Come, Reza, Ama (29 page)

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Authors: Elizabeth Gilbert

Tags: #GusiX, Novela, Romántica, Humor

BOOK: Come, Reza, Ama
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Me he hecho amiga de una niña india de 17 años que se llama Tulsi. Fregamos juntas el suelo del templo todos los días. A última hora de la tarde nos damos un paseo por los jardines del ashram y hablamos de Dios y de música hip-hop, dos temas que a ella le parecen igual de apasionantes. Tulsi es una niña muy mona y muy empollona; y ahora está todavía más graciosa, porque la semana pasada se le cayeron las «lentes» (como ella dice) y, aunque el cristal roto parece una telaraña casi de cómic, ella sigue llevando las gafas. Tulsi tiene muchas cosas interesantes y exóticas: es una adolescente un poco «chicazo», es india, es la rebelde de su familia y está tan obsesionada con Dios que casi parece una colegiala enamorada. Además, habla un inglés británico maravilloso —esa versión cantarina que sólo se oye en India— y que incluye reminiscencias coloniales como: «¡Espléndido!» o «¡Paparruchas!» y que a veces produce frases elocuentes tipo: «Es agradable pasear por la hierba en las primeras horas del día, cuando ya se ha condensado el rocío, porque baja la temperatura corporal de una manera grata y natural». Cuando le dije que iba a pasar un día en Mumbai, Tulsi me dijo: «Por favor, presta atención al caminar, pues verás autobuses veloces por todas partes».

Tiene exactamente la mitad de años que yo y abulta prácticamente la mitad que yo.

Últimamente, Tulsi y yo hablamos del matrimonio durante nuestros paseos. Dentro de poco cumple 18 años, hecho que la convierte en una mujer casadera. La cosa será más o menos así: a partir de su decimoctavo cumpleaños tendrá que asistir a las bodas familiares vestida de sari para dejar claro su estatus de mujer. Una amable
amma
(tía) se sentará a su lado y le hará un montón de preguntas para irla conociendo. «¿Qué edad tienes? ¿Cómo es tu familia? ¿A qué se dedica tu padre? ¿En qué universidades te gustaría estudiar? ¿Qué temas te interesan? ¿Cuándo es tu cumpleaños?». Y poco después el padre de Tulsi recibirá por correo un abultado sobre con la foto del nieto de esa mujer, un chico que estudia informática en Delhi, incluyendo su carta astral, su expediente académico y la inevitable pregunta: «¿Querría su hija casarse con él?».

A Tulsi todo el tema le parece «un asco».

Pero para una familia es muy importante que los hijos se casen bien. Tulsi tiene una tía que se acaba de afeitar la cabeza para dar las gracias a Dios porque su hija mayor —que tiene la jurásica edad de veintiocho años— se ha casado por fin. Era una chica difícil de casar, porque tenía muchas cosas en contra. Cuando pregunté a Tulsi qué problemas puede haber para casar a una mujer india, me dice que son incontables.

—Que tenga un mal horóscopo, que sea demasiado mayor, que tenga la piel demasiado oscura —me explica—. También puede que sea demasiado culta y no encuentren un hombre con un nivel más alto que el suyo. Ése es un problema muy común hoy en día, porque una mujer no puede ser más culta que su marido. O puede que haya tenido un novio y todo el mundo lo sepa. Uf, entonces sería bastante complicado encontrarle un marido...

Hago un rápido repaso mental de la lista para ver las posibilidades que tendría yo de casarme con un indio. No sé si mi horóscopo es bueno o malo, pero está claro que soy demasiado mayor, excesivamente culta y tengo una moralidad reprobable que he exhibido en público sin ningún recato... No parezco una candidata muy halagüeña. Al menos tengo la piel clara. Es lo único que tengo a mi favor.

La semana pasada Tulsi fue a la boda de otra prima y después me contaba (con una actitud impropia de una chica india) lo mucho que odia las bodas. Todo consiste en bailar y cotillear. Y qué aburrimiento lo de ir tan elegante. Me dice que le gusta mucho más estar en el ashram, fregando suelos y meditando. En su familia nadie la entiende; su devoción por Dios no les parece nada normal.

—Los de mi familia me consideran tan rara que ya ni siquiera me dicen nada —me explica—. Tengo fama de ser una persona a la que si le dices que haga una cosa, hará justo la contraria. Además, tengo mal carácter. Y no he sido demasiado estudiosa, aunque a partir de ahora lo voy a ser, porque en la universidad podré decidir yo sola los temas que me interesan. Quiero estudiar psicología, como hizo nuestra gurú en la universidad. Pero se me considera una chica difícil. Los que me conocen saben que para convencerme de que haga algo hay que darme un buen motivo. Mi madre lo entiende y siempre intenta razonarme las cosas, pero mi padre, no. Y cuando me intenta convencer, sus argumentos no siempre me parecen válidos. A veces no sé por qué tengo una familia como la mía, porque no me parezco a ellos en absoluto.

La prima de Tulsi que se casó la semana pasada sólo tiene 21 años y la siguiente de la lista es su hermana mayor, que sólo tiene 20, así que cuando le llegue el turno la van a presionar mucho para que se case. Le pregunto si quiere casarse y me contesta:

—Nooooooooooooooooooooo...

Su respuesta se prolonga más que la puesta de sol que estamos viendo desde el jardín.

—¡Yo quiero viajar por el mundo! —exclama—. Como tú.

—Tulsi, yo no puedo pasarme la vida viajando, sabes. Y he estado casada.

Frunce el ceño y me mira desconcertada con sus gafas rotas, como si acabara de decirle que antes era morena y le costara imaginarlo. Al cabo de unos segundos me pregunta:

—¿Tú, casada? Me cuesta creer algo así.

—Pues es verdad.

—¿Fuiste tú la que puso fin al matrimonio?

—Sí.

—Me parece muy loable que hayas puesto fin a tu matrimonio. Ahora pareces estar espléndidamente feliz. Pero yo, ¿cómo he llegado aquí? ¿Por qué nací siendo una niña india? ¡Es indignante! ¿Por qué nací en esta familia? ¿Por qué me veo obligada a ir a tantas bodas?

Entonces Tulsi echó a correr en círculos para descargar su frustración, gritando bastante alto (para estar en un ashram):

—¡Quiero vivir en Hawai!

60

Richard el Texano también estuvo casado. Tiene dos hijos, ya mayores, que se llevan muy bien con su padre. A veces Richard menciona a su mujer al contar alguna anécdota y siempre habla de ella con cariño. A mí me entra un poco de envidia al oírlo, porque me parece que Richard tiene suerte de llevarse bien con su ex aunque ya se hayan separado. Éste es un curioso efecto secundario de mi terrible divorcio; cuando oigo hablar de parejas que se han separado amistosamente, me pongo celosa. Peor aún, me parece muy romántico que un matrimonio acabe de manera tan civilizada. Pienso: «Mira qué bien... Seguro que se querían mucho...».

Así que un día le hablo a Richard del tema.

—Hablas con cariño de tu ex mujer. ¿Os seguís llevando bien?

—Qué va —me contesta muy tranquilo—. Dice que me he cambiado de nombre y que ahora me llamo «Hijo de puta».

La calma con la que se lo toma Richard me impresiona. Mi ex marido también dice que me he cambiado de nombre, pero a mí me deprime mucho que lo diga. Una de las cosas más dolorosas de mi divorcio fue que mi ex marido nunca me perdonó que me hubiera marchado; le importaba un bledo que le diera toneladas de disculpas o explicaciones, que asumiera toda la culpa de lo sucedido, que le ofreciera una serie de activos y actos de contrición a cambio de mi libertad. Jamás se le pasó por la cabeza felicitarme y decirme: «Oye, me han impresionado mucho tu generosidad y tu sinceridad y quiero decirte que ha sido un placer que te divorcies de mí». Eso nunca. Lo mío era imperdonable. Y yo seguía llevando dentro ese oscuro agujero imperdonable. Incluso en los momentos de felicidad y emoción (sobre todo en los momentos de felicidad y emoción) no lograba quitarme esa pena de encima.
Él me sigue odiando
. Y me daba la sensación de que era algo que llevaría conmigo siempre, algo de lo que no me iba a librar jamás.

Un día estaba hablando de este tema con mis amigos del ashram con la reciente incorporación de un fontanero de Nueva Zelanda, un tío al que le han contado que soy escritora y que ha querido conocerme para decirme que él también escribe. Es un poeta que acaba de publicar en su país un magnífico relato testimonial que se llama
El progreso del fontanero
{5}
, sobre su viaje espiritual. El fontanero/poeta de Nueva Zelanda, Richard el Texano, el granjero irlandés, Tulsi, la chicazo india, y Vivian —una mujer mayor de pelo canoso y alborotado y ojos burlones e incandescentes que ha sido monja en Suráfrica— son mis amigos de aquí, un grupo ameno formado por unos personajes que jamás hubiera esperado conocer en un ashram indio.

Un día estamos todos comiendo juntos y, cuando sale el tema del matrimonio, el fontanero/poeta de Nueva Zelanda dice:

—Yo el matrimonio lo veo como una cirugía que une a dos personas con una sutura y el divorcio es una especie de amputación que puede tardar mucho tiempo en curarse. Cuanto más tiempo lleves casado o más brusca sea la amputación, más tardarás en recuperarte.

Eso explicaría la sensación de tener un miembro amputado que llevo años notando desde mi divorcio, como si acarreara una pierna fantasma que me hace tirar cosas de las estanterías y tal.

Richard el Texano me pregunta si voy a pasarme la vida pensando de mí misma lo que pensaba mi ex marido y le contesto que aún no lo tengo muy claro. La verdad es que mi ex me influía mucho y tengo que reconocer que sigo medio esperando que el hombre me perdone, me libere y me deje seguir mi camino tranquilamente.

El granjero irlandés comenta:

—Ponerte a esperar a que ese día llegue no parece una manera muy racional de emplear tu tiempo.

—Gente, ¿qué queréis que os diga? —me defiendo—. La culpa es lo mío. Hay otras mujeres que se dedican a la moda, por ejemplo.

La ex monja católica (que debe de ser experta en el tema de la culpa, digo yo) no se traga mis excusas.

—La culpa es el truco que usa tu ego para convencerte de que estás progresando moralmente. No te dejes engañar, querida.

—Lo peor del final de mi matrimonio es que no hubo final —les explico—. Es como una herida abierta que no se cura nunca.

—Si te empeñas, allá tú —me dice Richard—. Si te lo quieres tomar así, no seré yo quien te lo impida.

—Un día de éstos tengo que solucionar este asunto —afirmo—. Lo que no sé es cómo.

Al acabar de comer, el fontanero/poeta de Nueva Zelanda me pasó una nota. Decía que quería verme después de cenar para enseñarme una cosa. Esa noche me reuní con él junto a las cuevas de meditación y me dijo que tenía un regalo para mí. Me llevó a la otra punta del ashram, entramos en una casa donde yo no había estado nunca, abrió una puerta que estaba cerrada con llave y subimos por unas escaleras traseras. Pensé que debía de conocer toda aquella zona, porque era él quien se encargaba del mantenimiento del aire acondicionado y varios de los módulos estaban allí. Arriba de las escaleras había una puerta que tuvo que abrir con una combinación, cosa que hizo rápidamente, como si la supiera de memoria. Entonces salimos a una hermosa azotea con un suelo de mosaico que brillaba bajo la luz del crepúsculo como el fondo de un lago resplandeciente. Cruzamos juntos la azotea y llegamos a un torreón, una especie de minarete, en cuya puerta me mostró unas escaleras que llevaban arriba del todo. Señalando el torreón, me dijo:

—Y yo ahora me voy. Tú vas a subir hasta arriba y te vas a quedar ahí hasta que se acabe.

—¿Hasta que se acabe el qué? —le pregunté.

Con una sonrisa el fontanero me dio una linterna «para que veas las escaleras cuando bajes» y me dio un papel doblado. Después se fue.

Subí hasta la cúspide del torreón. Estaba en lo más alto del ashram y veía entero el valle fluvial donde estábamos, en mitad de la campiña india. Hasta donde me alcanzaba la vista había montañas y granjas por todas partes. Lo más seguro es que a los estudiantes no les dejaran subir al torreón, pero el lugar era bellísimo. Pensé que era posible que la gurú subiera allí a ver las puestas de sol cuando estaba en el ashram. Y el sol se estaba poniendo precisamente en ese momento. Soplaba una brisa cálida. Desdoblé la hoja de papel que me había dado el fontanero/poeta.

Había escrito lo siguiente:

INSTRUCCIONES PARA LA LIBERTAD

1. Las metáforas de la vida son las instrucciones de Dios.

2. Acabas de subir a lo más alto del tejado. No hay nada que te separe del infinito. Déjate llevar.

3. El día está acabando. Ha llegado el momento de convertir algo que era bello en otra cosa bella. Déjate llevar.

4. Tu anhelo de hallar una solución es una plegaria. Estar aquí es la respuesta de Dios. Déjate llevar y mira las estrellas cuando salgan por fuera y por dentro.

5. Con todo tu corazón ruega por la gracia de Dios y déjate llevar.

6. Con todo tu corazón perdónale, PERDÓNATE A TI MISMA y déjate llevar.

7. Procura mantenerte libre del sufrimiento inútil. Y déjate llevar.

8. Observa cómo el calor del día deja paso al frío de la noche. Déjate llevar.

9. Cuando se acaba el karma de una relación, sólo queda el amor. Y eso es bueno. Déjate llevar.

10. Cuando tu pasado haya pasado al fin, déjalo ir. Ahora puedes bajar y empezar a vivir el resto de tu vida. Déjate llevar.

Durante los primeros minutos no pude parar de reírme. Veía el valle entero por encima del paraguas que formaban los árboles de mango y el viento me alborotaba el pelo como una bandera. Vi ponerse el sol, me tumbé de espaldas en la azotea y vi salir las estrellas. Pronuncié una pequeña oración en sánscrito y la fui repitiendo cada vez que veía salir una estrella en el cielo oscurecido, casi como si las estuviera llamando por su nombre, pero entonces empezaron a salir demasiado rápido y no pude seguirles el ritmo. En poco tiempo el cielo se convirtió en un fulgurante espectáculo de estrellas. Lo único que me separaba de Dios era... nada.

Entonces cerré los ojos y dije:

—Querido Dios, por favor, enséñame todo lo que me queda por aprender sobre el perdón y la rendición.

Lo que había querido durante mucho tiempo era tener una buena conversación con mi ex marido, pero era evidente que eso no iba a suceder. Lo que buscaba era una solución del conflicto, una cumbre por la paz, de la que saliéramos habiendo comprendido los dos lo que nos había pasado en nuestro matrimonio y siendo capaces de perdonarnos lo siniestro que había sido nuestro divorcio. Pero muchos meses de terapia y mediación sólo habían servido para separarnos más y enquistarnos en nuestras respectivas posturas, convirtiéndonos en dos personas absolutamente incapaces de darnos tregua uno al otro. Sin embargo, era lo que ambos necesitábamos, de eso estaba segura. Como estaba segura de que las normas de trascendencia insisten en que no te vas a aproximar ni un centímetro a la divinidad mientras te rindas a la seducción de la culpa, aunque sea un solo ápice. Tan malo como el tabaco para los pulmones es el rencor para el alma; una sola bocanada ya es nociva. Porque, vamos a ver, ¿cómo vamos a rezar algo tipo «El rencor nuestro de cada día, dánosle hoy»? Ya puedes ir abandonando el tema y despidiéndote de Dios si piensas culpar a los demás de los fallos de tu propia vida. Lo que pedí a Dios esa noche en la azotea del ashram fue —dado que probablemente no iba a volver a hablar con mi ex marido en mi vida— si había algo que pudiéramos hacer para comunicarnos. ¿Había algo que pudiéramos hacer para perdonarnos?

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