Como detectar mentiras en los niños

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Authors: Paul Ekman

Tags: #Ensayo, Psicología

BOOK: Como detectar mentiras en los niños
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«Mi hijo Billy me ha mentido y sólo tiene cinco años. ¿Es eso normal?» «Sé que Joan miente cuando me dice que no fuma marihuana. ¿Qué puedo hacer?» «Michael miente constantemente. ¿Dejará de hacerlo conforme vaya haciéndose mayor?» «Heather no me cuenta lo que hace en sus citas con los chicos. Dice que no es asunto mío, pero ¿acaso no tengo derecho a saberlo?»

Estas son algunas de las situaciones cotidianas que aparecen en este volumen y con las que todos los padres tienen que enfrentarse alguna que otra vez. Partiendo de ellas, el doctor Paul Ekman, un experto en el tema mundialmente reconocido y autor del bestseller
Cómo detectar mentiras
, enseña a esos padres cómo afrontar con eficacia la gran variedad de mentiras que cuentan los niños de todas las edades. Con este libro, descubrirá aspectos trascendentales de la cuestión, como cuáles son los motivos que llevan al niño a mentir, por qué unos niños mienten más que otros, cómo animar a su hijo a que diga la verdad, etc. Todo ello, por supuesto, explicado en un lenguaje accesible y de fácil comprensión, que convierte el texto en una lectura imprescindible para toda la familia.

Paul Ekman

Cómo detectar mentiras en los niños

Claves para fomentar la sinceridad de los niños

ePUB v1.1

Mezki
26.12.12

Título original:
Why kids lie

Paul Ekman, febrero-1991.

Traducción: Montse Ribas Casellas

Diseño/retoque portada: Maria José del Rey

Editor original: Mezki (v1.1)

Corrección de erratas: Othon_ot

ePub base v2.0

Para Eve

Que siga por la senda de la verdad

Agradecimientos

Las catedráticas Norma McCoy y Linda Camras, ambas psicólogas del desarrollo, y Robert Ornstein, psicólogo y escritor, leyeron con atención un primer borrador de este libro y me ofrecieron muchas sugerencias útiles. El catedrático John Yuille, psicólogo especializado en testimonios infantiles, y los doctores Henry Massie e Irving Philips, ambos psiquiatras infantiles, me dieron útiles opiniones sobre los dos últimos capítulos.

La catedrática Maureen O'Sullivan entrevistó conmigo a los niños con respecto a sus actitudes hacia la mentira y también me ofreció consejo sobre el libro. Mi buen amigo Robert Pickus, qué ha sido un modelo de cómo educar niños maravillosos, así como un mentor moral, me dio muchas ideas y apoyo. Perry Garfinkel fue un valioso editor, que afiló mi prosa y me instó a llenar algunos huecos que yo estaba intentando evitar.

Mi esposa Mary Ann me animó desde el principio a escribir este libro, fue una crítica aguda y contribuyó con dos importantes capítulos. Mi hijo Tom aceptó el reto de participar en este libro y escribió su propio capítulo, que me enseñó algunas cosas que desconocía.

Mi investigación sobre la mentira y la preparación de este libro fue posible gracias al premio Research Scientist Award otorgado por el Instituto Nacional de Salud Mental (MH 06092).

Introducción

EL ALTO RIESGO DE LAS MENTIRAS

«Mi hijo Billy me mintió y sólo tiene cinco años. ¿Es eso normal?»

«Sé que Joanne miente cuando me dice que no fuma marihuana, pero no puedo demostrarlo. ¿Qué debería hacer yo?»

«Michael miente constantemente. ¿Dejará de hacerlo cuando se vaya haciendo mayor?»

«Heather no me cuenta lo que hace en sus citas con los chicos.

Dice que no es asunto mío, pero ¿acaso no tengo derecho a saberlo? Sólo estoy intentando protegerla.»

«Cuando mi hija me miente, me preocupa pensar que puedo estar haciendo algo que la haga mentir.»

Éstas son preocupaciones comunes de todos los padres. Llegan a tener un fuerte impacto cuando alguien viene y te dice: «Mi hija se lo pasó estupendamente en la fiesta de tu hijo la semana pasada. Me dijo que tú y Mary Ann fuisteis unos vigilantes perfectos: ¡nadie os vio!».

Así es como supe que mi hijastro, Tom, entonces de trece años de edad, me había mentido. Al parecer había dado una fiesta una noche de verano en nuestra cabaña de Inverness, una comunidad rural a unos sesenta kilómetros costa arriba de nuestro hogar en San Francisco. Rápidamente asumí que la fiesta debió de haber ocurrido cuando tanto mi esposa, Mary Ann, como yo pasamos una noche en la ciudad por un tema de trabajo.

Tom sabía que en las fiestas tenía que haber algún adulto presente. Los padres de Inverness habían dejado muy claro este tema a sus hijos. Especialmente después de que hubiéramos descubierto que algunos niños habían estado bebiendo en una fiesta no vigilada el verano anterior. Queríamos evitar que se repitiera ese incidente.

Unas semanas antes yo había animado a Tom para que diera una fiesta. «Tu madre y yo nos haremos invisibles», le prometí. «Nos quedaremos en el estudio.» El estudio está a cuarenta y cinco metros de la cabaña, tras unos árboles. Tom había asentido distraídamente y se había olvidado del tema.

Cuando empecé a atar cabos, la madre que me había estado dando las gracias puso una cara inquisitiva. «Hubo una fiesta, ¿no?», preguntó, esperando que la tranquilizara. Francamente, yo estaba aturdido y desconcertado. «Oh sí», murmuré, y me marché. El dolor, la decepción y el enojo llegaron unos momentos después. Y, mucho después, apareció el sentido del humor.

Ahí estaba yo, supuestamente una de las principales autoridades mundiales sobre la detección de mentiras, y además en proceso de escribir un libro sobre los niños y las mentiras, nada más y nada menos, y ¡engañado por mi propio hijo! Pensé en lo tonto que les parecería a mis amigos. Me sentí avergonzado por mi desconcierto. Más tarde me sentí todavía más avergonzado por haber mentido a la madre cuando dejé que creyera que estaba al tanto de la fiesta.

Un año justo antes de este incidente había publicado
Telling Lies
[1]
, un estudio en profundidad sobre las mentiras de los adultos, basado en veinte años de investigación. Aunque Tom no había leído el libro, conocía mi experiencia y, de hecho, me veía con orgullo cuando yo aparecía en programas televisivos promocionando el libro. Sabía que soy un experto en detectar cuando alguien miente, leyendo las expresiones faciales, los gestos o los cambios de voz. Una vez comentó que sus amigos le habían dicho lo duro que debía de ser vivir con un padre capaz de detectar cualquier mentira. Querían saber si alguna vez había intentado colarme una mentira. Tom nos dijo que les había respondido que no valía la pena intentarlo.

Pero ahora, al parecer, sí había valido la pena. Me pregunté si acaso uno de sus motivos había sido comprobar su capacidad, para ver si el viejo era tan bueno como se decía. Después de todo, Tom estaba entrando en la adolescencia, un tiempo en que el chico o la chica necesita expresar su diferenciación de los padres. Es un viejo tema entre padres e hijos y madres e hijas.

La mentira de Tom puede que no parezca una infracción grave a la mayoría de padres. No obstante, incluso una mentira tan corriente provoca significativos interrogantes en la mente de un padre.

Aparte de no saber qué hacer con, para o a un niño que miente, muchos padres están confusos en cuanto a cómo reaccionar. Pasamos del enfado a la culpabilidad, de la negación a la responsabilidad, de querer castigar al niño a querer ignorar la mentira por completo.

Mary Ann y yo estábamos muy dolidos por la fiesta secreta de Tom. También estábamos conmocionados, no por la magnitud de la mentira, sino por sus implicaciones. Tom había sido siempre un niño en quien podíamos confiar. Solíamos presumir de que cuando decía que volvería a casa a las seis de la tarde, siempre lo hacía. Confiábamos en él implícitamente. No era propio de Tom mentir. ¿Por qué el cambio repentino?

Tras la conmoción y el enojo inicial, mis sentimientos de haber sido traicionado se convirtieron en decepción. Entonces empecé a culparme a mí mismo por la mentira de Tom. ¿Era culpa mía por darle demasiada responsabilidad, por dejar que un chico de trece años pasara la noche solo? ¿Acaso su engaño, tan bien planeado y puesto en práctica, significaba que había fracasado como padre? Pensé que debía de haber hecho algo malo, quizás un montón de cosas, para que mi hijo me engañara. Me llevó mucho rato separar su responsabilidad de la mía.

Al principio me tentó la posibilidad de atrapar a Tom. Nos había engañado a su madre y a mí, actuando a nuestras espaldas, y el deseo de devolverle la pelota era inmenso. Ahora tenía yo la sartén por el mango. Él todavía no sabía que yo lo sabía. Pensé en ponerle a prueba, para ver si me mentiría a la cara. Podría decirle: «Dime, Tom, ¿qué hiciste la noche del miércoles pasado cuando tu madre y yo nos quedamos en la ciudad?». Podía presionarle un poco más preguntando: «Tom, ¿había alguien más en casa el miércoles por la noche?». ¿Debería decirle todo lo que sabía para que no dijera más mentiras para salir del paso? Si no hubiera tenido el tema de los niños y de las mentiras tan en mente, quizás hubiera reaccionado de manera diferente. Probablemente habría actuado más desde el enojo que desde la razón, buscando vengarme antes que intentar reforzar en él la sinceridad.

Pero eso de «reforzar la sinceridad» se dice pronto. Existen muchas opciones, y uno no sabe nunca exactamente cuál de ellas producirá el mejor resultado.

Habían transcurrido sólo unos minutos desde que la madre había revelado, sin saberlo, el engaño de Tom. Sabía que Tom estaba por los alrededores, así que le busqué. Estaba en la bahía, haciendo rebotar piedras en el agua. Le llamé. «Estoy muy disgustado», dije. Podía sentir el calor en la cara y luché por mantener la calma. «Acabo de saber que diste una fiesta a nuestras espaldas y que me mentiste sobre ello.»

Se quedó atónito y el ver la culpa y el pánico en su cara acabó con mi enfado. De repente sentí pena por él y por mí, porque recordé en ese momento lo que se siente cuando tienes su edad y te atrapan en una mentira. «No quiero hablarte de ello esta noche», le dije con voz pausada. «Necesito tiempo para pensarlo, pero esto es muy grave. Quiero que lo pienses y que estés listo para explicar mañana por la mañana lo que hiciste y lo que crees que tu madre y yo deberíamos hacer al respecto.»

Sabía por experiencias pasadas que Tom es del tipo de chico que siempre se inventa los más duros y draconianos castigos por sus faltas, mucho peor que cualquiera que pudiéramos pensar su madre o yo. Pensé que sería bueno para él que se preocupara por ello y que tuviera en consideración lo que significaba. También me diaría tiempo a mí para pensarlo bien y estar más seguro de que no volvería a sentirme enojado.

A la mañana siguiente, después de hablarlo con mi esposa la noche anterior, le castigamos a no salir durante un mes, prohibiéndole que saliera por las noches o que se reuniera con sus amigos. Le dijimos que puesto que ya no podíamos confiar en él, no podíamos dejar que pasara la noche solo. Durante el resto del verano, siempre que yo tenía que pasar una noche en la ciudad, no le dejaba solo en la cabaña de Inverness. En su lugar, tenía que venirse conmigo en el coche a San Francisco y regresar a la manaña siguiente. Eso resultaba aburrido para él, pero lo peor vino en otoño, cuando Tom empezó a involucrarse en serio en la vida nocturna de los sábados en la ciudad. Antes, cuando teníamos previsto pasar el fin de semana en Inverness, siempre habíamos dejado que se quedara en la ciudad para acudir a una fiesta. Ahora ya no. Tenía que venir con nosotros y perderse la fiesta. Esta pérdida de libertad no era para castigarle; era simplemente la consecuencia de sus acciones. Naturalmente fue una lección importante para él, más importante que el castigo de no poder salir. Aprendió lo duro que es vivir con personas que no confían en ti. También resultó duro para nosotros.

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