Pero me cuesta creer que al fin sabe quién soy.
—Sí, he vuelto —confirmo—. Claro que he vuelto.
—¡Qué contento estoy! —dice emocionado, tomándome las manos entre las suyas—. ¡Al principio no te conozco! ¡Es hace tanto tiempo! ¡Estás cambiada! ¡Distinta de hace dos años! ¡Antes eras mujer muy triste! ¡Ahora eres feliz! ¡Pareces una persona diferente!
El hecho de que una persona pueda cambiar tanto en sólo dos años lo hace estremecerse de alegría.
Dejo de aguantarme las lágrimas y me echo a llorar.
—Sí, Ketut. Antes estaba muy triste. Pero ahora la vida me va mejor.
—Antes tenías un divorcio. No bueno.
—No bueno —le confirmo.
—Antes tenías muchas preocupaciones, mucha tristeza. Antes eras mujer mayor y triste. Ahora eres chica joven. ¡Antes fea! ¡Ahora guapa!
Mario aplaude emocionado y exclama en tono victorioso:
—¿Lo ves? ¡Dibujo funciona!
—¿Aún quieres que te enseñe inglés, Ketut? —pregunto, llamándole de tú.
Me dice que puedo empezar a ayudarlo ya mismo y se levanta con la agilidad de un gnomo. Entra a toda velocidad en su casa y vuelve con un taco de cartas que ha recibido del extranjero en estos últimos años (¡así que tiene una dirección de correos!). Me pide que le lea las cartas en voz alta, porque entiende bastante inglés, pero casi no sabe escribirlo. Vamos, que ya me ha convertido en su secretaria. Soy la secretaria de un curandero. Esto es fantástico. Las cartas son de coleccionistas de arte extranjeros, de gente que se ha hecho con sus famosos dibujos y cuadros mágicos. En una de las cartas un coleccionista australiano lo alaba por su talento artístico y le pregunta: «¿Cómo has aprendido a pintar con tanto detalle?». Ketut me contesta, como al dictado: «Porque he practicado muchos, muchos años».
Cuando terminamos con las cartas, me cuenta cómo ha sido su vida durante estos últimos años. Han ocurrido ciertos cambios. Ahora tiene una esposa, por ejemplo. Señala al otro lado del patio y veo a una mujer corpulenta medio oculta entre las sombras de la puerta de la cocina, mirándome como si no supiera si pegarme un tiro o envenenarme primero y luego pegarme un tiro. La primera vez que vine Ketut me enseñó apenado las fotos de su esposa recién muerta, una hermosa anciana balinesa que parecía muy animosa y juvenil para su edad. Saludo con la mano a la mujer, que desaparece entre las sombras de su cocina.
—Buena mujer —proclama Ketut, mirando hacia el hueco de la puerta—. Muy buena mujer.
Entonces me dice que ha estado muy ocupado con sus pacientes balineses, que le dan mucho que hacer. Tiene que repartir su magia entre los recién nacidos, los ritos fúnebres, la curación de enfermos y las ceremonias matrimoniales. Dice que la próxima vez que tenga una boda balinesa tengo que ir con él.
—¡Podemos ir juntos! ¡Yo te llevo!
Lo malo es que casi no vienen occidentales a verlo. Desde que pasó lo del atentado terrorista ya no viene nadie a Bali. Esto lo hace sentirse «muy confuso en mi cabeza» y «muy vacío en mi banco».
—¿Vienes todos los días a mi casa para practicar inglés? —me pregunta y cuando asiento sonriente dice—: Yo te enseño meditación balinesa. ¿Vale?
—Vale —contesto.
—Creo que en tres meses puedo enseñarte la meditación balinesa para que encuentres a Dios —me dice—. Quizá cuatro meses. ¿Te gusta Bali?
—Me encanta Bali.
—¿Te casas en Bali?
—Aún no.
—Creo que en poco tiempo. ¿Mañana vienes?
Le prometo que sí. No me dice nada de lo de venirme a casa con su familia, así que no saco el tema, pero veo de reojo que su mujer sigue apostada en la cocina. Puede que sea mejor quedarme en mi maravilloso hotel. Además, es más cómodo. Tiene un buen cuarto de baño y eso. Pero me va a hacer falta una bicicleta para venir a verlo todos los días.
Pero ha llegado el momento de irse.
—Me alegro mucho de conocerte —me dice, dándome la mano.
Aprovechando la ocasión, le doy su primera lección de inglés. Le enseño la diferencia entre «me alegro de conocerte» y «me alegro de verte». Le explico que sólo decimos «me alegro de conocerte» la primera vez que nos presentan a alguien. A partir de ese momento decimos «me alegro de verte». Ahora que ya nos
conocemos
, nos vamos a
ver
todos los días.
Esto le gusta. Sin perder el tiempo lo pone en práctica.
—¡Me alegro de verte! ¡Me alegro de verte! ¡Te veo! ¡No estoy sordo!
Con eso nos hace reír a todos, hasta Mario. Nos damos la mano y quedamos en vernos mañana por la tarde.
—Hasta luego, cocodrilo —dice a modo de despedida.
—Hasta mañana, caimán —improviso.
—Deja que tu conciencia te guíe. Si tus amigos occidentales vienen a Bali, tú dices que yo leo la mano. Desde la bomba tengo el banco muy vacío. Yo soy un autodidacta. ¡Me alegro mucho de verte, Liss!
—Yo también me alegro mucho de verte, Ketut.
Bali es una diminuta isla hindú situada en la mitad del archipiélago indonesio, que mide 3.200 kilómetros de largo y es el país musulmán más poblado del mundo. Bali, por tanto, es un lugar extraño y asombroso. No debería existir, pero ahí está. El hinduismo entró desde India, vía Java. En el siglo IV a.C. los comerciantes indios trajeron la religión a la isla. Los reyes javaneses fundaron una poderosa dinastía hindú, de la que hoy apenas queda nada, salvo las impresionantes ruinas del templo de Borobudur. En el siglo XVI hubo una violenta insurgencia islámica y la monarquía hinduista javanesa —fiel al dios Siva— tuvo que refugiarse en Bali durante lo que se denomina el Éxodo de Majapahit. La élite javanesa exilada consistía en los miembros de la familia real, sus artesanos y sus sacerdotes. Por tanto, no parece tan exagerado eso que dicen los balineses de que todos son descendientes de un rey, un sacerdote o un artista; y eso explicaría la genialidad y el orgullo de estas gentes.
Los colonizadores javaneses se trajeron a Bali el sistema de castas hindú, aunque aquí la división de clases nunca fue tan despiadada como lo era en India. A pesar de todo, los balineses tienen una complicada jerarquía social (sólo los brahmanes se dividen en cinco grupos) y estoy segura de que es más sencillo descifrar el genoma humano que desentrañar el complicado sistema de clanes que siguen teniendo aquí. (Los numerosos y magníficos ensayos del escritor Fred B. Eiseman sobre la cultura balinesa ahondan en estas sutilezas, aportando numerosos detalles y datos que me han sido muy útiles, no sólo en esta ocasión concreta, sino a lo largo de todo el libro.) Resumiendo mucho, todos los balineses pertenecen a un clan y no sólo saben cuál es el suyo, sino que saben perfectamente cuáles son los de los demás. Y si a alguien lo echan de un clan por una desobediencia grave, ya se puede tirar al cráter de un volcán, porque, sinceramente, es una ofensa peor que la muerte.
La cultura balinesa es una organización social y religiosa que está entre las más metódicas del mundo; es una compleja colmena donde todos llevan a cabo las labores, las funciones y las ceremonias correspondientes. Los balineses están completamente inmersos, casi atrapados, en una compleja trama de costumbres. Esta red está formada por una combinación de varios factores, pero podríamos decir que Bali es lo que sucede cuando los lujosos rituales del hinduismo tradicional se superponen a una enorme sociedad agrícola basada en el cultivo del arroz y que opera, por necesidad, mediante una compleja actividad comunitaria. Para que un bancal sembrado de arroz sea productivo se requiere una entrega impresionante en cuanto a mano de obra, mantenimiento y sistemas de ingeniería, de modo que cada pueblo balinés tiene un
banjar
, es decir, una colectividad de ciudadanos que administran, por consenso, las decisiones políticas, económicas, religiosas y agrícolas de la población. En Bali lo colectivo es mucho más importante que lo individual. De lo contrario nadie comería.
Otra cosa que tiene una importancia fundamental son las ceremonias religiosas. No olvidemos que es una isla con siete volcanes impredecibles (si fuera balinesa, yo también rezaría mucho). Se calcula que la típica balinesa pasa una tercera parte del día preparándose para una ceremonia, participando en una ceremonia o recogiendo los restos de una ceremonia. Aquí la vida es un ciclo constante de ofrendas y rituales. Todos deben seguir un orden y hacerse con una intención concreta para no quebrar el equilibrio del universo. Margaret Mead escribió sobre «el increíble ajetreo» de los balineses, y es verdad; en una casa balinesa apenas hay un momento de ocio. Ciertas ceremonias se celebran cinco veces al día y otras son diarias, mensuales, anuales o se conmemoran cada diez años, cada cien años, cada mil años. Estas fechas y esos ritos los organizan los sacerdotes y hechiceros, que consultan un sistema bizantino basado en tres calendarios distintos.
Todos los balineses han de pasar por trece ritos de iniciación marcados por una prolija ceremonia. Una vida incluye toda una serie de complicadas ceremonias de perfeccionamiento espiritual para proteger al alma de los 108 vicios (108, ¡otra vez ese número!) que incluyen defectos como la violencia, el robo, la pereza y la mentira. Todo niño balinés pasa por la importantísima ceremonia de su pubertad, en la que se le liman los dientes caninos o colmillos, que se corrigen por motivos estéticos. En Bali lo peor que se puede ser es tosco y salvaje, y, como los colmillos se consideran una reminiscencia de nuestra naturaleza animal, deben eliminarse. En una sociedad tan unida es peligroso ser violento. El instinto asesino de una sola persona puede dar al traste con el tejido social de toda una colectividad. Por tanto, lo mejor que se puede ser en Bali es
alus
, es decir, «refinado» o «embellecido». La belleza se considera una virtud tanto en los hombres como en las mujeres. La belleza es sagrada. Es fiable. A los niños se les enseña a afrontar las dificultades e incomodidades con «un rostro sonriente». Al mal tiempo, buena cara.
La sociedad balinesa es como una matriz matemática, una malla invisible de almas, objetivos, caminos y costumbres. Todo balinés sabe perfectamente el lugar que ocupa en este enorme mapa intangible. Basta con fijarse en los cuatro nombres que comparten casi todos los ciudadanos balineses —Primero, Segundo, Tercero, Cuarto—, recordándoles el puesto que les corresponde en la familia a la que pertenecen. Es algo así como diseñar un mapa social y llamar a tus hijos Norte, Sur, Este y Oeste. Mario, mi amigo italoindonesio, me dice que sólo es feliz si logra mantenerse en la intersección entre una línea vertical y una horizontal, en un estado de perfecto equilibrio. Para ello, tiene que saber exactamente dónde está en cada momento, tanto en su relación con Dios como con su familia en la Tierra. Si pierde ese equilibrio, pierde el poder.
No parece muy descabellado, por tanto, decir que los balineses son los grandes maestros del equilibrio, para quienes la armonía perfecta es un arte, una ciencia y una religión. Como el objetivo de mi viaje era hallar el equilibrio, sabía que podían ayudarme a hallar la estabilidad en el caos del mundo. Pero al ir leyendo sobre los balineses, al irlos conociendo, voy viendo lo lejos que estoy de la matriz del equilibrio tal como ellos la conciben. La costumbre de pasearme por el mundo sin el menor sentido de la orientación y la decisión de mantenerme fuera de la red protectora del matrimonio y la familia me convierten —a sus ojos— en una especie de fantasma. A mí me gusta vivir así, pero para ellos es una auténtica pesadilla. Si no sabes dónde estás ni a qué clan perteneces, ¿cómo piensas hallar el equilibrio?
Teniendo esto en cuenta, no sé qué parte de su filosofía de la vida voy a poder incorporar a la mía, ya que por ahora me identifico más con una definición más moderna y occidental de la palabra
equilibrium
. (Por ahora la traduzco como «libertad equilibrada», es decir, la igualdad de posibilidades de ir en cualquier dirección en un momento dado, dependiendo de..., ya sabes..., cómo vayan las cosas.) Un balinés no espera a ver «cómo van las cosas». Eso le daría pánico. Lo que hace es organizarse la vida para evitar el desastre.
En Bali, si vas dando un paseo y te cruzas con un desconocido, lo primero que te preguntará es: «¿Adónde vas?»; y su segunda pregunta será: «¿De dónde vienes?». A un occidental le parecerá una conducta bastante entrometida, pero lo único que pretenden es darte una ubicación, meterte en su malla para su mayor tranquilidad y seguridad. Si dices que no sabes adónde vas y que sólo estás dando un paseo, puede ser que pongas bastante nervioso a tu nuevo amigo balinés. Es mucho mejor optar por algo que suene a una dirección concreta —
la
que
sea
— para no desconcertar al personal.
La tercera pregunta que te hará un balinés, casi seguro, es: «¿Estás casado?». De nuevo su intención es situarte y orientarte. Necesitan tener datos sobre ti para asegurarse de que tienes tu vida completamente ordenada. Lo que quieren es que les digas que sí. Eso les produce un enorme alivio. Si estás soltero, es mejor que no lo reconozcas abiertamente. Y también te recomiendo que no saques el tema del divorcio por mucho que forme parte de tu historia. A los balineses les cuesta mucho entenderlo. En tu soledad lo único que ven es tu peligroso alejamiento de la red. Si eres una mujer soltera y vas a Bali y te preguntan si estás casada o no, lo mejor que puedes decir es: «Aún no». Es una manera educada de decir que no aunque indica una intención optimista de solucionar el asunto lo antes posible.
Incluso si tienes 80 años, o eres lesbiana, o eres una feminista recalcitrante, o una monja, o una monja lesbiana feminista recalcitrante de 80 años que nunca ha estado casada ni tiene intención alguna de estarlo, la respuesta más educada es: «Aún no».
A la mañana siguiente Mario me ayuda a comprar una bicicleta. Como buen pseudoitaliano, me dice: «Conozco a un tío que las vende» y me lleva a la tienda de su primo, donde compro una estupenda bici todoterreno, un casco, un candado y una cesta por algo menos de cincuenta dólares estadounidenses. Ya estoy motorizada en la ciudad de Ubud, o al menos me puedo desplazar por estas carreteras estrechas, llenas de curvas y baches y abarrotadas de motos, camiones y autobuses llenos de turistas.
Por la tarde voy en bici al pueblo de Ketut a ver a mi amigo el curandero para... lo que sea que vayamos a hacer juntos. La verdad es que no lo tengo muy claro. ¿Clases de inglés? ¿Clases de meditación? ¿Sentarnos en el porche a pasar el rato? No sé lo que me tendrá reservado Ketut, pero me alegro de que me haya invitado a formar parte de su vida.