Con ánimo de ofender (36 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

BOOK: Con ánimo de ofender
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Y sobre todo está la divisa de este tiempo: la ambición. El afán del hombre por ser más de lo que razonablemente puede llegar a ser. Esa locura desmedida es la que convierte cualquier experimento cultural o científico, cualquier clave de progreso, en arma de doble filo. No hay tanta diferencia entre el bodeguero golfo que arruina una marca de prestigio añadiendo uva bastarda, o el que atiborra las carnicerías de basura mortal por usar piensos baratos, con el científico que aspira a donar al ser humano y juega al doctor majareta bajo el pretexto de que así podremos prevenir las enfermedades, el dolor y la muerte. En el fondo, el móvil es el mismo: las vacas locas, la contaminación, la capa de ozono, la lluvia ácida, las leyes que se aprueban para donar bichos, embriones o lo que se tercie, so pretexto de que así se prevendrá el cáncer, el Alzheimer o la gonorrea, los transgénicos sospechosos que justificamos con el pretexto de comida a los hambrientos, mientras quemamos las cosechas para mantener los precios. Todo responde a la ambición: queremos ganar dinero rápido, y además no morirnos nunca. Y somos tan arrogantes, tan irresponsables, que para conseguirlo osamos alterar las leyes de la Naturaleza. Por la soberbia y el capricho de vivir más a cualquier precio, abrimos peligrosas cajas de Pandora, apelando a la ética y al sentido común del ser humano —unas garantías que manda huevos— para establecer los frenos y los límites. Por eso, en lo que a mí se refiere, prefiero que el doctor Frankenstein vaya y done a la vaca loca de su puta madre. Adoro mi incógnita fecha de caducidad. Y prefiero no estar aquí cuando este laboratorio imbécil se vaya a tomar por saco.

El Semanal, 21 Enero 2001

Mordidas y chocolate

Ya les he contado alguna vez que me gusta Méjico. Me gustan el paisaje, la comida, el tequila y la gente. Allí te atracan, por ejemplo, y, con la Colt 45 apuntándote al entrecejo, un fulano con bigotazos va y te dice, muy suavecito: "Amigo, deme el reloj las tarjetas de crédito o se muere ahorita". No dice lo mato, o le pego un tiro, no. Dice se muere. O sea, que te mueres tú solo, y él no se hace responsable de nada. Incluso esos peligrosos policías que te dan el sablazo en un callejón oscuro con la cazadora cerrada hasta el cuello para que no veas el número de la placa-por ahí dice usté no mas cómo quiere salir del problemas-, y no aflojan hasta que sueltas de mordida el diez por ciento de la multa que nunca se propusieron ponerte, pueden llegar a tener su relativa gracia si lo cuentas luego ante una botella. La otra noche, en la esquina de Paquita la del Barrio, Antonio -el chofer que mi compadre Sealtiel Alatriste me presta a veces para callejear el DF sin que me atraque un taxista- pidió al estacionar el coche "veinte pesos, patrón, para la policía". Se los di, resignado a contribuir a las necesidades particulares de la madera capitalina. Y a la salida, cuando cinco tequilas más tarde regresé haciendo eses y canturreando Mujeres divinas seguido por dos fulanos que me pisaban la huella con evidentes intenciones, comprobé que la mentada policía no era el cuerpo de policía local, sino una policía concreta, o sea, una uniformada gorda con pistola enorme al cinto, que me sonrió y detuvo el tráfico para que nuestro coche pudiera salir, tras dirigir una mirada disuasoria a mis dos sombras, diciéndoles: busquen a otro, cuates, que este gachupín rumboso ya dio el cachuchazo y está en regla.

Quiero decir con todo eso que Méjico, si uno tiene el aplomo razonable y tiene suerte, es una aventura apasionante. Porque como dice otro amigo mío, el escritor y periodista Xavier Velasco -empedernido noctámbulo y golfo de cojones-, “comparado con esto, Kafka era un costumbrista provinciano”. Que se lo pregunten al fotógrafo de Reforma al que encañonó un atracador, y al decirle que trabajaba para ese diario, el otro lo pensó y dijo " pues tírame una foto, no más". Y entonces, en mitad de la calle y con la gente pasando por allí, el caco posó tranquilamente con la 44 magnum en alto y una pose chulesca, la otra mano en la cadera y sonrisa de oreja a oreja. "Si no la publican, te bajo a plomazos" advirtió antes de irse. La foto se publicó, por supuesto. Yo la he visto. En primera. Y a estas horas, el de la 44 es la estrella de su barrio. Méjico también es otras cosas. Es, sobre todo, la forma singular en que coexisten la crueldad la pobreza y el orgullo, a menudo en la misma gente.

Me encanta el relámpago que encabrita los ojos del camarero cuando un gringo imbécil -y no siempre los imbéciles son gringos- confunde su cortesía con sumisión. O como cambia el ambiente cuando, en un tugurio, unos tipos hasta arriba de pulque, y con más peligro que un sicario majara, meten mano a las navajas a los fierros para abrirte ojales suplementarios: "usted dijo o no dijo, señor, y en estas mismas lo trueno", etcétera. Y en ésas les ponen una botella de tequila sobre la mesa después que tú, con mucha mili mejicana en las conchas, pronuncies la fórmula que aquí nunca falla "soy extranjero y no conozco las costumbres, pero tengo mucho gusto en invitar a una copa a los señores". Y al final sales de allí vivo y a las tantas, con una castaña de órdago y media docena de nombres más -alias incluidos- en tu vieja agenda de viaje.

Fascina, sobre todo, la dignidad de los humildes, que de pronto surge incluso entre la violencia y la miseria. Hace unos días estaba a la puerta de una cantina de la plaza de Santo Domingo, mirando lo más infame y lo más noble que España trajo a América: el palacio de la Inquisición y las imprentas que ya funcionaban en el siglo XVII. En ésas se acercó una pobre mujer con una cesta. Vendía chocolate, y antes de que abriera la boca le di cinco pesos. Me miró muy seria "no estoy pidiendo, señor. Yo vendo mi chocolate". Me disculpé en el acto. Claro, respondí. Y con mucho agrado se lo compro. Pero ahora me incomoda llevarlo, así que guárdemelo para luego. Eso la convenció, y se fue toda digna con sus cinco pesos. Y me quedé pensando que quizá, de tener ocasión, esa mujer me habría robado la cartera a la vuelta de la esquina. Pero en Méjico, cada momento tiene su momento, y cada cosa es cada cosa. Y es bueno que así sea. A veces hay que cruzar un océano, sentarse a la puerta de una cantina en invertir la módica suma de cinco pesos para recobrar palabras y actitudes que en la madre patria -también los hijos de puta tienen madre; y las putas, hijos- parecen haberse esfumado hace mucho tiempo.

El Semanal, 28 Enero 2001

De algo hay que morir

Me encantan la foto y la frase. La foto es de hace unos pocos días, la tengo recortada de un periódico y sujeta con chinchetas junto al ordenador, y en ella se ve a un paisano cincuentón, o sea, uno corriente, de infantería, con la boca abierta, tenedor en una mano y cuchillo en otra, mientras se calza un chuletón de ternera que da gloria verlo, de dos por dos palmos, tostado por fuera y poco hecho por dentro, como debe ser, canónico, con su correspondiente botella de vino. Pero lo mejor es el titular que recoge las palabras del gachó: «De algo hay que morir», dice mientras engulle. Tan campante. Con un par.

Confieso que cuando miro esa foto no puedo evitar un calorcillo de simpatía. El del chuletón, según cuenta el texto, ha estado comiendo carne toda su puta vida, y no está dispuesto a cambiar de costumbres, a sus años, ni por las vacas locas, ni por la ministro de Sanidad ni por la madre que la parió. En eso me recuerda al autor de mis días, un caballero que palmó a los setenta y tantos largos, y cuando en las últimas de Filipinas lo trincábamos fumándose un cigarrillo en plan clandestino decía: «A mi edad, más vale morir de pie que vivir de rodillas». y por lo visto, el del chuletón opina lo mismo. Espongiforme o no, estuvo comiéndoselo con mucho gusto y provecho toda su vida, cada vez que se lo permitía el bolsillo; ya estas alturas no va a cambiar de costumbres porque a una peña de gobernantes golfos y ministros sinvergüenzas europeos, españoles incluidos, con su imprevisión, su táctica del avestruz y su miedo a afrontar la realidad, hayan puesto patas arriba la confianza de los consumidores. Ya lo mejor no es mal modo de encarar el asunto. Uno sigue comiendo chuletones como si tal cosa, zampa que te zampa, y cuando dentro de unos años le diagnostiquen que el cerebro se le está deshaciendo a miguitas por las orejas, se come el último chuletón, se fuma un puro, pasa por El Corte Inglés para comprar un bate de béisbol o un buen garrote de nudos, y luego se da una vuelta por los ministerios de Agricultura y de Sanidad; y si puede, también por la presidencia del Gobierno. La ventaja en España es que no hay riesgo de equivocarse, porque como aquí nunca cesan a nadie, todos los responsables seguirán sentados en sus despachos como si tal cosa, o como mucho habrán cambiado de ministerio, o estarán en algún sitio oficial, enganchados a la teta de la otra vaca la vaca que siempre ríe, como Rómulo y Remo a su loba. Así que será fácil topar con ellos y darles, zaca, zaca, las gracias.

De cualquier modo, en algo va encaminado el del chuletón. Tal y como está el patio, uno no puede ir por la vida obsesionado con todo lo que come, porque entonces el acto de jalar se convertiría en absoluta paranoia, e íbamos a pasar más hambre que un divorciado sin abrelatas. Además, si uno lo piensa, resulta que de toda la vida hubo epidemias, peste, cólera, viruela, infecciones, triquinosis, envenenamientos por setas y cosas así, y la gente no armaba tanto escándalo con eso de morirse. De vez en cuando venía la mala racha, uno palmaba solo, por docenas o por millares, y punto. Lo único que ha cambiado es que antes el óbito individual o colectivo era por azares naturales y por causas más o menos primitivas que corrían a cuenta de los designios divinos; y cuando había mediación humana o se atribuía a alguien, con razón o sin ella, cogían al presunto responsable y lo asaban en la plaza pública o lo descuartizaban entre cuatro caballos. Ahora las causas suelen ser la irresponsabilidad y la codicia de golfos, comerciantes y políticos sin escrúpulos, a los que lamentablemente ya no se descuartiza, sino que se ampara con subvenciones estatales o se los confirma en sus cargos para evitar crisis gubernamentales que dan mala prensa en Europa. En lo demás, las cosas no son tan diferentes de lo que eran. Lo que pasa es que nos hemos amariconado mucho, y ahora nadie quiere trabajar duro, ni que le duela nada, ni morirse ni harto de vino, y no fumamos ni bebemos, y andamos mirando las etiquetas para que todo sea aséptico, incoloro, inodoro e insípido, y vivamos lo suficiente para que entre los hijos y los yernos nos lleven al asilo a hostias y allí sigamos viviendo veinte años más, por lo menos, tan felices con nuestra sonda y nuestro marcapasos y nuestro braguero, viendo al chófer de Rociíto en Tómbola y pellizcándole el culo a las enfermeras cuando nos traigan el puré de guisantes. Y olvidamos, como bien nos recuerda el paisano del chuletón, que una cosa es cuidarse y otra obsesionarse; y que a fin de cuentas de algo hay que morir. Que a cada generación le toca bailar con la más fea que le deparan el azar o la época. Y que durante siglos los seres humanos han vivido los azares de la existencia y luego se han muerto como al fin, con chuletón o sin él, nos moriremos todos. Pero sin darle tanta importancia y sin armar tanto escándalo. A ver quién cojones nos hemos creído que somos.

El Semanal, 11 Febrero 2001

Sobre imbéciles y champaña

Supongo que se habrán fijado, como yo, en la manía que le ha dado a la gente que gana premios y carreras y cosas así de coger una botella de champaña, agitarla bien para que coja fuerza, splash, splash, y luego regar a la concurrencia con el chorro de espuma, poniendo perdido a todo cristo. Ahora ya no hay Gordo de lotería, ni fiesta de cumpleaños, ni carrera de motos, de coches o de lo que sea, que no termine con espuma de champaña a diestro y siniestro mientras el personal parece encantado de que lo chorreen, yupi, yupi, y todavía pide más, dispuesto a gastarse lo que haga falta en lavandería con tal de participar en la fiesta. Uno, es un suponer, recorre cinco mil kilómetros haciendo el niñato gilipollas en un coche que vale una pasta, y después de atropellar a un dromedario, dos perros y siete negros, llega el primero de vuelta a Madrid o a Dakar o a donde le salga de la punta del clarinete, y entonces, para expresar su alegría, al muy imbécil no se le ocurre otra cosa que agarrar un mágnum de cinco litros y poner perdidos a los fotógrafos y a las cámaras de la tele, y a las topmodel pedorras esas que suben al podio para dar el premio y dos besos y siempre sonríen caiga lo que caiga, a la espera de poder contar en Tómbola cómo se lo hicieron con Jesulín, trámite imprescindible para hacerse famosas y enseñar el felpudo en Interviú.

Aunque peor es lo de los premios. Porque el del Gordo que acaba de embolsarse trescientos kilos, para dejarlo claro y que sepan lo contento que está y la marcha que lleva en el cuerpo, entra en el bar de la esquina, invita a los amigos, agarra el Codorniz o el Gaitero, según haya cobrado ya o todavía deba pasar por el banco, y a todos los que no han tenido premio ni han tenido nada y andan por allí cerca blasfemando para su coleto, los salpica con el chorro de espuma para que compartan su alegría, el muy soplapollas. Y si hay cámaras delante y posibilidad de verse en el telediario, entonces, en vez de agarrar al de la botella e inflarlo a hostias, que es lo natural y lo que antes solía hacerse en tales casos, la gente se ríe, y baila, y se abraza y aplaude al borde del mismo orgasmo, y dice suerte, suerte, que esta espumita trae suerte, y hasta saca a la suegra con un vasito de plástico en la mano para que salga con la permanente chorreando en lo de María Teresa Campos. Los subnormales.

Decía el otro día el gran Manolo Vicent, que es amigo y es marino y es mediterráneo, algo que no me resisto a transcribir literalmente: “No creo que haya existido una época en que los cretinos hayan sido tan apabullantes, ni los tontos hayan mandado más, ni la idiotez haya tratado de meterse como la humedad por todas las ventanas de las casas y los poros del cuerpo”. Y eso es algo rigurosamente cierto. Nunca en la historia de la Humanidad hubo un tiempo como éste, en el que gracias a ese multiplicador perverso de conductas que es la puta tele y sus consecuencias, gracias al mimetismo social que imita hasta el infinito la propia imbecibilidad y nos la devuelve bien gorda y lustrosa, alimentada de sí misma, el ser humano ha alcanzado cotas en apariencia insuperables, pero que demuestra ser capaz de superar día a día.

Hubo otros tiempos, claro, de memez y fanatismo, porque eso va ligado a lo irracional de la condición humana. Hubo, naturalmente, histerias colectivas, epidemias mentales, modas ridículas y todas esas murgas. Pero nunca hasta ahora fue tan rápido el contagio ni tan devastadores sus efectos. Cualquier gilipollez, la más tonta frase, canción, gesto, moda, difundida por la televisión a una hora de máxima audiencia, es adoptada en el acto por millones de personas a quienes uno supone en su sano juicio; y luego te la tropiezas aquí y allá, en todas partes, imitada, superada, desorbitada hasta límites increíbles, machacona y definitiva, cantada, bailada, repetida en el metro, en el autobús, en boca incluso de quienes por su posición o criterio deberían precisamente mantenerse al margen de todo eso. Y así terminas viendo a Clinton bailar Macarena en vísperas de que la OTAN bombardee Kosovo, a un ministro justificando su gestión política con una frase de Gran hermano, a presuntos respetables abuelos de ochenta años bailando los pajaritos en Benidorm, a irresponsables cretinos conduciendo cual si llevasen de copiloto a Carlos Sainz, o a un gilipollas con un décimo de lotería en el bolsillo salpicando a los transeúntes como si estuviera en el podio del Roland Garros, con los salpicados mostrándose felices con la cosa, y locos por que les llegue el turno para hacer lo mismo. Y comprendes que unos y otros no son sino manifestaciones del mismo fenómeno y de la misma estupidez colectiva, que nos tiene a todos bien agarrados por las pelotas. Y miras todo eso y te preguntas, si tú lo ves tan claro, cómo es que no lo ven claro los demás. Hasta que un día, como el padre Damián en Molokai, te miras al espejo y dices: maldita sea mi estampa. También yo he trincado la misma lepra.

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