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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

Con ánimo de ofender (26 page)

BOOK: Con ánimo de ofender
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Pero los tiempos son otros. En España, por fortuna, nadie necesita ya empalmar la churi para nada que no sea cortar rodajas de chorizo. Por desgracia, la navaja se ha convertido ahora en protagonista de lances cobardes, de horror gratuito, estúpido, a la puerta de discotecas o estadios de fútbol. Por eso periódicamente se levantan voces pidiendo que se prohíba su venta. Niñatos de mierda, chulos de discoteca, zumbados de coca, pastilla y cubalibre, perros chusmosos con cerebros de a medio gramo, tiran de ella con una inconsciencia y una facilidad que da escalofríos. De pronto, en mitad de una discusión boba por una plaza de aparcamiento o por la entrada a un local, en mitad de la jarana alguien se lleva la mano a los riñones y la retira estupefacto, manchada de sangre.

Así, la navaja se ha convertido en triste símbolo de lo más turbio y cobarde que la escoria de este país tiene en los genes. No hay justificación que valga para quien lleva por la calle una navaja en el bolsillo, porque eso sólo indica disposición a clavarla en el prójimo. Por eso los jueces, tan rigurosos ellos a la hora de colocarle dos años al que se lleva a casa un jilguero o a un toxicómano que roba tres talegos para darse un pico, deberían ser inflexibles con cualquier imbécil o criminal a quien se le encuentre una navaja encima. Ya sé que la ley no es muy dura al respecto. Pero para eso está la capacidad de interpretación que se les supone a los magistrados, y también la facultad de legislar que tiene el Parlamento. A fin de cuentas, lo malo no es una navaja, sino el uso que se haga de ella. Y la culpa no la tienen los de Albacete.

El Semanal, 16 Abril 2000

Yo también soy maricón

“Me dan asco los maricones”, declaró uno de los acusados, para justificar haberle pateado el cráneo a un individuo hasta dejarlo listo de papeles para la UCI, por el simple hecho de verlo salir de un bar frecuentado por homosexuales. El fiscal, que sin duda se muestra implacable en otras facetas de su digno oficio, se había limitado a lavarse las manos con una multa de 270.000 pesetas. Quizá consideraba que salir de un bar gay, además de una mariconada, constituye una provocación por parte de la víctima. El caso es que fue la acusación particular la que apretó las tuercas, y a los apaleadores se les ha aplicado por primera vez un artículo del Código Penal que considera agravante cometer un delito por motivos de discriminación religiosa, étnica, sexo, orientación sexual y cosas de ésas. Por suerte a nadie se le ocurrió aplicar como atenuante la imbecilidad de los agresores. Habrían salido absueltos.

Decía Bartolo Cagafuego —un amigo mío— que en España no hay más justicia que la que uno compra. Por eso alegra comprobar que también a veces hay jueces con vergüenza torera, capaces de hacer compatible la dura Lex sed Lex con palabras como honradez, compasión y sentido común. Recuerdo el caso citado hace días por mi vecino el rey de Redonda, glosando la ausencia de ensañamiento, según sentencia judicial, de un fulano que le asestó siete mil puñaladas a la víctima, porque según los jueces al fiambre sólo le dolieron las primeras quince. El caso es que hoy traigo yo la judicatura a cuento porque en ocasiones brilla la luz en las tinieblas. O sea, que a esos cretinos tan machotes y viriles que le dieron las suyas y las del pulpo al homosexual a la puerta del bar, se los han calzado como Dios manda. Y hoy dedico esta página a tirar cohetes y decir que me alegro. Y es que, como dice mi ávido lector el notario de Pamplona, yo también soy un poco maricón. No porque me gusten los señores, sino porque no me gustan los hijos de puta que se erigen en justicieros y Mister Proper de su calle o de su barrio y se juntan en grupitos para darse valor miserable en los linchamientos. Quiero decir que soy maricón solidario, y a mucha honra. No simpatizo con la locuela emplumada y escandalosa que va por el mundo exigiendo que le partan la cara —y a veces encantada de que se la partan—, pero desprecio infinitamente más al semental estúpido, al supermacho castigador que marca paquete en función inversamente proporcional a la consistencia de su deprimente masa encefálica. Un imbécil es un imbécil con pluma o sin ella, y la tele y la radio, por ejemplo, son un buen muestrario en los últimos tiempos: cada programa tiene su maricón. Eso me parece bien; lo malo es que cada programa, por aquello de la audiencia, compite a veces por demostrar quién tiene al más maricón. Y eso crea cierto barullo. Y lo que es peor, una imagen que no siempre es representativa, ni justa.

Pero, en fin. En lo que se refiere al homosexual de toda la vida, al gay normal, de infantería, de andar por casa, al que es ingeniero, o bombero, o albañil, y tiene su orientación o su opción sexual definida hacia el mismo sexo, ya de modo asumido y satisfactorio o —lo que es frecuente— como condena a la infelicidad y la soledad más terribles, me gusta dejar siempre clara mi buena voluntad, cuando la vida me lo pone cerca. El deseo sincero de que tenga serenidad y felicidad, en un mundo difícil donde hace sólo tres siglos, a los putos los quemaba en la hoguera la Santa Inquisición —por cierto: no sé si el Vaticano, tan dado últimamente a pedir perdón y envainársela por cosas viejas y prescritas, tiene intención de pronunciarse al respecto uno de estos días, por cosas mucho más actuales y vigentes—. Hace poco, con ocasión del rodaje de Gitano, tuve ocasión de compartir cervezas y paseos por Granada, con alguien cuya sinceridad e inteligencia dieron pie a que yo atendiera con interés, amistad y respeto. Lo que más me conmovió fue la intensa y lúcida tristeza que acompañaba cada una de sus reflexiones. Y sólo de pensar que a ese fulano bueno y sensible lo agarren unas malas bestias para darle una paliza, me quema la sangre y me da —lo siento, pero me da— impulsos de matar. Como me los da ver un campo de exterminio nazi, un violador, un limpiador étnico, un perro abandonado, o un delfín agonizante en una red. Pero, qué diablos. No todo es tristeza, frustración y acoso. O al menos ese tipo de acoso. Sin ir más lejos, uno de los tíos más deseados por las señoras es un gay como la copa de un pino, público y confeso, que se llama Rupert Everett. Hasta Madonna ha querido salir sobándolo en el video de la nueva versión de American Pie, e incluso una bellísima jovencita, a la que conozco bien, ha visto ocho veces La boda de mi mejor amigo. Imagino la quina que estarán tragando algunos, con mi primo. Eso sí que revienta.

El Semanal, 23 Abril 2000

Esos perros ingleses

Tengo un bonito grabado original, regalo de mi extinto vecino Marías e impreso en 1801. Es un aguador que aparta de su paso a unos canes molestos, y se titula: Malditos perros Ingleses. Y hoy titulo también así porque acabo de recibir la carta de un lector indignado: un amigo que echa chispas porque cuando Pinochet fue devuelto a Chile, privando a la razón y a la justicia de un grandísimo hijo de puta al que meter mano, Margaret Thatcher tuvo el entrañable detalle de regalarle a don Augusto un grabado sobre la derrota de la Invencible, o Trafalgar, o algo así. Porque, una vez más, los españoles habían sido derrotados como siempre lo fueron por los ingleses, etcétera. La tía lo hizo para expresar su solidaridad gremial e ideológica, y su agradecimiento porque, cuando las Malvinas, Pinochet ayudó a que las tropas británicas, profesionales bien equipadas, masacrasen impunemente a un ejército de desgraciados adolescentes argentinos a los que llevaron al matadero unos españoles irresponsables y asesinos, presididos por un general estúpido y borracho. En ese contexto, muy dolido por el recochineo de la dama de hierro —que también es de las que se conservan en alcohol—, ese lector apela a nuestra memoria histórica y pide venganza. Dales caña a esos cabrones, me exige, sin especificar si el término se reduce a don Augusto y su tronca, o si debo hacerlo extensivo a todos los hijos de la Rubia Albión, e incluso a mi vecino de página por aquello de las afinidades electivas. En la duda, y sin que ustedes vean esto como un arranque patriótico por soleares, sino como un higiénico ejercicio de la memoria, pongo manos a la obra mediante dos o tres bonitas anécdotas. Verbigracia. Hace un par de semanas les refería a ustedes que Patrick O'Brian, que en paz descanse haciendo nudos marineros a la derecha de Dios, no podía tragar a los españoles y en sus estupendas novelas náuticas siempre salimos como piltrafillas que no se lavan y que además son crueles y cobardes. Y todo el rato se nos compara con Nelson, compendio de virtudes anglosajonas y británicas, orgullo nacional nunca batido y demás. Por eso, si de algo le sirve el dato al prurito patrio de mi querido lector y comunicante, le diré entre nosotros que la Thatcher no tiene ni puta idea. Es cierto que sus compatriotas nos han fastidiado en el mar bastante más de lo que apetece recordar. Pero de ahí a lo de la imbatibilidad media un abismo. Y como estas cosas parece que ninguna autoridad competente española las sabe —el Lepanto—, y si las sabe no se acuerda, y si se acuerda no se atreve a decirlo, no sea que los imbéciles que consideran que la Historia es patrimonio exclusivo de la derecha lo llamen facha, ésta es una buena ocasión para recordar, por ejemplo, que ya mediado el siglo XVIII, y con los chulitos ingleses casi dueños del mar, el marino español Juan José Navarro rompió el cerco de la escuadra británica en Tolón con doce navíos y un par de huevos, y se abrió paso a cañonazos entre treinta y dos buques ingleses, con un millar de muertos muy equilibrado por ambas partes. Y que poner una columna y una estatua en Trafalgar Square le costó a la Gran Bretaña la vida del imbatible Nelson, once navíos desarbolados y fuera de combate y mil cuatrocientos muertos, en un combate donde los españoles —para su desgracia— estuvieron mandados por un francés y no precisamente mirando. Y en cuanto al propio e imbatible Nelson, que todos los ingleses saben manco del brazo derecho, incluso los mismos textos británicos evitan cuidadosamente mencionar que ese brazo lo perdió en 1797, cuando con toda la arrogancia y superioridad anglosajona de la marina de Su Majestad intentó desembarcar 1.500 hombres para conquistar Santa Cruz de Tenerife, defendida por despreciables españoles, y las tropas inglesas, que llegaron muy flamencas y muy sobradas, tuvieron que capitular ante la mano de hostias que les dieron los isleños, que los achicharraron vivos haciéndoles trescientos muertos y enviando a don Horacio Nelson, que fue a tierra con dos brazos, de vuelta a su barco con sólo uno. Los sucios indígenas.

Así que como ves, amigo lector, basta con hojear un libro de Historia anterior a la LOGSE para que en ese tipo de cosas te consideres vengado de sobra. A lo largo de los siglos hubo leña para todos; y cualquiera, hasta el imbatible Nelson y la madre que lo parió, tiene a la espalda tantas horas de gloria como de vergüenza o de fracasos. La diferencia es que los ingleses procuran olvidar sus desastres, o los convierten en gloriosas cargas de caballería, como esa gilipollez de Balaclava — aunque ningún Tennyson compuso poemitas cuando los japoneses les dieron bien por saco la Navidad de 1941 en Singapur—. Mientras que los españoles somos tan idiotas y tan miserables que nos avergonzarnos de las hazañas, o las utilizamos para reventar al vecino.

El Semanal, 30 Abril 2000

Fumar y trincar

Vaya por delante que a Tabacalera y las otras multinacionales del gremio, por mí, les pueden ir dando. Quiero decir que las considero una mafia de golfos apandadores con número y antifaz, como los que salían en los tebeos del pato Donald junto a Narciso Bello, Daisy y el Tío Gilito. Si del arriba firmante dependiera, obligaría a las tabaqueras, a fuerza de ley o mediante la estricta aplicación del artículo 14 — por todo el morro y sin rechistar—, a jiñar las plumas, subiéndoles los impuestos hasta el 99,9 % y obligándolas a financiar programas de salud e higiene pública, y a añadir a cada anuncio tabaquil otro, forzoso y complementario, en el que se viera el aspecto que tienen los pulmones de un fumador cuando el forense, ris, ras, les pega un par de tajos de bisturí al hacer la autopsia. O sea, por un lado esos chicos jóvenes y con ganas de vivir y ganas de marcha que muestra el anuncio dando por supuesto que llevan un paquete de Fortuna o de Winston o de Ducados, o de lo que sea, en el bolsillo de los dockers, y por el otro unas asaduras frescas recién diseccionadas, en su palanganita blanca, chof, con los bronquios carbonizados bien a la vista. Más que nada, por aquello de que validiora sunt exempla quam verba, como dijo no sé quién. Si me permiten la gilipollez.

Digo todo esto, a modo de introducción o proemio, para evitarme doscientas cartas de soplapollos y soplapollas maniqueos que tornan la parte por el todo, y creen que si uno desdeña a una pava es un machista, o si se queja de un cartero insulta al gremio, o si habla de España es de derechas, o si desprecia a Arzalluz desprecia a los vascos, o si pone a parir al Pepé es del Pesoe, o viceversa. Así que ahórrense los sellos. Porque hoy inspiran mi tecleo las tres mil denuncias contra Tabacalera planteadas con motivo del Día Internacional Sin Tabaco, y la primera sentencia, reciente de un par de semanas, en que la empresa tabaquera resultó absuelta en su primera batalla contra los que exigen la devolución del rosario de su madre.

A ver si nos aclaramos. Uno entiende que a todos esos sinvergüenzas que se lucran con el humo que mata a otros, a sabiendas de que el tabaco puede causar cáncer y de que la nicotina es muy adictiva, se les retuerza desde las instancias oficiales el gaznate que más duele, que es el bolsillo, y se les haga solidarizarse con el remedio de los males que tanto facilitan. Nada que objetar a eso. Lo que me produce choteo personal es la pretensión de los damnificados por sacar. Desde hace la tira de tiempo, los consumidores de cigarrillos saben lo que hacen y las enfermedades a que se exponen, y cada paquete que compran indica el riesgo para la salud. Ya no hay fumadores inocentes. Y cuando después —con todos mis respetos y condolencias personales— a uno le extirpan la laringe o le diagnostican un cáncer de pulmón, no le queda otra que joderse como Dios manda; porque el tabaco no es Chernobil ni una mina de cinabrio, ni el tabaquismo es la silicosis, ni uno pasaba por allí, sino que cada pitillo lo saca, lo lleva a la boca, lo enciende y lo aspira con deliberación y disfrute, en acto responsable o irresponsable según cada cual, pero inequívocamente voluntario. Así que eso de las demandas y las indemnizaciones, por mucho que cuenten que se destinará a obras sociales y pías, me suena a lo de siempre: a buscar viruta por la cara. Es, imagínense, como si yo voy a la esquina del Banco de España y empiezo a pegarme cabezazos contra el canto de la pared, pumba, pumba, hasta que me descojono la frente bien descojonada y me quedo hecho un ecce-homo, y luego le pongo una demanda al banco por tener en la calle una esquina que me incita irresistiblemente a golpearme con ella, matizando que es sin ánimo de lucro, y que la pasta que le saque voy a destinarla a atención médica de todos los gilipollas que, como yo, nos paramos en esa esquina a sacudirnos contra el canto.

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