Hoy ha estado muy ocupado, rodeado de pacientes balineses que se apiñaban en su patio como cajas, todos ellos con niños y ofrendas en el regazo. Había granjeros y comerciantes, padres y abuelas. Había matrimonios con niños que vomitaban la comida y ancianos embrujados con magia negra. Había hombres jóvenes torturados por la agresividad y la lujuria, y mujeres jóvenes que buscaban pareja, y niños doloridos que se quejaban de un sarpullido. Todos ellos habían perdido el equilibrio y necesitaban recuperarlo.
Pero en el patio de la casa de Ketut siempre reina la paciencia. Es normal que la gente tenga que esperar tres horas a ser atendidos, pero jamás tamborilean con el pie en el suelo ni ponen los ojos en blanco de la desesperación. Igual de extraordinaria es la serenidad con que esperan los niños, apoyados sobre sus hermosas madres, jugando con los dedos para entretenerse. Por eso me impresiona enterarme de que los padres de estos niños tan tranquilos los han traído a ver a Ketut porque han decidido que son «malos» y necesitan una cura. ¿Esa niñita? ¿Esa niña de 3 años que lleva cuatro horas sentada al sol sin quejarse ni merendar ni jugar? ¿Esa niña es
mala
? Me dan ganas de decirles: «Gente, si queréis saber de qué va el tema, venid conmigo a Estados Unidos y veréis lo que es un niño malo de verdad». Pero está claro que el concepto de buena conducta es distinto en este país.
Ketut trata a todos los pacientes con cortesía, sin agobiarse, dedicándoles toda la atención necesaria y sin importarle cuánta gente le queda por ver. Ese día tenía tanto trabajo que ni siquiera pudo tomarse el almuerzo, que es su única comida del día, sino que se quedó clavado en su porche. Por respeto a Dios y a sus antepasados pasó horas ahí sentado, curando a las gentes que lo necesitaban. Al caer la noche tenía los ojos tan enrojecidos como los de un médico de guerra. El último paciente del día era un balinés de mediana edad que estaba muy agobiado porque llevaba semanas sin dormir; decía que se le repetía una pesadilla en la que soñaba que se «ahogaba en dos ríos a la vez».
Hasta esta noche no he tenido claro qué pintaba yo en la vida de Ketut Liyer. Todos los días le pregunto si no le molesta que aparezca por su casa, pero siempre me insiste en que tengo que venir y pasar un rato con él. Tengo mala conciencia por hacerle perder el tiempo a diario, pero siempre parece quedarse triste cuando me marcho a última hora de la tarde. La verdad es que no le estoy enseñando nada de inglés. Lo que aprendió hace no sé cuántas décadas lo tiene tan metido en la cabeza que cuesta hacerle correcciones o empeñarse en que aprenda vocabulario nuevo. Bastante me cuesta que diga: «Me alegro de verte» cuando llego en lugar de: «Me alegro de conocerte».
Esta noche, cuando se acaba de ir el último paciente y Ketut está claramente agotado, con un aspecto decrépito tras haber cumplido con su deber, le pregunto si quiere que me marche para dejarlo descansar un poco, pero me contesta:
—Siempre tengo tiempo para ti.
Y me pide que le cuente historias de India, de América, de Italia, de mi familia. Es entonces cuando me doy cuenta de que no soy la profesora de inglés de Ketut Liyer ni su discípula de teología, sino que le proporciono a este anciano curandero el más simple y puro de los placeres: le hago compañía. Disfruta hablando conmigo porque quiere saber qué pasa por ese mundo que no ha tenido oportunidad de ver.
Durante las horas que hemos pasado juntos en este porche Ketut tan pronto me pregunta cuánto vale un coche en México como cuáles son las causas del sida. (Procuro contestarle ambas preguntas aunque los correspondientes expertos le habrían sabido responder mejor.) Ketut no ha salido de la isla de Bali en su vida. A decir verdad, ha pasado muy poco tiempo fuera de este porche. Una vez hizo una peregrinación al monte Agung, el volcán mayor de Bali (y el más importante desde el punto de vista espiritual), pero dice que la energía que se notaba era tan fuerte que no se atrevió a meditar por miedo a que le consumieran las llamas sagradas. Va a los templos cuando se celebra alguna ceremonia importante y sus vecinos lo invitan a oficiar bodas o mayorías de edad, pero la mayor parte del tiempo lo pasa aquí, sentado en su estera de bambú, con las piernas cruzadas, rodeado de las enciclopedias médicas de su bisabuelo —escritas en hojas de palmera—, curando a la gente, alejando a los demonios y conformándose con saborear un café con azúcar de vez en cuando.
—Anoche sueño contigo —me dice hoy—. Anoche sueño que vas en tu bicicleta a ninguna parte.
Como hace una pausa, le sugiero una corrección gramatical.
—¿Te refieres a que has soñado que iba en bicicleta a todas partes?
—¡Sí! Anoche sueño que vas en tu bicicleta a ninguna parte y a todas partes. ¡Qué contenta estás en mi sueño! Por todo el mundo vas en tu bicicleta. ¡Y yo voy detrás!
Tal vez le hubiera gustado, pienso.
—Quizá puedas venir a verme a Estados Unidos, Ketut —le sugiero.
—No puedo, Liss —dice, agitando la cabeza, aceptando su destino con resignación—. Me faltan dientes para ir en avión.
En cuanto a la esposa de Ketut, tardo un tiempo en llevarme bien con ella. Nyomo, como él la llama, es grande y rolliza; tiene algo en una cadera que le impide moverla al andar y los dientes rojos de mascar tabaco de betel. Tiene los dedos de los pies doloridos y combados por la artritis. Es de esas mujeres a las que no se les escapa ni una. A mí me ha dado miedo desde el primer momento. Tiene ese rollo de señora mayor cabreada que recuerda a las viudas italianas y esas señoronas negras estadounidenses que van mucho a misa. Parece capaz de darte una torta en el culo a la mínima. Al principio me ponía muy mala cara, como diciendo
¿Quién es la pava esta que se presenta en mi casa todos los días?
Me miraba desde las polvorientas sombras de su cocina sin tener muy claro mi derecho a existir. Yo le sonreía y ella me miraba fijamente, planteándose si echarme con la escoba o no.
Pero, entonces, hubo un cambio. Fue después del incidente de la fotocopia.
Ketut tiene un montón de cuadernos viejos y libretas llenas de secretos y remedios tradicionales escritos en sánscrito balinés. Los escribió él con una letruja diminuta en la década de 1940 o la de 1950, después de morir su abuelo, para tener reunida toda la información médica necesaria. Es un material que no tiene precio. Hay páginas de datos sobre árboles rarísimos y las propiedades medicinales de toda una serie de hojas y frutos. Tiene unas sesenta páginas de diagramas sobre la quiromancia y cuadernos llenos de datos astrológicos, mantras, hechizos y remedios. El problema es que estos cuadernos llevan décadas sufriendo los efectos de la humedad y los ratones, así que están prácticamente hechos trizas. Amarillentos, resquebrajados y mohosos, parecen un montón de hojas otoñales resecas. Cada vez que Ketut pasa una página se le parte entre los dedos.
—Ketut —le dije la semana pasada, enseñándole uno de sus cuadernos desvencijados—, yo no soy médico, como tú, pero creo que este libro se está muriendo.
—¿Crees que muriendo? —preguntó con una carcajada.
—Señor —le dije, muy seria—, ésta es mi opinión profesional. Si no lo remediamos, este libro morirá de aquí a seis meses.
Entonces le pedí permiso para llevarme el libro a la ciudad para fotocopiarlo antes de que falleciera. Tuve que explicarle lo que es una fotocopia y prometerle que sólo lo tendría durante veinticuatro horas y que tendría mucho cuidado con él. Al final accedió a que me lo llevara de su porche, pero sólo después de asegurarle que iba a respetar la sabiduría de su abuelo. Me lo llevé en bici a una tienda donde tenían Internet y fotocopiadoras y, con muchísimo esmero, dupliqué todas las páginas y encuaderné las nuevas con unas tapas de plástico estupendas. Al día siguiente, antes del mediodía, le llevé la versión antigua y la nueva a su casa. Al verlo, Ketut se quedó atónito y entusiasmado, porque tenía ese cuaderno desde hacía cincuenta años, según me dijo. Vamos, que podían ser «cincuenta años», literalmente, o simplemente «muchísimo tiempo».
Le pedí permiso para fotocopiar el resto de sus cuadernos, asegurándole que así la información quedaría a salvo. Me dio otro cuaderno mustio, roto y arqueado escrito en un sánscrito balinés casi ilegible y lleno de complicados bocetos.
—¡Otro paciente! —exclamó.
—¡Déjame curarlo! —contesté.
Aquello también fue todo un éxito. Al acabar la semana había fotocopiado varios de los manuscritos. Todos los días Ketut decía a su mujer que viniera a ver las copias totalmente fascinado. La expresión de ella no cambió lo más mínimo aunque siempre miraba las reproducciones detenidamente.
Y el lunes siguiente, cuando fui a ver a Ketut, Nyomo me trajo un café caliente en un tarro de mermelada. Cuando la vi salir de la cocina con el café encima de un plato de loza, cojeando aparatosamente hacia el patio, pensé que sería para Ketut, pero, no. Resultó que él ya se había tomado el suyo. Era para mí. Intenté darle las gracias, pero no se lo tomó muy bien. Hizo un gesto con la mano como para quitarle importancia, lo mismo que hacía con el gallo que siempre se le plantaba en la puerta de la cocina cuando estaba preparando la comida. Pero al día siguiente me trajo un vaso de café con un cuenco de azúcar. Y al otro apareció con un vaso de café, un cuenco de azúcar y una patata hervida fría. Según iba avanzando la semana, añadía alguna sorpresa. Aquello cada vez se parecía más a un juego al que jugábamos en el coche cuando yo era pequeña: «Voy a casa de la abuela y me llevo una manzana... Voy a casa de la abuela y me llevo una manzana y un globo... Voy a casa de la abuela y me llevo una manzana, un globo, un café en un tarro de mermelada, un cuenco de azúcar y una patata hervida fría...».
Y lo siguiente sucedió ayer. Estaba yo en el patio, despidiéndome de Ketut, cuando apareció Nyomo con una escoba entre las manos, fingiendo no enterarse de nada de lo que sucede en sus dominios. Yo estaba de pie con las manos en la espalda y de repente se me acercó y me tomó una mano entre las suyas. Me toqueteó los dedos como si quisiera descubrir la combinación de una cerradura hasta que dio con mi dedo índice. Entonces me rodeó el dedo, envolviéndolo con su enorme puño, y apretó con fuerza durante un buen rato. Noté una corriente de amor que salía de su mano, me entraba por el brazo y me llegaba hasta las entrañas. Entonces dejó caer la mano y se alejó con su cojera artrítica sin decir ni una palabra, barriendo como si no hubiera pasado nada. Yo me quedé muy callada con la sensación de estarme bañando en dos ríos de felicidad a la vez.
Tengo un amigo nuevo. Se llama Yudhi, que se pronuncia «yudei». Es indonesio, de Java. Lo conocí cuando me alquiló la casa. Es el que cuida la finca de mi casera, la inglesa, mientras ella pasa el verano en Londres. Yudhi tiene 27 años, es bajito y cachas y habla como un surfero californiano. Me llama «tío» y «colega» sin parar. Tiene una sonrisa capaz de reformar a un asesino y ha tenido una vida larga y complicada para lo joven que es.
Nació en Yakarta; su madre era ama de casa y su padre un indonesio, fan de Elvis Presley y dueño de una pequeña tienda de aparatos de aire acondicionado. Eran cristianos —una rareza en esta parte del mundo— y Yudhi cuenta anécdotas amenas sobre los argumentos que usaban los musulmanes del barrio para burlarse de él, como: «¡Comes cerdo!» y «¡Quieres a Jesús!». A Yudhi le daban igual las bromas; a Yudhi, en general, le da igual casi todo. A su madre, en cambio, no le gustaba que fuera con los chicos musulmanes, porque siempre iban descalzos. A Yudhi también le gustaba ir descalzo, pero a ella le parecía una porquería, así que dio a su hijo dos opciones: salir a la calle con zapatos o quedarse en casa descalzo. Como no le gustan los zapatos, Yudhi se pasó una buena parte de su infancia y adolescencia encerrado en su habitación y ahí fue cuando aprendió a tocar la guitarra. Descalzo.
El tío tiene un oído impresionante para la música. Toca la guitarra que es una belleza; nunca ha dado clases, pero conoce la melodía y la armonía como si fueran hermanas pequeñas con las que ha crecido de pequeño. Mezcla la música oriental con la occidental, combinando las nanas indonesias tradicionales con el ritmo del
reggae
y el
funk
del Stevie Wonder de los primeros tiempos. Es difícil de explicar, pero tendría que ser famoso. Todos los que oyen tocar a Yudhi dicen lo mismo que yo.
Lo que más le habría gustado hacer es vivir en Estados Unidos y trabajar en el mundo del espectáculo. Como a todo el mundo. Por eso, cuando era muy joven y aún vivía en Java, consiguió (sin saber casi inglés) un empleo en un crucero de las líneas Carnival Cruise, gracias a lo cual salió de su pequeño entorno de Yakarta y pudo conocer el gran mundo del mar. Lo que hacía Yudhi en el barco era uno de esos trabajos siniestros para emigrantes laboriosos: limpiaba las bodegas durante doce horas al día, vivía bajo cubierta y tenía un día libre al mes. Sus compañeros eran filipinos e indonesios que dormían y comían en una zona distinta del barco sin mezclarse (musulmanes y cristianos, juntos pero no revueltos), pero Yudhi, muy en su onda, acabó llevándose bien con todo el mundo y se convirtió en una especie de mensajero entre los dos grupos de trabajadores asiáticos. Entre las camareras, los vigilantes y los mozos de cocina veía más parecidos que diferencias, ya que todos trabajaban horas y horas para poder mandar unos dólares a su casa.
Cuando su barco entró en la bahía de Nueva York por primera vez, Yudhi no pegó ojo en toda la noche. Agazapado en la cubierta más alta, se quedó mirando hasta ver aparecer la silueta de la ciudad, con el corazón acelerado de la emoción. Horas después desembarcó y tomó un taxi amarillo, como en las películas. Cuando el emigrante africano recién llegado le preguntó adónde quería ir, le contestó: «Adonde sea, tío. Llévame a dar una vuelta. Quiero verlo todo». Cuando, varios meses después, el barco volvió a Nueva York, Yudhi se quedó en tierra. Se le había acabado el contrato con la empresa de cruceros y quería quedarse a vivir en Estados Unidos.
Acabó viviendo en el extrarradio, en Nueva Jersey, nada menos, compartiendo piso con un hombre al que había conocido en el barco. Consiguió un trabajo en la sandwichería de un centro comercial, volviendo a trabajar las doce horas al día que le corresponden a un emigrante, pero con compañeros mexicanos en lugar de filipinos. Durante esos primeros meses aprendió más español que inglés. En los pocos ratos libres que le quedaban iba en autobús a Manhattan y paseaba boquiabierto por las calles. Sigue tan enamorado de la ciudad que la describe como «el sitio donde se respira más amor del mundo entero». Con esa suerte que tiene (debe de ser gracias a su sonrisa) en Nueva York conoció a un grupo de músicos jóvenes y se puso a tocar la guitarra en la calle con instrumentistas jamaicanos, africanos, franceses, japoneses que a veces se pasaban toda la noche improvisando... En uno de esos conciertos conoció a Ann, una atractiva rubia de Connecticut que tocaba el bajo. Como era de esperar, se enamoraron. Después de casarse buscaron un piso en Brooklyn, donde se hicieron amigos de una gente muy
cool
con la que se iban en coche a los cayos de Florida. Yudhi era tan feliz que le costaba creerlo. Tardó poco en hablar un inglés impecable. Se estaba planteando meterse en la universidad.