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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

Con ánimo de ofender (29 page)

BOOK: Con ánimo de ofender
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Hemos estado bebiendo ginebra azul mientras hablábamos de barcos perdidos, de piezas de a ocho, de cazadores de tesoros y de libros. Y también hemos estado hablando de Barbie Quintero. Barbie tiene veintiocho años, y se parece a lo más sombrío de esta Colombia descompuesta por el narcotráfico, la corrupción, la guerrilla y la miseria. Barbie es guapísima, pese a su escasa estatura, y resulta fácil imaginar la muñeca que era a los trece, cuando aún se llamaba Adriana Alzate y su madre la metió a puta en los bares de Medellín. Su madre había tenido diecisiete hijos, uno por año, casi todos con hombres diferentes, y desde los siete le daba a fumar bazuco. El padre era de cuchillo fácil, y todavía andará por ahí, alcoholizado y soplando droga, si es que no lo han matado ya. Salió de extra en la película La vendedora de rosas, y quiso violar a Barbie cuando ésta tenía once años. En la vida real lo llamaban El Rata.

Eran los tiempos en que Pablo Escobar pagaba dos millones de pesos por cada policía muerto. Barbie se acostumbró a los tipos duros: le gustaban. Hacía striptease para Los Calvos, Los Nachos, Los Priscos. Fumó marihuana, metió pepas y tuvo abortos, antes de tener documento nacional de identidad. Con su aire de muñequita rubia, los prójimos se la rifaban. Se espabiló rápido: cuando una banda visitaba el club donde ella abría las piernas, siempre elegía al más bravo y peligroso de todos; de esa forma sólo se la cepillaba uno y se ahorraba a todos los demás haciendo cola. Oyó decir muchas veces: «Tumben a ese hijueputa faltón», y luego, bang, bang. Allí los palmados se celebraban con tragos, droga, mujeres y canciones. Como los goles del Nacional, dice. Igualito que los goles del Nacional.

Un día, jugando a la ruleta rusa con uno de sus novios, al fulano se le fue un tiro de refilón que le dejó a Barbie una cicatriz en la sien izquierda. A los de Los Nachos los acompañaba en los asaltos y robos, recargándoles los fierros en las balaceras. Dice que ella nunca mató a nadie, sólo chuzó una vez a un taxista; aunque, eso sí, a veces pedía a sus amigos gatilleros que bajaran a algún faltón que se pasaba varios pueblos con ella. En esas anduvo cuando una noche llegaron doce de otra banda —los Calvos, precisa desapasionadamente— y les dieron plomazos y matarile a todos los hombres de la suya, abrasándolos de rey a sota. «A mi hombre le tocó perder. A mí me llevaron a un solar y me violaron. Los doce».

De allí, Barbie pasó a hacerse novia de los tombos, que es como aquí llaman a los policías, sin dejar de ser al mismo tiempo soplona de las bandas; y de esa forma, infiltrada, ayudó a hacerles emboscadas a unos y otros. «Les picaba arrastre —cuenta— y los llevaba hasta donde los bajaban a tiros». Luego se hizo mujer de El Ñatas, un sicario de medio pelo y pistola fácil, pero la estrella de éste se fue apagando y liaron el petate de Medellín; y cuando —El Ñatas tuvo el segundo hijo con su propia hermana, Barbie lo dejó y se puso a putear de nuevo en las zonas rojas de Muzo y Puerto Boyacá. Luego anduvo de cárceles por historias confusas que cuenta muy por encima, una de un robo de un millón de pesos y otra por el robo de un fusil y una granada a un policía. Terminó en el parche de la carrera 18, con una hijita a su cargo, otra con su madrina, y dos más grandes que le quitó el Bienestar Familiar para que los adoptara Dios sabe quién. La plata se la gastaba en ropa, maquillaje y drogas. La vida de Barbie cambió cuando conoció a Nohra Cruz, la presidenta de la fundación colombiana Nueva Vida, que intenta rehabilitar a chicas perdidas. «Para qué vender el cuerpo cuando hay talento, me dijo. Y yo lo tenía». Barbie dejó la calle por un trabajo en la fundación. También ha dejado la droga y a los hombres: ”Conocí a Dios y me alegro, porque no creía en él”. También entendió, dice, que es bueno perdonar a la gente. Que no siempre es necesario matarla por lo que te hace. Y cuando le preguntas por qué cuenta todo esto en público, sin miedo a que se lo cobren, te clava muy fijos los ojos azules y dice: «Porque todos los sicarios que eran amigos míos están muertos».

El Semanal, 02 Julio 2000

Una de moda y glamour

Les juro a ustedes por mis muertos más frescos que este año no quería. Por una vez, y ya en plena temporada, había hecho firme propósito de enmienda, dispuesto a no tocar, ni siquiera de refilón, el tema tradicional en esta página de la indumentaria veraniega. Estaba dispuesto a escribir sobre cualquier otra cosa: a darle un puntazo al clero integrista y ultramontano, por ejemplo, para amargarle las vacaciones a mi santa madre, so pretexto de los obispos brasileños y el preservativo; o a pedir formalmente el exterminio sistemático de los hinchas de fútbol ingleses, los hooligans o como se llamen, mediante la puesta en el mercado oportuno de hectólitros de cerveza fermentada en ácido prúsico. Incluso tenía previsto, por aquello del rifirrafe del otro día entre mi vecino el rey de Redonda y el beligerante académico euskaldún que lo acusaba de ser nostálgico del duque de Alba, coger las Décadas de la guerra de Flandes del padre jesuita Famiano y dedicar un rato a contar los innumerables apellidos vascos que figuran entre los capitanes y soldados españoles que con el de Alba participaron en esa guerra, como en todas las demás, en un tiempo en que la mili —aunque lo mismo ahora resulta que los libros de texto de esa comunidad autónoma afirman lo contrario—, era cualquier cosa menos obligatoria.

Estaba dispuesto a abordar uno de esos temas, repito, eludiendo piadosamente la serpiente multicolor veraniega. Pero hete aquí que acabo de darme de boca con uno de los miles de apasionantes reportajes que publican los suplementos dominicales —ahora que caigo, puede que fuera éste— dando consejos especializados sobre el indumento que deben adoptar quienes deseen ser tenidos por sofisticados y glamourosos a la hora de pasear por el mercadillo de la playa o tomarse copas en el lugar idóneo. Y, claro, me ha saltado el automático, incluyendo abundante goteo del colmillo. Si usted quiere estar a la moda estos meses de calor y no ser un tiñalpa de mierda, aconseja el texto glosado, póngase un smoking fucsia de Vagina Schmeisser si es hembra, y estará genial. Y hágalo en el acto, porque una mujer con smoking —se afirma literalmente— sigue siendo lo más ultrafemenino y sexy. En cuanto a los hombres, que no se les ocurra bajo ningún concepto ponerse tejanos de Izaskun Sánchez que no lleven la vuelta doblada tres palmos; ni, si viste formal, otros zapatos que no sean los de color caramelo que valen treinta mil pesetas, siempre y cuando, naturalmente, se acompañen con un chino claro y calcetines de colores. Salvo, oído al parche, que usted utilice un traje oscuro de Chochino y Vicentini, en cuyo caso usará, so pena de que lo miren mal en Puerto Banús, mocasines de vivos colores, ora rojos, ora verdes, o de piel de serpiente o cebra por los que habrá abonado otras treinta mil. Mucho ojito ahí con ponerse calcetines, que no se llevan. Y en caso de que se decida por el traje claro, entérese de una puta vez de que los mocasines no valen, ni la camisa tampoco. Imprescindible usar una camiseta de Armancio Sopla Poglia, azul celeste por más señas, y sandalias que podrá adquirir en No Te Jode's Shoes por veinte billetes de a mil.

Y es que tiene cojones, oigan. Si uno, o una, acepta la dictadura del diseño y el fashion, o corno se diga —hasta hay canales de tv por cable que sólo pasan a tíos y tías desfilando, y ahora los diarios incluyen la moda en las páginas de cultura—, y quiere quedar bien y que los gorilas de la puerta lo dejen entrar en los bares de copas, está condenado a vestir como un perfecto tonto del culo, y encima gastarse una pasta. La otra presunta alternativa, la de la liberté, la egalité y la fraternité, que tampoco la regalan, no deja otra opción que la camiseta de colorines, el calzónbañador multiuso y las chanclas, adobado con los michelines tatuados, el ombligo en rodajas a la vista, y el arito de oro haciendo piercing en una teta. En cuanto a la vía normal, la del vestido corriente, y la blusa o la honesta camisa, y el pantalón y las zapatillas de tenis o los zapatos con calcetines, acompañados de noche con una chaqueta, una rebeca o un suéter, eso queda para los abuelos puretas y los antiguos, y según los cánones al uso —nuevo barroco, se llama la moda esta temporada, con permiso de Quevedo y Velázquez y Valdés leal y Alonso Cano— vestido así no hay quien se coma una rosca ni se gane el respeto de los camareros ni de los Charlies que te

venden abalorios en los tenderetes. De ese modo vivimos, un verano más, entre el glamour de la gilipollez galopante y el museo de los horrores peludos; y así van los abuelos como van, despendolados por Benidorm, con camisetas de Pokémon y enseñando las varices. Y es que — como decía no recuerdo si un ministro de Cultura o un presidente de club de fútbol, que es lo mismo— en este país siempre terminan poniéndote entre la espalda y la pared.

El Semanal, 16 Julio 2000

Las preguntas de Octavio

Ocurrió allá por marzo y en Galicia, así que a muchos de ustedes se les habrá olvidado. A los que seguro que se les ha olvidado de verdad es a los golfos y las golfas, quiero decir a los políticos, que se dejaron caer por el entierro con cara de circunstancias para decirle a los periodistas que la terapia era correcta. Hagan memoria. El hijo era esquizofrénico, el padre era taxista y la madre estaba al límite de los límites. Habían removido cielo y tierra para conseguir un poco de ayuda que les permitiera seguir vivos con dignidad y con decencia. Con la mínima. Sumaban ya años de palabras vacías, de palmaditas en la espalda, de mucha sonrisa y mucha larga cambiada. El diagnóstico era trastorno mental grave, con accesos de violencia. Para el chico, cuanto se movía delante era enemigo. Para hacerle frente al problema, todo lo que la administración de mierda de este país de mierda proporcionaba a esa familia —sin recursos para irse a un sanatorio de Miami—, eran drogas para dormir a un toro de lidia y buenas palabras, y cejas comprensivamente enarcadas de 9,00 a 16,00. El resto del tiempo, amén de las noches, que con un majara en casa se hacen más bien largas, aterriza como puedas. Segunda y última puntada: después de años así, un día la madre se levanta de la cama después de pasar la noche en blanco y pensándolo. Luego le corta el cuello al hijo, escribe una nota para su marido, coge el mismo camino por el que cada día llevaba a su zagal hasta el centro terapéutico o como carajo se llame, va a la playa, se mete en el agua y nada hacia adentro sin preocuparse de volver. Luego, cuando la sacan tiesa, el taxista los entierra a ella y al hijo, y todavía tiene que oír en el funeral cómo la conselleira, o la subsecretaria, o la Bernarda y su chichi, o quien carajo fuera la que estuvo largando allí, le da capotazos a la prensa y se lava las manos en una jofaina del tamaño de una plaza de toros: que si el entorno familiar no era el adecuado —evidentemente no lo era—, que si la terapia —a cualquier cosa la llaman terapia— resultaba indicada en esos casos, etcétera. Y para apuntillar, la tele se descuelga con reportajes presentados por compungidos presentadores, diciendo hay que ver, pero claro, la cosa estaba mal, el chico tenía poca solución. Incluso la madre, insinúa un médico, también necesitaba asistencia psiquiátrica. Nos ha jodido. Y cualquiera. Al final, casi resulta que la culpa fue del taxista. Al hilo de todo este asunto, mi amigo Octavio, el celta irreductible, con quien estuve el otro día tomando copas en Santiago de Compostela, me hacía a la tercera ginebra unas preguntas ingenuas. ¿Es lícito —inquiría, en esencia— que con este panorama, los señores diputados se suban el sueldo cada quince días, para pagarse con la Visa Oro putas que les metan un pepino en la recámara?… ¿Es lícito —seguía preguntando mi amigo, siempre en esencia— que no haya asistencia eficaz para la familia del taxista, y no se construyan centros adecuados porque el dinero hace falta, por ejemplo, para pagar los viajes de Fraga a Cuba?… Octavio es joven, claro. Roza la palabra desesperación, como todo ser humano lúcido; pero aún no llega a asumirla del todo. Algunos, yo mismo, habríamos podido añadirle unos cuantos es lícito más. ¿Es lícito —verbigracia— que después del entierro el taxista coja el hacha de cortar leña o la escopeta de caza y se dé una vuelta por algunas entidades y despachos oficiales para agradecer los servicios prestados?…

Hoy me va quedando ya poca página, así que dejaremos que las respuestas las decida cada quisque. En cualquier caso, déjenme meter la mano al azar en el correo y sacar una carta, una cualquiera de esos cientos que no contesto nunca, y anticiparles una nueva función para que la conselleira, o el subsecretario, o quien carajo sea el bocazas de turno, pueda salir en un próximo telediario. Ella, cincuenta años, Alzheimer grave, encamada, que vive sola con su marido. Él, más o menos de su edad, lleva meses sin dormir más de cinco minutos seguidos, porque ella no para de noche ni de día entre gritos, terrores que le van y le vienen, días que come y días que no. A ella no la quieren en una residencia privada —que además habría que pagar a tocateja—, y no puede ir a una pública porque es demasiado joven. A él, cada vez que peregrina en busca de una solución, lo único que le dan son sonrisas comprensivas para su tragedia. Resignación, ya sabe. La vida es dura. Nosotros tenemos normas, bla, bla. Ojalá pudiéramos ayudarle. Etcétera. Todo tan clásico y previsible que da náuseas por anticipado. Y luego, ya saben: después del entierro, o de la foto del furgón policial, ustedes, yo, todos nosotros, tendremos quince segundos de telediario para horrorizarnos como es debido, antes de zapear de nuevo entre la liga de campeones y el Gran Hermano y la puta que nos parió.

El Semanal, 23 Julio 2000

El hombre de la esquina

La verdad es que no sé cómo se llama. Es tipo menudo, con cara ratonil, bigotito ralo y ojos claros. Tiene en los pies un defecto de nacimiento que le impide caminar bien. Ahora debe de andar por los sesenta y pocos. Durante más de veinte años lo estuve saludando con un buenos días o un buenas tardes cada vez que me lo cruzaba en la cafetería Fuyma, en la plaza del Callao de Madrid. No era camarero, sino una especie de hombre para todo; pero alguna vez sustituyó a los camaretas de verdad cuando se iban de vacaciones. Vendió décimos, hizo de limpia, y la mayor parte del tiempo metía y sacaba cajas, barría el suelo, echaba serrín los días de lluvia, traía tabaco y cosas así. También —y es lo que más me gustaba de él— era amable y respetuoso con la lumis maduras, decrépitas bellezas gloriosas del cercano Pasapoga, que ya en plan de francas marujonas resignadas a los estragos de la vida, aposentaban los restos de su palmito en la cafetería por las tardes, haciendo punto mientras esperaban a improbables clientes. En cuanto al tipo del que les hablo, algunas noches, cuando yo era casi un crío y regresaba del diario Pueblo, o después, al salir tarde de los cines de la Gran Vía y entrar en Fuyma para el último café, me lo encontraba allí recogiendo las sillas o echando las persianas metálicas. Siempre me pareció buena gente, aunque en este perro mundo nunca se sabe. Fuyma lo cerraron hace no sé cuántos años: seis o siete, tal vez más. Una tarde estuve en la barra, trasegando algo antes de meterme en un cine; y al día siguiente había un cartel diciendo que iba a abrirse allí la sucursal de un puto banco, como siempre. Cajanosequé. Ahora —paradojas de la vida— justo al lado del banco, donde antes no había ni cafetería, ni bares ni nada, hay abiertos dos o tres de esos de diseño, de la Compañía de las Indias Tibetanas o algo así, muy agradables y siempre llenos de bote en bote, pero que nada tienen que ver con el ritmo tranquilo del viejo Fuyma, el sol entrando por los ventanales, la clientela antigua, gente pureta que parecía anclada en Celia Gómez y el bayón, y los camareros clásicos: esos fulanos serios, eficientes y con modales, capaces de hacer del suyo un digno oficio. Y entre ellos, siempre trajinando discretamente de aquí para allá, aquel curioso tipo con bigotito y cara de ratón.

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