Así que por mí, como si se despeñan todos. Prefiero reservar mis lágrimas para otras cosas que merezcan la pena. No para quienes convierten el riesgo en un espectáculo estúpido e irresponsable, olvidando que la vida real no es como las películas de la tele. La vida real es muy perra y mata de verdad; y cuando uno está muerto o tiene la columna vertebral hecha un sonajero, cling, cling, ya no hay modo de darle al mando a distancia y ver qué ponen en otra cadena. Y además, el mundo está lleno de gente que palma cada día en aventuras obligatorias que maldita la gana tienen de protagonizar. Profesionales del riesgo voluntarios o forzosos. Gente que muere entre enfermedades, guerras y barbarie. Mujeres violadas y hombres macheteados como filetes, que con mucho gusto cederían su puesto en el espectáculo a toda esa panda de gilipollas que buscan adrenalina, arriesgando estúpidamente una vida preciosa cuyo manual de uso ignoran.
El Semanal, 22 Agosto 1999
El otro día, en la radio, oí rizar el rizo. Un cargo oficial, citando los antecedentes históricos del régimen fiscal vasco, mencionaba "el reino de Euskadi". No el de Navarra, ni nada por el estilo, con relación a otros reinos medievales como el de Aragón o de Castilla. No. El reino de Euskadi, con un par. De modo que, oído al parche, ha nacido o está a punto de ser alumbrada una nueva entidad histórica indiscutible de toda la vida, del mismo modo que el reino de Aragón desapareció en las brumas del pasado para iluminar el nacimiento, oh prodigio, del reino de Cataluña de Jaume I el Conqueridor. Para que vean lo bonito y plurinacional y de diseño que se nos está poniendo el paisaje. Porque la verdad es que nos estamos fabricando un pasado apasionante. Tan apasionante, que vamos a tener que reescribir de nuevo todos los libros de Historia que no hemos reescrito todavía, y reesculpir las piedras de las catedrales, y repintar los cuadros, para que todo ajuste. Pero no les quepa duda de que en ese menester, necesario si queremos construir una Comunidad de Estados verdaderamente plural y no la falsa democracia españolista en que vivimos, podrá seguirse contando con la entusiasta colaboración de las autoridades administrativas y culturales, siempre dispuestas a facilitar las cosas. Porque aquí todo el que no traga es un reaccionario y un cabrón, y además se juega los apoyos parlamentarios. Tragó el Pesoe, que tanto las pía ahora en unos sitios y se calla en otros. Y traga el Pepé, que, para que no se le note lo de Onésimo, se pone flamenco con la puntita nada más. Así que pronto tendremos a ministros de Cultura y presidentes de Gobierno hablando en el telediario del reino de Euskadi y del reino de Cataluña, y del reino de Matalascañas según bajas a mano derecha, si se tercia.
Resumiendo: que esto, además de una mierda, es una estafa. Esto se ha convertido en un país virtual improvisado sobre la marcha, al ritmo infame de porcentajes electorales, de ideologías entres y símbolos manipulados, sin ni siquiera creer en ellos, por ayatollás de leche rancia, por curas trabucaires e hipócritas, por fascistas que se escudan tras la palabra nación, y por oportunistas que se apuntan a lo que sea. España se ha convertido en una casa de putas de 17 comunidades y 8.000 ayuntamientos que van por libre, cada uno ingeniando algo original, y maricón el último. Que lo mismo deciden dinamitar el acueducto de Segovia porque a un concejal se le ocurre que es un monumento al imperialismo romano, que declarar persona non grata a Cervantes por facilitar la opresión lingüística, o aprovechar el cumpleaños del alcalde para subir pensiones de jubilados que terminan convirtiéndose en un certamen nacional de demagogia barata. Con carreras de trotones que ahora resulta que no sólo son signo de identidad nacional, sino que de aquí a poco los niños de las escuelas baleares recitarán: "La patria es una unidad de destino que trota en lo insular". Por no hablar de esos funcionarios públicos cuyo número iba a reducirse descentralizando, y resulta que en siete años ha crecido en un cuarto de millón; lo que significa que por cada puesto de trabajo en la Administración central, las autonómicas han creado quince.
Y es que esto es como una carrera, a ver quién llega antes. Un concurso de despropósitos donde los participantes hubieran perdido el sentido de la realidad y el sentido del ridículo. Hemos llegado al punto en que, no ya un político de foto en primera y mando en plaza, sino cualquier cacique de pueblo, cualquier sátrapa de chichinabo, cualquier alcaldillo con boina y garrota, cualquier concejal desaprensivo y analfabeto, se carga lo que sea con tal de apuntarse un tanto. Desmantelando un poco más lo que queda de este putiferio, entre los aplausos y el embobado qué me dice usted del respetable, y el silencio cómplice de las ratas de cloaca especialistas en vender a su madre por un voto. Y los líderes de sus partidos, cuando los tienen, por aquello de que no vayan a llamarlos centralistas, o españolistas, o autoritarios, o por la más simple razón de que una alcaldía es una alcaldía y un pacto es un pacto, tragan, consienten, autorizan, rubrican y bendicen barbaridad tras barbaridad. Y de ese modo uno ya no sabe si se encuentra en manos de una panda de sinvergüenzas o de imbéciles; aunque en esta piltrafa a la que ya casi nadie se atreve a llamar España, una cosa no quita la otra. Aquí, ser al mismo tiempo un sinvergüenza y un imbécil es algo perfectamente compatible. Es lo más natural del mundo.
El Semanal, 29 Agosto 1999
Pues resulta que vas dando un paseo por calles de un barrio viejo, a esa hora en que gotean las macetas de geranios, y hay pescaderías abiertas, y tiendas de ultramarinos, y marujas charlando en las aceras, y una furgoneta con un gitano que vende melones. Te encantan esas calles y esas tiendas y esas señoras con carritos de la compra y vestidos estampados de verano, y la manera con que el gitano empalma la churi y pega dos tajos, chis, chas, para que caten el producto. Te gustan esas cosas, las voces en el aire, los olores, la luz en lo alto de las fachadas de las casas, el jubilado en pijama que mira desde el balcón. Uno casi quiere a la gente así, en abstracto, en mañanas como ésta.
Ése es tu estado de ánimo cuando, al pasar por una callecita estrecha, hueles a papel. No a papel cualquiera, ni a bastardas hojas de periódicos, ni a celulosas ni nada de eso. Huele a buen y maravilloso papel recién impreso, encuadernado. A limpias resmas blancas, cosidas, encoladas. Huele a libro nuevo, y parece mentira lo que puede desencadenar un olor y su recuerdo. Entonces, con la cabeza llena de imágenes, tan asombrado como si acabaras de dar un salto de casi cuarenta años en el tiempo, te detienes frente a una puerta abierta y ves una antigua prensa, y pilas de libros que están siendo empaquetados. No necesitas acercarte más para saber que se trata de libros de texto. Ese olor inconfundible sigue perfectamente claro en tu memoria, y casi puedes sentir entre los dedos el tacto de las tapas, ver las ilustraciones de las portadas, aspirar el aroma de esos libros de septiembre que en otro tiempo contemplaste con una mezcla de expectación y recelo, como quien mira por primera vez un terreno desconocido por el que deberá aventurarse de un momento a otro.
Y en ésas, zaca, das un salto hacia atrás, o es el tiempo quien lo da; y te ves de nuevo allí, en el almacén de la librería colegial, entre las grandes pilas de libros de la editorial Luis Vives, tapas de cartón y lomos de tela, clasificados por cursos y asignaturas: Historia de España, Gramática, Aritmética. Libros todavía medio envueltos en grandes paquetes de papel de estraza que olían a nuevo, a papel noble, a tinta virgen, a ese momento de la vida en que todo era posible porque todo estaba por leer, por estudiar y por vivir. Recuerdas tu fascinación al comienzo de cada curso; aquella forma en que tocabas por primera vez el lote de libros, abrías sus páginas, mirabas textos e ilustraciones. Hasta los que luego se tornarían odiosos campos de concentración o tormento chino —Matemáticas, Geometría, Física y Química—, en ese momento inicial, intactos, como una mujer hermosa y llena de enigmas, se dejaban acariciar envueltos en aquel aroma de papel mágico que olía a promesas y a misterio.
Ahora, con más años por detrás que por delante, los misterios se desvelaron, e hiciste buena parte de ese camino del que tales libros eran puertas. Sin embargo, aquí junto al almacén, el olor reencontrado te permite por un instante regresar a la casilla número uno del juego de la Oca, al punto de partida, al comienzo de casi todo. Hasta te concede recobrar el roce, el tacto de la mano masculina y segura que te conducía entre aquellas pilas de libros recién desempaquetados mientras iba entregándotelos, uno a uno. Una mano delgada, noble, hace tiempo perdida, pero que revives ahora gracias a este olor, asiéndote otra vez a ella porque te sientes impresionado, conmovido, tímido ante las pilas de libros aún no abiertos, cuyos secretos, pobre de ti, tienes sólo un curso para trasladar de su papel a tu cabeza.
Y así, en la estrecha callecita, inmóvil frente al almacén y traspasado de nostalgia, mueves silenciosamente los labios mientras recitas frases, latiguillos, fragmentos vinculados a ese olor, que luego te acompañarían toda la vida: Triste suerte de las hijas de Ariovisto. Fé —así, con acento—, esperanza y caridad. Todo cuerpo sumergido en un líquido. El ciego sol, la sed y la fatiga. Blanca, negra, amarilla, cobriza y aceitunada. Oigo, patria, tu aflicción. La del alba sería. Almanzor agoniza y muere a las puertas de Medinaceli. Ese O Cuatro Hache Dos. Puesto ya el pie en el estribo… Y de pronto sonríes, porque tienes la certeza de que, si alguna vez llegas a viejo, en el momento en que lo reciente se difumina y son los años lejanos los que se recuerdan, cuando también tú estés pie en el estribo y a punto de irte como todo se va en esta vida, seguirás recordando ese olor y esas palabras con la misma intensidad del primer día.
El Semanal, 05 Septiembre 1999
Les aseguro que he pasado el verano intentándolo. Por primera vez desde que tecleo este panfleto semanal me he hecho una violencia inaudita. Titánica. Este año no, pensaba cada semana. Este verano voy a romper la tradición, ya hablar de cualquier otra cosa. Aprovechando que Javier Marías se había quitado de en medio, el perro inglés, yéndose a descansar a la pérfida Albión —en agosto recibí una provocadora postal suya con el careto de Nelson—, y que tampoco él iba a mencionar el tema que en nuestras respectivas páginas era materia de cada verano, decidí mantenerme firme. Nada de artículos sobre la vestimenta playera, me dije; como aquel, tal vez lo recuerden, que un año titulé Somos feos. Esta vez no, decidí. Los colorines y las gorras de béisbol al revés, como si no los viera. No más insultos a la moda decontracté. Así me ahorraré cartas de lectores descontentos. Benevolencia, Arturín. Caridad y benevolencia. Acuérdate de la viga en el propio, etcétera. No te metas, y que se pongan lo que les salga de las partes contratantes de la primera parte.
Pero no puedo. Lo he intentado, y no hay manera. Les juro por el cetro de Ottokar que todos y cada uno de los días que pisé la calle este pasado verano lo hice con la mejor intención, animado por fraternales deseos de buscar el lado positivo. De pasear por un mercadillo de localidad playera e ir besando a la gente en la boca, smuac, smuac, alabando la camiseta de éste, los calzones floridos de aquel, el bodi fosforito de la tal otra. Pongo a Dios por testigo de que anduve con la mejor intención del mundo y una sonrisa solidaria en la boca, tal que así, como la de Sergio y Estibaliz, pese a que a mí esa sonrisa me daba una expresión de absoluta imbecilidad; pero dispuesto a quererlos a todos. Pragmático y bien dispuesto hasta la náusea. Asco me daba de lo tolerante que iba. Pero no pude. Lo intenté, pero no pude.
Y es que hubo un tiempo en que la gente se vestía de acuerdo con su físico y personalidad; según gustos, educación y cosas así. Ahora, la educación, los gustos, la personalidad y hasta el aspecto físico, vienen dictados por la moda comercial y las revistas y las series de televisión. La ordinariez es la norma, no existe el menor criterio selectivo, y todo en principio vale para todos. Es como si la ropa la arrojasen a voleo sobre la gente, pito, pito, gorgorito; y lo triste del fenómeno es que dista mucho de ser casual, pues cada uno de esos horrores que vemos por la calle ha sido probado y remirado muchas veces ante un espejo. De modo que, hasta esta presunta desinhibición e informalidad son artificiales, más falsas que la sonrisa de mi primo Solana. Por eso el verano es el gran pretexto, y el personal se atreve a cosas inauditas. Este verano he visto, como le diría Kurtz a Harrison Ford en un híbrido surrealista de Blade Runner y El corazón de las tinieblas, horrores que creí no ver jamás. He visto combinaciones de prendas y colores alucinantes. He visto clónicos del conde Lecquio con polo de la Copa América y zapatos náuticos y pantalón de raya corto hasta la rodilla y pantorrilla peluda que me han quitado de golpe las ganas de cenar. He visto a una tía en bañador, y pareo cortito por la calle principal de una ciudad cuya playa más cercana estaba a cincuenta kilómetros. He visto enanos raperos con zapatillas de luces rojas intermitentes, que pedían a gritos encontrarse con un neonazi majareta de Illinois armado con un AK-47. He visto venerables ancianos con piernecillas blancas y pelo gris, gente que hizo guerras civiles y trabajó honradamente y tuvo hijos y nietos, vestidos para el paseo vespertino con bermudas de colores y una camiseta de Expediente X. He visto impúberes parvulitas con suelas de palmo y medio y tatuajes hasta en el chichi. He visto maridos que paseaban, orgullosos, a legítimas vestidas de diez mil y la cama aparte. He visto morsas de noventa kilos con pantalones de lycra ceñidos por abajo y bodis ceñidos por arriba, derramando pliegues de grasa que habrían hecho la fortuna de un barco ballenero. He visto injertos de Andrés Pajares y el Fary propios de la isla del Doctor Moreau.
Así que un año más, me veo en la obligación de confirmarles que no es sólo que seamos feos. Lo nuestro no es un simple presente de subjuntivo plural que podría interpretarse como veraniego y casual. Lo nuestro es que seguimos siendo feos con contumacia, a ver si me entienden. Feos y ordinarios con premeditación y alevosía. Feos sin remedio. Y además —eso es lo más grotesco del asunto— previo pago de su importe.
El Semanal, 12 Septiembre 1999
Parece mentira la cantidad de tertulianos y especialistas radiofónicos que tenemos en este país. Cada vez que se me ocurre enchufar la radio sale uno empeñado en arreglarme la vida. Algunos, además, son polivalentes y polifacéticos y polimórficos, pues lo mismo te asesoran sobre lo que debes votar, que te dan una magistral sobre terrorismo, valoran el año económico, u opinan a fondo sobre la crisis agropecuaria de Mongolia interior. Debe de ser por eso que, en este país de navajas, analfabetos y mangantes, ciertos elementos pasan de unas radios a otras y se perpetúan desde hace años y años, apuntando siempre aquello de ya lo decía yo, aunque hayan dicho exactamente lo contrario. En otro lugar se les llamaría supervivientes. Incluso, hilando fino, oportunistas. Pero aquí son expertos. Expertos de cojones.