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Authors: Harold Bloom

Tags: #Referencia, Ensayo

Cómo leer y por qué (11 page)

BOOK: Cómo leer y por qué
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Sospecho que es la bandera de mi carácter tejida con

esperanzada tela verde.

O el pañuelo de Dios,

una prenda fragante dejada caer a propósito,

con el nombre del dueño en alguna punta, para que

lo veamos y lo notemos y nos preguntemos,
¿de quién
?

O sospecho que la hierba misma es un niño, el recién nacido de la tierra.

O un jeroglífico uniforme

que significa: crezco por igual en las regiones vastas y en las estrechas,

crezco por igual entre los negros y los blancos,

canadiense, piel roja, senador, inmigrante, a todos

me entrego y a todos los recibo.

Y ahora se me figura que es la cabellera suelta y hermosa de las tumbas.

Te usaré con ternura, hierba curva.

Acaso hayas brotado del pecho de los jóvenes,

acaso, si estuvieran aquí, yo los amaría,

acaso hayas brotado de los ancianos, o de niños arrancados

del regazo de la madre,

y ahora eres el regazo de la madre.

Esta hierba es demasiado oscura para haber brotado

de los cabellos blancos de las madres ancianas,

más oscura que las descoloridas barbas de los ancianos,

demasiado oscura para haber brotado de sus ásperos paladares.

«La bandera de mi carácter tejida con esperanzada tela verde» lleva a pensar que el verdor lozano es un emblema de lo que Ralph Waldo Emerson había designado como «lo Nuevo»: una afluencia trascendente de energía espiritual fresca. Para Whitman, «lo Nuevo» emerge del abrazo simbólico entre el yo que se da por sentado y el alma desconocida, abrazo con que se abre el poema y la obra de la vida. La relación que mantiene con el alma es esperanzada pero, a la manera epicúrea, consciente de sus límites. El enigmático título
Hojas de hierba
combina la hoja, metáfora central de la poesía de Occidente, aceptación homérica de la brevedad de la vida individual, con la imagen —proveniente de Isaías y los Salmos— de que toda carne, como la hierba, dura dolorosamente poco. No obstante, trasciende los sombríos presentimientos de mortalidad para convertirse en afirmación de una sustancia que hay en nosotros y prevalece. «Y son innumerables las hojas erguidas o dobladas en los campos», escribe Whitman poco antes de la serie de sospechas en torno a qué puede ser la hierba. El inmenso encanto de «el pañuelo de Dios, / una prenda fragante dejada caer a propósito» deja paso a visiones de la hierba misma como niña, como uniforme jeroglífico que disuelve las diferencias sociales y raciales, y a la espléndida —pero Homérica— originalidad del «Y ahora se me figura que es la cabellera suelta y hermosa de las tumbas».

De la más surrealista de las transmutaciones de la hierba («Esta hierba es demasiado oscura para haber brotado/ de los cabellos blancos de las madres ancianas») surge un estilo que prefigura el de Hemingway. Necesitamos leer a Whitman por la conmoción de perspectivas nuevas que nos proporciona, pero también porque sigue profetizando los enigmas no resueltos de la conciencia norteamericana. Y un mundo que se vuelve cada vez más norteamericano también necesita leerlo, no sólo para comprendernos sino para entender mejor en qué se está convirtiendo.

4. DICKINSON, BRONTE, BALADAS POPULARES Y «TOM O’BEDLAM»

En muchos de sus poemas más fuertes, Emily Dickinson —que socialmente pertenecía a la tradición aristocrática— rompe en buena medida con la continuidad del pensamiento y la cultura occidental. En esto se diferencia del mayor de sus contemporáneos, Whitman, que seguía a su mentor Emerson e innovó sobre todo en la forma y la actitud poética. Como Shakespeare y como William Blake, Dickinson lo pensó todo de nuevo por sí misma. Hay que leer a Dickinson preparados para luchar con su originalidad cognitiva. La recompensa es única, porque Dickinson nos educa para pensar con más sutileza y con más conciencia sobre lo difícil que es romper con las respuestas convencionales que nos han inculcado.

Tan original es Dickinson que categorizarla con precisión es casi tan difícil como categorizar a Shakespeare. ¿Son ambos poetas cristianos o nihilistas? Shakespeare se encuentra escondido en sus personajes, y parece cuidarse muy bien de que nunca sepamos siquiera si Hamlet o Falstaff hablan por él, o únicamente para él. ¿Cuáles entre los centenares de poemas fuertes de Dickinson representan en particular esa conciencia ágil y vivaz? Sus cartas no permiten responderlo (como tampoco ayudan a descifrar su psicosexualidad), porque, antes que cartas en el sentido ordinario, son poemas en prosa tan astutamente escritos como los poemas.

El Cristo de la Resurrección y el Cristo de la Redención significaban muy poco para Dickinson; sin embargo le eran muy cercanos los sufrimientos de Cristo, y más cercana cualquier sugerencia de un posible triunfo sobre el sufrimiento, porque el sufrimiento era uno de sus modos primarios. Embebida de la Biblia pero nunca cristiana formal, Dickinson podía referirse a sí misma como «Emperatriz del Calvario» y «Esposa del Espíritu Santo». Son metáforas ambiguas, y en gran medida forman parte del mito personal que ella insistió en vivir, sobre todo en sus años finales. Leía la Biblia casi tanto como leía a Shakespeare y a Dickens, en búsqueda de personajes que pudiera incorporar a su propio drama. Dickinson es una ironista tan formidable que ninguna parte de ese relato se puede interpretar al pie de la letra. Contamos con datos biográficos suficientes para comprender que el de Dickinson es un drama de pérdida erótica: acaso la pérdida de Charles Wadsworth, y la de su cuñada Susan, y más probablemente las de Samuel Bowles y el juez Otis Phillips Lord. Sin embargo, hasta la pérdida erótica es transformada en imágenes poéticas. De todos los tesoros de la desposesión humana que escribió Dickinson, el que más me hechiza es el poema 1260:

Porque vas a marcharte

para no regresar más

y aunque yo, absoluta,

tu Huella pueda ignorar.

Porque esa Muerte es final

por más que antes esté,

quede este instante en suspenso

por encima de la Mortalidad.

Signo de que cada uno ha vivido

para detectar a ese otro

hallazgo que ni el mismo Dios

podría ahora aniquilar

Eternidad, Presunción

el instante en que percibo

que tu, que eras la Existencia,

te olvidaste de vivir.

La «Vida que es» habrá sido

cosa que yo no conocí

un Paraíso ficticio

hasta llegar al Reino de ti.

Para mí Residencia tan simple

la «Vida que ha de ser»,

salvo si reconozco en el tuyo

el rostro de mi Redentor.

Quién duda de la Inmortalidad.

La intercambie Él por mí

Privada por tu oscura Faz

de todo excepto del Él.

De Cielo e Infierno cedo también

el derecho a censurar

a quien cambie el del alto Amigo

por este Rostro inferior.

Si «Dios es amor», como él supone

pensamos que no hay que dudar,

porque es un «Dios celoso»,

como dice él con toda seguridad.

Si «todo es posible» con él

como concede además

los Dioses que nos confiscaron

nos restituirá al final.

No sabemos si el ejemplo particular de «los Dioses que nos confiscaron» es el juez Lord, pero cualquiera de nosotros sentirá que se avergüenza cuando lee: «… tú, que eras la Existencia, / te olvidaste de vivir». Puede que «absoluta» en este caso signifique «perfecta», es decir «no mezclada» y por lo tanto «completa». Este fiero poema resuena en la mente como algo muy propio de Dickinson: fuerte, inflexible, marchando a la sola música del alma. El que había de ser su amado va a morir, y ella lo llama en el instante del poema, para que permanezca «en suspenso/ por encima de la Mortalidad». La querella no es con la muerte ni con Dios, sino al principio con el amado que parte y luego con toda la sabiduría tradicional sobre el consuelo de la privación. Tal vez la lectora o el lector que se recite el poema en voz alta adquiera algo de la fuerza sobrenatural de Dickinson, que en parte es un reto a los consuelos prematuros. Con todo, las mayores potencias de estos versos radican en una extraordinaria autoconfianza, rasgo en el cual Dickinson rivaliza con Whitman y con el precursor común de ambos, Ralph Waldo Emerson. Suerte de himno, el poema 1260 transcurre por sus diez cuartetas con un culminado sentido de lo que el amor ha descubierto, más allá incluso del poder de un Dios que aniquila.

El mejor análogo de la apasionada autoridad de Dickinson está en el perdurable puñado de poemas escritos por Emily Bronté, la visionaria de
Cumbres Borrascosas
:

A menudo rechazada, pero siempre de regreso

a los sentimientos primeros que nacieron conmigo,

y dejando la caza afanosa de riqueza y de saber

por sueños ociosos e imposibles que abrigo:

hoy no buscaré la región de la penumbra;

lúgubre se consume su frágil vastedad;

y las visiones alzadas, legión tras legión,

acercan misteriosamente el mundo irreal.

Andaré, pero no tras heroicas huellas

ni por los senderos de la moral empinada,

ni entre rostros casi indiscernibles,

formas brumosas de una historia pasada.

Iré por donde me lleve mi naturaleza,

me irritaría que me guiase otro cualquiera,

adonde grises rebaños pacen entre helechos,

adonde el viento indómito sopla en las laderas.

¿Qué revelan estos montes solos que valga la pena?

No alcanzo a decir cuánta gloria y desconsuelo:

la tierra que mueve a sentir a un corazón humano

puede contener los mundos del Cielo y el Infierno.

En lo esencial, éste es el mismo cosmos visionario de Cielo e Infierno que encontramos en
Cumbres borrascosas
, donde Heathcliff y la primera Catherine comparten, en la infancia, «los sentimientos primeros», un mundo al mismo tiempo «irreal» y más rico que cualquier realidad social. Sutilmente, Emily Bronté elige un tercer dominio, ni la «caza afanosa» que la rechaza ni esa «región de la penumbra» de una «frágil vastedad». Lo que elige es andar, con un impulso silvestre, «por donde me lleve mi naturaleza»: algo que no es ni social ni puramente visionario, sino que es enteramente propio. Sus «strofas» son difíciles porque no recorren ni el camino de Wuthering Heights ni el de Thrushcross Grange, los lugares opuestos de su novela. Sólo le concierne «un corazón humano», el suyo, receptáculo de la revelación, no de un credo, sino de esos «montes solos». La imagen final, osada y vitalísima, saluda el paisaje norteño de Bronté, que para su espíritu creativo contiene las antinomias del cielo y el infierno. A la vez tan antinómicas y tan confiadas en sí mismas como las del poema 1260 de Dickinson, las estrofas de Bronté sugieren una libertad aún más solitaria, ya que, mientras Dickinson conmemora la pérdida erótica, el romance de Bronté es totalmente visionario. El estado de alma que ambas comparten apasionadamente es la soledad.

El mundo de
Cumbres borrascosas
y el de los poemas líricos de Emily Bronté tienen mucho en común con el de las baladas populares inglesas y escocesas —la exuberancia creativa de una libertad salvaje, en primer lugar—, aunque los efectos de las baladas populares son todavía más dramáticos y abruptos. Breves poemas narrativos, siempre anónimos, las baladas existen en todas las naciones y con frecuencia han pasado de una a otra. Vienen de la Baja Edad Media y en diversas épocas fueron repetidas por cantantes de historias, pero nadie las transcribió hasta el siglo dieciocho. Lo que tenemos es un cuerpo de poesía compuesto aproximadamente entre 1200 y 1700, sin duda muy revisado en el transcurso. Puesto que se encuentran entre los mejores poemas de la lengua inglesa, son una enorme recompensa para la lectura, tanto en sí mismas como porque fueron imitadas por William Blake, Robert Burns, William Wordsworth, Samuel Taylor Coleridge y John Keats, más tarde por D. G. Rossetti, William Morris y A. C. Swinburne y en el período moderno por Housman, Kipling y Yeats.

La mayoría de nosotros tiene sus baladas favoritas; la que yo quiero más es «Sir Patrick Spence».

El rey está en Dunferline

bebiendo un vino encarnado:

¿Dónde encontraré un marino

que sepa pilotar mi barco?

Sentado del rey a la diestra

levántase a hablar un anciano:

es Sir Patrick Spence el mejor

que el mar haya navegado.

El rey ha escrito una carta

que al final lleva su emblema;

y Patrick Spence la recibe

mientras anda por la arena.

A la primera línea que lee

Sir Patrick da una risotada;

a la siguiente línea que lee

de los ojos le caen lágrimas.

«Oh, ¿quién me ha hecho esto?

¿Quién me ha hecho esta maldad:

en esta estación mandarme

a echar las velas al mar?

Deprisa, mis nobles, deprisa,

nuestro barco zarpa al alba.

«Querido señor, desiste,

que temo una atroz borrasca.

Vi anoche la luna nueva

llevando la vieja en brazos;

y temo, mi señor, temo

que suframos un gran daño».

Los escoceses se negaban

a mojarse los tacones;

mas todos jugaron el juego

y sólo sombreros nadaron.

Mucho esperaron sus dueñas

con el abanico en mano

sin ver a Sir Patrick Spence

a esas costas regresando.

Largo estuvieron las damas

peine de oro en los cabellos

esperando a sus señores

y no volvieron a verlos.

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