Cuando llego, veo que tiene invitados. Es una pequeña familia de campesinos balineses que han traído a su hija de un año para que Ketut la ayude. A la pobre le están saliendo los dientes y lleva varias noches llorando. El padre es un joven guapo que lleva un sarong y tiene las pantorrillas musculosas, como las de una estatua de un héroe soviético. La madre es guapa y tímida y me mira cohibida con los párpados entornados. En pago por sus servicios a Ketut le traen 2.000 rupias, unos 25 centavos estadounidenses, en una cesta de hojas de palma del tamaño de un cenicero de hotel. En la cesta también hay una flor y unos granos de arroz. (Su pobreza contrasta totalmente con la familia adinerada que viene a ver a Ketut a última hora de la tarde, cuya madre lleva en la cabeza un cesto de tres pisos con fruta, flores y un pato asado; un tocado tan magnífico e impresionante que Carmen Miranda habría hecho una humilde reverencia al verlo.)
Totalmente relajado, Ketut trata a sus invitados con cordialidad. Escucha a los padres mientras le cuentan los problemas de su hija. Después abre un pequeño baúl que tiene en el porche y saca un cuaderno viejísimo con las páginas llenas de sánscrito balinés, escrito en una letra diminuta. Consulta el libro con la actitud de un sabio, buscando alguna combinación de palabras que le satisfaga mientras habla y ríe con los padres sin parar. Entonces arranca una página en blanco de un cuaderno con un dibujo de la Rana Gustavo y escribe «una receta» para la niña que, según diagnostica, es víctima de un demonio menor, además de sufrir la incomodidad física propia de la dentición. Para esto último aconseja a los padres que simplemente le froten las encías con el jugo de una cebolla roja. Para aplacar al demonio tienen que sacrificar un pollo pequeño y un cerdo pequeño, con un pedazo de tarta, mezclado con las especias que su abuela sin duda tendrá en su vergel. (Esta comida no se malgastará; tras el rito correspondiente a las familias balinesas se les permite comerse sus ofrendas a los dioses, pues se trata de un acto más metafísico que literal. En su opinión, a Dios le corresponde el gesto, mientras al ser humano le corresponden los alimentos.)
Tras escribir la receta, Ketut nos da la espalda, llena un cuenco de agua y entona en voz baja un mantra espectacular aunque algo siniestro. Entonces bendice al bebé con el agua santificada. Aunque sólo tiene 1 año, la niña ya sabe recibir una bendición como dicta la tradición balinesa. En brazos de su madre saca sus manitas para recibir el agua, que bebe una vez, dos veces, antes de salpicarse la cabeza con ella, cumpliendo con el rito a la perfección. No tiene ningún miedo al hombre desdentado que le canturrea palabras incomprensibles. Ketut vierte el agua sobrante en una bolsa de plástico del tamaño de un sándwich y se la entrega a los padres para que puedan usarla más tarde. La madre se lleva la bolsa de plástico como si hubiese ganado un pez de colores en la feria de ese año, pero lo hubiese olvidado.
Por unos veinticinco centavos Ketut ha dedicado a esta familia cuarenta minutos de su tiempo. Si no hubieran tenido dinero que darle, habría hecho lo mismo, pues es su deber como curandero. No puede rechazar a nadie o los dioses le quitarán sus poderes de curandero. Ketut recibe unas diez visitas diarias como ésta, de balineses que precisan consuelo o un consejo sobre algún asunto religioso o médico. En los días sagrados, cuando muchos buscan una bendición, puede recibir más de cien visitas.
—¿No te cansas? —le pregunto.
—Pero ésta es mi profesión —me dice—. Es lo mío, ser curandero.
Por la tarde aparecen un par de pacientes más, pero también pasamos un rato solos en el porche. Me siento muy a gusto con este curandero, tan tranquila como si fuese mi abuelo. En mi primera lección de meditación balinesa me explica que hay muchas formas de hallar a Dios, aunque la mayoría son demasiado complicadas para un occidental, así que me va a enseñar la técnica fácil. En lo que consiste, esencialmente, es en esto: hay que sentarse en silencio y sonreír. Me encanta. Él lo sigue tan al pie de la letra que se ríe mientras me lo explica. Sentarse y sonreír. Perfecto.
—¿Estudiaste yoga en India, Liss? —me pregunta.
—Sí, Ketut.
—Puedes hacer yoga —me dice—. Pero es muy duro.
Y aquí se contorsiona hasta ponerse en una retorcida postura de loto con la cara arrugada en un cómico gesto como de estreñimiento. Después, recuperando su languidez habitual, me pregunta:
—¿Por qué siempre tan serios en el yoga? Si tú con cara seria como ésta, asustas a la buena energía. Para meditar, sólo falta una sonrisa. Sonrisa en la cara, sonrisa en la mente y así viene la energía buena y se lleva la energía mala. También sonrisa en el hígado. Hoy debes probar en tu hotel. No con prisa, no con demasiado trabajo. Si estás tan seria, te pones enferma. Puedes llamar a la buena energía con una sonrisa. Hemos acabado hoy. Hasta luego, cocodrilo. Vuelve mañana. Me alegro mucho de verte, Liss. Deja que tu conciencia te guíe. Si tus amigos occidentales vienen a Bali, tú dices que yo leo la mano. Desde la bomba tengo el banco muy vacío.
Ésta es la historia de la vida de Ketut, tal como él la cuenta:
«En mi familia, en nueve generaciones siempre hay un curandero. Mi padre, mi abuelo, mi bisabuelo, todos ellos son curanderos. Todos quieren que yo sea un curandero, porque ven la luz que yo tengo. Ven que soy belleza y que soy inteligencia. Pero yo no quiero ser curandero. ¡Demasiado estudiar! ¡Demasiada información! ¡Y yo no creo en curandero! ¡Yo quiero ser pintor! ¡Yo quiero ser artista! Tengo talento.
»Cuando yo aún era hombre joven, conozco americano muy rico, quizá también de Nueva York, como tú. Él aprecia mi pintura. Él quiere comprarme una pintura grande, quizá de un metro de grande, por mucho dinero. Bastante dinero para hacerme rico. Así que empiezo a hacerle la pintura. Todos los días yo pinto, pinto, pinto. Hasta de noche también pinto. En estos días, hace mucho tiempo, no bombillas como hoy, así que yo tengo lámpara. Lámpara de aceite, ¿tú me entiendes? Pero es lámpara con palanca, yo tengo que mover la palanca para hacer subir el aceite. Y todas las noches pinto con la lámpara.
»Una noche la lámpara se apaga, así que doy a la palanca mucho, mucho, ¡y explota! ¡El brazo se me pone en llamas! Paso un mes en hospital con brazo quemado y tengo una infección. La infección me llega al corazón. El doctor dice que tengo que ir a Singapur para cortarme el brazo, para hacerme amputación. Esto no me gusta nada. Pero el doctor dice que voy a Singapur y me hago operación para cortarme el brazo. Yo le digo al doctor que primero voy a mi pueblo.
»Esa noche, en el pueblo, tengo un sueño. Mi padre, abuelo, bisabuelo... Todos vienen a mi casa en mi sueño y me dicen la manera de curarme el brazo quemado. Me dicen que haga jugo de azafrán y sándalo. Poner este jugo en la quemadura. Después hacer polvo de azafrán y sándalo. Ponerlo en la quemadura. Me dicen que tengo que hacerlo para no perder el brazo. Este sueño es muy real, como si todos están en mi casa conmigo, todos juntos.
»Me despierto. No sé qué hacer, porque a veces los sueños sólo son bromas, ¿tú me entiendes? Pero vuelvo a mi casa y me pongo el jugo de azafrán y sándalo en el brazo. Y después me pongo el polvo de azafrán y sándalo en el brazo. Mi brazo muy infectado, mucho dolor, muy grande, muy hinchado. Pero después del jugo y el polvo se pone frío. Muy frío. Empiezo a sentirme mejor. En diez días mi brazo está bien. Todo curado.
»Es entonces cuando empiezo a creer. Entonces tengo otro sueño con mi padre, abuelo, bisabuelo. Me dicen que ahora tengo que ser curandero. Tengo que dar mi alma a Dios. Para hacerlo, tengo que ayunar seis días, ¿tú me entiendes? Sin comida, sin agua. Sin beber nada. Sin desayunar. No es fácil. Tengo tanta sed de ayunar que voy a los arrozales por la mañana antes de que salga el sol. Me siento en arrozal con la boca abierta para beber agua del aire. ¿Cómo llamas a esto? ¿Al agua en un arrozal por la mañana? ¿Rocío? Sí. Rocío. Sólo como este rocío durante seis días. Nada de comida, sólo este rocío. En el día número cinco me desmayo. Veo todo de color amarillo. No, no color amarillo...; color oro. Veo todo de color oro, hasta por dentro de mí. Muy feliz. Ya lo entiendo. Este color oro es Dios, que está dentro de mí. Lo mismo que es Dios es lo que está dentro de mí. Lo mismo-mismo.
»Por eso tengo que ser curandero. Tengo que estudiar los libros de medicina de mi bisabuelo. Estos libros no son de papel, son de hojas de palma. Estas hojas se llaman
lontars
. Así es la enciclopedia médica balinesa. Tengo que aprender las diferentes plantas de Bali. No es fácil. Una por una las aprendo todas. Aprendo a curar a personas con muchos problemas. Uno es cuando alguien está enfermo de lo físico. A este enfermo físico lo ayudo con hierbas. Otro problema es cuando está enferma la familia, cuando hay muchas peleas. Esto lo curo con armonía, con un dibujo mágico especial y también hablando para ayudar. Pongo dibujo mágico en la casa y ya no más peleas. A veces hay personas enfermas de amor, que no encuentran pareja. Los balineses, y los occidentales también, siempre tienen muchos problemas con el amor, porque es difícil encontrar la pareja buena. Curo los problemas de amor con un mantra y con un dibujo sagrado para encontrar el amor. También aprendo magia negra para ayudar a las personas cuando están embrujados con magia negra. Mi dibujo mágico, lo pones en tu casa y te trae buena energía.
»También me gusta ser artista. Me gusta pintar cuando tengo tiempo. Vendo a una galería. Mi pintura es siempre misma pintura... Cuando Bali era un paraíso, quizá hace mil años. Pintura de selva, animales, mujeres con... ¿Cuál es la palabra? Seno. Mujeres con seno. Es difícil para mí encontrar el tiempo para pintar, porque soy curandero, porque tengo que ser curandero. Es mi profesión. Es lo mío. Tengo que ayudar a la gente para que Dios no se enfade conmigo. A veces traigo niño al mundo, a veces hago ceremonia para un muerto, o para un empaste de diente, o para una boda. A veces me despierto a las tres de la madrugada, hago una pintura con una bombilla eléctrica. Sólo en ese momento hago pintura para mí. Me gusta estar solo en ese momento del día, buena hora para la pintura.
»Hago magia real; no de broma. Siempre digo la verdad aunque no sea buena. Debo ser siempre buen hombre en mi vida para no estar en el infierno. Hablo balinés, indonesio, un poco japonés, un poco inglés, un poco holandés. Durante la guerra muchos japoneses aquí. No me fue mal. Leo la mano a los japoneses, me hago su amigo. Antes de la guerra muchos holandeses aquí. Ahora muchos occidentales aquí. Todos hablan inglés. Mi holandés suena... ¿cómo se dice? ¿Qué palabra me enseñaste ayer? ¿Oxidado? Sí, oxidado. Mi holandés suena oxidado. ¡Ja!
»En Bali estoy en la cuarta casta, una casta muy baja, como la de un campesino. Pero veo muchas personas de la primera casta no tan inteligentes como yo. Me llamo Ketut Liyer. Liyer es el nombre que me dio mi abuelo cuando era pequeño. Significa "luz brillante". Ése soy yo».
En Bali tengo tanto tiempo libre que casi me parece ridículo. Lo único que tengo que hacer es ir a ver a Ketut Liyer y pasar con él un par de horas por la tarde, cosa que apenas parece una obligación. El resto del día lo dedico a una serie de actividades totalmente relajadas. Todos los días medito durante una hora usando el yoga que me ha enseñado mi gurú y por la tarde uso la técnica que me ha enseñado Ketut («sonrisa en la cara, sonrisa en la mente»). Entremedias, doy paseos y monto en bici y hablo con la gente y salgo a comer algo. He dado con una biblioteca pequeña y tranquila, me he sacado el carné y ahora dedico porciones grandes y apetitosas de mi vida a leer en el jardín. Después de lo intensa que ha sido mi vida en el ashram, después de esa historia tan decadente de pasearme por toda Italia comiéndome todo lo que veía, éste es un episodio de mi vida radicalmente nuevo y distinto. Tengo tanto tiempo libre que podría medirlo en toneladas métricas.
Siempre que salgo del hotel, Mario y sus compañeros de la recepción me preguntan adónde voy y siempre que vuelvo me preguntan dónde he estado. Estoy segura de que en el cajón de la mesa tienen unos mapas diminutos con señales que indican dónde están todos en un momento dado para asegurarse de que la colmena siempre esté cuidada.
Por la noche subo al monte en bicicleta y recorro los bancales de arroz que hay al norte de Ubud, un magnífico espectáculo en tonos verdes. Veo las nubes rosas reflejadas en el agua embalsada de los arrozales y es como si hubiera dos cielos, uno arriba para los dioses y otro abajo, lleno de barro, para los mortales. El otro día subí al santuario de las garzas, donde vi un cartel poco entusiasta («Vale, aquí puedes ver garzas»), pero no vi ninguna. Sólo había patos, así que me quedé un rato mirándolos y pedaleé hasta el siguiente pueblo. Por el camino me crucé con hombres, mujeres, gallinas y perros que, cada uno a su manera, estaban ocupados en lo suyo, pero ninguno tanto como para no poder detenerse a saludarme.
Hace un par de noches, en lo alto de un hermoso bosque vi un cartel: «Se alquila casa de artista con cocina». Como el universo es generoso, a los pocos días me veo viviendo ahí. Mario me ayuda a hacer la mudanza y todos sus amigos del hotel me despiden entre lágrimas.
Mi casa nueva está en una carretera tranquila y rodeada de arrozales por todas partes. Es una especie de chalé con paredes cubiertas de hiedra. La dueña es una inglesa que va a pasar el verano en Londres, así que me instalo en su casa, sustituyéndola en este lugar milagroso. Hay una cocina de color rojo chillón, un lago lleno de peces, una terraza de mármol, una ducha exterior alicatada de azulejos brillantes; mientras me lavo el pelo, veo las garzas anidadas en las palmeras. Hay un jardín verdaderamente encantador con una miríada de senderos secretos. La casa viene con jardinero, así que yo puedo dedicarme a mirar las flores. No sé cómo se llama ninguna de estas extraordinarias flores tropicales, así que les pongo nombres inventados. ¿Y por qué no? Es mi jardín del Edén, ¿no? En poco tiempo les pongo motes nuevos a todas las plantas: árbol narciso, palmera-repollo, hierbajo elegantón, espiral presumida, flor de puntillas, hiedra melancólica y una orquídea rosa espectacular que he bautizado como «Mano de bebé». Cuesta creer la magnitud innecesaria y superflua de belleza en estado puro que hay en este sitio. Si saco el brazo por la ventana de mi cuarto, alcanzo las papayas y los plátanos de los árboles del jardín. Aquí vive un gato que es cariñosísimo conmigo media hora antes de que le alimente y luego se pasa el día aullando histéricamente, como si estuviera reviviendo la guerra de Vietnam. Curiosamente, no me molesta. Últimamente, no hay nada que me moleste. Me cuesta imaginar o recordar algún momento triste.