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Authors: Harold Bloom

Tags: #Referencia, Ensayo

Cómo leer y por qué (4 page)

BOOK: Cómo leer y por qué
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El lector puede reflexionar sobre la sutil transición en la alegría del estudiante: de la cadena temporal de la verdad y la belleza al vislumbre de una felicidad personal no imposible por parte de un joven de veintidós años. Estamos en Viernes Santo, y el cuento-dentro-del-cuento es el de Jesús y Simón-Pedro; sin embargo en ningún caso el regocijo tiene traza alguna de piedad auténtica ni de salvación. Chéjov, el más sutil psicólogo dramático que ha existido desde Shakespeare, ha escrito una lírica sombría sobre el sufrimiento y el cambio. Y Jesús sólo está allí como representación suprema del sufrimiento y el cambio, una representación que (en su peligrosa época) Shakespeare eludió invariable y sagazmente.

¿Por qué Chéjov prefería este cuento a docenas de otros que muchos de sus admiradores consideran mucho más decisivos y vitales? Carezco de una respuesta clara, pero creo que debemos cavilar sobre la pregunta. Salvo lo que ocurre en la mente del protagonista, no hay en «El estudiante» nada que no sea atrozmente lóbrego. Si algo parece haber conmovido a Chéjov es la irrupción ilógica de la dicha impersonal y la esperanza personal en medio del frío y la miseria, así como las lágrimas de la traición.

Entre mis cuentos favoritos de Chéjov figura uno tardío, «La dama del perrito», que en general se considera como uno de los mejores que escribió. A Gurov, un hombre casado que se encuentra de vacaciones en Yalta —el balneario marino— lo impresiona el encuentro con una hermosa joven siempre acompañada de un pomerania blanco. Mujeriego inveterado, Gurov empieza una aventura con la dama, Anna Serguéievna, quien a su vez está infelizmente casada. Ella parte, insistiendo en que el adiós debe ser para siempre. Experto como es en amores, Gurov acepta el hecho con alivio otoñal y vuelve a Moscú, a su mujer y sus hijos, sólo para encontrarse poseído y sufriente. ¿Se ha enamorado, presumiblemente por primera vez? No lo sabe; y como tampoco lo sabe Chéjov, no lo podemos saber nosotros. Pero sin duda Gurov está obsesionado, y por lo tanto viaja a la ciudad de provincia en donde vive Anna Serguéievna y la busca durante una salida a la ópera. Angustiada, ella lo apremia a marcharse de inmediato, prometiendo que lo visitará en Moscú.

Repetidos cada dos o tres meses, los encuentros de Moscú pronto se vuelven una tradición, placentera por demás para Gurov pero muy poco para la siempre llorosa Anna Serguéievna. Hasta que al fin, viéndose de improviso en un espejo, Gurov nota que está encaneciendo y a la vez se da cuenta del incesante dilema en el que se encuentra, y que interpreta como ese enamoramiento tardío. ¿Qué se debe hacer? Gurov siente a un tiempo que su amada y él están al borde de una vida nueva y bella, y que aún falta mucho para que la relación se termine, que la parte más dura del trabajo mutuo apenas ha empezado.

Esto es todo lo que nos da Chéjov, pero las reverberaciones continúan aun después de esta conclusión que no concluye nada. Gurov y Anna Serguéievna han cambiado, está claro, aunque no necesariamente para mejor. Nada de lo que alguno de los dos pueda hacer por el otro tendrá un carácter redentorio; ¿qué es entonces lo que redime a la historia de su anquilosamiento mundano? ¿Cómo se diferencia de todos los relatos de adulterio desdichado?

No por el interés que nos causan Gurov y Anna, como debería inferir cualquier lector; ellos no tienen nada de notable. Él es un mujeriego más y ella una de tantas mujeres que lloran. En ninguna otra obra es el arte de Chéjov tan misterioso como en ésta, en donde aparece palpable pero difícilmente definible. Sin duda Anna está enamorada, aunque Gurov no es un objeto muy digno. Ignoramos cómo evaluar exactamente a esa mujer plañidera. Chéjov presenta con tal desapego lo que sucede entre los amantes, que no carecemos ya de información sino de juicio, incluido el nuestro. Porque el cuento es raramente lacónico en su universalidad. ¿De veras cree Gurov que finalmente se ha enamorado? Ni él ni el lector cuentan con pista alguna, y si Chéjov la tiene, se niega a revelarla. Como en Shakespeare, donde Hamlet nos dice que ama y no sabemos si creerle, no nos sentimos tentados a confiar en Gurov cuando dice que esto es algo auténtico. Si Anna se queja amargamente de que el suyo es un «amor secreto y oscuro» (para usar la gran frase de «La rosa enferma», de William Blake), Gurov parece solazarse en la vida secreta que, le parece, devela su verdadera esencia. Es un banquero, e indudablemente muchos banqueros tienen esencias verdaderas; pero Gurov no es uno de ellos. El lector puede dar crédito a las lágrimas de Anna, pero no a lo que Gurov exclama («¿Cómo? ¿Cómo? ¿Cómo?») mientras se agarra la cabeza. El Chéjov enamorado dibujó la parodia de sí mismo en el Trigorin de
La gaviota
, y sugiero que Gurov es una autoparodia más transparente. Aunque Gurov no nos gusta demasiado, y querríamos que Anna parase de llorar, no podemos arrojar su historia a un lado porque es nuestra historia.

Gorki dice de Chéjov que «era capaz de revelar el humor trágico presente en el tenue mar de la banalidad». Suena ingenuo, y sin embargo el mayor poder de Chéjov reside en darnos la impresión, mientras leemos, de que allí está al fin la verdad sobre la constante mezcla de infelicidad banal y alegría trágica que impregna la vida humana. En materia de alegría trágica la autoridad para Chéjov (y para nosotros) era Shakespeare, pero en Shakespeare no aparece lo banal, ni siquiera cuando escribe parodia o farsa.

3. GUY DE MAUPASSANT

Chéjov aprendió de Maupassant cómo representar la banalidad. Éste, que lo había aprendido todo, incluido eso, de su maestro Flaubert, casi nunca iguala el genio cuentístico de Chéjov o Turguéniev. Lev Shestov, sobresaliente pensador religioso ruso de comienzos del siglo veinte, lo expresó con fuerza considerable:

El maravilloso arte de Chéjov no ha muerto; ese arte para matar con un mero toque, un aliento, una mirada, todo aquello por lo cual los hombres viven y de donde obtienen su orgullo. En este arte se perfeccionaba de continuo, y en él logró un virtuosismo inalcanzable para cualquiera de sus rivales de la literatura europea. A menudo Maupassant tenía que realizar ingentes esfuerzos para batir a su víctima. A menudo la víctima se le escapaba, quebrada y maltrecha, es cierto, pero con vida. En manos de Chéjov nada escapaba a la muerte.

Aunque es una visión muy negra y a ningún lector ni lectora le gusta pensarse como víctima de un escritor, Shestov valora certeramente a Maupassant frente a Chéjov, muy a la manera en que se podría valorar a Marlowe frente a Shakespeare. No obstante, Maupassant es el mejor de los cuentistas realmente «populares», vastamente superior a O. Henry (que podía ser muy bueno) y muy preferible al abominable Poe. Ser un artista de lo popular es en sí un logro extraordinario; en los Estados Unidos hoy no tenemos nada parecido.

Puede que Chéjov parezca simple, pero es siempre profundamente sutil. Muchas de las simplicidades de Maupassant no son sino lo que parecen ser, pero no por eso son superficiales. Maupassant había aprendido de su maestro Flaubert que «el talento es una prolongada paciencia» para ver lo que otros tienden a pasar por alto. Que Maupassant pueda hacernos ver algo que sin él nos habríamos perdido es para mí muy dudoso. Para eso se requiere el genio de Shakespeare o de Chéjov. Está además el problema de que Maupassant, como tantos escritores de ficción del siglo diecinueve y comienzos del veinte, lo veía todo a través de la lente de Arthur Schopenhauer, filósofo de la voluntad de vivir. Yo tan pronto usaría gafas Schopenhauer como gafas Freud: ambas agrandan y ambas distorsionan casi en la misma medida. Pero soy un crítico literario, no un escritor de cuentos, y cuando Maupassant contemplaba los caprichos del deseo humano más le habría valido descartar las gafas filosóficas.

En sus mejores momentos es espléndidamente legible, trátese del patetismo humorístico de «La casa Tellier» o de un cuento de terror como «El Horla», de los cuales me ocuparé aquí. Frank O’Connor insistía en que, comparados con los de Turguéniev o Chéjov, los cuentos de Maupassant no eran satisfactorios; pero claro que pocos cuentistas pueden rivalizar con los dos maestros rusos. Lo que O’Connor objetaba, en verdad, era que en Maupassant «el acto sexual en sí deviene una forma de asesinato». El lector que acabe de disfrutar de «La casa Tellier» no estará muy de acuerdo. Flaubert, que no vivió para escribirla, deseaba situar su última novela en un burdel de provincias, cosa que su hijo ya había hecho en este robusto relato. Parte del auténtico encanto de «La casa Tellier» consiste en que allí todo el mundo es benigno y afable. Madame Tellier, una respetable campesina normanda, administra su establecimiento como se podría administrar una posada y hasta un internado de señoritas. Maupassant describe con afecto y nitidez a las cinco trabajadoras del sexo (como algunos las llaman ahora) que Madame Tellier tiene a su mando y hace hincapié en la paz que mantiene en la casa gracias a su talento y su buen humor incesante.

Un atardecer de mayo nos encontramos con todos los clientes de mal humor porque el local aparece engalanado por un anuncio:
CERRADO POR PRIMERA COMUNIÓN
. La dueña y su plantel han marchado al evento de marras, cuya celebrante es la sobrina y ahijada de Madame. La Primera Comunión se transforma en un acontecimiento extraordinario cuando el llanto prolongado de las prostitutas, impulsada cada cual a recordar su infancia, se vuelve tan contagioso que arrastra a la grey entera a un éxtasis de lágrimas. El cura proclama que ha descendido el Santo Cristo y agradece en particular a las visitantes, Madame Tellier y su equipo.

Tras un bullicioso viaje de vuelta al establecimiento, Madame y las damas reanudan las habituales tareas vespertinas, que no obstante llevan a cabo con ímpetu no rutinario y de muy buen ánimo. «No todos los días tenemos algo que celebrar», comenta Madame Tellier cerrando el cuento, y sólo un lector sin alegría declinará celebrar con ella. Al menos por una vez el discípulo de Schopenhauer ha roto con la reflexión sombría sobre las íntimas relaciones entre el sexo y la muerte.

En el cuento es difícil resistir la exuberancia, y Maupassant nunca escribe con más entusiasmo que en «La casa Tellier». En este relato de Normandía hay calidez, risas, sorpresa y hasta una especie de intuición espiritual. El éxtasis Pentecostal que incendia a la congregación es tan genuino como el llanto de las prostitutas que obra como chispa. La ironía de Maupassant es marcadamente más benévola (aunque menos sutil) que la de su maestro Flaubert. Y el cuento es licencioso, no lascivo, en el espíritu de Shakespeare; agranda la vida y no disminuye a nadie.

Maupassant acabó su vida muy mal; con menos de treinta años ya era sifilítico. A los treinta y nueve la enfermedad le afectó la mente, y tras un intento de suicidio pasó los últimos años en un manicomio. El cuento de terror más inquietante que escribió, «El Horla», tiene una relación compleja y ambigua con la enfermedad y sus consecuencias. El innominado protagonista podría ser un sifilítico en trance de enloquecer, aunque nada de lo que narra Maupassant nos permite inferirlo. Relato en primera persona, «El Horla» nos da una cantidad de claves que excede la posibilidad de interpretación: no podemos entender al narrador ni confiar en sus impresiones, de las que recibimos escasa o ninguna verificación independiente.

El cuento se abre con el narrador —un próspero joven normando— que nos convence de su felicidad en una hermosa mañana de mayo. Ve pasar frente a su casa un magnífico barco brasileño de tres palos y lo saluda. Evidentemente el ademán convoca al Horla, ser invisible que —nos enteramos después— viene asolando a Brasil con una epidemia de posesión demoníaca y subsiguiente locura. Queda claro que los Horlas son primos refinados de los vampiros: beben leche y agua y consumen la vitalidad a los durmientes sin chuparles la sangre. Sea lo que sea lo que ha sucedido en Brasil, somos libres de dudar de lo que ocurre en Normandía. Para destruir a su Horla nuestro narrador acaba prendiendo fuego a su casa, aunque olvida avisar a los criados, que arden con el edificio. Cuando advierte que su Horla continúa vivo, concluye por decirnos que tendrá que matarse.

Claramente se trata de un Horla
suyo
, haya o no hecho el viaje de Brasil a Normandía. El Horla es la locura del narrador, y no sólo la causa de esa locura. ¿Ha escrito Maupassant la historia de lo que significa ser presa de la sífilis? En cierto punto el doliente mira el espejo y no se ve reflejado. Luego se divisa al fondo, envuelto en una niebla. La niebla se retira, y cuando logra verse por completo, refiriéndose a la nube o agente bloqueador grita: «¡Lo he visto!»

El narrador dice que el advenimiento del Horla señala el fin del reinado del hombre. Magnetismo, hipnosis y sugestión son aspectos de la voluntad del Horla. «Ha llegado», exclama la víctima, y de pronto el intruso le grita su nombre al oído: «¡Ha llegado… el Horla!» El nombre de Horla es un invento de Maupassant: ¿tal vez un juego irónico con la palabra inglesa whore (puta)? Parece un poco remoto, a menos que la enfermedad venérea de Maupassant sea el centro oculto del relato.

El cuento de terror es un género amplio y fascinante. Maupassant descolló en él, aunque nunca tan poderosamente como en «El Horla». En cierto nivel, creo, la razón es que estaba vaticinando su propia locura y su (intento de) suicidio. Maupassant no es un cuentista tan eminente como Turguéniev, Chéjov, Henry James o Hemingway, pero tiene bien merecida su inmensa popularidad. Alguien que creó tanto el éxtasis afable de «La casa Tellier» como el convincente espanto de «El Horla» es un maestro permanente del relato corto. ¿Por qué leer a Maupassant? En sus mejores momentos, lo atrapará a uno como pueden hacerlo muy pocos. Uno recibirá mucho de lo que da su voz narrativa. No es la abundancia de Dios, pero complace a muchos y sirve de introducción a los difíciles placeres de narradores más sutiles.

4. ERNEST HEMINGWAY

Los mejores cuentos de Hemingway sobrepasan incluso a
Fiesta
, la única novela suya que hoy parece algo más que una pieza de época. Cierta vez Wallace Stevens, el poeta más fuerte de la vanguardia norteamericana, definió a Hemingway como «el más significativo de los poetas vivos en cuestiones de realidad extraordinaria». Por «poeta» Stevens se refiere aquí al sobresaliente estilista que es Hemingway en sus cuentos, y por «realidad extraordinaria» al dominio poético en donde «la conciencia ocupa el lugar de la imaginación». A este alto elogio se hacen acreedores los duraderos logros de Hemingway en el cuento: alrededor de quince obras maestras fáciles de parodiar (el propio Hemingway lo hizo más de una vez) pero inmunes al olvido.

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