de Dios: hombres, mujeres, niños, lechugas, chinches, corales... Todo forma parte del disfraz de Dios. Pero para un yogui la vida humana es una oportunidad singular, porque sólo encarnados en un cuerpo humano y con una mente humana podemos darnos cuenta de nuestra esencia divina. Las lechugas, las chinches y los corales nunca llegarán a saber lo que realmente son. Nosotros, en cambio, sí tenemos esa oportunidad.
«Nuestro único cometido en esta vida», escribió San Agustín con el talante de un maestro yogui, «es procurar ver a Dios con los ojos de nuestro corazón».
Como sucede con todos los grandes conceptos filosóficos, esto es sencillo de entender, pero casi imposible de asimilar. De acuerdo, así que todos formamos parte de un gran todo, y la divinidad reside en todos nosotros por igual. Muy bien. Entendido. Pero ahora veamos si somos capaces de vivir con esa idea. Intentemos poner en práctica ese concepto las veinticuatro horas del día. No es tan fácil. Por eso en India se da por hecho que para hacer yoga se necesita un maestro. A no ser que se nazca siendo uno de esos santos resplandecientes que vienen a esta vida totalmente actualizados, lo normal es dejarse guiar en el camino hacia la iluminación. Si tienes suerte, darás con un gurú vivo. Por eso India lleva años llenándose de peregrinos. En el siglo IV a.C. Alejandro Magno envió un embajador a India con el encargo de hallar a uno de esos célebres yoguis y regresar a la corte con él. (Al parecer, el embajador informó de que había encontrado un yogui, pero no pudo convencerlo de hacer el viaje.) En siglo I d.C. Apolonio de Tiana, filósofo y matemático griego, escribía narrando su viaje por India: «Vi brahmanes indios que vivían en la Tierra, pero sin estar del todo en ella; que estaban amurallados sin murallas; que no poseían nada, pero tenían las riquezas de todos los hombres». El propio Gandhi siempre quiso estudiar con un gurú, pero siempre se lamentó de no haber tenido el tiempo ni la oportunidad de hallarlo. «Creo que es muy cierta la creencia de que la verdadera sabiduría no puede alcanzarse sin un gurú», escribió.
Un gran yogui es quien ha alcanzado un estado permanente de felicidad iluminada. Un gurú es un gran yogui capaz de comunicar ese estado a los demás. La palabra gurú se compone de dos sílabas sánscritas. La primera significa «oscuridad»; la segunda significa «luz». Es decir, el paso de la oscuridad a la luz. Lo que el maestro traspasa al discípulo se llama la
mantravirya
: «La potencia de la conciencia iluminada». Acudimos a un gurú, por tanto, no sólo para que nos comunique su sabiduría, como cualquier maestro, sino para que nos traspase su estado de gracia.
Estas transferencias de la «gracia» pueden darse hasta en un encuentro de lo más fugaz, tratándose de un gran ser. Una vez fui a ver a Thich Nhat Hanh —un gran monje, poeta y pacifista vietnamita—, que daba una conferencia en Nueva York. Era una noche entre semana y se había armado el típico barullo de gente empujando para abrirse paso hacia el auditorio, donde casi se respiraba la tensa inquietud del nerviosismo colectivo de los asistentes. En ese momento apareció el monje en el escenario. Estuvo un buen rato en silencio antes de empezar a hablar y, de repente, la gente del público —casi se veía cómo les iba afectando, fila tras fila, a aquella masa de neoyorquinos estresados— se quedó colonizada por la tranquilidad de aquel hombre. En cuestión de segundos en la sala no había ni el menor revuelo. En unos diez minutos aquel vietnamita diminuto había logrado atraernos a todos hacia su silencio. O quizá sea más preciso decir que nos había atraído hacia nuestro propio silencio, hacia esa paz que cada uno de nosotros posee de manera inherente sin haberla descubierto ni reclamado. Su capacidad para comunicarnos ese estado —con su mera presencia en la sala— es un don divino. Y por eso se acude a un gurú, con la esperanza de que los dones del maestro nos revelen nuestra propia grandeza oculta.
Según la sabiduría india tradicional hay tres factores que nos indican si un alma está bendecida con la suerte más poderosa y beneficiosa del universo:
1. Haber nacido en forma de ser humano, capaz de llevar a cabo una indagación consciente.
2. Haber nacido con —o haber desarrollado— una necesidad de entender la naturaleza del universo.
3. Haber hallado un maestro espiritual vivo.
Existe la teoría de que, si anhelamos hallar un gurú con la suficiente sinceridad, nuestro anhelo se cumplirá. El universo se altera, las moléculas del destino se reorganizan y nuestro camino pronto se cruzará con el del maestro buscado. Apenas había pasado un mes después de la noche en que recé desesperada en el suelo del cuarto de baño —una noche llorosa en que supliqué a Dios que me diera alguna respuesta— cuando encontré a mi gurú al entrar en el apartamento de David y darme de bruces con la foto de aquella asombrosa mujer india. Por supuesto, aún no tenía claro el concepto de tener un gurú. Es una palabra que a los occidentales, por norma general, no nos acaba de convencer. En la década de 1970 hubo una serie de occidentales inquietos, ricos, inocentes y susceptibles que acabaron en manos de un puñado de gurús indios tan carismáticos como caraduras. Las aguas se han calmado ya, pero aún resuenan los ecos de aquel malentendido. Pese al tiempo transcurrido yo también desconfío de la palabra gurú. A mis amigos indios no les sucede, porque han crecido en la cultura del gurú, por así decirlo, y están acostumbrados a ello. Como me dijo una chica india: «¡En India todo el mundo casi tiene un gurú!». Estaba claro lo que quería decir (que, en India,
casi
todo el mundo tiene un gurú), pero yo me sentí más identificada con la frase de ella, porque a veces me da la sensación de que
casi
tengo un gurú. Es decir, hay ocasiones en que me cuesta admitirlo, porque, como buena ciudadana de Nueva Inglaterra que soy, mi herencia intelectual se basa en el escepticismo y el pragmatismo. En cualquier caso, tampoco se puede decir que saliera conscientemente
de compras
en busca de un gurú. Apareció y punto. Y la primera vez que la vi me dio la sensación de que me miraba desde la foto —con esos ardientes ojos negros llenos de compasión inteligente— y me decía: «Me has llamado y aquí estoy. ¿Quieres seguir adelante o no?».
Olvidándome de las bromas nerviosas y las inquietudes propias de un cruce de culturas, siempre habré de recordar lo que le respondí aquella noche: un sincero y descarnado sí.
Una de las primeras personas con quienes compartí habitación en el ashram fue una instructora de meditación afroamericana de mediana edad, una piadosa baptista de Carolina del Sur. Posteriormente compartiría habitación con una bailarina argentina, una homeópata suiza, una secretaria mexicana, una australiana madre de cinco hijos, una joven programadora informática de Bangladesh, una pediatra de Maine y una contable filipina. También habría otros, que vendrían y se irían al irse cumpliendo sus respectivas estancias.
Este ashram no es un sitio al que se pueda venir de visita sin previo aviso. En primer lugar, no es demasiado accesible. Está lejos de Mumbai, en un camino de tierra junto a una aldea bonita pero elemental (formada por una calle, un templo, un puñado de tiendas y una población de vacas que se pasean a sus anchas, entrando a menudo en la sastrería a echarse la siesta). Una noche vi una bombilla de sesenta vatios colgada precariamente de un cable en mitad del pueblo; es la farola del lugar. El ashram potencia la economía local, por llamarle algo, y es el gran orgullo del pueblo. Fuera de los muros del ashram todo es mugre y pobreza. Dentro, todo son jardines regados, parterres de flores, orquídeas ocultas, trinos de pájaros, mangos, árboles del pan, anacardos, palmeras, magnolias y árboles banyán. Los edificios son bonitos, pero no extravagantes. El comedor es sencillo, tipo cafetería. La extensa biblioteca contiene textos religiosos del mundo entero. También hay varios templos para los distintos tipos de reuniones. Tienen dos «cuevas» para la meditación, unos oscuros y silenciosos sótanos abiertos día y noche, llenos de cómodos cojines, que sólo pueden usarse para meditar. En el pabellón cubierto del jardín es donde se dan las clases de yoga por la mañana y hay una especie de parque rodeado de un sendero ovalado donde los estudiantes pueden correr si quieren hacer ejercicio. Yo duermo en un enorme dormitorio de cemento.
Mientras yo estuve, en el ashram nunca hubo más de doscientos huéspedes. Estando presente la gurú, esa cifra habría aumentado considerablemente, pero no coincidí con ella durante toda mi estancia en India. La verdad es que me lo esperaba; parecía ser que iba mucho a Estados Unidos, precisamente, pero tenía la costumbre de aparecer de repente, por sorpresa. No se considera esencial estar en su presencia —literalmente— para estudiar sus enseñanzas. Obviamente, vivir en el mismo lugar que un maestro de yoga es una experiencia única que da una energía especial, cosa que ya he vivido. Pero muchos de los devotos veteranos están de acuerdo en que también puede ser una distracción; si no tienes cuidado, puedes dejarte llevar por la emoción y el aura de popularidad que rodea al gurú, olvidando tus auténticas intenciones. Sin embargo, si te limitas a estar en uno de sus ashrams y te disciplinas para practicar sus enseñanzas con austeridad, te puede resultar más fácil comunicarte con tu maestra mediante estas meditaciones solitarias que abrirte paso entre hordas de estudiantes fanáticos para poder soltarle un par de palabras en persona.
En el ashram hay algún que otro empleado fijo, pero la mayor parte del trabajo la hacen los propios estudiantes. También hay paisanos de la aldea, unos a sueldo y otros, los devotos del gurú, que viven aquí. Uno de ellos, un joven indio que andaba por el ashram, me tenía verdaderamente fascinada. Había algo en su (siento usar la palabra, pero...)
aura
que resultaba arrebatador. Para empezar, era increíblemente delgado (aunque eso es bastante común en este país; si en este mundo hay algo más escuálido que un niño indio, me daría hasta miedo verlo). Iba vestido como se vestían en mi colegio los forofos informáticos cuando iban a un concierto de pop: pantalones oscuros y una camisa blanca bien planchada y grandona, con un pescuezo delgado y larguirucho que le asomaba del cuello como una margarita solitaria plantada en una maceta gigante. El pelo siempre lo llevaba mojado y repeinado. El cinturón de hombre le daba dos vueltas en torno a una cintura que mediría cincuenta centímetros, como mucho. Todos los días llevaba lo mismo. Estaba claro que era su único atuendo. Seguro que se lavaba la camisa todas las noches y la planchaba por la mañana. (Aunque este esmero en la vestimenta también es típico de aquí; al poco de llegar, los atuendos almidonados de los estudiantes indios me hicieron avergonzarme de mis vestidos de campesina arrugados y empecé a ponerme ropa más mirada y discreta.) Pero ¿qué me pasaba con ese chico? ¿Por qué me impresionaba tanto ese rostro, un rostro tan impregnado de luminiscencia que parecía recién llegado de unas largas vacaciones en la Vía Láctea? Acabé preguntando a una estudiante india quién era el chico. La chica me contestó sin rodeos: «Es el hijo de los tenderos del pueblo. Son una familia muy pobre. La gurú lo ha invitado a quedarse aquí. Cuando ese chico toca el tambor, suena como la voz de Dios».
En el ashram hay un templo abierto al público general adonde acuden muchos indios, a todas horas del día, a rendir tributo a una estatua del siddhayogui (o «maestro perfeccionado») que estableció esta forma de enseñanza allá por la década de 1920 y que aún es venerado en India como un gran santo. Pero el resto del ashram es sólo para estudiantes. No es un hotel ni un complejo turístico. Se parece más a una universidad. Para venir, hay que enviar una solicitud y sólo aceptan como residentes a quienes demuestren que llevan un tiempo estudiando yoga en serio. La estancia mínima que se requiere es de un mes. (Yo he decidido quedarme seis semanas y después recorrer India por mi cuenta, visitando otros templos, ashrams y lugares de culto.)
Los estudiantes que hay aquí se dividen, casi a partes iguales, en indios y occidentales (que a su vez se dividen en dos grupos casi equivalentes de estadounidenses y europeos). Los cursos son en hindi y en inglés. Al enviar tu solicitud debes incluir un ensayo escrito, una serie de referencias personales y responder a varias preguntas sobre tu salud mental y física, incluido cualquier posible historial de drogadicción o alcoholismo, además de garantizar una estabilidad económica. La gurú no quiere que la gente aproveche su ashram para huir del caos en que hayan podido convertir sus vidas; estos casos no benefician a nadie. También mantiene que, si tu familia y tus seres queridos tienen algún motivo poderoso para resistirse a que estudies con un gurú y vivas en un ashram, no debes hacerlo, porque no merece la pena. Más te vale seguir con tu vida normal y ser una buena persona. No hay ningún motivo para convertir esto en un dramón.
La enorme sensatez de esta mujer siempre me ha resultado de lo más reconfortante.
Para venir aquí, por tanto, hay que demostrar que uno también es un ser humano sensato y práctico. Debes dejar claro que estás dispuesto a trabajar, porque se espera de ti que contribuyas al funcionamiento general del lugar con unas cinco horas de
seva
o «labor desinteresada». La dirección del ashram también te ruega que si has tenido algún trauma sentimental grave en los últimos seis meses (divorcio, muerte de un pariente), por favor, pospongas tu visita, porque es muy probable que no logres concentrarte en tus estudios y, si tienes una crisis o algo así, lo único que vas a conseguir es distraer a tus compañeros. En mi caso, acabo de pasar el periodo estipulado para recuperarme del divorcio. Y cuando pienso en la angustia mental que pasé justo después de poner fin a mi matrimonio, no tengo ninguna duda de que habría sido un enorme estorbo para los residentes del ashram si hubiera venido en ese momento. Mucho mejor haber descansado en Italia primero, haber recuperado la energía y la salud, y haber venido ahora. Porque, estando aquí, me va a venir bien disponer de todas mis energías.