Con ánimo de ofender (16 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

BOOK: Con ánimo de ofender
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Y allí, de pie en la acera, te pones de pronto a recordar cosas que no te apetece recordar en absoluto. Fotos de ese álbum confuso que llevas contigo: caras, imágenes, veintiún años en la isla de los piratas que en los momentos más inesperados o inoportunos dicen aquí estoy, échame un vistazo, amigo, a ver si recuerdas. Y claro que recuerdas. Recuerdas perfectamente al miliciano maronita que se llamaba Georges Karame —batalla de los hoteles, Beirut 1976— apaleando a aquel aterrorizado padre de familia musulmán mientras otro kataeb registraba a la mujer y a la hija sobándoles las tetas. O la mirada que la campesina nicaragüense de Estelí, mayo del 79, dirigió a su marido arrodillado ante los somocistas que lo empujaban con los cañones de sus Galil, y cómo el pobre hombre intentaba mantenerse digno, y la patada que uno de ellos, pelirrojo, pecoso, alias Gringo, terminó por darle en la cabeza, y el modo en que el hombre se incorporó luego, despacio, ya mucho más avergonzado que temeroso, mirando de reojo a su mujer. O el serbio joven de Kukunjevac, verano del 91, interrogado por tropas especiales croatas, encapuchados que le daban bofetadas, una detrás de otra, mientras la mujer con un crío pequeño en brazos miraba paralizada de terror ante la casa incendiada —botella de butano abierta y una granada—, otro guantazo y otro guantazo más, y cómo cada bofetada le volvía a un lado y a otro la cabeza, zaca, zaca, resonando como el parche de un tambor. Y cómo el infeliz se orinaba encima de miedo y de vergüenza, y una mancha húmeda y oscura se le extendía por la pernera del pantalón.

Y tú recuerdas todo eso y algunas cosas más mientras se alejan la furgoneta y el coche blanco. Y parece que nada tenga que ver. Pero sabes que sí tiene mucho que ver. Te dices una vez más que el género humano es el peor de los géneros que conoces, y que no hay apenas diferencia de unos fulanos a otros. Sólo el hecho accidental de que unas veces te los encuentras en una ciudad entre semáforos y escaparates, y otras llevan escopeta en sitios donde la gente se arranca los huevos con la mayor naturalidad del mundo. Pero siempre se trata de los mismos hombres, colega. Siempre se trata de la misma infamia.

El Semanal, 18 Julio 1999

La chica de Rodeo Drive

El restaurante está casi en la esquina de Rodeo Drive. Es una pizzería en plan bien, frecuentada por gente del cine y de las lujosas tiendas y galerías que llenan el Triángulo de Oro. Raquel y Howard, mis agentes, han organizado un encuentro con fulanos de Hollywood, tiburones y tiburonas de sonrisa tan fácil como la de los escualos hambrientos, ya se pueden imaginar, contratos sobre la mesa y llámame Mike, y mucho jijí jajá, pero si no te lees con cuidado hasta la última coma de la letra pequeña vas listo: te roban hasta la camisa, y además puedes encontrarte un cuchillo entre los omoplatos. El caso es que allí estamos, sonrientes y corteses y campechanos y pensando tras la sonrisa: a mí me la vas a pegar tú, hijoputa. De vez en cuando bebo un sorbo de vino de California. «Vaya una mierda, o sea, shit, de vinos tenéis aquí», he dicho hace un rato, más que nada por fastidiar, y todos se han reído mucho, ja, ja, hay que ver qué gracioso ha salido este cabrón. Lo mismo se habrían reído si llego a decir que el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos. Ellos cobran por reírse en los momentos oportunos mientras te llevan al huerto.

El caso es que yo bebo el vino, que por cierto es estupendo, y de vez en cuando bajo la guardia y miro a la chica que está en el atril de la entrada. Se llama Elena Trujillo, según su chapita de identificación, y es gringo-mejicana. Hace un rato, cuando le hablé del pueblo del que procede su apellido, me pidió que se lo describiera y estuvimos charlando unos minutos. No es guapa ni fea. Tiene la nariz inflamada y los cercos morados bajo los ojos que delatan una recientísima operación de cirugía plástica; y cuando yo bromeé cortésmente sobre eso, aventurando que le quedaría una bonita nariz, ella suspiró un momento, miró a las mesas donde se sentaban productores y actores, y dijo: «ojalá».

Ahora desmenuzo esa palabra mientras la observo sonreír a los clientes y acompañarlos hasta sus mesas, y pienso en su enternecedora nariz operada, y en el modo en que habla y sonríe y camina, y en cómo debe de cruzar los dedos por dentro cada vez, cada día, diciéndose que sí, que quizás ese escritor español que habla inglés como los indios de John Ford y charla con los gringos rubios, o el actor sentado al fondo, o el agente cazatalentos que mira alrededor olfateando rostros y nombres, se fijen hoy en ella y le den, por fin, ese empujoncito que la llevará a la pantalla y a los sueños y a la fama y a la gloria. Y pienso en ella y en todas las chicas que he visto otras veces, apostadas en la esquina de la vida esperando el golpe de suerte; seguras de que en ellas se cumplirá la ambición donde otras fracasaron, y un día serán cartelera junto a Hugh Grant; y de todas las humillaciones, de todas las desilusiones, no quedará sino un mal recuerdo que habrá valido la pena, como el costo de esa nariz operada que tal vez allane por fin el camino. Eso es lo que pienso mientras miro a Elena Trujillo esperando como Penélope, sentada en su banco del andén, a que Richard Gere le diga tú eres Pretty Woman, y se besen, y suene la música.

Y sigo pensando en ella y en las otras chicas que me he tropezado estos días, soñando con ser actrices en Beverly Hills, o la semana pasada queriendo ser modelos en el hotel Delano de Miami, vestidas para matar, botín de marrajos sin conciencia al término de cada fiesta. Pienso en aquella lumi cansada y elegante con la que estuve charlando en el bar del hotel, otra hispana todavía guapa, ajada lo justo, y los ojos sarcásticos con que miraba a las jovencitas que iban y venían, bellas y arregladísimas, como diciendo: así empecé yo. Y se me va la olla hasta Madrid, o hasta donde sea, y pienso en todas esas chicas altas y delgadas hasta la anorexia que, en vez de estar luchando por ganarse la vida de un modo normal, te las encuentras camino de un casting, con sus bolsas en la mano, su artificioso caminar y sus expresiones prematuras de top model de vía estrecha, con los ojos velados por el sueño de ser un día —hay que joderse con el sueño— como Mar Flores y salir en Tómbola.

Eso es lo que pienso allí sentado, en el restaurante italiano de Rodeo Drive, con los fettuccini enrollados en el tenedor, y frente a la sonrisa artificial, más falsa que judas, de la directora de marketing de los estudios Mortimer & Flanagan. Y por eso me remuevo incómodo en mi silla, cuando, desde su atril de recepción, con su pobrecita nariz operada, Elena Trujillo mira por enésima vez hacia nuestra mesa y sonríe.

El Semanal, 01 Agosto 1999

El diablo sobre ruedas

Vas por la autovía a tu aire, a ciento veinte o ciento treinta, con poco tráfico, y como todavía te quedan tres horas largas de viaje, y las autovías son un muermo, y a veces no hay siquiera un bar donde beber un café, canturreas coplas para no quedarte torrado. Acabas de terminar Capote de grano y oro y empiezas Cariño de legionario —ese Príncipe Gitano—, y cuando estés con aquello de: le di a una monta mora, monta mora, monta de mi alma, te encuentras en una cuesta arriba de tres carriles una furgoneta que va por el de la izquierda, tan campante. Es una Transit algo decrépita, y sube la cuesta asmática, cortándote la maniobra natural de adelantamiento por babor. Te pones detrás un poco, a ver si el fulano te ve y se aparta; pero el fulano, aunque te ve, no se aparta sino que acelera, o lo intenta, y del tubo de escape sale una humareda negra que salpica tu parabrisas. Así que das un destello con los faros, pero el otro ni se inmuta. Le gusta ese carril. Entonces caes a estribor, buscando el carril central; pero en ese momento el triple se convierte en doble, y la Transit vuelve a cortarte el paso, obligándote de pronto a adelantar por la única vía que queda libre, la derecha. Lo apurado de la maniobra no deja tiempo para verle la cara al conductor, pero mentalmente le deseas una úlcera de duodeno. Sigues tu ruta.

Vas cuesta abajo. Carril derecho de un doble carril. Estés con La Lola se va a los puertos cuando inicias el adelantamiento a una roulotte guiri. Como el guiri pega unos bandazos espantosos, lo adelantas con cuidado. En ese momento, unos destellos de faros te sorprenden en el retrovisor. Miras, y ahí tienes la furgoneta de antes a un palmo, pidiendo impaciente paso libre. Como tenga que frenar, te dices, vamos listos el guiri, yo, y ese cabrón de la Transit. Así que aceleras, vas a tu derecha, y la furgoneta pasa a toda leche, al límite de su velocidad y aprovechando la cuesta abajo. Ciento sesenta, calculas, preguntándote si el tío que va al volante puede controlar lo que lleva entre manos. La respuesta debe de ser sí, porque algo más adelante hay una pareja de la guardia civil con sus motos y sus cascos, y ven pasar al hijoputa y siguen hablando de sus cosas. Te encoges de hombros y empiezas Sombrero, imitando el tono chulillo de Pepe Pinto. Ay, mi sombrero.

Nueva subida, y ahí está, santo cielo, la Transit otra vez, renqueante en la cuesta arriba y, por supuesto, por el carril izquierdo. Te pones detrás, compruebas que ni se inmuta, así que de nuevo te ves obligado a adelantarla por donde no se debe. La maniobra obtiene un furioso rafagazo del luces del conductor, que a estas alturas considera lo vuestro algo personal. Tú, desde luego, empiezas a considerarlo; hasta el punto de que en lugar de la úlcera de duodeno, lo que le deseas ya es un fin de trayecto empotrado contra un trailer. Como mínimo.

El caso es que metes la quinta y te alejas por una cuesta abajo con curvas sinuosas, inicias el adelantamiento a un camión, y de pronto, honor de los honores, como en aquella película de Spielberg, te encuentras de nuevo a la Transit pegada al parachoques, dando unos vaivenes escalofriantes en las curvas. Miras por el retrovisor y por fin puedes ver la cara del conductor: flaquito, escuchimizado. Te da ráfagas con los faros, exigiendo que le cedas el paso o te arrojes a la cuneta para que él no pierda la carrerilla. Pruebas a tocar el pedal del freno sin apretar, sólo para que el otro se aparte un poco y sea prudente, pero ni por esas. Lo llevas como para un chotis. Y lo que te pide el cuerpo es hacerle una pirula en plan kamikaze, para intentar que se salga de la carretera y se casque los cuernos, él y todos los mastuerzos que toman una furgoneta por un coche de carreras, y también todos los guardias que los ven pasar y pasan. Eso es lo que de verdad te apetece, y estás a pique de intentarlo. Pero observas otra vez por el retrovisor el careto del cenutrio y piensas: míralo bien, colega. Fíjate en esa cara y comprenderás que no vale la pena picarse. No compensa romperse el alma por esa mierdecilla de tío. Por ese tiñalpa.

El caso es que aparece por fin un área de servicio con gasolinera y bar, y tú entras a la derecha y empiezas Chiclanera mientras ves a la Transit perderse de vista, a todo lo que da. Ojalá te la pegues, chaval, le deseas de todo corazón. O si no, con tanta prisa, ojalá llegues antes de tiempo y te la encuentres en la cama con el del butano.

El Semanal, 08 Agosto 1999

Morir como bobos

nda tú. Ahora resulta que, en eso que se ha dado por llamar deportes de riesgo, a la gente que los practica le molesta morirse de vez en cuando. Pretenden tirarse por un barranco, o ir al Polo Norte, o hacer el pino en el asiento de una moto a doscientos por hora, y luego, pasado el subidón de adrenalina, contárselo a los amiguetes, tan campantes, y aquí no ha pasado nada. Luego, cuando por casualidad sale su número, ponen mala cara. No fastidies, hombre, dicen. Que esto es un deporte de alto riesgo, pero un deporte. Que para eso me visto de lycra y uso cuerdas con naylon poliesterilizado, y llevo chichonera de PVC y chaleco antibalas, y además me grabo en vídeo. Los fulanos y fulanas que practican el asunto quieren aventuras espantosas pero que transcurran, ojo, dentro de un orden. Arriesgar la vida con seguridad de que no la van a perder. Que una cosa es ser aventurero, dicen, y otra ser lelo.

Lo que pasa es que no. Que a veces fallan la cuerda o el mosquetón, o por el barranco viene una crecida de agua de la que no avisó Maldonado en el Telediario, o al barril con el que te tiran rodando por el monte se le sale una duela, y entonces vas y te mueres o te quedas tetrapléjico; y pides, si te queda con qué pedirlo, que te devuelvan el dinero. Que por lo general se le pide a una agencia, porque ahora estas capulleces se hacen con agencias y con organizaciones y con presuntos especialistas, que lo mismo te llevan a hacer footing a Kosovo que cobran por colgarte de los huevos en una encina manchega mientras la novia hace fotos. Porque, y ésa es otra, sin fotos no hay aventura que valga. Uno hace eso para contárselo a los amigos y para poner cara de aventurero intrépido mientras les pasa el vídeo y les pone unas cervezas, sintiéndose Indiana Jones.

En otro tiempo había hombres y mujeres que se preparaban a conciencia, años y años, antes de enfrentarse a la aventura con la que soñaban. Viajeros que durante toda una vida estudiaban, investigaban, se aprendían de memoria los mapas del desafío en el que alguna vez se adentrarían. Gente silenciosa que pasaba meses observando la cara norte del pico donde tal vez iba a perder la vida. En todo ese periodo de estudio, de reflexión, de preparación intensa, esa gente tenia tiempo de calcular y asumir los azares y los riesgos, el dolor y la muerte. Eso formaba parte de un todo armónico, valiente, razonable, que iba en el mismo paquete. De algo consustancial al

ser humano, que desde que existe memoria ha estado yéndose a la caza de la ballena, como en el primer capítulo de Moby Dick, cuando no tiene dinero en el bolsillo o cuando su corazón es un húmedo y goteante noviembre.

Pero eso era antes. Ahora, cualquier retrasado mental está viendo Expediente X y decide que él también quiere emociones fuertes y adrenalina, y coge un folleto publicitario, y al día siguiente, previo pago de su importe, se encuentra con un arnés oscilando a cinco mil metros de altura, o nadando entre pirañas con una cocacola fría en la mano, sin tener ni remota idea de lo que está haciendo allí. A veces hasta ignora geográficamente en dónde está. Y lo que es peor, sin asumir ni por el forro su propia responsabilidad. Exigiendo por contrato que no le pase nada. Que lo metan y lo saquen intacto de las cataratas del Niágara. Y luego, cuando se rompe la crisma, porque en esos sitios lo normal es romperse la crisma, monta un cirio, o lo montan sus familiares enlutados, argumentando que a él le habían garantizado que hacer tiburoning en los cayos de Florida con un calamar en el culo era como una película de Walt Disney.

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