Come, Reza, Ama (28 page)

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Authors: Elizabeth Gilbert

Tags: #GusiX, Novela, Romántica, Humor

BOOK: Come, Reza, Ama
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Aun así, entiendo que un cierto grado de desapego inteligente puede ser un valioso instrumento de paz en esta vida. Un día, después de dedicar la tarde a leer sobre la meditación vipassana, me dio por pensar que me paso la vida boqueando como un pez, la mitad de las veces huyendo de alguna molestia y la otra mitad lanzándome ansiosa hacia algo que promete un mayor placer. Y me planteé si podría servirme de algo (a mí y a los que me sufren porque me quieren) aprender a estarme quieta y aguantar un poco sin lanzarme a la farragosa carretera de la circunstancia.

Esta tarde he vuelto a plantearme todos estos temas en un banco tranquilo que he encontrado en los jardines del ashram, donde me he instalado para meditar durante una hora al estilo vipassana. Sin movimiento, sin ansiedad, sin mantras... Contemplación pura y dura. Vamos a ver qué pasa. Por desgracia había olvidado lo que pasa en India al anochecer: se llena todo de mosquitos. No había hecho más que sentarme en ese banco de ese sitio tan bonito cuando oí a los mosquitos lanzarse hacia mí, rozándome la cara y embistiéndome —en formación— la cabeza, los tobillos, los brazos. Y cómo ardían sus fieros picotazos. Aquello no me gustó nada. Pensé: «No parece una buena hora para la meditación vipassana».

Por otra parte, ¿cuándo es un buen momento del día, o de la vida, para sentarse a practicar una quietud desapegada? ¿En qué momento no tenemos algo revoloteándonos alrededor, intentando distraernos y sacarnos de quicio? Así que tomé una decisión (inspirada de nuevo por el precepto de mi gurú de que tenemos que estudiar científicamente nuestra propia experiencia). Me propuse hacer el siguiente experimento:
¿Qué tal si acepto la situación por una vez en la vida?
En lugar de dar manotazos a los mosquitos y quejarme, ¿por qué no intentaba soportar la incomodidad durante una hora de mi larga vida?

Y eso fue lo que hice. Completamente quieta, me contemplé a mí misma mientras me devoraban los mosquitos. La verdad es que, por un lado, me preguntaba de qué me iba a servir aquella especie de demostración de mi «hombría», pero también sabía que aquello era el primer paso hacia el autocontrol. Si lograba soportar esa incomodidad física que, obviamente, no ponía en peligro mi vida, entonces, ¿qué incomodidades sería capaz de soportar en el futuro? ¿Soportaría las incomodidades sentimentales, que son las que me resultan más difíciles? ¿Y los celos, la ira, el miedo, la desilusión, la soledad, la vergüenza, el aburrimiento?

Al principio el picor era enloquecedor, pero acabó convirtiéndose en un escozor generalizado y al lograr sobrellevarlo experimenté una ligera euforia. Desligué el dolor de sus asociaciones concretas y le permití convertirse en una sensación pura —ni buena ni mala; sólo intensa— y esa intensidad me elevó fuera de mí, llevándome a la meditación. Pasé dos horas allí sentada. Si se me hubiera posado un pájaro en la cabeza, no lo habría notado.

Quiero dejar una cosa clara. Sé que este experimento no fue el acto de fortaleza más estoico de la historia de la humanidad y no estoy pidiendo una Medalla al Mérito ni nada parecido. Pero sí me hizo una cierta ilusión darme cuenta de que, en los 34 años que llevo sobre la Tierra, nunca me había picado un mosquito sin que le diera un manotazo. A lo largo de mi vida he sido una marioneta dependiente de millones de señales como ésa —grandes y pequeñas—, que nos indican cuándo y cómo sentir el placer o el dolor. Pase lo que pase, yo siempre reacciono. Pero ahí estaba, indiferente al acto reflejo. Era algo que no había hecho jamás en la vida. Vale, era un hecho nimio, pero ¿cuántas veces había podido hacer una cosa así? ¿Y qué podré hacer mañana que todavía no pueda hacer hoy?

Al acabar el experimento, me puse en pie, fui a mi habitación y valoré los daños. Conté veinte picaduras de mosquito. Pero a la media hora todas habían disminuido. Todo pasa. Con el tiempo todo pasa.

57

El anhelo de hallar a Dios es una inversión del orden terrenal normal. En nuestra búsqueda de Dios nos apartamos de lo que nos atrae y nadamos hacia lo difícil. Abandonamos nuestras cómodas costumbres con la esperanza (la mera esperanza) de que se nos ofrezca algo mejor que lo que hemos abandonado. Todas las religiones del mundo describen de un modo parecido a un buen discípulo: aquel que se levanta temprano para rezar a su Dios, procura ser virtuoso, es un buen vecino, se respeta a sí mismo y a los demás y domina sus ansias. A todos nos gusta más levantarnos tarde, pero hay personas que llevan milenios levantándose antes de que salga el sol para lavarse la cara e ir a rezar. Y después luchan ferozmente para mantener sus convicciones durante la locura del día correspondiente.

Los devotos del mundo entero practican sus ritos sin tener garantizado que les sirva de nada. Obviamente, hay un sinfín de escrituras y un sinfín de curas que hacen un sinfín de promesas sobre los parabienes que te pueden deparar tus buenas obras (o amenazas sobre los castigos que te esperan si no cumples), pero incluso creerse todo esto es un acto de fe, porque ninguno de nosotros sabemos cómo va a acabar la partida. La fe es diligencia sin garantías. Tener fe equivale a decir: «Sí, acepto de antemano los términos del universo y acepto de antemano lo que ahora mismo soy incapaz de entender». Es lógico que exista lo que llamamos un «acto de fe», porque la decisión de aprobar la noción de la divinidad supone dar un salto gigantesco desde lo racional hacia lo desconocido y me da igual que los diligentes sabios de todas las religiones nos metan sus libros por los ojos para intentar demostrarnos con textos que su fe es racional, porque no lo es. Si la fe fuese racional, no sería fe. La fe es la creencia en lo que no se puede ver ni tocar. La fe es caminar —de frente y a toda velocidad— hacia las tinieblas. Si realmente tuviéramos todas las respuestas en cuanto al significado de la vida y la naturaleza de Dios y el destino del alma, la religión no sería un acto de fe ni un valiente acto de humanidad; sería simplemente... una prudente póliza de seguros.

El mundo de los seguros no me interesa. Estoy harta de ser una escéptica; la prudencia espiritual me fastidia y la controversia empírica me aburre y agota. No quiero oír ni una palabra más. Me importan un bledo las evidencias y las pruebas y las demostraciones. Lo único que busco es a Dios. Quiero tener a Dios dentro de mí. Quiero que Dios corra por mis venas como el sol corretea por la superficie del agua.

58

Mis oraciones se han vuelto más pausadas y concretas. He pensado que no debe de servir de mucho enviar al universo oraciones perezosas. Todas las mañanas, antes de meditar, me arrodillo en el templo y paso unos minutos hablando con Dios. Cuando acababa de llegar al ashram, creo que no parecía demasiado ocurrente en mis conversaciones divinas. Como estaba cansada, confusa y aburrida, todas mis oraciones sonaban igual. Recuerdo que una mañana me arrodillé, posé la frente en el suelo y le dije a mi creador: «Pues no sé lo que ando buscando..., pero tú debes de tener alguna sugerencia que hacerme..., así que ponte las pilas, ¿vale?».

Se parece bastante a lo que suelo decir a mi peluquero.

Y es bastante simplón, la verdad. Es fácil imaginarse a Dios levantando las cejas al recibir la plegaria y enviando un mensaje de respuesta: «Vuelve a llamarme cuando decidas tomarte el asunto en serio».

Obviamente, Dios sabe con claridad lo que ando buscando. La cuestión es: ¿lo sé yo? Postrarte desesperadamente a los pies de Dios está muy bien —¡anda que no lo habré hecho yo!—, pero cuanto más pongas de tu parte, más provecho le sacarás a la experiencia. Hay un chiste italiano maravilloso sobre un pobre hombre que va todos los días a la iglesia y se pone a rezar ante la estatua de un gran santo, diciendo: «Querido santo, por favor, por favor, por favor, concédeme el don de que me toque la lotería». Y esta letanía se repite durante cuatro meses. Hasta que un día la estatua cobra vida, baja la cabeza hacia el hombre suplicante y le dice con un cansancio infinito: «Hijo mío, por favor, por favor, por favor...
compra un décimo
».

Rezar es relacionarse; la mitad de la tarea es mía. Si pretendo transformarme, pero no me tomo la molestia de explicar exactamente qué quiero conseguir, ¿cómo se me va a cumplir? La mitad del provecho de una oración está en la pregunta en sí, en el planteamiento de una intención claramente expuesta y bien pensada. Sin él tus ruegos y deseos serán endebles, quebradizos, inertes; formarán una fría bruma que se arremolinará en torno a ti, incapaz de despegarse. Por eso todas las mañanas dedico un rato a precisar qué es exactamente lo que ando buscando. Me arrodillo en el templo con la cara apoyada en el frío mármol, y me tomo todo el tiempo necesario para formular una oración auténtica. Si no me parece sincero lo que he pensado, me quedo postrada en el suelo hasta conseguirlo. Lo que me sirvió ayer no tiene por qué servirme hoy. Las oraciones empiezan a sonar rancias y se convierten en una cantinela soporífera si no las ponemos al día cada cierto tiempo. Estando bien alerta, podré asumir responsablemente la labor de mantenimiento de mi alma.

En mi opinión el destino también es una relación entre dos partes, una partida entre la gracia de Dios y un esfuerzo humano consciente. Hay una mitad que no controlamos en absoluto; la otra mitad está totalmente en nuestras manos y nuestros actos tendrán manifiestas consecuencias. Un ser humano no es enteramente un títere de los dioses ni enteramente dueño de su destino; es una mezcla de ambas cosas. Galopamos por la vida como artistas de circo que se bambolean precariamente a lomos de dos veloces caballos; un pie va sobre el caballo llamado Destino y el otro, sobre el caballo llamado Libre Albedrío. Y la pregunta que nos hacemos todos los días es: ¿cuál caballo es cuál? ¿A cuál de los dos lo puedo dejar ir por su cuenta, porque no está bajo mi control, y a cuál lo tengo que llevar de las riendas bien sujetas?

En mi destino hay muchas cosas que se me escapan, pero hay otras que sí están bajo mi jurisdicción. Hay una serie de billetes de lotería que puedo comprar, aumentando mis posibilidades de llegar a ser feliz. Puedo decidir cómo paso el tiempo, con quién me relaciono, con quién comparto mi vida, mi dinero, mi cuerpo y mi energía. Puedo seleccionar lo que como, leo y estudio. Puedo establecer cómo voy a reaccionar ante las circunstancias desfavorables de la vida; si voy a considerarlas maldiciones u oportunidades (y cuando no consiga ser optimista, porque esté pasando por un momento de bajón, puedo decidir intentar cambiar de actitud). Puedo elegir las palabras que uso y el tono de voz que empleo para hablar con los demás. Y, por encima de todo, puedo elegir mis pensamientos.

Este último concepto es todo un descubrimiento para mí. Se lo debo a Richard el Texano que, cuando me estaba quejando de lo neura que soy, me dijo: «Zampa, tienes que aprender a seleccionar tus pensamientos, igual que eliges la ropa que te vas a poner todos los días. Es una capacidad que tienes y que puedes llegar a dominar. Si quieres controlar tu vida, tienes que controlar tu mente. En lugar de intentar controlar todo lo demás, céntrate en eso. Olvídate de todo lo demás. Porque, si no aprendes a dominar tu pensamiento, nunca vas a levantar cabeza».

De buenas a primeras parece una tarea casi imposible. ¿Controlar tus
pensamientos
? ¿No era al revés? Pero ¿y si es verdad que se puede? El tema no tiene nada que ver con la represión ni con la negación. La represión y la negación son complicados artificios que sirven para disimular los sentimientos negativos. Lo que dice Richard es que debemos admitir la existencia de las ideas negativas, entender de dónde vienen y por qué; y entonces —con mucha misericordia y entereza— descartarlas. Esta capacidad encaja perfectamente con toda la labor psicológica que se hace durante una terapia. La consulta de un psiquiatra nos sirve para entender por qué tenemos estas ideas destructivas; los ejercicios espirituales pueden usarse para sobreponernos a ellas. Obviamente, nos cuesta quitárnoslas de encima. Supone abandonar nuestras viejas costumbres, las reconfortantes manías de toda la vida y las estampas familiares de siempre. Es evidente que el asunto requiere una práctica y un esfuerzo firmes. No es una lección que se oiga una vez y se aprenda a dominar de manera inmediata. Requiere una rutina y una buena disposición. Debemos decirnos: «Tengo que hacerlo para ser fuerte».
Devo farmi le ossa
, es como lo dicen en italiano. Una expresión equivalente sería «hay que hacer callo».

Por eso ahora me dedico a vigilar mis pensamientos durante todo el día; les hago un seguimiento constante. Repito este juramento unas 700 veces al día: «No daré cobijo a mis pensamientos insanos». Cada vez que veo aflorar un pensamiento denigrante, pronuncio el juramento.
No daré cobijo a mis pensamientos insanos
. La primera vez que me escucho decirlo me detengo en la palabra «cobijo», que cada vez se usa menos. Significa amparo, refugio, puerto. Un puerto es, obviamente, un lugar resguardado, pero abierto al exterior. Me imagino el puerto de mi mente, un poco desvencijado, marcado por las tormentas, pero bien situado y con un buen calado. El puerto de mi mente es una bahía grande, el único acceso a la isla de Yo (que es una isla volcánica joven, pero fértil y prometedora). Ha sufrido alguna que otra guerra, eso sí, pero ahora sólo busca la paz bajo una nueva gobernanta (una servidora) con un programa político destinado a lograr la protección de la zona. Y ahora —a ver si se corre la noticia por los siete mares— las leyes son mucho más estrictas en cuanto a quién tiene acceso al puerto y quién no.

Ya no se puede entrar cargado de ideas crueles e injustas, con torpederos atestados de ideas, con mercantes esclavistas atestados de ideas, con buques de guerra atiborrados de ideas. Todos ellos serán rechazados. Tampoco se dará paso a los pensamientos de los desterrados furiosos o famélicos, de los amargados y los propagandistas, de los amotinados y los asesinos violentos, de las prostitutas, los chulos y los polizones insurrectos. Las ideas antropófagas, por motivos evidentes, tampoco tendrán acceso. Todos los que arriben a puerto serán filtrados, hasta los misioneros para ver si son realmente sinceros. Éste es un puerto de paz, la vía de entrada a una isla estupenda y orgullosa donde al fin reina algo de tranquilidad. Si respetáis estas nuevas leyes, queridos pensamientos, seréis bienvenidos a mi mente. De no ser así, os haré zarpar rumbo a los procelosos mares de donde veníais.

Tal es mi misión y jamás cejaré en su desempeño.

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