Qué tiempos éstos, me dije, en que cualquier cagamandurrias puede tirárselas de pirata. No hay derecho a que también metan mano en eso, y ya no se reverencia ni lo más sagrado. A que la bandera más respetable de la Historia, elegida voluntariamente por lo mejor de cada casa, por los salteadores y asesinos y golfos y canallas que en nombre de la libertad, de la codicia o de la aventura se pasaban por la bisectriz todas las otras banderas inventadas por reyes y por curas y por banqueros, termine en la zodiac de unos tiñalpas espantando a las gaviotas con música discotequera. No hay derecho a que los sueños de niños que todavía miran el mar buscando su memoria en viejos libros escritos por Exmerlin y por Defoe, con espeluznantes grabados de abordajes, ejecuciones, saqueos y orgías, sean profanados de éste modo por una panda de retrasados mentales. Y entonces lamenté de veras, voto a tal, que el velero amarrado algo más allá no fuese un bergantín de antaño con la tripulación adecuada y el nombre escrito en la patente de corso auténtica y en blanco que una vez me regaló un amigo. Porque entonces, me dije, esa misma noche mandaría a tierra al contramaestre con un trozo de leva de los gavieros más duros, a fin de que cuando esos capullos de la banderita estuviesen bien mamados en un bar, los reclutasen a hostia limpia como en los viejos tiempos. Y luego despertaran a bordo en mitad del océano, comiéndose por el morro una campaña de quince meses en las Antillas, tirando de las brazas bajo el rebenque, subiendo a las vergas para tomar rizos con vientos de cincuenta nudos, antes de obligarlos a cavar sus propias fosas junto al cofre del tesoro, con el loro Capitán Flint gritándoles guasón en la oreja: «¡Piezas de a ocho!… ¡Piezas de a ocho!».
El Semanal,20 Agosto 2000
Hay que ver cómo se han mosqueado los súbditos de su majestad británica con la película El Patriota, protagonizada por Mel Gibson. Historiadores, parlamentarios y periodistas han puesto el grito en el cielo, protestando por la imagen cruel y deformada que de ellos da el filme, ambientado en las peripecias de un colono durante la guerra de independencia de los Estados Unidos. Es una manipulación histórica, dicen. Nosotros no éramos tan villanos ni malvados. Como el director es de origen alemán, nos la ha metido doblada, etcétera. Supongo que algunos de ustedes han visto la película. A mí me pareció muy bien hecha y muy entretenida, interesante para un público formado, como se decía antes, que no se llame a engaño con un producto claramente destinado a conmover la fibra patriótica gringa —de eso habla el título precisamente— con mucha bandera y mucha gesta nacional. Quizá se pasa un poquito en eso de que los ingleses esclavizan de nuevo a los pobres negros a quienes los bondadosos y humanitarios colonos habían manumitido por iniciativa propia. Pero, con todo y con eso, El Patriota es, a fin de cuentas, una película clásica de buenos y malos, como hemos visto tantas, con buenos que tienen un envidiable —a mi juicio— amor por su patria, y con malos que son malos que te rilas, Domitila; sobre todo un coronel inglés muy caín y muy perro al que le priva fusilar, matar por la espalda, y achicharrar a gente indefensa en iglesias incendiadas. Y encima se ríe, el hijoputa. Comprendo que se hayan mosqueado los ingleses. El cine norteamericano los tenía mal acostumbrados. Antes los buenos siempre eran ellos: lo mismo cruzaban el paso de Jyber tocando la trompeta que salvaban al hijo del marajá siendo audaces lanceros bengalíes, defendían a la reina Victoria frente a la chusma bóer o zulú, mataban nazis, se hacían piratas por amor al arte, o defendían a Occidente con licencia para matar. Incluso cuando palmaban haciendo el primavera, como en Balaclava, siempre estaba allí Errol Flynn para convertir el evento en gloriosa derrota; de modo que hasta eso parecía, encima, una victoria. Pero los tiempos cambian, y a hora les fastidia que se haya acabado el chollo, y van y se chivan al profe. No están acostumbrados a que Hollywood los saque feos, malos y perdiendo, y se niegan a aceptar que el héroe británico tomando el té en el puente de Arnhem ya no se lleva. Norteamérica necesita a toda leche villanos en cantidad para sus pelis. Y la industria quema velozmente las existencias. El único héroe de cine que de verdad cuenta para Hollywood es el gringo, y para darle cuartelillo los guionistas ya han abusado mucho de los indios, tan exterminados dentro como fuera de la pantalla, y también de los alemanes, de los negros africanos, de los asiáticos, de los árabes, de los hispanos y de los rusos, que son los últimos y han dado mucho juego con eso de las bombas nucleares despistadas, y las mafias, y el vodka de Yeltsin. Pero la cantera se agota, y además se produce el efecto boomerang. Ahora sale un mafioso ruso en una película, con ese acento de doblaje que te descojonas —«yo matar eniemigo amiericano»—, y el público va y se pone de su parte porque le parece conocerlo ya de toda la vida.
Así que lo siento por mi vecino Marías, pero les ha tocado el turno a los perros ingleses. Ya se acostumbrarán. Si les sirve de consuelo, el otro día estaba yo viendo un programa de la televisión británica sobre la Armada y la empresa de Inglaterra, y tuve que tragarme sin pestañear cómo ese país libre y patriota, gobernado por una reina inteligente y moderna, resistió las ambiciones imperiales, la codicia y la rapiña del siniestro imperio español gobernado por un rey inculto, fanático, cruel, oscurantista e inquisidor, y cómo alegres muchachos amantes de la liberté, de la egalité y de la fraternité se echaron a los mares para beneficiar a la humanidad doliente, liberando a los pueblos oprimidos de América del yugo colonial de aquella España que era un peligro público. Lo que en versión Hollywood se tradujo durante muchas décadas en un pirata rubio que se hace pirata por ansias de justicia y por odio a la Inquisición que quemó a su hermano, y que saquea el oro de españoles morenos, sucios, grasientos y cobardes —encarnados siempre por actores mejicanos— no por codicia, sino por darle al tirano donde más le duele. Y además el rubio se liga siempre a la sobrina del gobernador, que es la única española guapa de la película. No te jode.
Así que me parece de perlas que también a ellos les haya llegado el turno de cobrar las suyas y las del pulpo. Y puestos a que me cuenten películas, debo decir que con la de Mel Gibson me lo pasé de cine. Comí palomitas y me encantó aplaudir cuando matan al inglés.
El Semanal, 27 Agosto 2000
La verdad es que no sabía en qué terminó la cosa. Pero un amigo despejó la incógnita al contarme el otro día que la iniciativa de cambiar el nombre de la calle Séneca de Barcelona por el de Ana Frank reposa en el baúl de los recuerdos. Sin duda alguien cayó en la cuenta, a última hora, de que don Lucio Anneo, aunque era de Córdoba, no escribía en castellano sino en latín, y que, bien mirados —pese a las vulgares influencias de Salustio, Cicerón, Fabiano y Eurípides en sus epístolas, tragedias, diálogos y otros escritos—, los méritos literarios y filosóficos del preceptor de Nerón, pese a tratarse de un charnego nacido en la Bética, no estaban muy por debajo del Diario de la joven judía austríaca asesinada por los nazis.
Aún así, no crean que lo tengo muy claro. Hasta que se cortó las venas, Séneca sirvió al poder central de Roma, y por aquello de que no es lo mismo predicar que dar trigo, fue también un poco putero, le hizo la pelota a Mesalina, y durante una buena temporada se pegó la vida padre, pese a que en sus papeles sostenía la necesidad de la moderación, la sencillez y la vida beata. Imagino que los promotores del cambio de nombre para la calle estaban al corriente de todos estos pormenores, y con el aplomo que da el conocimiento de la cultura clásica, consideraron un acto de justicia moral borrar del callejero un nombre sujeto a tales ambigüedades. Este Séneca no era trigo limpio, dijeron. Seguro que iban por ahí los tiros, y el nombre de Ana Frank se les ocurrió igual que se les podía haber ocurrido cualquier otro. Calle de Baltasar Porcel, por ejemplo. O calle del payaso Fofó.
Por eso creo que la iniciativa tiene su puntito y no debe caer en saco roto. No estaría de más que los ayuntamientos aprobaran presupuestos extraordinarios para ese tipo de eventos, y encomendasen al certero criterio de sus concejales (y concejalas) de cultura una revisión exhaustiva de los callejeros locales, a fin de poner las cosas en su sitio. Y a fin, sobre todo —porque la modernidad también es un grado— de adaptar tanta nomenclatura apolillada que campea en los rótulos de las esquinas a los tiempos de esta España moderna que mira hacia el futuro y que, según el presidente del gobierno, va tan de puta madre. Y para que luego no digan ustedes que soy un insolidario y un cabrón, heme aquí, dispuesto a echar una mano.
Verbigracia. Sugiero que a todas las calles con nombres desfasados por la realidad se les actualice el asunto. La plaza de la Marina Española de Madrid, sin ir más lejos, debería llamarse, sin lugar a dudas, plaza de las Marinas Autonómicas. Y las connotaciones sexistas de la calle Caballeros de Valencia —calle Cavallers— deberían paliarse convirtiéndola en calle de las Señoras y Caballeros —de las Dones i Cavallers—. En cuanto a las calles con nombres de resonancias bélicas, que como los juguetes ad hoc sólo sirven para fomentar la violencia y el odio, y además acordarse de ellas no sirve para nada, el nombre se les cambiaría por el de acontecimientos de índole fraterna. En lugar de calle Bailén, o calle Batalla del Salado, podrían llamarse, por ejemplo, calle del Concierto de la isla de Wight, calle de la No Violencia, calle Greenpeace, calle de la Prestación Social Sustitutoria, calle de las Personas Humanas y cosas así. A otras bastaría con aplicarles pequeñas modificaciones que las pusieran a tono la calle de la batalla del Jarama, por ejemplo, podría llamarse calle de los Mansos de Jarama, en bonito homenaje a dos bandas al gran don Pedro Muñoz Seca. O, respetando las connotaciones históricas, la calle Navas de Tolosa pasaría a llamarse calle de los Hermanos Magrebíes. O calle de la Patera, que es más de ahora y no compromete a nadie.
El punto más peliagudo, claro, es el de las calles con nombres propios. Y es ahí donde no debe temblar el pulso de los concejales y concejalas. A estas alturas, a nadie le importa un huevo quienes fueron Avicena, Maimónides, Columela o Nebrija, que además no salen ni en Corazón de Verano ni en Tómbola, ni en el telediario. Así que propongo, para sustituir las calles a las que todavía inexplicablemente dan nombre, los más actualizados de calle Bill Gates, calle Leonardo di Caprio, calle de Lady Di, y calle de los Morancos de Triana, respectivamente. Para las calles Quintiliano y San Isidoro podríamos reservar los nombres de calle Jesulín de Ubrique y calle Georgie Dan, sin olvidar que el fútbol también ofrece inmensas posibilidades. En Aragón —que no se me crezcan mucho ésos— cualquier calle Almogávares pasaría a llamarse obligatoriamente calle de Marianico el Corto. Y en cuanto a los nombres de las calles Miguel de Cervantes y Francisco de Quevedo, se los reservo personalmente a los ex ministros de Educación José María Maragall y Javier Solana, a los que con toda justicia podríamos considerar padres putativos del asunto.
El Semanal, 03 Septiembre 2000
Maldita sea su estampa, que el verano muere matando. Quiero decir, y digo, que hasta el final le hace sufrir a uno sus más espeluznantes horrores. No me refiero —aunque también pongan la piel de gallina— a la tradicional fiesta de cumpleaños de Rappel ni a la mano en la cintura y el movimiento sexy, ni a los trescientos putones desorejados que han salido en la tele y los papeles contando cómo se lo hacían con Jesulín, ese ilustre garañón de media España, ni a Carmina Ordóñez, no menos ilustre ángulo de la bisectriz de la otra media.
Me refiero a los horrores sufridos en la propia carne, o casi. En realidad, la vida, que es muy borde, está llena de horrores de diverso tonelaje; lo que pasa es que, desde cierto punto de vista, los horrores de invierno suelen ser más llevaderos que los de verano, envueltos éstos últimos en cremas bronceadoras, camisetas de South Park, y vómitos de guiris e indígenas a las tres de la madrugada en la puerta del chiringuito. Por alguna ineludible ley de la naturaleza, agosto es un mes abundante en ese tipo de cosas, tal vez porque el calor hace fermentar la basura. En meses así, basta mirarnos a nosotros mismos con alguna lucidez para comprender la oportunidad ganada a pulso de las siete plagas de Egipto y el Diluvio Universal, y a los anarquistas majaras, y a los malos perversos que pretenden hacer estallar una bomba nuclear en los urinarios de Benidor y a los científicos mochales —no sé si se han fijado en que en las pelis tienen el mismo careto que Putin— dispuestos a meter virus mortales en los tarros de yogur de plátano de oferta.
Mi penúltima postal de verano me la sellaron la semana pasada en la gasolinera, entre la gente que se agolpaba en el mostrador para pagar la sin plomo, las barras de pan, las revistas o las botellas de agua mineral. Aguardaba paciente mi turno con la tarjeta de crédito en la mano, cuando un individuo que tenía prisa se metió casi por encima para adelantarse. No me importó el asunto, porque lo mismo daban cinco minutos más. Lo que me alteró el karma fue que el fulano, un tipo maduro y peludo que iba vestido con sólo un bañador y unas zapatillas pese a hallarnos a ciento cincuenta kilómetros de la playa más próxima, me restregó toda su sudorosa humanidad en el afán por arrimarse al mostrador, llegando a colocarme una axila en mitad del hocico. Una axila en la que un largo viaje por carretera había dejado inequívocas huellas. Nunca profesé en la regla de san Francisco, así que le aticé un codazo en el hígado con cuanta mala leche pude, que fue mucha, y luego dije «perdón» mirándolo con esa cara de loco que ponen quienes ya les dan lo mismo dos que veinte, y están dispuestos a romper un casco de botella y llevarse por delante a Cristo bendito, a Sansón y a todos los filisteos. Me miró como pensando anda tú, a ver qué le pasa a éste. Luego pagó y se fue tan campante. Pensando, a lo mejor, que ese chalado de la gasolinera se parecía un huevo al hijoputa del Reverte.
La otra postal es de una isla de la que hace cinco o seis años les hablé a ustedes, en un artículo titulado precisamente El chulo de la isla. Lamentaba entonces las maneras con que un militar de paisano había expulsado de la orilla —es zona militar del Centro de Buceo de la Armada— a los barcos y botes que fondeaban demasiado cerca; aunque luego supe que no era culpa del pobre hombre, un suboficial de marina, y que el almirante de entonces, que estaba bañándose allí con la familia, le había exigido que despejara el terreno porque le incordiaba la gente. El caso es que hace unos seis días volví al mismo sitio. Fondeé como muchos otros en seis metros de sonda, lejos, en el lugar adecuado, fuera de las balizas que marcan la zona prohibida. Pero comprobé que había docenas de barcos de todo tamaño pegados a la isla, chocando unos con otros y amontonados en la orilla, incluidos veraneantes (y veraneantas) que paseaban tranquilamente por la playa, bajo unos carteles enormes donde podía leerse sin ayuda de prismáticos ni nada: «Zona militar. Manténgase a 300 metros». Y debo confesar que entonces lamenté no ser almirante de la mar océana, para ordenar a los marineritos que desde tierra asistían impotentes a semejante putiferio —nadie les hacía maldito caso—, a despejar aquello con unos cuantos torpedos. Bum. Tocado. Bum. Hundido.