Pero ahora que estoy aquí en India, en el ashram que fue su casa, al que busco es a él. La única presencia que noto es la suya. Es él con quien hablo cuando rezo y medito. Me paso veinticuatro horas enganchada a Swamiji. Aquí estoy, metida en el horno de Swamiji, y el efecto que me produce es patente. Ha muerto, pero tiene una cualidad muy terrenal y omnipresente. Es el maestro que necesito cuando estoy pasando por un momento complicado, porque aunque le insulte y le muestre todos mis fallos y defectos lo único que hace es reírse. Reírse, pero queriéndome. Y esa risa me indigna y esa indignación me hace moverme. Y cuando más próximo lo noto es cuando me empeño en cantar el Gurugita con sus insondables versos en sánscrito. Me paso el himno entero discutiendo con Swamiji dentro de mi cabeza, diciéndole chulerías del tipo: «¡Pues a ver si haces algo por mí, porque yo estoy haciendo esto por ti! ¡A ver si veo algún resultado palpable! ¡A ver si es verdad que salgo de esta historia purificada!». Ayer me indigné tanto al mirar el devocionario y ver que estábamos sólo en el verso Veinticinco y que yo ya estaba en pleno sofoco, sudando (pero no como una persona normal, sino como un pollo), que solté en voz alta: «¡Venga, ya vale de cachondeo!». Y unas cuantas mujeres se volvieron y me miraron asustadas, esperando, sin duda, verme la cabeza girando diabólicamente sobre el cuello.
Cada cierto tiempo recuerdo que hace poco vivía en Roma y me pasaba las mañanas comiendo pasteles, bebiendo capuchinos y leyendo el periódico.
Ésos sí que eran buenos tiempos.
Aunque ya parecen muy lejanos.
Esta mañana me he quedado dormida. Vamos, que como soy una vaga de mucho cuidado me he quedado adormilada en la cama hasta pasadas las cuatro de la madrugada. Cuando me desperté, faltaban un par de minutos para que empezara el Gurugita, así que me levanté a regañadientes, me eché agua en la cara, me vestí y —sucia, malhumorada y resentida— me dispuse a salir de mi habitación en la negrura previa al amanecer... encontrándome con la desagradable sorpresa de que mi compañera de cuarto, que ya se había ido, me había dejado encerrada.
La verdad es que hacer una cosa así se las trae. La habitación no es muy grande y fijarte en que la otra sigue metida en la cama no parece tan complicado. Mi compañera de habitación es una mujer responsable y práctica, una australiana que tiene cinco hijos. No le pega nada hacer una cosa así. Pero lo ha hecho. Me ha dejado encerrada —con candado— en nuestro cuarto.
Lo primero que he pensado es:
Si estabas buscando una buena excusa para no ir al Gurugita, aquí la tienes
. ¿Y lo segundo? Pues lo segundo no ha sido un pensamiento, sino un acto.
He salido por la ventana.
Más concretamente, me he subido a la barandilla de mi ventana del segundo piso, agarrándome a ella con manos sudorosas y quedándome colgada a oscuras durante unos minutos, antes de hacerme una pregunta de lo más sensata: «¿Por qué estás saltando por la ventana de esta casa?». Una voz impersonal me responde con una convicción feroz:
Tengo que llegar al Gurugita
. Entonces me dejo caer a oscuras y caigo de espaldas unos cuatro o cinco metros hasta llegar a la acera de cemento, rozando algo que me arranca una larga tira de piel de la pierna derecha, pero no me importa. Me levanto y corro descalza con el pulso latiéndome en las sienes, hasta el templo, donde encuentro un asiento libre, abro el devocionario justo cuando estaba empezando el cántico y —sangrando sin parar— me pongo a cantar el Gurugita.
Cuando ya llevábamos varios versos, al fin recuperé el aliento y pude pensar lo que pensaba todas las mañanas instintivamente:
No quiero estar aquí
. Y la carcajada de Swamiji me tronó por toda la cabeza mientras su voz me decía:
Pues tiene gracia, porque parece que quieres estar aquí a toda costa.
Y yo le contesté
: Muy bien. Tú ganas.
Me quedé ahí sentada, cantando, sangrando y pensando que quizá había llegado el momento de plantearme cambiar mi relación con este ejercicio espiritual en concreto. El Gurugita debía ser un himno de amor puro, pero algo me estaba impidiendo ofrecer ese amor de una manera sincera. Así que al ir cantando los versos me di cuenta de que necesitaba algo —o alguien— a quien dedicar este himno para hallar el amor puro en mi interior. Fue al llegar al verso vigésimo cuando se me ocurrió:
Nick
.
Nick, mi sobrino, es un niño de 8 años, delgaducho para su edad, tan listo, ocurrente, sensible y complicado que da casi miedo. Pocos minutos después de nacer, de todos los recién nacidos que berrean en la unidad infantil, el único que no llora es él, que mira a su alrededor con una mirada adulta, sabia y sensible, como si ya hubiera pasado por el trance varias veces y no le quedaran muchas ganas de repetirlo. Es un niño a quien la vida no le resulta sencilla, un niño que oye, ve y siente las cosas intensamente, un niño que a veces tiene arrebatos emotivos que nos desquician a todos. Yo le tengo un cariño enorme y, además, me saca el instinto protector. Caí en la cuenta —calculando la diferencia horaria entre India y Pensilvania— de que estaría a punto de irse a la cama. Así que canté el Gurugita a mi sobrino Nick para ayudarlo a dormir. A veces le cuesta dormirse, porque tiene una mente muy inquieta. Por eso le dediqué las palabras piadosas del himno a Nick. Llené el cántico con todo lo que hubiera querido enseñarle de la vida. Procuré usar cada frase para explicarle que el mundo a veces es duro e injusto, pero que él tiene la suerte de ser un niño muy querido. Está rodeado de personas dispuestas a hacer lo que sea para ayudarlo. Y no sólo eso, sino que en el fondo de su ser tiene una sabiduría y una paciencia que se van a revelar con el tiempo y lo van a sacar de cualquier apuro. Mi sobrino es un regalo de Dios para todos nosotros. Usé el viejo texto sánscrito para contárselo a él y al poco tiempo vi que estaba llorando unas lágrimas frías. Pero, cuando iba a secármelas, me di cuenta de que el Gurugita había acabado. La hora y media había pasado ya. Y a mí me habían parecido diez minutos. Asombrada, comprendí que era Nick el que me había guiado. Ese pequeño ser al que había querido ayudar me había ayudado a mí.
Caminé hacia el altar del templo y me arrodillé hasta tocar el suelo con la frente para dar las gracias a mi Dios, al poder revolucionario del amor, a mí misma, a mi gurú y a mi sobrino, entendiendo de golpe a nivel molecular (no a nivel intelectual) que todas esas palabras, ideas y personas eran, en realidad, lo mismo. Entonces me metí en la cueva de meditación, me salté el desayuno y pasé casi dos horas notando vibrar el silencio. Obviamente, Richard el Texano hizo todo lo posible para burlarse de mí por haber saltado por la ventana, pues me decía todas las noches después de cenar: «Mañana nos vemos en el Regurgita, Zampa. Pero, una cosa, procura bajar por las escaleras esta vez, ¿vale?». Y, por cierto, cuando llamé a mi hermana una semana después, me contó que, inexplicablemente, Nick había empezado a dormirse sin ningún problema. Y, cómo no, varios días después estaba en la biblioteca leyendo un texto sobre el santo indio Sri Ramakrishna, cuando me topé con la historia de una devota que vino a ver al gran maestro y le confesó que temía no tener la suficiente fe ni el suficiente amor a Dios. Y el santo le dijo: «¿No hay nada que ames?». La mujer admitió que adoraba a su joven sobrino más que a nada en el mundo. El santo le respondió: «Pues bien. Él será tu Krisna; será tu venerado. El culto que rindas a tu sobrino será tu culto a Dios».
Pero todo esto tiene poca importancia. El suceso verdaderamente sorprendente ocurrió el mismo día en que salté por la ventana. Esa tarde me encontré con Delia, mi compañera de cuarto. Le conté que me había dejado encerrada en nuestra habitación. Se quedó atónita.
—¡Pero cómo he podido hacer eso! —exclamó—. Además, llevo toda la mañana pensando en ti. Anoche soñé contigo y las imágenes se me han quedado marcadas. Llevo todo el día acordándome.
—Cuéntamelo —le pedí.
—Te veía envuelta en llamas —me confesó Delia—. Y tu cama estaba incendiada también. Yo me levantaba de mi cama para ayudarte, pero al acercarme ya no quedaba de ti más que un montoncillo de ceniza blanca.
Fue entonces cuando decidí que tenía que quedarme más tiempo en el ashram. La verdad es que no entraba dentro de mis planes para nada. Pensaba pasar aquí sólo seis semanas, vivir una experiencia trascendental y seguir viajando por India para... ejem... encontrar a Dios. ¡Ya tenía los correspondientes mapas y guías y botas de montaña y todo! Pensaba visitar una serie de templos y mezquitas y hablar con una serie de hombres santos. Al fin y al cabo ¡estaba en India! Si hay un país con cosas que ver y vivir, es éste. Tenía kilómetros por patear, templos por explorar, elefantes y camellos por montar. Y sería una verdadera lástima perderse el Ganges, el gran desierto del Rajastán, los excéntricos cines de Mumbai, el Himalaya, las viejas plantaciones de té y los
rickshaws
de Calcuta haciendo carreras como la escena de las cuadrigas de
Ben Hur
. Hasta pensaba conocer al Dalái Lama en marzo en Dharamsala. Esperaba que él sí fuera capaz de mostrarme a Dios.
Pero quedarme parada, inmovilizada en un pequeño ashram, en un pueblo en mitad de la nada... No, eso no entraba en mis planes.
Por otra parte, los maestros zen siempre dicen que no vemos nuestro reflejo en el agua en movimiento, sino en el agua quieta. Algo me decía que sería una negligencia espiritual salir corriendo ahora, cuando estaban pasando tantas cosas en este pequeño lugar enclaustrado donde cada minuto del día estaba organizado para facilitar la autoexploración y la vida espiritual. ¿Qué se me había perdido en un montón de trenes donde iba a acabar con no sé cuántas infecciones intestinales y rodeada de una panda de mochileros? ¿No podía dejar eso para más adelante? ¿No podía conocer al Dalái Lama en algún otro momento? Además, el Dalái Lama siempre está ahí, ¿no? (Y en caso de que muriese —Dios no lo quiera— ¿no pondrán a otro en su lugar y punto?) ¿No tenía un pasaporte que parecía la mujer tatuada de un circo? ¿Seguir viajando de verdad me iba a revelar la divinidad?
No sabía qué hacer. Me pasé un día entero dándole vueltas al tema. Como de costumbre, fue Richard el Texano el que dijo la última palabra.
—Quédate quietecita, Zampa —me soltó—. Pasa de hacer turismo. Tienes toda la vida para hacer turismo. Esto es un viaje espiritual, nena. No te largues a la mitad, no te quedes sólo a la mitad de tus posibilidades. Aquí eres una invitada de Dios. ¿De verdad vas a largarte así como así?
—Y todas las cosas bonitas que hay en India, ¿qué? —le pregunté—. ¿No da un poco de pena viajar por medio mundo para acabar encerrada en un ashram diminuto?
—Zampa, nena, haz caso a tu amigo Richard. Si eres capaz de mover ese culo blanco como la leche y plantarlo en la cueva de meditación todos los días durante los siguientes tres meses, te prometo que vas a ver cosas tan bonitas que te van a dar ganas de tirar piedras al Taj Mahal.
Esto es lo que me ha dado por pensar esta mañana mientras meditaba.
No sé adónde irme a vivir cuando acabe de viajar este año. No quiero volver a Nueva York mecánicamente. Puede que sea buena idea irme a una ciudad nueva. Se supone que Austin, en Texas, está bien. Y Chicago tiene una arquitectura maravillosa. Aunque los inviernos son horribles, eso sí. O puede que me vaya al extranjero. Me han hablado bien de Sydney... Si viviera en un sitio más barato que Nueva York, tendría una casa más grande y entonces ¡podría poner una habitación para meditar! Eso estaría bien. La pintaría de dorado. O mejor, un azul profundo. No, dorado. No, azul...
Cuando me pillé a mí misma pensando toda esta historia, me quedé atónita. Pensé:
Aquí estás, en India, en un ashram en uno de los centros de peregrinación sagrados del planeta. Y en lugar de comulgar con la divinidad estás pensando en dónde vas a meditar dentro de un año en una casa inexistente de una ciudad que aún está por decidir. A ver si te pones las pilas, so tarada. ¿Qué tal si te dedicas a meditar aquí mismo, ahora mismo, en el sitio donde estás en este momento?
Volví a concentrarme en la repetición silenciosa del mantra.
Minutos después me detuve durante unos segundos a retirar ese insulto que me había dedicado a mí misma cuando me había llamado tarada. No era muy cariñoso, la verdad.
Seguro que sí
—pensé al momento siguiente—.
Un cuarto de meditación dorado quedaría bien, seguro.
Abrí los ojos y suspiré. ¿No podrías hacerlo un poco mejor?
Esa misma noche puse en práctica una cosa nueva. Acababa de conocer a una mujer del ashram que había estado estudiando la meditación vipassana, una técnica de meditación budista ultraortodoxa, simple pero intensa. Consiste en sentarse, sencillamente. Un curso de preparación para la meditación vipassana dura diez días y consiste en sentarse durante diez horas al día en tramos de silencio de entre una y dos horas. Es el «deporte de riesgo» de la trascendencia. El maestro de vipassana ni siquiera te da un mantra, porque eso se considera una especie de trampa. La meditación vipassana es la práctica de la contemplación pura; consiste en observarte la mente y examinar exhaustivamente el mecanismo de tu pensamiento sin levantarte de tu sitio en ningún momento.
También es físicamente agotadora. Está prohibido mover el cuerpo una vez que se haya sentado uno por muy incómodo que se esté. La cosa consiste en estar ahí sentado y pensar: «No existe absolutamente ningún motivo para moverme en las dos horas siguientes». Si estás incómodo, debes meditar sobre esa incomodidad, estudiando el efecto que te produce el dolor físico. En la vida real no hacemos más que adaptarnos a la incomodidad —física, sentimental y psicológica— para evadirnos de esa realidad llena de sufrimiento y molestias. La meditación vipassana nos enseña que el sufrimiento y las molestias son inevitables en esta vida, pero si experimentas la quietud necesaria con el tiempo descubrirás que todo (lo incómodo y lo hermoso) pasa con el tiempo.
«El mundo está lleno de muerte y podredumbre, pero los sabios no sufren, porque conocen las urdimbres del mundo», dice un clásico axioma budista. En otras palabras: «Es lo que hay. Acostúmbrate».
No creo que la vipassana sea necesariamente el camino adecuado para mí. Es demasiado austera para mi noción de ejercicio espiritual, que tiene más que ver con la compasión y el amor y las mariposas y la felicidad y un Dios amable (lo que mi amiga Darcy llama la «Teología para Adolescentes»). En la vipassana ni siquiera se habla de «Dios», porque ciertos budistas consideran que la idea de Dios es la base de la dependencia, la manta que nos protege de la inseguridad, lo último que hay que abandonar en el camino hacia el desapego total. A mí lo del desapego no acaba de convencerme del todo. He conocido personas muy espirituales que parecen vivir en un estado de desconexión total de los demás seres humanos y a los que, cuando me hablan de su sagrado anhelo de desapego, me dan ganas de sacudirles y gritar: «¡Tío, si eso es lo último que necesitas!».