Y sin embargo, de aquella isla conservo una imagen que disipa todas las otras. Un hombre y su perro se bañaban juntos, mar adentro. Se veía la cabeza negra del animal junto a la de su amo, siguiéndolo fiel, chapoteando a su lado, girándose a esperarlo cuando se retrasaba. Y esa cabeza leal, enternecedora, oscura y peluda, obró de pronto el milagro de reconciliarme en el acto con miles de cosas que en ese momento detestaba con toda mi alma. Por ese perro, pensé, lamentaría que se ahogara el amo.
El Semanal, 10 Septiembre 2000
El otro día vino a casa Tico Medina, el Gran Tico, el último reportero, a quien el mutis lo pillará exactamente así, de viaje, con su chaleco y su maleta y esa eterna curiosidad profesional mezclada de bondad que desde hace casi medio siglo arrastra de acá para allá, incansable, de las guerras a las plazas de toros, la farándula, las aventuras en Sudamérica, la vida fascinante de esa vieja escuela de putas del oficio que fue el diario Pueblo. Por eso siempre me alegro al verlo de nuevo; pasa igual cuando veo en el café Gijón al querido Raúl del Pozo, prueba viviente de que se puede tener el alma golfa, culta y decente a la vez; un Raúl que también en los tiempos de Pueblo, cuando algunos demócratas de ahora todavía eran flechas de la OJE, ya escribía como Cristo bendito, si Cristo bendito fuera columnista.
El caso, decía, es que el otro día estuve con Tico, que sigue al pie del cañón. Ni se jubila ni maldito lo que le apetece, y siempre le digo que su divisa o su epitafio —como es supersticioso, nunca deja que hable de epitafios— podría muy bien ser: «Si paro palmo, y si palmo, paro». Estuvimos un rato hablando de los viejos tiempos, y revisamos fotos de los años setenta, donde aparece el arriba firmante con veinticinco tacos menos. Luego Tico se fue, y yo guardé las fotos, y estando en eso me quedé con una en las manos. Fue tomada en Beirut en 1976, durante la batalla del barrio de Hadath, y en ella estoy hecho un pipiolo junto a un joven armado hasta los dientes, Kalashnikov al hombro y granadas al cinto, que se llamaba —todavía se llama— Elie Bu Malham. Ahora ese mismo Elie tiene cuarenta y tantos, un par de hijos y vive en Francia, creo. Pero al día que nos hicimos aquella foto, tenía sólo diecinueve, era miliciano de las fuerzas cristianas libanesas, y desde hacía un año y medio llevaba en el bolsillo una carta escrita en portugués. Una carta que no había leído nunca.
Cierta noche en que el frío no dejaba dormir, agazapados en una trinchera de Abu Jaude a esa hora en que se intercambian confidencias y cigarrillos fumados con la brasa oculta en el hueco de la mano, Elie me contó la historia de la carta. En realidad era una anodina historia de amor juvenil: una chica brasileña de vacaciones en Beirut antes de la guerra, un beso furtivo, una despedida, y al cabo del tiempo una carta escrita en portugués que Elie nunca había podido traducir —sólo hablaba un poco de francés—, pero que llevaba consigo a todas partes, como un fetiche. Le dije que yo podía leérsela; y Elie, lleno de ansiedad, sacó de su cartera el sobre con la hoja de papel doblado y desdoblado cientos de veces. La única carta de amor que había recibido en su vida. Nos pegamos al suelo de la trinchera y leí primero para mí, ocultando bajo mi cazadora la luz de la linterna. No era gran cosa: la chica agradecería las atenciones, aseguraba que era un chico muy simpático y nada más. Una carta sosa, agradecida, casi de compromiso. «Tradúcela», pidió Elie, agarrándome del brazo. Me miraba como si le fuera mucho en ello, así que lo hice; pero a la mitad comprendí, por la cara que podía verle al resplandor de la linterna, que aquello era muy frío. Decepcionante. Así que decidí, sin exagerar demasiado, adornársela un poco. Hacia el final, el «muchacho muy simpático» se convirtió en «muchacho encantador e inolvidable», y el «afectuoso saludo de tu amiga», etcétera, acabó siendo «un tierno beso de la que jamás te olvidará», o algo así. Fue mi buena acción —pocas hice— aquel año. A Elie le brillaban los ojos, estaba feliz, y al terminar me pidió que le repitiera la carta al día siguiente, para copiarla al árabe y poder leerla cuantas veces quisiera. Se lo prometí, pero al día siguiente hubo un ataque Fedayin, Elie y yo tuvimos otras cosas en qué pensar y nos perdimos de vista. Lo encontré seis años más tarde, en la misma guerra y en el mismo sitio. Para entonces, Elie ya era comandante. Sabía que yo iba y venía también con los otros bandos, palestino, sunita y chiita; pero aún así hizo cuanto pudo para facilitarme el curro, y me llevó con su unidad de kataeb a lugares donde no dejaban ir a periodistas. Se había casado con una de las chicas Sneiffer, las hermanas más guapas de Hadath, tenía una hijita que lo abrazaba llamándolo por su nombre, y lo vi llorar una noche que volvíamos del frente hechos polvo y la vio dormida en su cuna. Nos encontramos más veces hasta que en el 91, harto de la guerra, después de combatir durante dieciséis años, emigró con su familia a Francia sin un duro, en busca de trabajo. Me escribió un par de veces, y en ocasiones todavía recibo una postal suya. Nunca volvió a mencionar aquella carta brasileña. Sospecho que alguien se la tradujo de nuevo más tarde, y que la versión fue distinta.
El Semanal, 17 Septiembre 2000
Hay una película de Joseph von Sternberg, protagonizada por Marlene Dietrich, que siempre me sedujo de modo extraordinario. Se llama El expreso de Shanghai, y con algunas novelas de Agatha Christie, Graham Greene, el poema de Campoamor —Habiéndome robado el albedrío / un amor tan infausto como mío— y cosas de Paul Morand o Valery Larbaud, contribuyó desde niño a alimentar en mi imaginación un mito fascinante: el de la dama misteriosa a bordo de un tren. La belleza enigmática, viajera con origen y destino desconocidos, que mi abuelo, viejo caballero hábil en el eufemismo y sus matices, definía como una mujer con un pasado. Supongo que antes ocurría también a bordo de los barcos, con extrañas pasajeras que miraban el mar; y en las diligencias, como Amparo Rivelles en El clavo, esa magnífica película de Rafael Gil basada en el relato de Pedro Antonio de Alarcón. Los viajes eran más largos y daban de sí: uno veía a la dama y se disponía a vivir con la imaginación El tren expreso. Ahora todo queda resuelto en unas prosaicas horas, y con los aviones ya ni eso. El caso, les decía, es que cada vez que me crucé a bordo de un tren con una mujer hermosa y elegante que viajaba sola, no pude evitar encajarla en esos esquemas literarios, cinematográficos y casi sentimentales. Confieso que las más seductoras me parecieron las que leían, porque podía observarlas sin el molesto tropiezo accidental con sus ojos —siempre me aterrorizó que me confundieran con un imbécil de los que se creen a punto de ponerle el hierro a una yegua—, y porque además añadían al misterio personal el del libro que estaban leyendo. Tampoco eran desdeñables las que miraban todo el rato por la ventanilla, con su reflejo en el cristal y la mirada ausente en vaya usted a saber qué. Tal vez porque ni les gustaba el lugar de donde venían, ni les interesaba el lugar a donde iban. Recuerdo a esas mujeres inolvidables, con ninguna de las cuales cambié nunca una palabra: la del expreso de Lisboa que se parecía a Silvana Mangano, la que bebía coñac una noche en la estación de Burdeos cuando yo tenía dieciséis años, el pelo largo y una mochila al hombro, o la elegante sudanesa acompañada por una sirvienta que me ofreció un insólito cigarrillo en el tren desvencijado que nos llevaba de Jartum a Kassala, y que ni siquiera respondió a mi "thank you”. Durante toda mi vida las coleccioné una por una como un álbum de fotos bello y enigmático. Y el otro día, en un vagón del tren rápido Roma-Milan, me creí a punto de añadir una imagen a todas las otras.
Subió en Florencia. Treinta años largos, calculé a ojo mientras la veía sentarse. Italiana en el espléndido sentido de la palabra: morena, ojos grandes, ropa sofisticada, zapatos de calidad. Pequeñas estridencias de moda, pero dentro de lo que puede tolerársela a una mujer hermosa que sabe llevar con el mismo gusto la ropa y los excesos. Había, observé, unos leves cercos oscuros bajo sus ojos, de insomnio o de pesar, o tal vez de simple fatiga; y eso bastaba para dar calidez y densidad al conjunto. Con diez años menos no habría sido tan atractiva. Es la vida lo que le da encanto, me dije. Lo que ella sabe de sí misma y de los demás, y lo que tú ignoras.
Entonces abrió el bolso y extrajo de él un teléfono móvil. "Pronto”, dijo en italiano. Hola. Estaré ahí dentro de un par de horas. Y a continuación, durante casi todo ese tiempo, estuvo hablando con media Italia pese a que la voz de la azafata recordaba por megafonía que los teléfonos sólo debían usarse en las plataformas de los vagones. Pero lo cierto es que a mí me daba igual. Asistía, fascinado, a la demolición ante mis ojos de todo un mito. La dama misteriosa, bella y elegante, la belle dame sans merci, la mujer que durante cuarenta años de mi vida lectora, espectadora e imaginativa, había poblado sueños viajeros, trenes y barcos que pasaban en la noche, tenía una charla ordinaria y frívola a más no poder. Aquella en concreto era, para que me entiendan, absolutamente tonta del culo; y el misterio más apasionante que pude desvelarle fue que Grazia —que debía de ser otra importante gilipollas— estaba harta de un tal Marco, y que ella —mi ex dama misteriosa— dudaba entre comprar un Fiat diesel o uno de gasolina. Estuve un rato mirando el vacío, me temo que con un apunte de sonrisa tonta en la boca. Y luego abrí el libro que tenía sobre las rodillas. Por fin averigüé, pensaba al pasar las páginas, lo que, en el mejor de los casos, la seductora dama del expreso de Shanghai tenía en la cabeza cuando entornaba los ojos lánguidos entre el humo de su cigarrillo egipcio: la hora del colegio de sus hijos y una cita con la esteticista para depilarse las piernas. Y me sentí extrañamente ligero, como quien se divorcia después de cuarenta años de matrimonio con un fantasma.
El Semanal, 08 Octubre 2000
Ayer estuve limpiando el Kalashnikov. Porque en casa tengo un Kalashnikov AK-47; un cuerno de chivo, como dicen los narcos mejicanos, recuerdo de aquellos tiempos del cuplé. Durante la mitad de mi vida había estado viendo, fotografiando, filmando, oyendo y esquivando ese artilugio, y a la hora de jubilarme de reportero Tribulete decidí conservarlo como recuerdo. Así que me hice con uno, y luego se lo llevé a los picoletos de mi pueblo para que lo inutilizaran y legalizaran. Y ahí lo tengo, cerca del ordenador donde le doy a la tecla, uno de los pocos objetos —el casco de kevlar de Bosnia, el cartel "Peligro minas" del Sáhara, la última botella de montenegrino Vranac que bebí con Márquez— que conservo como recuerdos profesionales. De todos ellos, quizá porque desde el comienzo estuvo presente en casi cada episodio, el Kalashnikov es tal vez mi preferido: negro y amenazador, precioso en su siniestra fealdad de madera y acero. Un clásico.
Fue Boldai Tesfamicael quien me enseñó a limpiarlo. Boldai era una especie de gigante eritreo, literalmente negro como la madre que lo parió, a quien en marzo de 1977 le encomendaron la fastidiosa tarea de mantenerme vivo mientras la guerrilla del FLE atacaba y capturaba la ciudad de Tessenei. A los eritreos un periodista fiambre no les servía para nada, así que a Boldai le dijeron que mucho ojito conmigo, para que yo pudiera volver y contarlo y publicar las fotos. Boldai debía de medir casi dos metros y hablaba italiano y francés, y era pintoresco verlo con su pantalón corto caqui, sus armas y puñales encima, el pelo a lo afro y aquella sonrisa que parecía un brochazo blanco en mitad del careto oscuro. El tío me daba unas broncas espantosas, casi maternales, cuando yo me paseaba por donde podía haber minas, o extendía mi saco de dormir sin comprobar antes si había serpientes cerca del lugar donde iba a apoyar la cabeza. Imagínense a un pedazo de negro como un armario echándote chorreos todo el puto día. Llegué a pensar que en realidad lo que le habría gustado ser era institutriz británica, o estricta gobernanta. Era un auténtico pelmazo.
El caso es que durante las tres semanas que estuvimos esperando el ataque a Tessenei, para matar el tiempo Boldai me enseñó a montar y desmontar el Kalashnikov con los ojos vendados. Yo no tenía otra cosa que hacer más que estar tumbado bajo las ramas que nos camuflaban, con cincuenta grados a la sombra, leyendo Las vidas paralelas de Plutarco en un grueso y compacto volumen de la editorial Edaf, o entreteniéndome en limpiar los artilugios bélicos. A fuerza de practicar llegué a hacerlo tan bien que el hijoputa de Boldai llamaba a los colegas, y me hacía competir con los reclutas jóvenes cronometrando el tiempo que tardaba en desmontar y volver a montar a ciegas. Intimé así con Kibreab, Tecle, el pequeño Nagash y todos los demás del grupo con el que semanas más tarde entraría en Tessenei, y que luego, cuando los etíopes contraatacaron y la aviación cubana nos machacó hasta hacernos picadillo, se quedaron allí para siempre. Todavía tengo sus fotos, entre ellas la de Kibreab muerto boca arriba y con los sesos encima de un hombro, el 4 de abril, tras el combate ante el banco de Etiopía. Esa diapositiva es de las pocas que no vendí nunca. Por muy cabroncete y mercenario y toda esa película que uno se monte, o que sea, hay cosas que no pueden hacerse.
El caso; les decía, es que fue Boldai Tesfamicael, mi guardaespaldas eritreo, quien me enseñó a montar a ciegas el Kalashnikov. Y es curioso. Vi a Boldai asaltar trincheras etíopes, rematar heridos, saquear la ciudad y exigir —confieso que yo también lo exigí— a punta de fusil al italiano dueño del hotel Archimede que nos diera de comer o le cortábamos a él los huevos y violábamos y macheteábamos a su mujer. Lo vi hacer todas esas cosas y algunas más que no contaré nunca; y sin embargo, siempre que pienso en Boldai, la primera imagen es sentado frente a mí con las piezas del arma en las manos, maternal como dije. Casi insoportable de riguroso, y metódico, y paciente.
Han pasado veintitrés años, Eritrea es ahora independiente, y cada vez que limpio el Kalashnikov me pregunto por dónde andará aquel fulano, si es que todavía anda. La última vez que lo vi fue cuando nos internaron en Kassala, Sudán, a todos los que llegamos a la frontera después de un mes de combates con poca esperanza y aún menos fortuna, huyendo de la aviación y el ejército etíopes. Yo me iba de vareta con la disententería, me había identificado como periodista y los policías sudaneses acababan de soltarme. Boldai estaba al otro lado de la alambrada cuando nos despedimos. Le di la mano y le dije buena suerte; y él hizo un saludo militar, y poniéndose firme, todo negro, grande y harapiento, me dijo: "Estás vivo para que hables de nuestros muertos. Y para que te acuerdes de mí".