Aterrizamos -hora y media de retraso- muertos de hambre y sin que nos sirvan ni un canapé. Sólo una de esas chocolatinas que fabrica Ruiz Mateos. Salgo del avión preguntándome quiénes somos, de dónde venimos, a dónde carajo vamos, y por qué hace año y medio que nunca desembarco por uno de esos fingers, o túneles retráctiles casualmente construidos por Thyssen, y siempre me toca subirme al autobús. Al fin, tras aguardar cuarenta y cinco minutos de reloj en la cinta de equipajes, mi maleta sale, por supuesto, cuando ya la daba por perdida.
Sale con la última remesa, y todas llevan la etiqueta Business class, Priority.
El Semanal, 31 Octubre 1999
Ocurrió hace veinticuatro años. Había una vez un Sáhara que se llamaba Sáhara español, y había una crisis con Marruecos, y en mitad del desierto había un puesto fronterizo llamado Tah: un pequeño fortín como los de las películas, que en las noches sin luna era atacado por los marroquíes. También había, para defender ese fortín, un pequeño destacamento de tropas nativas: doce saharauis mandados por el alférez Brahim uld Hammuadi y el cabo Belali uld Marahbi. También había un periodista jovencito que pasó todo aquel año allí, mandando crónicas diarias para Pueblo, y que varias noches compartió los sobresaltos bélicos de quienes defendían Tah. Durante aquellas horas de vigilia, oscuridad y frío, paqueo moruno, cigarrillos con brasa escondida en el hueco de la mano y susurros en voz baja, aquel periodista se hizo muy amigo del cabo Belali. Tan amigo se hizo, que el cabo, la noche que una compañía marroquí cercó el fuerte, y el comandante Fernando Labajos desobedeciendo órdenes expresas —doce saharauis no eran importantes para los generales españoles— fue en socorro de sus nativos y el periodista jovencito lo acompañó en la aventura, el cabo Belali le regaló al periodista su anillo de plata saharaui, el que llevaba en la mano desde niño. Y el periodista lo guardó siempre como si fuera una medalla. Su roja insignia del valor.
El cabo Belali era flaco y tostado de piel: un guerrero del desierto, que tenía una sonrisa simpática y un curioso mechón blanco en el pelo. En las fotos que el periodista jovencito y él se hicieron juntos, el cabo Belali viste la gandura de la policía territorial nativa, con el turbante negro en torno al cuello, lleva una corta barbita en punta y su fusil al hombro, y detrás ondea, como un infame sarcasmo, una bandera de España. Tan amigos se hicieron que algo más tarde, poco antes de la Marcha Verde, cuando el periodista jovencito acompañado de Santiago Lomillo, de Nuevo Diario, y Claude Glúntz, un ex paracaidista francés reconvertido a fotógrafo de guerra, cruzaron un día la frontera y pasaron al otro lado a charlar con los marroquíes, y se demoraron mucho en volver porque el sargento del puesto alauita los interrogó primero y luego los invitó a un té, entonces el cabo Belali y sus compañeros creyeron que los marroquíes los habían apresado. Y tras mucho discutir, Belali, que no podía dejar a su amigo en manos de los marroquíes, convenció al alférez Brahim para atacar el puesto marroquí. Y cuando los tres periodistas volvieron a Tah, se encontraron a los saharauis armándose hasta los dientes, dispuestos a rescatarlos por las bravas. Y supieron que ese día habían estado a pique de desencadenar una guerra.
Después España abandonó a su suerte a los saharauis, y el periodista jovencito vio llorar al cabo Belali el día que sus jefes españoles le ordenaron entregar el fusil. También lo vio, formado en el patio del cuartel del Aaiún, saludar por última vez a aquella bandera que ya no era suya; y ese mismo día lo acompañó hasta la Seguía, por donde una noche como la de hoy, hace exactamente veinticuatro años, el cabo Belali se fue camino del desierto hacia el este, con muchos de sus camaradas, para unirse al Frente Polisario. El periodista jovencito y él se encontraron cuatro meses más tarde, cuando los guerrilleros saharauis luchaban a la desesperada por mantener abierta la ruta de Guelta Zemmur y Oum Dreiga. El cabo Belali había envejecido, ya no tenía un mechón sino todo el pelo blanco, y era piel y huesos; pero la sonrisa era la misma. Bebieron juntos los tres tés tradicionales: amargo como la vida, suave como el amor y dulce como la muerte. Y aquella noche, a la luz de una fogata, el periodista jovencito escuchó al cabo Belali la más exacta definición de la muerte que oyó nunca: «Alguien cogerá tu fusil, alguien te quitará el reloj, alguien se acostará con tu mujer. Suerte».
Meses después, en Amgala, otro guerrillero amigo, llamado Laharitani, le contó al periodista jovencito que el cabo Belali había muerto peleando en Uad Ashram. Se retiraban después de una emboscada, dijo. Le habían dado, se quedó atrás y no pudieron ir a buscarlo. Estuvieron oyendo el fuego de su Kalashnikov durante mucho rato, hasta que por fin dejaron de oírlo.
Esa es la historia del cabo Belali uld Marahbi. Y cada año, por estas fechas, el periodista jovencito —que ya no es periodista ni es jovencito— abre una pequeña caja de madera que tiene, y recuerda a su amigo mientras toca el anillo de plata.
El Semanal, 07 Noviembre 1999
Ando a navajazos con los últimos capítulos de una novela, en esa fase final donde, saturado, llegas a detestar el trabajo y te acuchillas con tu propia sombra. De modo que ahora, al contrario de lo que hice durante año y medio, busco momentos de fuga, lecturas que nada tengan que ver con lo que llevo entre manos. Y una de esas lecturas ha sido un librito que contiene el Epistolario, la correspondencia de Leandro Fernández de Moratín.
Siempre me cayó bien don Leandro, desde que en el colegio leí un poco de El sí de las niñas. Luego, con el tiempo, reuní su producción teatral y cuantos libros hallé sobre la vida y obra de aquel hombre inteligente y lúcido que tuvo la desgracia de nacer en España; de vivir cuando las ideas de renovación y modernidad que empezaban a imponerse en Europa iban a ser barridas aquí por la reacción negra que siguió a la guerra contra los franceses. Desgarra la conciencia ver cómo Moratín, tal vez la más elegante y racional cabeza de la escena y la literatura de su tiempo, termina, como Goya y tantos otros de los llamados afrancesados, fugitivo y exiliado, siguiendo al gobierno del rey José en su retirada; él, que no era un hombre de acción sino apacible, culto y tímido, temeroso de la guerra, la Inquisición y la revancha de los vencedores, a cuyo carro —¡vivan las caenas!— se habían subido numerosos envidiosos, los oportunistas y los infames que en España no faltan jamás en tiempos de río revuelto. Y ese hombre de talento se extinguió oscuramente en Francia, amargado, mirando de lejos un país ingrato y miserable al que le daba miedo regresar.
Las cartas que Moratín escribe a sus amigos, en especial durante la última y trágica etapa, son tan españolas que dan escalofríos. Porque españolísimo es el panorama que describe, poblado de fanáticos, analfabetos, envidiosos, curas —"reclamando autoridad y leña para hacer hogueras"— y sinvergüenzas de todo pelaje. "Pocos agradecerán al autor las verdades que enseñe —escribe Moratín a Juan Pablo Forner— Tendrá por enemigos a cuantos viven de imposturas, y el Gobierno le dejará abandonado en manos de ignorante canalla". O cuando añade. "Si vamos con la corriente nos burlan los extranjeros, y aun dentro de casa hallaremos quien nos tenga por tontos; si tratamos de disipar errores funestos, la santa y general Inquisición nos aplicará los remedios que acostumbra".
Es terrible el drama de Moratín, como terrible es la historia de España. Cuando hace pocos meses, en un teatro, escuchaba a Emilio Gutiérrez Caba en su magnífica interpretación del personaje de don Diego en El sí de las niñas decir aquello de "esto resulta del abuso de autoridad, de la opresión que la juventud padece", no podía menos que pensar en el pobre autor de aquel texto, que en su momento tuvo un éxito clamoroso que le granjeó envidias y persecuciones para siempre, y en tantos otros talentos, hombres de bien, cabezas lúcidas, que fueron quemados, ninguneados, aplastados por la maldición histórica de sus mezquinos y caínes conciudadanos. "¿No es desgracia —escribe Moratín a Jovellanos— que cuanto se hace en utilidad pública, si uno lo emprende, viene otro que lo abandona o destruye?"… Pobre España, me decía, tantas veces a punto de levantar la cabeza, de salir de la oscuridad y el patetismo de pueblo y la incultura y la estupidez y la violencia; y cada vez que estuvimos a punto de abrir la ventana para que entrase el aire, vino un fraile con un haz de leña, o una invasión francesa, o un canalla coronado como Fernando VII, o un espadón descontento con las últimas medallas y la marcha del escalafón, y todo se fue de nuevo a hacer puñetas: otra vez el cerrojazo, y el triunfo de la sinrazón, y el exilio. Y la gente cobarde que lo mismo aplaude al libertador que al opresor si ve que todo el mundo lo hace; que lo mismo idealiza que arrastra por las calles sin transición, por oportunismo, por miedo, por simple supervivencia.
Así que pobre don Leandro Fernández de Moratín, pensaba yo al pasar las páginas de sus cartas. Considerándose, pese a todo, afortunado porque había logrado salir de aquí. Y pensé en la misma historia repetida en tantos tiempos y tantos exilios. En Antonio Machado, que murió como un perro, enfermo y apenado junto a la frontera; y en los otros que ni siquiera pudieron llegar a verla. Y al fin, con un estremecimiento, subrayé a lápiz unas últimas y terribles líneas: "Burdeos, 27 de junio. Llegó Goya, sordo, viejo, torpe y débil. Sin saber una palabra de francés".
El Semanal, 14 Noviembre 1999
Vaya, hombre. Resulta que se habían equivocado. Resulta que todo fue un error de lo más tonto, y que ahora la Iglesia católica y el papa de Roma le piden disculpas a Lutero. Metimos la gamba, dicen. Gambetta metita, excusatio petita. Reconocemos que se nos fue un poco la mano, Lute, chaval. Unas hogueritas de más, o sea. Tampoco la cosa fue para tanto, comparada con la que tú nos liaste, colega, con las tesis de Wittenberg y la Liga de Smalcalda y el cisma y la madre que te parió. Total, unos cuantos chicharrones por aquí y por allá, leña al hereje hasta que hable inglés y todo eso. Cosa de los tiempos y las costumbres. Al fin y al cabo, nosotros mandábamos quemar los cuerpos para salvar las almas. Y conste que siempre torturamos con cuerda, agua y fuego para no derramar sangre, y que la última pena siempre la aplicaba el brazo secular. Además, cuando un perro luterano, perdón, un hereje, un hermano de Cristo desorientado, abjuraba a pie de quemadero, teníamos el detalle de hacerlo estrangular antes de que ardiese la pira, y así iba al cielo sin decir palabrotas al sentir luego las llamas, y condenarse. Además, como dice el tango, cuatro siglos no es nada. ¿Qué suponen tropecientos mil encarcelados y torturados y degollados y quemados en comparación con la inmensidad del océano y el tictac de la eternidad? Nada. Un charquito, un momento de je ne sais pas quoi. Así que perdona y olvida, tío. Pelillos a la mar.
Es curioso esto de la Iglesia católica y el perdón. Siempre lo pide tarde. Y no hay que remontarse al XVI o a los calabozos de la Inquisición. El sistema sigue vigente, con las actualizaciones obligadas. Que se lo pregunten a los teólogos disidentes, a Boff, a Castillo, a Toni de Melo, a Curran, a los obispos alemanes y sus centros de asesoramiento sobre el aborto, a los de la Iglesia de la Liberación, a los curas guerrilleros, a los que no tragaron ni tragan con el cerrojazo de la mafia polaca. Ya no te queman, claro; pero son capaces de aplastarte en vida, si estás en el engranaje y gastas alzacuello, o amargarte y manipularte la existencia si andas en la periferia. La base del sistema es la misma: primero se plantea el tragas, o palmas: la intransigencia, y el dogma, la infalibilidad del papa y la revelación de san Apapucio bendito, que tiene hilo directo con la zarza ardiente. Luego, cuando se caen los palos del sombrajo y la propia naturaleza de las cosas y de la Historia pone las cosas en su sitio, y todo resulta tan evidente que no hay más hilo que darle a la cometa, entonces vienen el acto de reparación y pública, y el donde dije Digo digo Diego. Y el hablar de reconciliación y tolerancia. Y a todos aquellos a quienes les arruinaron la vida, a Galileo, a los judíos, a los moriscos, a los herejes, a los disidentes, a los quemados y los desterrados y los degollados, a las supuestas brujas de catorce años, a las víctimas del fanatismo y del Dios lo quiere, a ésos que les vayan dando.
A mí, francamente, que cuatro siglos después de Trento la Iglesia católica le pida perdón a Lutero, me importa un carajo. Lo que me pregunto es, a ese ritmo de contrición, cuánto tiempo tendrá que transcurrir todavía para que tal perdón les sea pedido a todos los curas y teólogos arrojados a las tinieblas exteriores por sus posturas sobre la actividad social de su ministerio, o sobre el celibato. O para que se deploren tantas ejecuciones ante fusiles rociados con agua bendita, torturados y arrojados al mar drogados y desnudos, desde aviones donde un pater impartía la absolución sub conditione. O para que Roma pida perdón a los homosexuales por tantas pobre vidas arruinadas en los siglos de represión, marginación y desprecio, o lamente tantos matrimonios guiados hacia la frustración desde ciertos cerriles confesionarios. A ver cuándo se disculpa alguien por las niñas obligadas a ser madres porque todo embrión es sagrado. O por las víctimas del fanatismo, la ignorancia, el odio étnico y el tiro en la nuca fraguados en sacristías. Por las infelices mujeres que se desangran en abortos clandestinos. Por tantos matrimonios atados en el cielo e indisolubles en la tierra, pero disueltos por tribunales eclesiásticos previo pago de su importe. O por los millones de africanos que en los próximos años morirán de Sida, porque resulta que el preservativo impide la procreación; y todo acto sexual que no se encamina a la procreación es condenable.
Ya ven. Toda esa bagatela pendiente, y Roma nos sale ahora con Lutero. Menuda prisa se dan mis primos. Así no me extraña que les escasee la clientela.
El Semanal, 21 Noviembre 1999
Hace un par de semanas puse la tele. En realidad me pilló a traición; pues lo único que hago con ella, aparte de ver un rato de Tómbola algunos viernes, es grabar películas para verlas por la noche. Y estaba programando el vídeo —Lee Marvin, Clu Gulager y Angie Dickinson en Código del hampa, de Don Siegel— cuando me di de boca con una de esas series de estudiantes, y de jóvenes en su misma mismidad. Una serie con diálogos cotidianos, reales como la vida. Y me dije: toma ya. Y me quedé allí, el mando en la mano y la boca abierta, con cara de gilipollas.