Por fin, Takeo habló:
—Vi a mi caballo y supe que tenías que estar aquí; pero no podía creerlo.
—Me dijeron que estabas en el templo... En grave peligro, pero que seguías con vida.
—El riesgo no es tan grande -exclamó Takeo-. Mi mayor peligro proviene de t¡, lo que más me aterra es que no puedas perdonarme.
—Me es imposible no perdonarte -replicó Kaede con sencillez-, siempre que no me vuelvas a abandonar.
—Me enteré de que ibas a casarte. Durante todo el invierno he temido que hubieras contraído matrimonio.
—Existe un hombre que quiere casarse conmigo, el señor Fujiwara; pero aún no se ha celebrado el matrimonio, ni siquiera estamos prometidos.
—Entonces, tú y yo tenemos que casarnos de inmediato. ¿Has venido a visitar el templo?
—Ésa era mi intención; después, pensaba dirigirme a Inuyama.
Kaede examinó el rostro de Takeo. Había adquirido un aspecto más maduro, sus rasgos se mostraban más pronunciados y sus labios denotaban mayor determinación. Su cabello, más corto que en tiempos pasados, no estaba peinado hacia atrás al estilo de los guerreros, sino que le caía, espeso y brillante, sobre la frente.
—Enviaré a unos hombres para que te escolten hasta el templo. A la caída de la tarde iré a los aposentos de las mujeres. Tenemos que elaborar muchos planes. No me mires a los ojos -añadió-. No quiero que caigas dormida.
—No me importaría -replicó ella-. Apenas logro conciliar el sueño. Hazme dormir hasta esta tarde, y así las horas pasarán más deprisa. Cuando me sumiste en aquel sueño en Terayama, la diosa Blanca vino hasta mí y me pidió que tuviera paciencia, que te esperara. Estoy aquí para darle las gracias por ello, y también por haberme salvado la vida.
—Me han dicho que estuviste a punto de morir -exclamó Takeo, a quien la emoción no permitió continuar hablando. Tras unos instantes, y haciendo un gran esfuerzo, acertó a decir-: ¿Ha venido contigo Muto Shizuka?
—Sí.
—¿Y también traes a un lacayo de la Tribu llamado Kondo Koiichi?
Kaede asintió con un gesto.
—Pues debes deshacerte de ellos. Por el momento, deja aquí al resto de tus hombres. ¿Te acompaña alguna otra mujer?
—Sí -respondió la joven-; pero no creo que Shizuka sea capaz de hacer nada que pudiera causarte daño.
Mientras hablaba, Kaede reflexionó: "¿Cómo puedo estar segura? ¿Es que realmente puedo confiar en ella o en Kondo? Yo misma he sido testigo de lo crueles que pueden llegar a ser".
—La Tribu me ha sentenciado a muerte -le explicó Takeo- y, por tanto, cualquiera de los miembros de la organización representa un gran riesgo para mí.
—¿No corres peligro al estar aquí conmigo, fuera del templo?
Takeo sonrió.
—Nunca he permitido que nadie me encierre. Me gusta salir de noche. Necesito conocer el terreno y saber si los Otori tienen la intención de cruzar la frontera y atacarme. Regresaba al templo cuando vi a
Raku,
y éste me reconoció. ¿Le oíste relinchar?
—
Raku
también te ha estado esperando -aseguró Kaede, sintiendo que la angustia le revolvía el estómago-. ¿Es que acaso todos desean tu muerte?
—No van a conseguir acabar conmigo. Todavía no.
Esta noche te explicaré la razón.
La muchacha anhelaba que Takeo la abrazase, y sintió que su cuerpo se inclinaba instintivamente hacia él. El joven hizo lo mismo en ese justo instante, y la tomó entre sus brazos. Ella pudo notar el latido de su corazón y los labios de Takeo sobre su cuello. Entonces, éste dijo con un susurro:
—Puedo oír que alguien se ha despertado... Tengo que marcharme.
Kaede no había escuchado sonido alguno, pero Takeo la apartó de él con delicadeza.
—Nos veremos esta tarde -susurró.
Kaede volvió los ojos hacia él buscando su mirada, esperando quizá quedar sumida en un profundo sueño; pero Takeo había desaparecido. Alarmada, lanzó un grito. No había rastro de él en el patio ni más allá. Los móviles de bambú sonaron como mecidos por el aliento de alguien que pasara junto a ellos. El corazón de la joven se le salía del pecho. ¿Habría sido el fantasma de Takeo a quien ella había visto? Tal vez todo había sido un sueño. Pero entonces, ¿qué encontraría al despertar?
—¿Qué haces aquí fuera, señora? -la voz de Manami denotaba preocupación-. ¡Con este frío...!
Kaede se ciñó la túnica, pues estaba tiritando.
—No podía dormir -dijo lentamente-. He tenido un sueño...
—Entra en la habitación. Pediré que traigan té -la criada se calzó las sandalias y atravesó el patio a toda prisa.
Las golondrinas surcaban el aire a toda velocidad; el olor a madera ardiendo se intensificaba a medida que se encendían los fogones; los caballos relinchaban mientras eran alimentados, y Kaede volvió a escuchar a
Raku.
El aire era frío, pero se percibía el aroma de los frutales en flor. Entonces, el corazón de la joven se inundó de alegría. No había sido un sueño: Takeo había estado allí y en pocas horas volverían a estar juntos. No quiso entrar en la posada; deseaba quedarse en aquel mismo lugar y recordar el semblante, el tacto y el olor de su amado.
Manami regresó con una bandeja y los utensilios del té, y regañó a Kaede de nuevo y la obligó a entrar en la habitación. Shizuka, que se estaba vistiendo, volvió los ojos hacia su joven señora, y exclamó:
—¿Has visto a Takeo?
Kaede no respondió de inmediato. Tomó el cuenco de té que Manami le entregó y bebió la infusión con lentitud. Era consciente de que debía medir sus palabras, pues Shizuka pertenecía a la Tribu, y ésta había impuesto a Takeo la sentencia de muerte. Ella había afirmado que Shizuka no le haría daño, pero no estaba convencida de ello. Sin embargo, se sintió incapaz de controlar la expresión de su semblante. No lograba dejar de sonreír, como si una máscara que antes ocultara su rostro se hubiera cuarteado y desprendido.
—Voy a ir al templo -anunció-. Tengo que prepararme. Manami me acompañará. Y tú, Shizuka, puedes ir a ver a tus hijos. Tienes mi permiso para llevar a Kondo contigo-
—Pensé que Kondo te acompañaría a Inuyama -replicó la doncella.
—He cambiado de opinión. Debe marcharse contigo, y los dos debéis partir de inmediato.
—Supongo que son órdenes de Takeo -adivinó Shizuka-. No puedes engañarme; sé que le has visto.
—Le dije que no le harías daño -exclamó Kaede-. ¿Es eso cierto?
Shizuka respondió con brusquedad:
—Más vale que no me lo preguntes. Si no vuelvo a verle, no podré hacerle daño. ¿Cuánto tiempo piensas quedarte en el templo? No olvides que Arai te espera en Inuyama.
—No lo sé. Todo depende de Takeo -y casi sin darse cuenta, prosiguió-: Me ha dicho que debemos casarnos, y eso es lo que vamos a hacer.
—No puedes hacer nada de eso hasta que hayas visto a Arai -le recordó Shizuka, alarmada-. Si te casas sin su consentimiento, lo tomará como un insulto y se sentirá profundamente ofendido. No puedes permitirte su enemistad, es tu aliado más valioso. ¿Y qué será de Fujiwara, con el que estás prácticamente prometida? ¿Acaso también quieres ofenderle?
—¡No puedo casarme con él! -gritó Kaede-. Él sabe mejor que nadie que no puedo casarme con otro que no sea Takeo. Yo provoco la muerte del resto de los hombres; pero lo soy todo para Takeo... y él lo es todo para mí.
—No es así como funciona el mundo -protestó Shizuka-. Recuerda lo que te explicó la señora Maruyama cuando te habló de la facilidad con la que los señores de la guerra y los guerreros pueden aplastar a una mujer si creen que ésta pone en duda el poder que ellos ostentan sobre su persona. Fujiwara está convencido de que se casará contigo. Seguro que ya se lo ha consultado a Arai, a quien tal matrimonio le resultaría muy ventajoso. Además, Takeo es buscado por toda la Tribu; no logrará sobrevivir. No me mires así, me duele hacerte daño. Te hablo de esta manera precisamente por lo mucho que te aprecio. Yo podría jurarte que nunca perjudicaría a Takeo, pero es igual: hay cientos de miembros de la Tribu que intentarán atraparle. Antes o después, uno de ellos lo conseguirá, pues nadie es capaz de escapar de la Tribu para siempre. Tienes que aceptar que ése será el destino de Takeo. ¿Qué harás cuando él haya muerto? Tras haber insultado a todos los que ahora están de tu parte, nunca lograrías la propiedad de Maruyama y perderías Shirakawa. Tus hermanas se arruinarían contigo. Arai es tu señor supremo, y por eso tienes que acudir a Inuyama y aceptar su decisión sobre tu matrimonio. Si no lo haces, montará en cólera por tu culpa, créeme, le conozco muy bien.
—¿Puede Arai evitar que llegue la primavera? -replicó Kaede-. ¿Puede ordenar que la nieve no se deshiele?
—A todo hombre le gusta pensar que es capaz de hacerlo. Las mujeres se salen con la suya alimentando tales fantasías, no oponiéndose a ellas.
—El señor Arai aprenderá que no tiene por qué ser de esa manera -aseguró Kaede en voz baja-. Prepárate. Kondo y tú tenéis que partir en menos de una hora.
Acto seguido, la joven señora se dio la vuelta y dio la espalda a Shizuka. Su corazón latía con fuerza, y un estremecimiento de emoción le recorrió el estómago, el pecho y la garganta. No podía pensar en nada que no fuese en su inminente encuentro con Takeo. El recuerdo de su presencia, de su cercanía, provocó que de nuevo le subiera la fiebre.
—Estás loca -se lamentó Shizuka-. Actúas como una demente. Vas a conseguir tu ruina y la de los tuyos...
Como confirmación de los temores de la doncella, de repente se produjo un ruido ensordecedor. La casa gimió, las mamparas se agitaron violentamente y los móviles de bambú sonaron de forma salvaje, mientras la tierra temblaba bajo los pies de las dos muchachas.
En cuanto llegó el deshielo y la nieve comenzó a derretirse, la noticia de que yo me encontraba en Terayama y me disponía a enfrentarme a los señores de los Otori por mi herencia corrió como el agua. Y al igual que el agua, primero gota a gota y más tarde en auténticas riadas, los guerreros empezaron a dirigirse al templo de la montaña. Algunos de ellos carecían de amo, pero en su mayoría eran miembros del clan Otori que reconocían la legitimidad de mi reclamación como heredero de Shigeru. Mi historia había pasado a ser una leyenda, y al parecer yo me había convertido en un héroe no sólo para los jóvenes de la casta de los guerreros, sino también para los granjeros y aldeanos del dominio Otori, desesperados tras aquel crudo invierno, y agobiados por los impuestos y las leyes cada vez más brutales que Shoichi y Masahiro -los tíos de Shigeru- les imponían.
Los sonidos de la primavera llenaban el aire. Los sauces ya vestían su follaje verde y dorado; las golondrinas surcaban a toda velocidad los campos anegados y construían sus nidos bajo los aleros de los edificios del templo. Cada noche que pasaba, el croar de las ranas iba en aumento: el estentóreo reclamo de las ranas de lluvia, el rítmico alboroto de las ranas arbóreas y el delicado tintineo de las diminutas ranas campana. En las riberas del río las flores estallaban en una fiesta de color -la cardamina, la caléndula y la almorta-, con sus brotes de brillantes tonos rosa. Las garzas, cigüeñas, ¡bis y grullas regresaban a los ríos y a los estanques.
Matsuda Shingen, el abad, puso a mi disposición la considerable riqueza del templo, y con su ayuda pasé las primeras semanas de la primavera organizando a los hombres que vinieron a ofrecerme sus servicios, a los que proporcionaba equipamiento y armas. Desde Yamagata y otras ciudades llegaron herreros y armeros que instalaron sus talleres en la falda de la montaña sagrada. A diario acudían comerciantes de caballos con la esperanza de hacer una buena venta, y generalmente lo lograban, puesto que yo compraba todos los que podía. A pesar de los hombres con los que yo pudiera contar y lo bien pertrechados que estuvieran, mis mejores armas siempre serían la velocidad y la capacidad de sorpresa. No disponía del tiempo y los recursos necesarios para reunir un enorme ejército de soldados de a pie, como el de Arai, y me veía obligado a depender de una reducida -aunque mucho más ágil- tropa de jinetes.
Entre los primeros en llegar se encontraban los hermanos Miyoshi -Kahei y Gemba-, con quienes yo había entrenado en Hagi. Aquellos días en los que habíamos luchado con espadas de madera me parecían enormemente distantes. Su llegada significó mucho para mí, mucho más de lo que ellos llegaron a sospechar cuando se arrodillaron en mi presencia y me suplicaron que les permitiera seguirme. Aquello significaba que los mejores hombres de los Otori no se habían olvidado de Shigeru. Además, habían traído consigo a 30 guerreros y noticias de Hagi que recibí con avidez.
—Soichi y Masahiro se han enterado de tu regreso -me alertó Kahei, que era varios años mayor que yo y tenía cierta experiencia en asuntos de guerra, pues había combatido en Yaegahara a la edad de 14 años-; pero no se lo han tomado muy en serio. Están convencidos de que acabarán contigo con facilidad -Kahei sonrió-. No pretendo insultarte, pero tienen la impresión de que eres muy débil.
—Ellos sólo han conocido de mí esa personalidad -repliqué, al tiempo que recordaba a Abe, el lacayo de Iida, que había tenido la misma opinión sobre mí hasta que
Jato
le demostró que estaba equivocado-. En cierto modo tienen razón: es verdad que soy joven y sólo conozco la teoría de la guerra, no su práctica. Pero la justicia está de mi lado, y me dispongo a cumplir la voluntad de Shigeru.
—La población dice que estás bendecido por los dioses -aseguró Gemba-. Cuentan que los poderes que te han sido otorgados no son de este mundo.
—¡Todos nosotros lo sabemos! -exclamó Kahei-. ¿Recuerdas la pelea con Yoshitomi...? Pero él consideraba que tales poderes provenían del infierno, y no del cielo. El hijo de Masahiro y yo habíamos luchado un asalto con espadas de madera. En aquellos días, me superaba como espadachín; pero yo contaba con otras dotes que él consideraba propias de un tramposo y que yo había utilizado para evitar que me matase.
—¿Se han apoderado de mi casa y de mis tierras? -pregunté-. Me han llegado noticias de que, al parecer, tenían esa intención.
—Todavía no. Sobre todo porque Ichiro, nuestro anciano preceptor, se ha negado en redondo a entregarlas. Ha dejado claro que no lo permitirá sin pelear. Los señores de Otori se resisten a provocar un altercado con él y el resto de los hombres de Shigeru, que ahora son los tuyos.
Sentí alivio al enterarme de que Ichiro seguía con vida y abrigué la esperanza de que pronto partiría de Hagi y vendría al templo, donde yo podría protegerle. Desde la llegada del deshielo había esperado su regreso cada día.