Read Cómo leer y por qué Online

Authors: Harold Bloom

Tags: #Referencia, Ensayo

Cómo leer y por qué (10 page)

BOOK: Cómo leer y por qué
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XXV

Luego venía una extensión de cepas, antaño un bosque,

después pantano, se habría dicho, y ahora mera tierra

desesperada y exhausta; (¡así el idiota se complace

en hacer una cosa y estropearla, hasta que cambia

de humor y empieza de nuevo!) Dentro de un acre,

marjal, arcilla, escombros, arena y simple muerte negra.

XXVI

Tan pronto filas de manchas, coloridas o sombrías,

como parches donde alguna delgadez del suelo

rompía en musgo o una sustancia como abscesos;

venía luego un roble con parálisis y una hendedura

como una distorsionada boca cuyo borde se parte

en un jadeo moribundo, y muere al retraerse.

Aquello que somos, y que sólo nosotros podemos ver (reflexión Emersoniana ésta), impulsa al lector a encontrar en el Roland de Browning un buscador en tal estado de ruina que sería difícil descubrirle un equivalente literario. Durante la marcha por su infierno, Dante se cuida de evitar efectos tan atrozmente equívocos como «¡aj!/ el grito que oí parecía de un recién nacido» La rastra de la estrofa xxiv podría ser un instrumento de tortura, pero el lector se siente cada vez más escéptico. Al parecer, es el propio Roland quien quebranta y deforma todo cuanto ve y quien, en consecuencia, no consigue divisar el objeto de su búsqueda hasta que es demasiado tarde:

XXVII

¡Y siempre igualmente lejos de la meta!

¡Nada en la distancia salvo el crepúsculo, nada

que orientara mis pasos adelante! Mientras pensaba así,

un gran pájaro negro, amigo del alma de Apolión,

pasó volando, el ancha ala de dragón imperturbable,

y me rozó la gorra: tal vez el guía que buscaba.

XXVIII

Pues al alzar los ojos, no sé cómo, a pesar

de la penumbra, vi que todo alrededor la llanura

había dejado lugar a unas montañas — palabra ésta que agracia

a las feas alturas y peñascos que ahora me cerraban

la vista. ¡Cómo me sorprendieron! ¡Qué dilema!

Salir del cerco aquél no era cuestión más fácil.

XXIX

Pero a medias me pareció reconocer una artimaña

dañina que había sufrido, sabe cuándo Dios

en una pesadilla, acaso. Allí se terminaba, pues,

la posibilidad de avanzar por ese lado. Cuando, a punto ya

de abandonar, una vez más, se oyó un chasquido,

como cuando se cierra la trampa, ¡y uno está atrapado!

De ningún modo parece posible que ese gran pájaro negro sea amigo del alma del Apolión que en la Revelación de San Juan el Divino (9:11) es caracterizado como «ángel del abismo sin fondo». En toda la poesía inglesa conozco poquísimos efectos tan sublimemente perturbadores como los de las estrofas que cierran este poema de Browning:

XXX

La idea me abrasó de pronto: ¡Ese era el lugar!

Las dos colinas de la derecha se agachaban

como toros en lucha trabados por los cuernos; mientras

que a la izquierda, una alta montaña pelada… Necio,

caduco, ¡adormilado en el gran momento

tras prepararte toda una vida para la visión!

XXXI

¿Qué había en medio sino la Torre misma?

La redonda torreta baja, ciega cual corazón de tonto,

hecha de piedra castaña, sin parangón

en todo el mundo. Así el elfo burlón de la tormenta

señala al piloto el invisible risco contra el cual

da la nave sólo cuando ya han saltado las cuadernas.

XXXII

¿No ver? ¿Tal vez a causa de la noche? ¡Bien,

si es por eso, volvió el día! Antes de que se marchara,

el sol agonizante alumbró a través de una grieta:

las colinas, como gigantes de caza, barbilla en mano

miraban a la presa acorralada. — ¡Y ahora acabemos

de una vez! ¡A clavarle la espada hasta la empuñadura!

XXXIII

¿No oír? ¡Cuando había ruido por doquier! Crecía

como un repique de campana. En mis oídos, nombres

de todos los aventureros extraviados, pares míos.

—Qué fuerte había sido uno, y otro audaz, y otro

afortunado; sin embargo, desde hacía tanto, ¡todos

perdidos! ¡Todos! Dobló en un instante un dolor de años.

XXXIV

Allí se alzaban, en línea en las laderas, reunidos

para verme por postrera vez, ¡marco viviente para

un último retrato! En una cortina de llamas los vi

a todos y los reconocí. Y no obstante, sin arredrarme,

me llevé el cuerno a los labios y soplé.

Childe Roland a la Torre Oscura fue
.

Desde «La idea me abrasó» —al comienzo de la estrofa xxx— hasta «En una cortina de llamas los vi/ y a todos los reconocí», uno está con Roland en lo que William Butler Yeats habría de llamar el Estado del Fuego. Después de haberse preparado toda la vida entera para reconocer el lugar último de su juicio, uno sólo acierta a comprender dónde está cuando ya es demasiado tarde. ¿Qué o quién es el ogro con el cual se enfrenta ahora Roland? Este majestuoso poema nos dice que no hay ogro alguno; sólo está la Torre Oscura: «¿Qué había en medio sino la Torre misma?» Y la torre es una especie de perplejidad kafkiana o borgiana; no tiene ventanas («ciega cual corazón de tonto») y es por completo corriente y a la vez única. Si algo circunda a Roland en la Torre no son ogros, sino las sombras de sus precursores, la Banda de hermanos que emprendieron la búsqueda fatídica. Quizá sólo a medias consciente, Roland buscaba, no el mero fracaso, sino un enfrentamiento directo con todos los buscadores fracasados que lo precedieron. En el sombrío ocaso oye algo que parece el repique de una gran campana pero, magníficamente, reúne voluntad y coraje para lo que será su momento final. Desafiante, Roland hace sonar su cuerno (
slug-born
: en el siglo dieciocho, el jovencísimo poeta-falsificador Thomas Chatterton había escrito erróneamente
slogan
— «consigna» — para referirse a una trompeta), a la manera en que suena la «trompeta de una profecía» en las líneas finales de la «Oda al viento del oeste» de Shelley:

¡Lleva mis pensamientos muertos por el mundo

como hojas mustias para avivar un nuevo nacimiento!

Y, por el encanto de estos versos,

¡Esparce, como chispas y cenizas de una hoguera

inextinta, mis palabras entre la humanidad!

¡Sé por mis labios para la tierra que aún duerme

la trompeta de una profecía! Oh, Viento,

si el invierno llega, ¿puede tardar la primavera?

Después de «y soplé», Browning no pone dos puntos sino punto, lo cual, es evidente, indica que el concluyente «
Childe Rolanda la Torre Oscura fue
» no es el mensaje de la trompa. Visto que la idea le vino en una pesadilla, acaso ese final signifique que el poema es cíclico y Roland debe soportarlo todo una y otra vez. Pero yo no creo que el lector común lo tome así, y el lector común tiene razón. El mayor monólogo dramático de Browning no se resuelve en una desesperación cíclica; aunque nihilista y responsable de su ruina, en el enfrentamiento final con todos los predecesores que fracasaron en la Torre Oscura el buscador recupera el honor. No hay ningún ogro; sólo hay otros individuos y un yo entre ellos. En las cuatro últimas estrofas despunta un aire exultante, y esta gloria es tanto del lector entregado como de Childe Roland. Pese a la desesperanza y el cortejo suicida del fracaso, hemos renovado y aumentado nuestra personalidad. La profundidad del descenso que lleva a cabo el poema legitima su música final de triunfo.

3. WALT WHITMAN

Los monólogos dramáticos de Tennyson y Browning representan un modo mayor de la poesía, introspectivo y al cabo sin esperanza en nada excepto una personalidad fuerte con sus poderes de resistencia y desafío. Tanto «Ulises» como «Childe Roland a la Torre Oscura fue» están modelados por la tradición poética inglesa, desde el Hamlet de Shakespeare y el Satán de Milton hasta el romanticismo. Los dos grandes contemporáneos norteamericanos de Tennyson y Browning fueron Walt Whitman y Emily Dickinson, ambos originales y con una relación mucho más equívoca con la tradición inglesa. Si, como sostengo, una razón primordial para la lectura es el fortalecimiento de la propia personalidad, tanto Dickinson como Whitman son poetas esenciales. La religión norteamericana de la Confianza en Sí, invención crucial de Ralph Waldo Emerson, triunfa en ambos, aunque de formas asombrosamente diferentes. Emerson enseña la autoconfianza: no te busques fuera de ti mismo. El
Canto a mí mismo
de Walt Whitman es una consecuencia directa de esa exhortación. Más evasivamente, los poemas líricos de Emily Dickinson llevan la autoconfianza a un tono más alto de conciencia que el de cualquier otra poesía posterior a Shakespeare.

Como he apuntado ya, en Shakespeare la conciencia extraordinaria descuella en la facultad de oírse a sí mismo, por así decirlo, sin quererlo: tales los casos de Hamlet, Yago, Cleopatra o Próspero. Dickinson mantiene este atributo, pero con frecuencia Whitman intenta ir más allá. El choque de oírse a uno mismo consiste en que uno captura una inesperada otredad. Sobre todo en
Canto a mí mismo
, y en la elegía «Mientras crecía con el Océano de la Vida», Whitman divide su ser en tres: «yo», el «yo real» o «mí mismo» y el «alma». Esta cartografía psíquica es altamente original, y difícil de asimilar al modelo freudiano o a cualquier otro mapa de la mente. No obstante, es una de las razones fundamentales por las que debemos leer a Whitman, poeta sutil y matizado que en nada se ajusta a lo que suponen de él la mayoría de sus exégetas.

Aunque él se proclama poeta de la democracia, en su tono mejor y más característico Whitman es un poeta difícil, hermético y elitista. No es preciso que dudemos del amor que siente por los lectores que proyecta tener, pero a menudo su autorretrato es una persona, la máscara a través de la cual canta. No hay un único Walt Whitman real; con frecuencia el poeta (en tanto opuesto al hombre) es más autoerótico que homoerótico, y mucho más «el cantante solitario» que el celebrante de los humillados y ofendidos (aunque también se preocupa por ser esto). No quiero sugerir que Whitman es un prestidigitador, sino que aquello que da, su sentido de los panoramas democráticos, a veces lo retira: su arte es una lanzadera. Pero siempre hay una riqueza: entre los poetas norteamericanos, sólo Dickinson y él manifiestan la «florabundancia» que más tarde imitaría Wallace Stevens.

Como mejor conocemos (o creemos conocer) a Whitman es bajo la identidad de «Walt Whitman, uno de los rudos, un americano», pero ese personaje o máscara es el bardo de
Canto a mí mismo
. Whitman hilaba mucho más fino; aunque diga otra cosa, es un poeta de una dificultad sorprendente. Puede que su obra parezca fácil, pero es delicada y evasiva
[7]
.

Vienen a mí los días y las noches y vuelven a marcharse

pero no son el Mí mismo.

Aparte del empujón y el tironeo está lo que yo soy,

divertido, complaciente, compasivo, ocioso, unitario,

que mira desde arriba, erguido, o inclina un brazo en descanso impalpable

para observar curioso qué vendrá a continuación, con la cabeza ladeada,

a la vez en el juego y fuera de él, y mirando y asombrado.

Tan lleno de gracia como solitario, este encantador «mí mismo» está en paz, aunque una pizca receloso de posibles intrusiones. Whitman empieza
Canto a mi mismo
con un abrazo, más gimnosófico que homoerótico, entre su ser exterior y su alma, que en gran medida parece ser para él un enigma pero puede considerarse como carácter o
ethos
en contraste con la personalidad o la tosca identidad «masculina». Claro que el yo real o «mí mismo» sólo puede mantener con el alma whitmaniana una relación negativa:

Creo en ti, mi alma, el otro que soy no se rebajará ante ti

y tu no te rebajarás ante él.

El sujeto de «creo» es el «yo» de
Canto a mí mismo
o personalidad poética de Whitman. El «otro que soy» es el «mí mismo»: su personalidad verdadera, interior. Whitman teme que puede haber humillación mutua entre el personaje y su propio yo, en apariencia sólo capaces de entablar un vínculo amo — esclavo, sadomasoquista y al cabo destructivo para ambos. Al lector le cabe inferir que «Walt Whitman, uno de los rudos, un americano», nace para impedir una tan segura destrucción mutua. Whitman conoce muy bien a su persona poética, ya que (según Vico) sólo conocemos aquello que hemos hecho nosotros mismos. También conoce a su yo interior o «yo real», pasmosamente bien si pensamos cuan pocos poseen ese conocimiento. Lo que Whitman apenas si conoce es eso que llama «mi alma»; «reer en» no significa conocer sino dar un salto de fe. El alma whitmaniana, de modo similar al alma de Norteamérica, es un enigma y, pese al armonioso abrazo que abre
Canto a mí mismo
, el lector nunca siente que Whitman esté cómodo con ella. Llegamos a pensar que el «mí mismo» es la parte mejor y más antigua de Whitman —que se remonta a antes de la Creación—, mientras que el alma pertenece a la naturaleza, o es el elemento desconocido de la naturaleza. Leyendo a Whitman aprendemos explícitamente lo que muchos norteamericanos parecen saber de manera implícita: que el alma norteamericana no se siente libre a menos que esté sola, o «sola con Jesús», como dicen nuestros evangelistas. Whitman, que era su propio Cristo, compartía sin embargo ese impulso del alma de su país y lo transformó en el que acaso sea el mayor de sus muchos y variados poderes: una fuerza que, al unísono con su alma, desafía la naturaleza.

Tremenda y deslumbrante, qué pronto me mataría la aurora

si yo no fuera capaz, ahora y siempre, de que de mí naciera la aurora.

Nosotros también ascendemos, tremendos y deslumbrantes como el sol,

formamos nuestra propia aurora, oh mi alma, en la paz y la frescura del alba.

El movimiento desde el yo (el personaje Walt Whitman) al nosotros, mí mismo y alma juntos, es el triunfo de este amanecer sublime. Supremo escritor norteamericano (más grande aún que Emily Dickinson y Henry James), Whitman trasciende la limitación de considerar que su alma es incognoscible. Lo que se juega entre la naturaleza y él es el dominio, y aquí el resultado favorece al poeta. La indicación de cómo leer este pasaje debería hacer hincapié en la audacia del «ahora y siempre», una declaración inusitadamente titánica de autoconfianza. Ahora y siempre, la pregunta «¿Cómo leer?» me resulta cada vez más cautivante. Una lectura paciente y profunda de
Canto a mí mismo
nos ayuda a entrar en la verdad de que «el qué es incognoscible». Un niño le pregunta a Whitman: ¿Qué es la hierba? y el poeta no puede responder. «Yo tampoco lo sé», dice. Con todo, el no — saber estimula al poeta para lanzarse a una maravillosa serie de símiles:

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