Los ojos del comandante se entrecerraron, pero sus labios temblaron de forma casi imperceptible.
—¡Id! —bramó, haciendo un gesto a Dhamon para que pasara—. Llevadle al hechicero. Sin duda resultará un bocado apetitoso para la Reina de la Oscuridad.
Dhamon asintió y empezó a avanzar.
—¡Funcionó! —se escuchó chillar a una infantil vocecita femenina—. ¿Lo ves, Jaspe? Ya te dije que esa lección sobre cómo mentir que le di a Dhamon hace muchísimos meses acabaría siendo útil.
Dhamon se encontraba junto al comandante cuando escuchó el siseo del acero al ser desenvainado. Se llevó la mano a su propia espada y giró velozmente, justo para ver cómo el comandante era abatido. El hombre cayó al suelo en medio de un charco de sangre.
Rig contempló la alabarda que empuñaba y silbó por lo bajo.
—¡Alguien podría encontrarlo! —advirtió Dhamon al marinero.
Palin cerró los ojos y pasó el pulgar por el metal del anillo de Dalamar. Fiona apoyó al hombre contra la pared de la montaña; entre ella y Rig colocaron el cuerpo de forma que no se doblara al frente.
—Si estuviera vivo, nosotros no seguiríamos respirando por mucho tiempo —masculló Rig.
—Me parece que verán toda esta sangre, y que le han cortado en dos la armadura —manifestó la kender—. Resulta bastante difícil no darse cuenta.
Rig arrugó la frente, pero su rostro no tardó en iluminarse.
—Gracias, Palin —dijo.
En cuestión de segundos, el hombre volvía a parecer vivo e intacto, los ojos cerrados como si se hubiera dormido en su puesto, y Palin recuperó el aspecto de un Caballero de Takhisis.
—Esperemos que nadie pase por aquí y resbale en la sangre —murmuró el hechicero. Echó un vistazo a Dhamon, que había reanudado la ascensión—. Será mejor que nos demos prisa.
Se encontraban muy cerca de la cima cuando el último haz de luz solar se hundió tras la línea del horizonte. El territorio quedó bañado en un brillante y precoz crepúsculo. El viento aumentó de intensidad con rapidez y sin previo aviso, y comenzó a soplar con fuerza. Palin hizo una mueca.
Empezaron a acumularse nubes, que sumieron la zona en una oscuridad sobrenatural. Las piernas de Dhamon cubrieron veloces los últimos metros del estrecho sendero, mientras el trueno sacudía la montaña.
—¡Deprisa! —chilló a los otros, blandiendo su espada.
El cielo se llenó de relámpagos que revelaron las figuras de dragones, Azules, Rojos y Verdes, que describían círculos en el aire por encima de la Ventana a las Estrellas. Los reptiles se destacaban con nitidez entre las nubes de tormenta. En lo alto del cielo, relucían también destellos metálicos: los dragones Plateados y Dorados se aproximaban. Palin sabía que muchos de ellos irían montados por Caballeros de Solamnia.
Una voz resonó por encima del fragor del trueno y el viento, sibilante, inhumana y autoritaria.
—¡Preparaos! —gritó la voz—. ¡Empieza la ceremonia que dará paso a una nueva era!
Renacimiento
Las rodillas de Veylona temblaban y le castañeteaban los dientes, y la elfa marina se llevó ambas manos a la boca para impedir que escapara el menor sonido de ella. La dimernesti escudriñaba desde detrás de una roca el borde de la meseta, contemplando a los siete enormes dragones, cinco de ellos señores supremos. Sudaba más de lo que lo había hecho después de recorrer penosamente durante días el desierto de los Eriales del Septentrión. Le aterraban los dragones.
Jaspe estaba arrodillado junto a ella con la mano sobre su hombro, aunque ello no daba el menor consuelo a la elfa. Groller y
Furia
se encontraban justo a su espalda, y una temblorosa mirada por encima del hombro indicó a Ampolla que el enorme semiogro estaba tan asustado como ella.
—Miedo al dragón —musitó Palin a Veylona—. Es un aura que los dragones exudan.
—¿Puedes hacer algo? —inquirió Usha. Sus dorados ojos estaban abiertos de par en par. Había estado entre dragones con anterioridad, cuando docenas de ellos combatían a Caos en el Abismo, pero jamás había visto dragones tan enormes.
—Yo sí —ofreció Jaspe. Los dedos de su mano derecha estaban fuertemente cerrados alrededor del Puño—. Esto puede influir sobre los otros, puede reforzar su valor —murmuró al tiempo que se concentraba—. Si no aumenta nuestro valor deprisa, creo que unos cuantos de nosotros echaremos a correr montaña abajo dentro de nada.
El enano cerró los ojos.
—Goldmoon, tengo fe —dijo en tono quedo—. ¿Tengo la fuerza para...? —Su mente se fundió con la energía que recorría el mango del cetro—. Demos gracias a los dioses ausentes.
Del otro lado de la mesetas el viento empezó a soplar. Ardiente como un horno, estaba impregnado de un aroma a azufre. Los relámpagos centelleaban sin cesar, iluminando a los dragones que describían círculos en el cielo.
Jaspe abrió los ojos y estudió a Dhamon, Rig y Fiona cuando éstos se acercaron. Las expresiones de sus rostros le indicaron que ya no tenían miedo. Veylona se movió en silencio a su espalda.
—Muy seco —dijo, con voz débil—. Piel duele. Mis ojos arden. Muy lejos del hogar marino. —La dimernesti levantó la vista al cielo y parpadeó con cada relámpago. La pálida nariz azul se estremeció, y sus labios se crisparon en una mueca. Se preparaba una tormenta, pero sabía que no habría lluvia purificadora, sólo este calor seco e incómodo—. Pensé que había una posibilidad —continuó—. Cuando Piélago murió, pensé que más dragones podían morir. —Tenía las pupilas dilatadas, y cerró la mano con fuerza sobre el pomo de la espada que Palin le había dado; los nudillos estaban tan pálidos que parecían de una blancura cadavérica.
—Siempre existe una posibilidad —dijo Usha—. Hay...
De improviso el viento gimoteó con fuerza, y los truenos sacudieron el suelo. Palin y sus compañeros se tambalearon, y tuvieron que luchar para no verse arrojados por la ladera de la montaña.
Malystryx se movía despacio y majestuosamente. Los ojos de todos los dragones estaban fijos en ella, las testas de todos ellos inclinadas en señal de respeto.
—¿Qué sucede? —susurró Jaspe mientras intentaba echar una ojeada por entre las rocas que tenía delante.
—Algo —respondió Ampolla—. Creo que la Roja va a invocar a Takhisis.
Palin frunció los labios y contempló a los dragones, intentando localizar al más débil. Quería lanzar un ataque pero comprendió que quizá tendrían que luchar con todos los dragones a la vez si se mostraban ahora. «Gilthanas tiene razón —se dijo interiormente—, esto es un suicidio. Ni siquiera tenemos la fuerza para derrotar a
uno
de ellos.» En voz alta susurró:
—No sé lo que está haciendo Malys. Pero creo que se acerca el momento de actuar. Deberíamos...
Khellendros lanzó un rayo que cayó sobre la lisa superficie de la meseta y lanzó por los aires pedazos de roca que acribillaron inofensivos los gruesos pellejos de los señores supremos. Cuando el olor a azufre y el polvo se disiparon, los apostados descubrieron que el rayo había sido dirigido a las proximidades de un altar de roca que se alzaba solitario en medio de aquel enorme lugar.
—Los tesoros mágicos —indicó Malys; la voz inhumana, más potente que el tamborileo de los truenos, se escuchó con claridad por encima del aullido del viento—. Colocadlos aquí.
Uno a uno, los dragones obedecieron. Sus enormes zarpas recogieron con suavidad las antiguas reliquias y las depositaron con cuidado sobre el altar y alrededor de su base, sin percatarse de la presencia de los que los observaban.
—¿Cuándo? —La voz de Ampolla sonaba frágil—. ¿Cuándo vamos...?, ya sabes... —Rozó con los dedos las empuñaduras de los cuchillos—. ¿Cuándo...?
—¡Todo! —chilló Malys. Su voz estremeció la montaña, y las formaciones de rocas temblaron. Echando hacia atrás la testa, abrió la boca y proyectó un chorro de fuego hacia el firmamento. Entonces sus ojos se abrieron de par en par, al divisar a los Dragones Plateados y Dorados que descendían, tan altos en el cielo que parecían estrellas que cayeran sobre la tierra. Los Dragones Negros, Verdes y Azules que habían estado describiendo círculos en el aire fueron a su encuentro—. ¡Todo! ¡Ahora!
A excepción de Khellendros, los señores supremos actuaron con rapidez. La zarpa del Azul se desplazó despacio hasta su montón de tesoros y empujó las llaves de cristal, el Medallón de la Fe.
¿Un único medallón?
—¡Fisura! —el Azul escupió la palabra en un tono tan apagado que Malys no la oyó. Miró a su espalda y vio una pequeña sombra gris. Había mantenido en secreto la presencia del huldre, al que había llevado consigo con la intención de usarlo para abrir el Portal cuando llegara el momento propicio—. ¡El otro medallón, duende!
El hombrecillo gris se encogió de hombros.
—Devuélvelo —siseó el dragón.
—No lo tengo. —El huldre sostuvo la severa mirada de Khellendros, y su terso rostro se mantuvo impasible.
Khellendros lanzó un rugido, paseando la mirada por el redondel. Aproximó más las llaves al altar, y también el solitario medallón, manteniendo la lanza en el extremo del círculo de tesoros, cerca de su garra herida. Sus ojos no perdieron de vista a Malys ni un momento.
—¡Este mundo ha estado demasiado tiempo sin una diosa dragón! —exclamó Malystryx. La enorme Roja se alzó sobre los cuartos traseros y extendió el cuello hacia los cielos—. Llevamos demasiado tiempo sin que exista un poder incontestable, sin una voz poderosa que marque el rumbo de Ansalon. Ahora una se ha alzado. ¡Soy yo, y yo lo soy todo!
—¡Malystryx! —tronó Gellidus. El aire rieló blanco a su alrededor, cuando cristales de hielo brotaron de entre sus afilados dientes y se fundieron al instante en la ardiente atmósfera.
—¡La nueva Reina de la Oscuridad! —chillaron Beryl y Onysablet prácticamente al unísono. De las mandíbulas de la Negra surgieron hilillos de ácido que chisporroteaban y estallaban y fundían monedas y joyas del altar.
—¡La Reina de la Oscuridad! —se inició un cántico por parte del resto de los dragones, que fue recogido casi como un susurro por los dragones que aguardaban al pie de la meseta. Apagadas, casi imperceptibles, las voces humanas se unieron a ellos.
Columnas de vapor ascendieron en espiral desde los cavernosos ollares de la Roja, y las llamas le lamieron los dientes. Los zarcillos de fuego parecieron adquirir vida propia. Parecían dragones Rojos en miniatura que brotaran de sus inmensas y horribles fauces.
Palin Majere palideció. En alguna parte, entre las danzarinas llamas, sus doloridos ojos creyeron distinguir de nuevo por un instante el rostro plateado del Hechicero Oscuro, que lo había traicionado.
—¿Qué sucede? —preguntó Ampolla, su vocecilla ahogada casi en el tumulto del cielo y la montaña.
—Es un conjuro —respondió Palin. Su voz temblaba—. No está invocando a Takhisis. ¡Cree que ella es Takhisis!
—Pero yo siempre pensé que Takhisis era hermosa —comentó la kender—. Me da la impresión de que a Malys le falta un tornillo. Me da la impresión de que...
Palin la acalló con un gesto.
—¡Ahora! —instó a sus amigos—. ¡Debemos actuar ahora! ¡No podemos esperar a Gilthanas y a Silvara! ¡Los Dragones Plateados y Dorados están demasiado lejos y tienen que enfrentarse a los Dragones del Mal de ahí arriba! —El hechicero se puso en pie y señaló a Gellidus, extrajo poder del anillo de Dalamar e invocó a su propio fuego. Refulgentes llamaradas rojas surgieron de las manos de Palin en dirección al señor supremo Blanco.
Abandonado el hechizo que los mantenía camuflados, sus disfraces de Caballeros de Takhisis se desvanecieron como agua, y aparecieron bajo su auténtica apariencia.
—¡Ahora! —gritó Palin.
El cántico de Gellidus estalló en un alarido cuando algunas escamas heladas se deshicieron bajo la ráfaga de fuego de Palin, incrementada artificialmente.
Rig y Fiona se precipitaron al frente, manteniéndose bajo la ardiente llamarada del hechicero para cargar contra Escarcha. La joven Dama de Solamnia había insistido en atacar a este dragón en concreto, que tenía sometido a Ergoth del Sur bajo su gélido dominio y aterrorizaba a las gentes que su orden de caballería había jurado proteger. Y Rig se había ofrecido a ayudarla.
Ampolla y Jaspe se dirigieron hacia Onysablet, la gran Negra, con Veylona pegada a ellos.
Groller cargó contra Beryl. «Por mi esposa —se dijo—, y también por mi hija. Por la gente de mi pueblo». Beryl no había sido la responsable; había sido un dragón más pequeño, lo sabía. Pero de todas formas ella también era Verde, y el semiogro contaba con la ayuda de
Furia,
que corría a su lado.
Usha hizo intención de avanzar, pero Palin dejó caer la mano derecha sobre su hombro.
—No intentes protegerme —le dijo ella. Su larga espada centelleaba.
—No lo haré —contestó con voz débil—. Te necesito a ti para protegerme a mí.
Ella comprendió al instante. Él era la mayor amenaza para los dragones y se convertiría en su principal objetivo.
—Con mi vida —le respondió; alzó el escudo y la espada, y aguardó.
Dhamon se precipitaba hacia el centro de la meseta, directamente hacia la enorme señora suprema Roja. Feril no sabía por cuál decidirse. Contemplaba a Gellidus, el dragón que había destrozado su tierra natal. Quería luchar contra él con cada una de las fibras de su ser; pero su corazón se oponía... Dhamon se acercaba a Malys, solo. Un instante después Feril se encontraba tras Dhamon, concentrándose en la Corona de las Mareas e invocando a toda la poca humedad que pudiera permanecer en el aire.
—¡Malystryx! —tronó Dhamon—. ¡Me convertiste en un asesino! ¡Me obligaste a matar a Goldmoon! ¡Me robaste la vida, maldita seas!
La inmensa señora suprema Roja bajó los ojos y descubrió la presencia del detestado humano, el humano inferior que la había desafiado, se había liberado de su control y se había quedado con la alabarda. Unos instantes antes habría interrumpido cualquier cosa para matarlo; pero momentos antes ella era simplemente un dragón. Ahora era una diosa, un ser por encima de la insignificancia de tal venganza.
Malys continuó con su conjuro; sólo vagamente registró el sonido de pies humanos que trepaban por el montón de tesoros, y sintió de un modo tenue el cosquilleo de una espada que golpeaba las gruesas placas de su vientre. Dhamon Fierolobo no podía hacerle daño. Tal vez lo eliminaría cuando hubiera terminado, como advertencia a los hombres que osaran desafiar a la raza de los dragones.