Come, Reza, Ama (51 page)

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Authors: Elizabeth Gilbert

Tags: #GusiX, Novela, Romántica, Humor

BOOK: Come, Reza, Ama
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Y yo pensaba:
¡Lárgate, niño! ¿Qué eres? ¿Una transcripción de mis peores pensamientos?

Día tras día le dedicaba una sonrisa cordial y le pedía amablemente que se marchara, pero él no cejaba hasta conseguir sacarme de quicio. Y siempre lo lograba, tarde o temprano. Recuerdo que una de las veces le grité: «No hablo porque estoy haciendo un maldito viaje espiritual, niñato asqueroso. ¡Lárgate ya!».

Y entonces salía corriendo, tronchándose de risa. Todos los días, cuando conseguía hacerme hablar, se iba riéndose. Al verlo alejarse, a mí también me entraba la risa. Odiaba a ese niño entrometido, pero me acabé acostumbrando a sus apariciones. Era el único elemento cómico de aquella experiencia tan dura. San Antonio describe las visiones que tuvo durante un retiro en el desierto y dice que vio ángeles y demonios a la vez. Narra que, en su soledad, unas veces se encontraba con demonios que parecían ángeles y otras veces con ángeles que parecían demonios. Cuando le preguntaban cómo los distinguía, el santo contestaba que lo notaba por el estado de ánimo que le producía la criatura en cuestión. Si te quedas horrorizado, explica, te ha visitado un demonio. Si te sientes aliviado, ha sido un ángel.

Está claro lo que era ese trasto de niño, que siempre conseguía arrancarme una carcajada.

Al cumplirse mi noveno día de silencio, me puse a meditar en la playa al atardecer y no volví a ponerme en pie hasta después de la medianoche. Recuerdo que pensé: «Éste es el momento, Liz», y le dije a mi mente: «Ésta es tu oportunidad. Saca todo lo que te hace sufrir. Enséñamelo todo. No ocultes nada». Entonces todos mis pensamientos y recuerdos tristes fueron levantando la mano, uno tras otro, y se pusieron en pie para identificarse. Al contemplar cada pensamiento, cada unidad de sufrimiento, asimilaba su existencia y (sin intentar resguardarme) soportaba la correspondiente congoja. Después decía a cada una de mis penas: «No pasa nada. Te quiero. Te acepto. Te acojo con el corazón. Se acabó». Y la pena me entraba (como un ser vivo) en el corazón (como si fuera una habitación). Entonces yo decía: «¿Siguiente?» y afloraba a la superficie el siguiente sufrimiento. Después de haberlo contemplado, experimentado y bendecido, lo invitaba a entrar en mi corazón también. Esto lo hice con todos los pensamientos tristes que había tenido en mi vida —viajando por años de recuerdos— hasta que no quedó ni uno.

A continuación le dije a mi mente: «Ahora saca toda tu ira». Uno tras otro, todos los incidentes de mi vida relacionados con la furia fueron aflorando y dándose a conocer. Cada injusticia, cada traición, cada pérdida, cada indignación. Los fui viendo todos, uno por uno, y asimilé su existencia. Padecía cada fragmento de ira enteramente, como si estuviera sucediendo por primera vez, y decía: «Entra en mi corazón. Al fin podrás descansar. Estarás a salvo. Se acabó. Te quiero». El proceso duró horas, en las que yo me columpiaba entre los poderosos polos opuestos de mis variados sentimientos. Tan pronto experimentaba una furia que me hacía crujir los huesos como una frialdad absoluta mientras la ira me entraba en el corazón como quien entra por una puerta, acurrucándose junto a sus hermanos y abandonando la lucha.

La última parte era la más difícil. «Saca toda tu vergüenza», pedí a mi mente. Y Santo Dios, qué horrores vi. Un desfile patético en que estaban todos mis fallos, mis mentiras, mi egoísmo, mis celos, mi arrogancia. Pero los contemplé sin pestañear. «Muéstrame lo peor», dije. Y al invitar a las peores unidades de vergüenza a entrar en mi corazón, se quedaron paradas en el umbral, diciendo: «No. A mí no querrás invitarme a entrar. ¿Sabes lo que he hecho?». Y yo decía: «Sí que quiero tenerte dentro. A pesar de todo sí que quiero. Hasta a ti te acojo en mi corazón. No pasa nada. Te perdono. Formas parte de mí. Al fin podrás descansar. Se acabó».

Al acabar, me quedé vacía. Ya no tenía la mente en guerra. Miré dentro de mi corazón y me asombró lo grande que me pareció. Le quedaba mucho espacio para la bondad. Aún no estaba lleno, aunque había cobijado y atendido a todos los calamitosos golfillos de la tristeza, la ira y la vergüenza; sabía que mi corazón podía haber recibido y perdonado aún más. Su amor era infinito.

Comprendí entonces que así es como Dios nos ama y recibe a todos, y que en este universo no existe eso que llamamos el infierno, salvo en la aterrorizada mente de cada uno de nosotros. Porque, si un ser humano deshecho y limitado es capaz de experimentar semejante episodio de total perdón y aceptación de sí mismo, pensemos —¡intentemos imaginar!— la enormidad de cosas que Dios, en su eterna compasión, perdona y acepta.

Pero también sabía, intuía, que ese remanso de paz era temporal. Sabía que la labor no estaba terminada del todo, que mi furia, mi tristeza y mi vergüenza volverían a hacer acto de presencia, huyendo de mi corazón y volviendo a instalarse en mi cabeza. Sabía que volvería a enfrentarme a esos pensamientos, una y otra vez, hasta que lenta y decididamente cambiase mi vida entera. Iba a ser una labor ardua y agotadora. Pero en la silenciosa penumbra de aquella playa mi corazón le dijo a mi mente: «Te quiero. Jamás te abandonaré. Siempre cuidaré de ti». Esa promesa me salió flotando del corazón y la atrapé con la boca, donde me la guardé, saboreándola mientras me iba de la playa a la caseta donde vivía. Saqué un cuaderno sin usar, lo abrí por la primera página y entonces abrí la boca por primera vez, pronunciando esas palabras en el vacío de la habitación, dejándolas salir en libertad. Quebré mi silencio con esas palabras, cuyo colosal significado documenté a lápiz en la página:

«Te quiero. Jamás te abandonaré. Siempre cuidaré de ti».

Fueron las primeras palabras que escribí en mi cuaderno secreto, que llevo encima desde entonces. En los dos años siguientes a menudo he acudido a él en busca de ayuda y
siempre la he hallado
, hasta en los momentos de tristeza o miedo feroz. Y ese cuaderno guardián de esa promesa de amor me permitió sobrevivir a los dos siguientes años de mi vida, ni más ni menos.

108

Y ahora vuelvo a la isla de Gili Meno en unas circunstancias totalmente distintas. Desde la última vez que estuve aquí he dado la vuelta al mundo, solucionado el asunto de mi divorcio, superado la separación de David, eliminado de mi organismo los fármacos neurológicos, aprendido un idioma, vivido en India la experiencia inolvidable de sentarme en la mano de Dios, estudiado las enseñanzas de un curandero indonesio y comprado una casa a una familia que necesitaba desesperadamente un lugar donde vivir. Soy feliz, tengo salud y he hallado el equilibrio. Y, por si fuera poco, voy en barco con mi amante brasileño a una hermosa isla tropical perdida en los mares. ¡Un final —tengo que admitirlo— tan de cuento de hadas que es casi ridículo, como el sueño de toda ama de casa o algo así! (Puede que hasta sea una página de uno de mis sueños de hace años.) Pero si no me pierdo totalmente en el relumbrón de un cuento de hadas es gracias a esta sólida verdad, una verdad que me ha osificado los huesos durante los últimos años: a mí no me ha salvado ningún príncipe; de mi rescate me he encargado yo sola.

Recuerdo una cosa que leí una vez, una máxima del budismo zen que dice que un roble lo crean dos fuerzas simultáneas. Evidentemente, la primera es la bellota, la semilla que contiene la promesa y el potencial, que al crecer se convierte en el árbol. Eso está clarísimo. Pero son pocos los que reconocen otra fuerza importante, la del árbol futuro, cuya ansia de existir es tan enorme que hace eclosionar y brotar la bellota, llenándola de vigor, guiando la evolución desde la nada hasta la madurez. Hasta tal punto que, en opinión de los filósofos zen, es el propio roble quien crea la bellota de la que nace.

Pienso en cómo es la mujer en que me he convertido, en cómo es mi vida y en las ganas que tenía de ser esta persona y vivir esta vida, liberada al fin de la farsa de querer ser otra distinta. Pienso en todo lo que he aguantado hasta llegar donde estoy y me pregunto si habré sido yo de verdad —me refiero a la mujer feliz y equilibrada que va medio dormida en la cubierta de esta barquita pesquera indonesia— quien ha tirado de mi
yo
joven, confuso e inseguro durante todos estos años tan difíciles. Mi
yo
joven era la bellota llena de vigor, pero ha sido mi
yo
mayor, ese roble ya existente, quien ha repetido una y otra vez: «¡Sí, crece! ¡Cambia! ¡Evoluciona! ¡Ven donde estoy yo, que ya tengo plenitud y madurez! ¡Tienes que crecer para unirte a mí!». Y quizá fuera esa versión mía —totalmente actualizada hoy— la que sobrevolaba por encima de la chica casada que lloriqueaba en el suelo del cuarto de baño y quizá fuera ese
yo
quien susurró cariñosamente al oído de esa chica desesperada: «Vuélvete a la cama, Liz», sabiendo perfectamente que todo iba a salir bien, que nos acabaríamos encontrando aquí. Precisamente aquí, justo en este momento. Como si ese
yo
feliz y tranquilo llevase toda la vida esperando a mi otro
yo
, esperando a que llegase para reunirse de una vez.

Y en ese momento Felipe se despierta. Llevamos toda la tarde quedándonos dormidos y volviéndonos a despertar, abrazados sobre la cubierta de este bote indonesio. El mar nos acuna bajo la tibia luz del sol. Mientras sigo con la cabeza apoyada en su hombro, Felipe me cuenta que se le ha ocurrido una idea mientras dormía.

—Sabes que yo tengo que vivir en Bali, porque tengo mis negocios aquí y porque está muy cerca de Australia, donde viven mis hijos. También tengo que ir a Brasil a menudo para importar las gemas y porque mi familia vive allí. Y tú tienes que vivir en Estados Unidos, evidentemente, porque es donde tienes tu trabajo y donde tienes la familia y los amigos. Así que he pensado que... podemos intentar montarnos la vida entre Estados Unidos, Australia, Brasil y Bali.

No me queda más remedio que reírme, la verdad, pero... ¿qué nos impide probarlo? Es una locura tan grande que puede que funcione. Una vida así puede parecer una demencia absoluta, un disparate total, pero es justo mi tipo de rollo. Pues claro que sí. Es una idea más llevadera de lo que parece. Y también me gusta desde el punto de vista poético, eso sí. Lo digo literalmente. Después de pasar un año entero explorando las intrépidas e individualistas
íes
de Italia, India e Indonesia Felipe acaba de sugerirme una nueva teoría viajera:

Australia, América, Bali, Brasil = A, A, B, B.

Como la rima de un poema clásico, como dos pareados.

El bote de pesca atraca en la playa de Gili Meno. La isla no tiene muelle. Tienes que remangarte los pantalones, saltar del barco y vadear hasta llegar a la arena. Esto es imposible hacerlo sin empaparte o, incluso, rasparte con los arrecifes de coral, pero merece la pena, porque la playa tiene una hermosura única. Así que mi amante y yo nos quitamos los zapatos, nos ponemos las bolsas encima de la cabeza y nos disponemos a saltar juntos del barco al mar.

Curiosamente, el único idioma romántico que Felipe no habla es el italiano. Pero se lo digo de todas formas, justo cuando vamos a saltar al agua.


Attraversiamo
—le digo.

Crucemos al otro lado.

Reconocimiento y agradecimiento final

Pocos meses después de haberme marchado de Indonesia volví para visitar a mis seres queridos y para celebrar la Navidad y el Año Nuevo. Mi vuelo aterrizó en Bali sólo dos horas después de que en el sudeste asiático hubiese un tsunami de consecuencias devastadoras. Mis amigos del mundo entero se pusieron inmediatamente en contacto conmigo para preguntarme si mis amigos indonesios estaban a salvo. Casi todos parecían coincidir en una pregunta: «¿Están bien Wayan y Tutti?». La respuesta es que el tsunami no afectó a Bali en absoluto (salvo en el aspecto emocional, por supuesto) y me los encontré a todos en perfectas condiciones. Felipe me estaba esperando en el aeropuerto (el primero de nuestros sucesivos encuentros en algún aeropuerto). Ketut Liyer estaba sentado en su porche, como siempre, preparando sus pócimas y medicamentos. Yudhi acababa de encontrar un trabajo tocando la guitarra en un hotel de lujo y le iba muy bien. Y la familia de Wayan estaba felizmente instalada en su casa nueva, lejos de la peligrosa costa, a salvo en los altos arrozales de Ubud.

Con todo mi cariño (y el de Wayan también), me gustaría dar las gracias a las personas que han aportado dinero para construir la mencionada casa:

Sakshi Andreozzi, Savitri Axelrod, Linda y Renee Barrera, Lisa Boone, Susan Bowen, Gary Brenner, Monica Burke y Karen Kudej, Sandie Carpenter, David Cashion, Anne Connell (experta, junto con Jana Eisenberg, en salvamentos de urgencia), Mike y Mimi de Gruy, Armenia de Oliveira, Rayya Elias y Gigi Madl, Susan Freddie, Devin Friedman, Dwight Garner y Cree LeFavour, John y Carole Gilbert, Mamie Healey, Annie Hubbard y el prodigioso Harvey Schwartz, Bob Hughes, Susan Kittenplan, Michael y Jill Knight, Brian y Linda Knopp, Deborah Lopez, Deborah Luepnitz, Craig Marks y Rene Steinke, Adam McKay y Shira Piven, Johnny y Cat Miles, Sheryl Moller, John Morse y Ross Petersen, James y Catherine Murdock (con los mejores deseos de Nicky Mimi), José Nunes, Anne Pagliarulo, Charley Patton, Laura Platter, Peter Richmond, Toby y Beverly Robinson, Nina Bernstein Simmons, Stefania Somare, Natalie Standiford, Stacey Steers, Darcey Steinke, The Thoreson Girls (Nancy, Laura y Miss Rebecca), Daphne Uviller, Richard Vogt, Peter y Jean Warrington, Kristen Weiner, Scott Westerfeld y Justine Larbalestier, Bill Yee y Karen Zimet.

Por último, y cambiando de tema, quisiera hallar el modo de agradecer debidamente a mis queridísimos tío Terry y tía Deborah por lo mucho que me ayudaron durante el año que duró mi viaje. Conformarme con llamarlo «apoyo técnico» sería disminuir la importancia de su contribución. Juntos tejieron una red bajo mi cuerda floja sin la cual —sinceramente— no habría podido escribir este libro. Algo así es totalmente impagable.

Sin embargo, es casi imposible corresponder a todas las personas que nos ayudan a lo largo de la vida. En última instancia quizá sea más sencillo rendirse ante el milagroso alcance de la generosidad humana y seguir diciendo gracias, eterna y sinceramente, mientras nos alcance la voz.

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