El 11 de septiembre vio desmoronarse las Torres Gemelas desde su azotea de Brooklyn. Como la mayoría de la gente, se quedó horrorizado. ¿Cómo se podía cometer semejante atrocidad en la ciudad donde se respira más amor del mundo entero? No sé lo atento que estaría cuando el Congreso de los Estados Unidos aprobó poco después la Ley Patriota, que incluía una drástica regulación de la inmigración procedente de países islámicos como Indonesia. Una de estas leyes exigía que todos los ciudadanos indonesios residentes en Estados Unidos se inscribieran en un registro del Departamento de Seguridad Nacional. Mientras Yudhi y sus jóvenes amigos indonesios se planteaban posibles soluciones, empezaron a recibir llamadas del Departamento de Inmigración. Muchos de ellos tenían el visado caducado y sabían que los podían deportar si pedían una ampliación del plazo. Por otra parte, si no se daban de alta en el registro, los clasificarían como delincuentes. Los fundamentalistas islámicos que andaban sueltos por Estados Unidos debieron de ignorar la mencionada ley, pero Yudhi decidió que él sí quería registrarse. Estaba casado con una estadounidense y quería regular su estatus de inmigración para convertirse en un ciudadano legal. No quería vivir en la sombra.
Fue con Ann a consultar a varios abogados, pero ninguno supo qué decirles. Antes del 11-S no habría habido ningún problema. Yudhi, dado su estatus matrimonial, podía haber ido tranquilamente al Departamento de Inmigración, actualizar el plazo de su visado y poner en marcha el proceso de obtener la ciudadanía estadounidense. Pero después de lo sucedido ¿qué sabía nadie? «La ley está recién estrenada», les dijeron los abogados expertos en temas de emigración. «Vosotros sois los conejillos de Indias». Así que Yudhi y su mujer fueron a ver a un amable funcionario de inmigración y, cuando le contaron su historia, les dijo que Yudhi tenía que volver por la tarde para que le hicieran una «segunda entrevista». La cosa no sonaba bien, porque recibió instrucciones estrictas de ir sin su mujer, sin un abogado y con los bolsillos vacíos. Pensando que quizá no fuera para tanto, Yudhi obedeció, presentándose para la segunda entrevista completamente solo y a cuerpo gentil. Ahí fue cuando lo detuvieron.
Se lo llevaron a un centro de detención en Elizabeth, Nueva Jersey, donde pasó varias semanas retenido en cumplimiento de la Ley de Seguridad Nacional. En el mismo centro había un numeroso grupo de emigrantes, muchos de los cuales llevaban años viviendo y trabajando en Estados Unidos aunque la mayoría de ellos no hablaba inglés. Algunos no se habían podido poner en contacto con su familia. Desde que estaban en el centro de detención se habían vuelto invisibles; nadie sabía de su existencia. Ann se puso medio histérica al ver que su marido no volvía, pero tardó varios días en encontrarlo. Lo que más impresionó a Yudhi del centro de detención fue la docena de nigerianos —negros como el carbón, escuálidos y aterrados— que aparecieron en un contenedor de acero dentro de un carguero del puerto; llevaban casi un mes ahí metidos, en las tripas de un barco, porque querían llegar a América, o a donde fuera. No tenían ni idea de dónde estaban. Según Yudhi, tenían los ojos tan abiertos que parecía que se les habían quedado así después del primer interrogatorio con focos.
Después de pasar un tiempo detenido, el Gobierno estadounidense mandó a mi amigo cristiano Yudhi —un supuesto terrorista islámico— de vuelta a Indonesia. Eso fue el año pasado. No sé si le dejarán volver a acercarse a Estados Unidos alguna vez. Ni él ni su mujer saben cómo encarrilar su vida; no entraba en sus planes tener que mudarse a Indonesia.
Incapaz de soportar los barriales de Yakarta después de haber vivido en el primer mundo, Yudhi se vino a Bali a buscarse la vida, aunque le está costando integrarse, teniendo en cuenta que no es balinés, sino de Java. Y a los balineses no les gustan los javaneses ni pizca, porque los consideran a todos unos ladrones y unos pordioseros. Vamos, que la gente le trata con más prejuicios aquí —en Indonesia, su país— que en Nueva York. De momento no sabe qué hacer. Puede que Ann, su mujer, se venga a vivir con él. Pero puede que no. ¿Qué se le ha perdido aquí? Su joven matrimonio, que ahora funciona por correo electrónico, se ha ido al garete. Yudhi está totalmente perdido y desconcertado. Es más americano que otra cosa; usa el mismo argot que yo, nos gustan los mismos restaurantes neoyorquinos y las mismas películas. Al caer la noche se viene a mi casa, le doy cerveza y me toca unas canciones maravillosas con su guitarra. Ojalá fuera famoso. Si hubiera algo de justicia en la vida, sería famosísimo.
Como dice él:
—Tío, ¿por qué está así de loca la vida?
—Ketut, ¿por qué está así de loca la vida? —le pregunto a mi amigo el curandero al día siguiente.
—
Bhuta ia, dewa ia
—me contesta.
—¿Y eso qué significa?
—El hombre es un demonio, el hombre es un dios. Los dos son verdad.
Esa idea me sonaba. Es una filosofía muy india, típica del yoga, esa noción de que los seres humanos nacen, como me ha explicado mi gurú muchas veces, con igual capacidad para la contracción que para la expansión. Los ingredientes de la oscuridad y los de la luz están presentes en todos nosotros y depende del individuo (o de la familia, de la sociedad) decidir qué va a potenciar: sus virtudes o su malevolencia. La locura de este planeta procede, en gran parte, de la incapacidad humana para alcanzar un equilibrio personal virtuoso. La demencia (colectiva e individual) es la consecuencia.
—Entonces, ¿qué podemos hacer con la locura de este mundo?
—Nada —dijo Ketut, soltando una carcajada, pero con su dosis habitual de amabilidad—. Ésta es la naturaleza del mundo. Piensa sólo en tu locura... para hacer tu paz.
—Pero ¿cómo podemos hallar la paz en nuestro interior? —pregunté a Ketut.
—Con meditación —me contestó—. Meditación sólo busca felicidad y paz. Muy sencillo. Hoy te enseño una nueva meditación para ser aún mejor persona. Se llama Meditación Cuatro Hermanos.
Ketut me explicó que los balineses creen que al nacer nos acompañan cuatro hermanos invisibles, que vienen al mundo con nosotros y nos protegen durante toda nuestra vida. Cuando un bebé está en el útero materno, ya está con los cuatro hermanos, representados por la placenta, el líquido amniótico, el cordón umbilical y esa sustancia cerosa de color amarillento que protege la piel de los niños antes de nacer. Al nacer el niño, los padres guardan la mayor cantidad posible de estos elementos ajenos al parto en sí y los meten en una cáscara de coco que entierran junto a la puerta de la casa familiar. Según los balineses, éste es el sagrado lugar de descanso de los cuatro hermanos nonatos. Por eso lo cuidan durante toda su vida, venerándolo como un santuario.
Cuando adquiere uso de razón, el niño aprende que tiene cuatro hermanos que lo acompañarán vaya donde vaya, cuidándolo siempre. Los cuatro hermanos habitan en las cuatro virtudes necesarias para hallar la serenidad y la felicidad: inteligencia, amistad, fuerza y
poesía
(ésta me encanta). Si estamos en una situación crítica, podemos pedir a los cuatro hermanos que vengan a sacarnos del apuro. Cuando morimos, los espíritus de nuestros cuatro hermanos son los que llevan nuestra alma al cielo.
Hoy Ketut me ha dicho que jamás ha enseñado a ningún occidental la técnica de la Meditación Cuatro Hermanos, pero cree que yo estoy preparada para aprenderla. Primero me ha enseñado los nombres de mis hermanos invisibles: Ango Patih, Maragio Patih, Banus Patih y Banus Patih Ragio. Luego me ha dicho que tengo que aprenderme los nombres de memoria y pedir a mis hermanos que me ayuden en cualquier momento de la vida en que los necesite. Dice que no tengo que hablarles en un tono formal, como si estuviera hablando con Dios. Puedo hablarles con un cariño normal, porque: «¡Son de tu familia!». Me dice que, si los llamo al lavarme la cara por la mañana, aparecerán. Si los llamo uno por uno antes de cada comida, podrán disfrutar tanto como yo. Si los llamo antes de acostarme, diciendo: «Ahora voy a dormir y vosotros estáis despiertos para protegerme», mis hermanos me ampararán durante toda la noche, defendiéndome de los demonios y las pesadillas.
—Qué bien —le digo—. Porque a veces tengo pesadillas y no pego ojo.
—¿Qué pesadillas?
Le explico al curandero que hay una pesadilla horrible que se me repite desde que soy pequeña, la del hombre con un cuchillo de pie junto a mi cama. Lo veo tan nítido, el hombre es tan real que a veces grito aterrorizada. Siempre me despierto con taquicardia (y los que duermen a mi lado se pegan un buen susto también). Desde que tengo uso de razón esta pesadilla se me repite cada dos o tres semanas.
Cuando se lo cuento a Ketut me dice que, en todos estos años, no he sabido interpretar esa visión adecuadamente. El hombre que aparece en mi habitación con un cuchillo no es un enemigo, sino uno de mis cuatro hermanos. Es el hermano espiritual que representa la fuerza. No tiene intención de atacarme, sino de protegerme mientras duermo. Si me despierto, debe de ser porque percibo la tensión de mi hermano al enfrentarse a algún demonio maligno. Y no es un cuchillo lo que lleva, sino un
kris
, una pequeña daga muy poderosa. Así que no tengo nada que temer. Puedo dormirme tranquilamente, sabiendo que estoy bien protegida.
—Tú, suerte —me dice Ketut—. Suerte de poder verlo. Yo a veces veo a mis hermanos al meditar, pero es muy raro que una persona normal tenga esa visión. Creo que tú tienes un gran poder espiritual. Espero que un día tú seas una mujer curandera.
—Vale —le digo, riéndome—. Pero quiero tener mi propia serie de televisión.
Ketut me ríe la gracia, sin entenderla, por supuesto, pero le encanta que la gente haga bromas. Entonces me explica que, cuando hable con mis cuatro hermanos espirituales, les tengo que decir quién soy para que me reconozcan. Debo usar el mote secreto por el que me conocen. Tengo que decir: «Soy Lagoh Prano».
Lagoh Prano
significa «Cuerpo Feliz».
Vuelvo a casa en bici, pedaleando mi cuerpo feliz cuesta arriba, hacia el monte donde está mi casa, sumida en la luz del atardecer. Al pasar por el bosque, un enorme mono macho salta de un árbol y se planta delante de mí, enseñándome los dientes.
Ni me inmuto.
—Fuera, tío, que tengo cuatro hermanos que no se andan con gilipolleces.
Y seguí de largo.
Eso sí, al día siguiente (pese a que iba con mis cuatro hermanos) me atropelló un autobús. Era una especie de autobús-camioneta, pero me tiró de la bicicleta cuando bajaba por la carretera sin arcenes. Fui a parar a una acequia de cemento. Al verlo, unos treinta balineses se bajaron de su correspondiente moto para ayudarme (el autobús había desaparecido hacía rato) y me invitaron a su casa a tomar té o se ofrecieron a llevarme al hospital del susto que se habían llevado al verme. Pero no fue para tanto, la verdad, para lo que me podía haber pasado. La bicicleta estaba perfectamente aunque la cesta estaba abollada y el casco se había partido. (En estos casos, mejor romperse el casco que abrirse la cabeza.) Lo más grave es un profundo corte en la rodilla, lleno de arena y piedrecillas, que acaba —al cabo de varios días de humedad tropical— gravemente infectado.
No había querido preocuparle, pero al cabo de unos días me remango el pantalón, estiro la pierna en el suelo del porche, me quito la gasa amarillenta y le enseño la herida a mi amigo el curandero. Ketut lo mira con gesto preocupado.
—Infectado —diagnostica—. Duele.
—Sí —le confirmo.
—Debes ir a ver doctor.
Esto me sorprende bastante. Él no es un doctor, ¿o qué? Pero, por algún motivo, no parece querer intervenir, así que no insisto. Puede que no recete medicamentos a los occidentales. O puede que Ketut tuviera un plan secreto pensado de antemano, porque gracias a mi rodilla descacharrada conozco a Wayan. Y a partir de ese momento todo lo que tenía que suceder..., sucede.
Wayan Nuriyashi es una curandera balinesa. Es lo mismo que Ketut Liyer aunque son bastante distintos. Para empezar, él es un hombre mayor y ella es una mujer de treinta y tantos años. Él es un personaje con un aire sacerdotal, bastante místico, mientras que Wayan es una doctora práctica, que mezcla hierbas y fármacos en su botica, donde también atiende a los pacientes.
Wayan tiene un local comercial en el centro de Ubud que se llama Centro de Medicina Balinesa Tradicional. Al ir a casa de Ketut he pasado por delante muchas veces y me había fijado porque tiene la acera llena de macetas con plantas y porque tiene una pizarrilla con un curioso cartel escrito a mano que anuncia un «Almuerzo Multivitamínico Especial». Antes de que me pasara lo de la rodilla no había entrado nunca. Pero, cuando Ketut me manda buscarme un «doctor», me acuerdo de haberlo visto y me acerco en mi bici con la esperanza de que puedan curarme la infección.
El local de Wayan es una clínica diminuta, un restaurante y una casa, todo junto. En la planta baja hay una cocina diminuta y un pequeño comedor abierto al público con tres mesas y unas sillas. Arriba está la parte privada donde Wayan da los masajes y los tratamientos. En la parte de atrás hay un dormitorio con poca luz.
Entro en la tienda cojeando y digo mi nombre a Wayan la curandera, una balinesa muy atractiva con una enorme sonrisa y una reluciente melena negra que le llega por la cintura. En la cocina, medio escondidas detrás de ella, hay dos chicas jóvenes que sonríen cuando las saludo con la mano, desapareciendo de nuevo. Entonces enseño a Wayan la herida infectada y le pregunto si me la puede curar. Al instante pone a hervir unas hierbas en la cocina y me hace beber
jamu
, un brebaje de la medicina balinesa tradicional. Después me pone en la rodilla unas hojas hervidas que me alivian el dolor inmediatamente.
Mientras charlamos, descubro que habla un inglés excelente. Como es balinesa, enseguida me hace las tres preguntas típicas de este país:
¿Adónde vas hoy? ¿De dónde eres?
y
¿Estás casada?
Cuando le digo que no estoy casada («¡Aún no!»), se queda perpleja.
—¿Nunca te has casado? —me pregunta.
—No —miento.
No me gusta mentir, pero he descubierto que a los balineses no conviene hablarles de divorcio, porque es un tema que les pone nerviosos.
—¿En serio que nunca has estado casada? —me vuelve a preguntar, mirándome con enorme curiosidad.