Come, Reza, Ama (32 page)

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Authors: Elizabeth Gilbert

Tags: #GusiX, Novela, Romántica, Humor

BOOK: Come, Reza, Ama
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Pues yo acabo de descubrirlo. No quiero decir que lo que viví esa tarde de jueves en India fuera indescriptible, pero lo fue. A ver si consigo explicarlo. Resumiendo mucho, me vi transportada por el túnel del Absoluto y, mientras avanzaba a toda velocidad, entendí de golpe el funcionamiento del universo. Salí de mi cuerpo, del templo, del planeta y del tiempo, y entré en el vacío. Estaba dentro del vacío, pero a la vez formaba parte de él y lo contemplaba. Era un lugar de ilimitada paz y sabiduría. Era un lugar consciente e inteligente. Era Dios, lo que significa que estuve dentro de Dios. Pero sin ninguna tosca connotación física, es decir, no era Elizabeth Gilbert encajada en el músculo del muslo de Dios, o algo así. Simplemente, formaba parte de Dios. Y, además, yo también era Dios. Era un fragmento diminuto del universo, pero también era exactamente del mismo tamaño que el universo. («Todos saben que una gota se pierde en un océano, pero pocos saben que un océano se pierde en una gota», escribió el sabio Kabir; y yo atestiguo que es verdad.)

Pero aquello no fue una sensación alucinógena. Fue algo completamente básico. Fue celestial, sí. Fue el amor más profundo que he experimentado en mi vida, muy superior al que pudiera haber imaginado, pero no era eufórico. Tampoco era emocionante. Había eliminado el ego y la pasión, así que no podía sentir euforia ni emoción. Aquello era simplemente algo evidente. Fue como estar contemplando una ilusión óptica, forzando la mirada para ver si se descubre el truco, hasta que de pronto cambia la perspectiva y resulta —¡si estaba clarísimo!— que los dos jarrones eran dos rostros. Una vez que se ha desentrañado una ilusión óptica, jamás la volvemos a ver como al principio.

—Así que éste es Dios —pensé—. Pues «encantada de conocerte».

Donde yo estaba no puede describirse como un lugar terrenal. No era oscuro, ni claro; no era grande, ni pequeño. No era un sitio ni yo estaba técnicamente de pie en él ni yo era técnicamente «yo». Aún tenía ideas, pero eran discretas, silenciosas y contemplativas. No sólo sentía una indudable compasión y fusión con todo y con todos, sino que me parecía imposible y verdaderamente extraño que alguien pudiera sentir algo distinto. También me parecían ingenuas y distantes mis antiguas ideas sobre quién y cómo era yo.
Soy una mujer, soy estadounidense, soy locuaz, soy escritora
. Todo ello me parecía tan gracioso como obsoleto. ¿Por qué te vas a meter en una diminuta caja de identidad pudiendo experimentar tu infinitud?

Me preguntaba: «¿Por qué me habré pasado la vida buscando la felicidad cuando tenía la dicha tan cerca?».

No sé cuánto tiempo estuve sumida en ese magnífico éter unificador antes de pensar repentinamente: «¡Quiero quedarme así para siempre!». Y fue justo entonces cuando empecé a salir de ello. Bastaron esas dos palabritas —
¡yo
quiero!
— para volver lentamente hacia la Tierra. Entonces mi mente empezó a protestar en serio —
¡No!
¡Yo no quiero irme de aquí!
— mientras seguía mi camino de vuelta.

¡Quiero!

¡No quiero!

¡Quiero!

¡No quiero!

Cada vez que repetía desesperadamente esas palabras notaba cómo iba traspasando las sucesivas capas de mi ilusión, como un héroe de una comedia de acción atravesando una docena de toldos al caer de un edificio. Aquella nostalgia inútil me estaba haciendo regresar a mis pequeños confines, a mis limitaciones de criatura mortal, a mi limitado mundo de viñeta de cómic. Vi regresar mi ego como se ve una foto Polaroid ir tomando nitidez segundo tras segundo —el rostro, las arrugas en torno a la boca, las cejas— hasta quedar completa la foto, hasta que me veo como he sido toda la vida. Me estremezco del miedo y la pena que me da haberme quedado sin una experiencia tan divina como ésta. Pero paralelamente al pánico también descubro un testigo de todo lo sucedido, una versión más sabia y madura de mí, que sacude la cabeza y sonríe, consciente de una cosa: si este estado de felicidad me parecía transitorio, estaba claro que no lo había entendido. Por tanto, aún no estaba preparada para habitarlo de forma completa. Iba a tener que practicar más. En el momento en que descubro eso es cuando Dios me deja ir, me deja colarme entre sus dedos con este último mensaje piadoso y telepático:

Puedes regresar cuando hayas comprendido por completo que siempre estás aquí.

68

Las jornadas acabaron dos días después y todos abandonaron su silencio. Recibí una enorme cantidad de abrazos de personas que me agradecían mi ayuda.

—¡No, no! Gracias a ti —repetía yo una y otra vez, frustrada ante lo inadecuadas que sonaban esas palabras, lo imposible que era expresarles mi gratitud por haberme elevado a semejantes alturas místicas.

Una semana después llegó otro centenar de participantes en las siguientes jornadas espirituales, de modo que se repitieron los correspondientes viajes interiores y el silencio generalizado a cargo de un nuevo grupo de almas. Reanudé mi vigilancia, intenté ayudarlos todo lo posible y con ellos volví a alcanzar un estado de
turiya
alguna que otra vez. Y no me quedó más remedio que reírme cuando acabaron su periodo de meditación y muchos de ellos me dijeron que durante las jornadas me habían considerado una «presencia silenciosa, grácil y etérea». ¿Ésa era la última broma que me iba a gastar el ashram? Ahora que había aprendido a aceptar mi carácter escandaloso, locuaz y sociable y a amar a la coordinadora social que llevo dentro, ¿al fin iba a poder convertirme en Esa Chica Tan Callada que siempre se pone al fondo del templo?

Durante las últimas semanas que pasé en el ashram me dio la sensación de que había el ambiente melancólico de los últimos días de un campamento de verano. Cada día que pasaba parecía haber más gente con maletas subiéndose a un autobús que se alejaba. No llegaba nadie nuevo. Estábamos casi en mayo, que es cuando empieza la estación cálida en India, de modo que nuestro ritmo de vida iba a ser más lento. No había más jornadas espirituales, así que me dieron un trabajo nuevo, en el departamento de Inscripciones, donde me tocó la labor agridulce de «dar de baja» a todos mis amigos en el ordenador conforme se iban marchando del ashram.

El despacho lo compartía con una ex peluquera de Madison Avenue que era muy graciosa. Hacíamos juntas nuestras oraciones de la mañana, cantando nuestros himnos a Dios.

—¿Qué te parece si avivamos el tempo del himno de hoy? —me preguntó la peluquera una mañana—. ¿Y si lo subimos una octava? Puede que no suene tanto a una versión espiritual de Count Basie...

Ahora estoy pasando mucho tiempo sola. Todos los días paso entre cuatro y cinco horas en las cuevas de meditación. Ahora soy capaz de estar muchas horas seguidas haciéndome compañía a mí misma, tranquila ante mi propia presencia, sabiendo aceptar mi existencia en este planeta. A veces mis meditaciones son experiencias surrealistas y físicas del
shakti
, todas tan intensas que me estremecen la espina dorsal y me hacen hervir la sangre. Procuro entregarme a ellas con la menor resistencia posible. Otras veces experimento una alegría dulce y silenciosa que también es muy agradable. Mi mente sigue fabricando frases y mis pensamientos hacen piruetas para llamar la atención, pero ya conozco tan bien mis mecanismos mentales que no me molestan. Mis pensamientos son como esos vecinos de toda la vida a los que se les tiene cariño por muy pesados que sean: el señor y la señora Dale-Que-Te-Dale y los memos de sus tres hijos Bla, Bla y Bla. El caso es que me dejen llevar mi vida. En el barrio hay sitio para todos.

En cuanto a los otros cambios que pueda haber experimentado en estos últimos meses, es posible que todavía no los note. Mis amigos que llevan mucho tiempo estudiando yoga dicen que la influencia de un ashram no se nota hasta que te marchas de él y vuelves a tu vida normal. Según la ex monja surafricana: «Sólo entonces empezarás a notar que todos tus cajones internos están cambiados de sitio». En cualquier caso, de momento no sé muy bien cuál es exactamente mi vida normal. Porque estoy a punto de irme a Indonesia a casa de un curandero... ¿Ésa es mi vida normal? Pues puede que sí, ¿quién sabe? El caso es que mis amigos coinciden en que se tarda un tiempo en apreciar los cambios. Puede ser que elimines tus obsesiones de toda la vida o que modifiques tus costumbres más siniestras e inamovibles. Quizá esas tonterías que tanta rabia te daban ya no te molesten, pero ya no pases por alto esas abismales miserias que antes soportabas por la pura fuerza de la costumbre. Las relaciones tóxicas se renuevan o eliminan, dando paso a personas más luminosas y benéficas.

Anoche no pude dormir. Pero no era de nervios, sino de la pura emoción. Me vestí y fui a dar un paseo por el jardín. En lo alto del cielo había una exuberante luna llena que daba al jardín una pátina metalizada. El aire olía a jazmín y al aroma embriagador de un arbusto típico de aquí que sólo florece de noche. El día había sido húmedo y caluroso, y la noche también lo era. Al notar el soplo de una cálida brisa, de repente me dije: «¡Estoy en India!».

¡Llevo sandalias y estoy en India!

De pronto eché a correr y, saliéndome del camino, galopé hacia la hierba bañada por la luz de la luna. Llevaba meses haciendo yoga, llevando una dieta vegetariana y durmiéndome pronto, así que me sentía sana y viva. Al caminar sobre la hierba mojada de rocío, mis sandalias hacían:
chipa-chipa-chipa-chipa
, el único sonido que se oía en todo el valle. Estaba tan exultante que corrí directamente hacia los eucaliptos del centro del parque (donde dicen que hubo un templo dedicado al dios Ganesha) y me abracé a uno de los árboles, cuyo tronco conservaba el calor del día, y lo besé apasionadamente. Vamos, que lo besé con toda mi alma, sin pararme a pensar que ésa era la peor pesadilla de cualquier estadounidense al que se le haya escapado una hija a India, que acabe teniendo orgías con árboles a la luz de la luna.

Pero el amor que yo sentía era puro. Era celestial. Contemplé el valle oscurecido y no vi nada que no fuera Dios. Me sentía completamente feliz, tremendamente feliz. Me dije a mí misma: «Este sentimiento, sea cual sea, era lo que pedía en mis oraciones. Mis oraciones iban dirigidas a esto».

69

Por cierto, ya sé cuál es mi palabra.

La he descubierto en la biblioteca, por supuesto, como lectora impenitente que soy. Le había dado vueltas al tema desde aquella tarde en que mi amigo italiano Giulio me dijo que la palabra de Roma es sexo y me preguntó cuál era la mía. Entonces no supe darle una respuesta, pero pensé que acabaría topándome con ella y que la reconocería en cuanto la viera.

La vi durante la última semana que iba a pasar en el ashram. Estaba leyendo un texto de yoga clásico que describía a los estudiantes místicos de la Antigüedad. En el párrafo había una antigua palabra clásica: antevasin, que significa «persona que vive al límite». En principio se trataba de una descripción literal. Hacía referencia a una persona que había abandonado el mundanal ruido y vivía al límite del bosque donde moraban los maestros espirituales. El
antevasin
ya no era un aldeano más, pues no tenía casa ni llevaba una vida convencional. Pero tampoco era uno de esos sabios trascendentes que viven en las profundidades del bosque, sintiéndose plenamente realizados. Estaba en medio. Era una persona que vivía en la frontera. Veía dos mundos distintos, pero tenía la mirada puesta en lo desconocido. Y era un individuo erudito.

Al leer esta descripción del
antevasin
, me reconocí inmediatamente y di un pequeño ladrido de emoción. ¡Ésa es tu palabra, nena! Hoy en día, por supuesto, esa imagen de un bosque inexplorado sería simbólica, y la frontera también. Pero aún se puede vivir ahí. Se puede vivir en la resplandeciente línea entre la mentalidad de antes y la de ahora, con un constante afán de aprender. En un sentido figurativo es una frontera en constante movimiento. Al avanzar en nuestros estudios y descubrimientos, siempre vamos en pos del misterioso bosque de lo desconocido, así que debemos viajar ligeros de equipaje para poder seguirlo. Debemos mantenernos en forma, ágiles y flexibles. Escurridizos, incluso. Y esto lo digo porque el día anterior se había ido del ashram mi amigo el poeta/fontanero de Nueva Zelanda y, ya en la puerta, se despidió con una amable poesía sobre mi viaje. Esta estrofa se me había quedado grabada:

Elizabeth, el derecho y el revés.

La frase italiana y el sueño balinés.

Elizabeth, el derecho y el revés,

Y a veces, escurridiza como un pez...

Estos últimos años he dedicado mucho tiempo a pensar en lo que se supone que soy. ¿Mujer? ¿Madre? ¿Amante? ¿Célibe? ¿Italiana? ¿Glotona? ¿Viajera? ¿Artista? ¿Yogui? La verdad es que no soy ninguna de estas cosas. Al menos, no del todo. Y, desde luego, no soy «tía Liz, la Loca». Lo que soy es una escurridiza
antevasin
—el derecho y el revés—, una estudiante siempre al límite del maravilloso y terrorífico bosque de lo desconocido.

70

Creo que todas las religiones del mundo comparten, en el fondo, un deseo de hallar una metáfora trascendente. Alcanzar la comunión con Dios consiste en abandonar lo mundano y acceder a lo eterno (ir del pueblo al bosque, podríamos decir, al hilo del tema del
antevasin
), pero se precisa una idea magnífica que nos conduzca hasta allí. Esta metáfora debe ser grande, verdaderamente grande y mágica y poderosa, porque nos tiene que transportar a lo largo de una gran distancia. Tiene que ser el mayor barco imaginable.

Los ritos religiosos a menudo surgen de la experimentación mística. Un valiente explorador espiritual busca una nueva senda hacia la divinidad, tiene una experiencia trascendente y vuelve a casa hecho un profeta. Él —o ella— regresa a su comunidad contando historias sobre el cielo y pertrechado de mapas que indican el camino. Las gentes se hacen eco de las palabras, las obras, las oraciones y los actos del profeta para llegar a donde ha llegado él. A veces la cosa funciona. Puede ser que las sílabas y los ritos espirituales repetidos generación tras generación sirvan para transportarlos. Pero otras veces la cosa no funciona. Inevitablemente, hasta las ideas más originales se anquilosan, convirtiéndose en dogmas inservibles.

Los indios de aquí cuentan una historia sobre un santo insigne que siempre estaba en su ashram, rodeado de sus devotos fieles. El santo y sus seguidores dedicaban horas a meditar sobre Dios. Lo malo era que el santo tenía un gato, una criatura desesperante que se dedicaba a pasearse por el templo maullando y ronroneando sin dejar a la gente concentrarse para meditar. Haciendo uso de su sabiduría práctica, el santo mandó atar al gato a un poste durante varias horas al día, sólo durante la meditación, para no molestar a nadie. Al final lo de atar al gato y ponerse a meditar se convirtió en una costumbre tan arraigada que, con los años, llegó a ser un rito religioso. Nadie se ponía a meditar sin haber atado al gato al poste. Hasta que un buen día el gato murió. Y los seguidores del santo se quedaron aterrados. Se produjo una crisis religiosa. ¿Cómo iban a meditar ahora sin tener un gato atado al poste? ¿Cómo iban a comunicarse con Dios? Sin darse cuenta habían convertido al gato en un medio para un fin.

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