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Authors: Pablo Neruda

Tags: #Biografía, Poesía, Relato

Confieso que he vivido (5 page)

BOOK: Confieso que he vivido
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PERDIDO EN LA CIUDAD
La casa de pensión

Después de muchos años de Liceo, en que tropecé siempre en el mes de diciembre con el examen de matemáticas, quedé exteriormente listo para enfrentarme con la universidad, en Santiago de Chile. Digo exteriormente, porque por dentro mi cabeza iba llena de libros, de sueños y de poemas que me zumbaban como abejas.

Provisto de un baúl de hojalata, con el indispensable traje negro del poeta, delgadísimo y afilado como un cuchillo, entré en la tercera clase del tren nocturno que tardaba un día y una noche interminables en llegar a Santiago.

Este largo tren que cruzaba zonas y climas diferentes, y en el que viajé tantas veces, guarda para mí aún su extraño encanto. Campesinos de ponchos mojados y canastos con gallinas, taciturnos mapuches, toda una vida se desarrollaba en el vagón de tercera. Eran numerosos los que viajaban sin pagar, bajo los asientos. Al aparecer el inspector se producía una metamorfosis. Muchos desaparecían y algunos se ocultaban debajo de un poncho sobre el cual de inmediato dos pasajeros fingían jugar a las cartas, sin que al inspector le llamara la atención esta mesa improvisada.

Entretanto el tren pasaba, de los campos con robles y araucarias y las casas de madera mojada, a los álamos del centro de Chile, a las polvorientas construcciones de adobe. Muchas veces hice aquel viaje de ida y vuelta entre la capital y la provincia, pero siempre me sentí ahogar cuando salía de los grandes bosques, de la madera maternal. Las casas de adobe, las ciudades con pasado, me parecían llenas de telarañas y silencio. Hasta ahora sigo siendo un poeta de la intemperie, de la selva fría que perdí desde entonces.

Venía recomendado a una casa de pensión de la calle Maruri 513. No olvido este número por ninguna razón. Olvido todas las fechas y hasta los años, pero ese número 513 se me quedó galvanizado en la cabeza, donde lo metí hace tantos años, por temor de no llegar nunca a esa pensión y extraviarme en la capital grandiosa y desconocida. En la calle nombrada me sentaba yo al balcón a mirar la agonía de cada tarde, el cielo embanderado de verde y carmín, la desolación de los techos suburbanos amenazados por el incendio del cielo.

La vida de aquellos años en la pensión de estudiantes era de un hambre completa. Escribí mucho más que hasta entonces, pero comí mucho menos. Algunos de los poetas que conocí por aquellos días sucumbieron a causa de las dietas rigurosas de la pobreza. Entre éstos recuerdo a un poeta de mi edad, pero mucho más alto y más desgarbado que yo, cuya lírica sutil estaba llena de esencias e impregnaba todo sitio en que era escuchada. Se llamaba Romeo Murga.

Con este Romeo Murga fuimos a leer nuestras poesías a la ciudad de San Bernardo, cerca de la capital. Antes de que apareciéramos en el escenario, todo se había desarrollado en un ambiente de gran fiesta: la reina de los Juegos Florales con su corte blanca y rubia, los discursos de los notables del pueblo y los conjuntos vagamente musicales de aquel sitio; pero, cuando yo entré y comencé a recitar mis versos con la voz más quejumbrosa del mundo, todo cambió: el público tosía, lanzaba chirigotas y se divertía muchísimo con mi melancólica poesía. Al ver esta reacción de los bárbaros, apresuré mi lectura y dejé el sitio a mi compañero Romeo Murga. Aquello fue memorable. Al ver entrar a aquel quijote de dos metros de altura, de ropa oscura y raída, y empezar su lectura con voz aún más quejumbrosa que la mía, el público en masa no pudo ya contener su indignación y comenzó a gritar: «¡Poetas con hambre! Váyanse! No echen a perder la fiesta».

De la pensión de la calle Maruri me retiré como un molusco que sale de su concha. Me despedí de aquel caparazón para conocer el mar, es decir, el mundo. El mar desconocido eran las calles de Santiago, apenas entrevistas mientras caminaba entre la vieja escuela universitaria y la despoblada habitación de la pensión de familia.

Yo sabía que mis hambres atrasadas aumentarían en esta aventura. Las señoras de la pensión, remotamente ligadas a mi provincia, me auxiliaron alguna vez con alguna papa o cebolla misericordiosas. Pero no había más remedio: la vida, el amor, la gloria, la emancipación me reclamaban. O así me parecía.

La primera pieza independiente que tuve la alquilé en la calle Argüelles, cercana al Instituto de Pedagogía. En una ventana de esa calle gris se asomaba un letrero: «Se alquilan habitaciones». El dueño de la casa ocupaba los cuartos frontales. Era, un hombre de pelo canoso, de noble apariencia, y de ojos que me parecieron extraños. Era locuaz y elocuente. Se ganaba la vida como peluquero de señoras, ocupación a la que no le daba importancia. Sus preocupaciones, según me explicó, concernían más bien al mundo invisible, al más allá.

Saqué mis libros y mis escasas ropas, de la maleta y el baúl que viajaban conmigo desde Temuco, y me tendí en la cama a leer y dormir, ensoberbecido por mi independencia y por mi pereza.

La casa no tenía patio, sino una galería a la que asomaban incontables habitaciones cerradas. Al explorar los vericuetos de la mansión solitaria, por la mañana del día siguiente, observé que en todas las paredes y aun en el retrete surgían letreros que decían más o menos la misma cosa: «Confórmate. No puedes comunicarte con nosotros. Estás muerta». Advertencias inquietantes que se prodigaban en cada habitación, en el comedor, en los corredores, en los saloncitos.

Era uno de esos inviernos fríos de Santiago de Chile. La herencia colonial de España le dejó a mi país la incomodidad y el menosprecio hacia los rigores naturales. (Cincuenta años después de lo que estoy contando, Uya Ehrenburg me decía que nunca sintió tanto frío como en Chile, él que llegaba desde las calles nevadas de Moscú). Aquel invierno había empavonado los vidrios. Los árboles de la calle tiritaban de frío. Los caballos de los antiguos coches echaban nubes de vapor por los hocicos. Era el peor momento para vivir en aquella casa, entre oscuras insinuaciones del más allá.

El dueño de casa, coiffeur pour dames y ocultista, me explicó con serenidad, mientras me miraba profundamente con sus ojos de loco:

—Mi mujer, la Chanto, murió hace cuatro meses. Este momento es muy difícil para los muertos. Ellos siguen frecuentando los mismos sitios en que vivían. Nosotros no los vemos, pero ellos no se dan cuenta de que no los vemos. Hay que hacérselo saber para que no nos crean indiferentes y para que no sufran por ello. De ahí que yo le haya puesto a la Charito esos letreros que le harán más fácil comprender su estado actual de difunta.

Pero el hombre de la cabeza gris me creía tal vez demasiado vivo. Comenzó a vigilar mis entradas y salidas, a reglamentar mis visitas femeninas, a espiar mis libros y mi correspondencia. Entraba yo intempestivamente a mi habitación y encontraba al ocultista explorando mi exiguo mobiliario, fiscalizando mis pobres pertenencias.

Tuve que buscar en pleno invierno, dando tumbos por las calles hostiles, un nuevo alojamiento donde albergar mi amenazada independencia. Lo encontré a pocos metros de allí, en una lavandería. Saltaba a la vista que aquí la propietaria no tenía nada que ver con el más allá. A través de patios fríos, con fuentes de agua estancada que el musgo acuático recubría de sólidas alfombras verdes, se alargaban unos jardines desamparados. En el fondo había una habitación de cielo raso muy alto, con ventanas trepadas sobre el dintel de las altas puertas, lo cual agrandaba a mis ojos la distancia entre el suelo y el techo. En esa casa y en esa habitación me quedé.

Hacíamos los poetas estudiantiles una vida extravagante. Yo defendí mis costumbres provincianas trabajando en mi habitación, escribiendo varios poemas al día y tomando interminables tazas de té, que me preparaba yo mismo. Pero, fuera de mi habitación y de mi calle, la turbulencia de la vida de los escritores de la época tenía su especial fascinación. Estos no concurrían al café, sino a las cervecerías y a las tabernas. Las conversaciones y los versos iban y venían hasta la madrugada. Mis estudios se iban resintiendo.

La empresa de ferrocarriles proveía a mi padre, para sus labores a la intemperie, de una capa de grueso paño gris que nunca usó. Yo la destiné a la poesía. Tres o cuatro poetas comenzaron a usar también capas parecidas a la mía, que cambiaba de mano. Esta prenda provocaba la furia de las buenas gentes y de algunos no tan buenos. Era la época del tango que llegaba a Chile no sólo con sus compases y su rasgueante «tijera», sus acordeones y su ritmo, sino también con un cortejo de hampones que invadieron la vida nocturna y los rincones en que nos reuníamos. Esta gente del hampa, bailarines y matones, creaban conflictos contra nuestras capas y existencias. Los poetas nos batíamos con firmeza.

Por aquellos días adquirí la amistad inesperada de una viuda indeleble, de inmensos ojos azules que se velaban tiernamente en recuerdo de su recientemente fallecido esposo. Este había sido un joven novelista, célebre por su hermosa Apostura.

Juntos habían integrado una memorable pareja, ella con su cabellera color de trigo, su cuerpo irreprochable y sus ojos ultramarinos, y él muy alto y atlético. El novelista había sido aniquilado por una tuberculosis de aquellas que llamaban galopantes. Después he pensado que la rubia compañera puso también su parte de Venus galopante, y que la época prepenicilínica, más la rubia fogosa, se llevaron de este mundo al marido monumental en un par de meses.

La bella viuda no se había despojado aún para mí de sus ropajes oscuros, sedas negras y violetas que la hacían aparecer como una fruta nevada envuelta en corteza de duelo. Esa corteza se deslizó una tarde allá en mi cuarto, al fondo de la lavandería, y pude tocar y recorrer la entera fruta de nieve quemante. Estaba por consumarse el arrebato natural cuando vi que bajo mis ojos ella cerraba los suyos y exclamaba: «¡Oh, Roberto, Roberto!», suspirando o sollozando. (Me pareció un acto litúrgico. La vestal invocaba al dios desaparecido antes de entregarse a un nuevo rito). Sin embargo, y a pesar de mi juventud desamparada, esta viuda me pareció excesiva. Sus invocaciones se hacían cada vez más urgentes y su corazón fogoso me conducía lentamente a un aniquilamiento prematuro. El amor, en tales dosis, no está de acuerdo con la desnutrición. Y mi desnutrición se volvía cada día más dramática.

La timidez

La verdad es que viví muchos de mis primeros años, tal vez de mis segundos y de mis terceros, como una especie de sordomudo.

Ritualmente vestido de negro desde muy jovencito, como se visten los verdaderos poetas del siglo pasado, tenía una vaga impresión de no estar tan mal de aspecto. Pero, en vez de acercarme a las muchachas, a sabiendas de que tartamudearía o enrojecería delante de ellas, prefería pasarles de perfil y alejarme mostrando un desinterés que estaba muy lejos de sentir. Todas eran un gran misterio para mí. Yo hubiera querido morir abrasado en esa hoguera secreta, ahogarme en ese pozo de enigmática profundidad, pero no me atrevía a tirarme al fuego o al agua. Y como no encontraba a nadie que me diera un empujón, pasaba por las orillas de la fascinación, sin mirar siquiera, y mucho menos sonreír.

Lo mismo me sucedía con los adultos, gente mínima, empleados de ferrocarriles y de correos y sus «señoras esposas», así llamadas porque la pequeña burguesía se escandaliza intimidada ante la palabra mujer. Yo escuchaba las conversaciones en la mesa de mi padre. Pero, al día siguiente, si tropezaba en la calle a los que habían comido la noche anterior en mi casa, no me atrevía a saludarlos, y hasta cambiaba de vereda para esquivar el mal rato.

La timidez es una condición extraña del alma, una categoría, una dimensión que se abre hacia la soledad. También es un sufrimiento inseparable, como si se tienen dos epidermis, y la segunda piel interior se irrita y se contrae ante la vida. Entre las estructuraciones del hombre, esta calidad o este daño son parte de la aleación que va fundamentando, en una larga circunstancia, la perpetuidad del ser.

Mi lluviosa torpeza, mi ensimismamiento prolongado duró más de lo necesario. Cuando llegué a la capital adquirí lentamente amigos y amigas. Mientras menos importancia me concedieron, más fácilmente les daba mi amistad. No tenía en ese tiempo gran curiosidad por el género humano. No puedo llegar a conocer a todas las personas de este mundo, me decía. Y así y todo surgía en ciertos medios una pálida curiosidad por este nuevo poeta de poco más de 16 años, muchacho reticente y solitario a quien se veía llegar y partir sin dar los buenos días ni despedirse. Fuera de que yo iba vestido con una larga capa española que me hacía semejar un espantapájaros. Nadie sospechaba que mi vistosa indumentaria era directamente producida por mi pobreza.

Entre la gente que me buscó estaban dos grandes snobs de la época: Pilo Yáñez y su mujer Mina. Encarnaban el ejemplo perfecto de la bella ociosidad en que me hubiera gustado vivir, más lejana que un sueño. Por primera vez entré en una casa con calefacción, lámparas sosegadas, asientos agradables, paredes repletas de libros cuyos lomos multicolores significaban una primavera inaccesible. Los Yáñez me invitaron muchas veces, gentiles y discretos, sin hacer caso a mis diversas capas de mutismo y aislamiento. Me iba contento de su casa, y ellos lo notaban y volvían a invitarme.

En aquella casa vi por primera vez cuadros cubistas y entre ellos un Juan Gris. Me informaron que Juan Gris había sido amigo de la familia en París. Pero lo que más me llamó la atención fue el pijama de mi amigo. Aprovechaba toda ocasión para mirarlo de reojo, con intensa admiración. Estábamos en invierno y aquél era un pijama de paño grueso como de tela de billar, pero de un azul ultramar. Yo no concebía entonces otro color de pijama que las rayas como de uniformes carcelarios. Este de Pilo Yáñez se salía de todos los marcos. Su paño grueso y su resplandeciente azul avivaban la envidia de un poeta pobre que vivía en los suburbios de Santiago. Pero, en verdad, jamás en cincuenta años he encontrado un pijama como aquél.

Perdí de vista a los Yáñez por muchos años. Ella abandonó a su marido, y abandonó igualmente las lámparas suaves y los excelentes sillones por el acróbata de un circo ruso que pasó por Santiago. Más tarde vendió boletos, desde Australia hasta las islas Británicas, para colaborar con las exhibiciones del acróbata que la deslumbró. Por último fue Rosa Cruz o algo parecido, en un campamento místico del sur de Francia.

En cuanto a Pilo Yáñez, el marido, se cambió el nombre por el de Juan Emar y se convirtió con el tiempo en un escritor poderoso y secreto. Fuimos amigos toda la vida. Silencioso y gentil pero pobre, así murió. Sus muchos libros están aún sin publicarse, pero su germinación es segura.

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