Constantinopla (31 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Historia

BOOK: Constantinopla
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El pánico y odio se mezclaron, y la población de Constantinopla se levantó contra Andrónico. El viejo, que ya tenía setenta y cinco años fue apresado por el pueblo, que acto seguido le torturó lenta y brutalmente hasta la muerte. El populacho necesitaba otro emperador, y habla un candidato a mano. Era Isaac Angelus, nieto de una hija de Alejo. Fue proclamado emperador con el nombre de Isaac II.

Con gratitud, la población bizantina vio que se abandonaban las reformas. Las familias feudales vieron ratificados sus privilegios; el pueblo tuvo de nuevo sus carreras de caballos; el emperador abandonó la austeridad del reinado anterior y volvió al lujo y al despilfarro. Casi parecía que los disparates eran notables, ya que la amenaza normanda se desvaneció de inmediato cuando un general bizantino, Alejo Branas, derrotó a los invasores en dos batallas y los echó de los Balcanes.

Sin embargo, esta ofensiva había sido preparada durante los tiempos de Andrónico, y lo que vio Isaac II durante su reinado fue el comienzo de la desintegración. Los normandos se quedaron con algunas islas próximas a la costa occidental. El gobernador de Chipre (otro Isaac) gobernaba la isla como si fuera un reino independiente, y cuando Isaac II intentó obligarla a cumplir sus órdenes, sus naves fueron destruidas. Chipre siguió siendo independiente, y el imperio perdió el control del mar, incluso el del Egeo.

Además, en lo que antes era Bulgaria, dos hermanos, Juan y Pedro Asen, dirigieron una rebelión popular contra los rapaces recaudadores de impuestos bizantinos. Isaac II consiguió al principio unas cuantas victorias, por lo que los búlgaros pidieron ayuda a los cumanos, y a continuación asolaron los Balcanes. La población griega del norte de los Balcanes fue asesinada y expulsada casi en su totalidad. Nunca más volvió. La zona ha seguido siendo búlgara hasta hoy.

Ya antes de 1188, Isaac tuvo que admitir su derrota. Reconoció lo que venía a ser un Segundo Imperio Búlgaro, que sustituyó al que había sido aniquilado hacía más de siglo y medio por Basilio II. La aceptación por parte de Isaac de la nueva situación de Bulgaria se debió no sólo a su derrota militar, sino también a la llegada de una nueva amenaza procedente de Occidente. Los cruzados comenzaron un nuevo avance.

En 1187, un jefe islámico, Saladino, tomó de nuevo Jerusalén, después de que esta ciudad hubiera estado en manos cristianas durante menos de un siglo, y un estremecimiento de cólera recorrió Europa occidental. Una vez más las legiones de caballeros marcharon hacia el este en una Tercera Cruzada. Esta vez estaba encabezada por los tres monarcas más poderosos del Occidente: Ricardo I de Inglaterra, Felipe II de Francia y Federico I de Alemania.

Ricardo y Felipe viajaban por mar, y por consiguiente no perturbarían los dominios bizantinos con sus presencias. Aun así, Ricardo se detuvo en Chipre, riñó con su gobernante, conquistó la isla en 1191, la dejó en manos de otros cruzados y se marchó a Tierra Santa. Chipre seguía en manos occidentales casi cuatro siglos después, aunque su población continuaba siendo griega.

Sin embargo, Federico I Barbarroja de Alemania, viajó por tierra. Pasaría por Constantinopla, y no tenía ninguna razón para tenerle cariño al imperio. Al principio de su reinado, Manuel I había subvencionado a las ciudades italianas que se rebelaron contra él e intentó arrebatarle Italia.

Isaac II temía desesperadamente la llegada del ya canoso Barbarroja, y entre el tosco gobernante alemán y el urbano y civilizado Saladino le parecía preferible este último. Isaac II ofreció a Saladino una alianza, pero el líder islámico la rechazó. Era lo bastante fuerte para no necesitar alianzas, en especial con un Estado tan impotente como era entonces el Imperio Bizantino.

Cuando Federico pasó por Bulgaria, los hermanos Asen intentaron inducirle para concertar una alianza y llevar a cabo una ofensiva común contra Constantinopla. Federico se sintió tentado, pero a sus casi setenta años tenía prisa. Quería alcanzar la gloria de conquistar Jerusalén antes de morir, y con tal de que Isaac no hiciera nada para enfurecerle, dejaría a Constantinopla en paz.

Isaac se negó todavía a reconocer el título imperial del poderoso Federico, pero en todo lo demás se le sometió por completo. Le prometió provisiones y apoyo de todo tipo, y le embarcó al otro lado de los estrechos, a Asia Menor, todo lo rápido que pudo. Allí se truncó el sueño de conquista de Federico. Se ahogó mientras se bañaba en el río Calicadnus, en el centro meridional de Asia Menor, y sin él su ejército se disolvió rápidamente. Los supervivientes volvieron a su país como pudieron, y una vez más el Imperio Bizantino superó una amenaza extranjera.

Cualquiera que fuera la buena fortuna de Constantinopla para combatir las amenazas exteriores, estaba desamparada contra las intrigas internas. Isaac tenía un hermano más joven que deseaba el trono. Promovió un complot e hizo que le proclamaran emperador con el nombre de Alejo III. Apresó a Isaac II en 1195, ordenó que le cegaran y le encarceló. Bajo el nuevo emperador, el imperio se deslizaba cuesta abajo.

¡La ruina!

El cegado Isaac II tenía un joven hijo, Alejo, de doce años cuando su padre fue derrocado. Se le permitió vivir al lado de su tío, el usurpador, gesto de misericordia que resultó un error. En 1201 el joven Alejo, que entonces tenía dieciocho años, consiguió salir del imperio hacia el oeste, donde comenzó a buscar ayuda.

En aquel momento, se había acabado la Tercera Cruzada. Ricardo de Inglaterra había realizado prodigios de valor, pero el vencedor fue Saladino y los turcos se quedaron con Jerusalén. Por esta razón, se empezó a organizar una Cuarta Cruzada. Los cruzados intentaron alquilar naves venecianas para que les llevaran hasta Egipto, donde tenían proyectado tomar Alejandría, y luego ir hacia Tierra Santa desde el sur. Como era habitual, Venecia pidió un alto precio por sus servicios. Pero esta vez no había dinero. Al parecer, existía una ciudad llamada Zara en la costa oriental del Adriático, a unas 170 millas al sureste de Venecia. Era un buen puerto, que Venecia podía aprovechar y que deseaba. En aquella época estaba nominalmente bajo el dominio del Rey Cristiano de Hungría, pero eso no les importaba a los venecianos. Razonaban que los cruzados tendrían que pasar por ella camino de Alejandría. ¿Por qué no detenerse allí, tomar la ciudad, entregarla a los venecianos como pago por sus servicios, y luego seguir su camino?

El papa Inocente III, bajo cuya dirección luchaban los cruzados, se quedó horrorizado ante ese plan de pervertir el espíritu de la cruzada atacando una ciudad cristiana. Protestó, pero los venecianos permanecieron impasibles. Pusieron su precio, y los cruzados tuvieron que pagarlo. En 1202 tomaron Zara para Venecia, y partieron hacia Corfú.

Por entonces el principito bizantino, Alejo, llegó a Corfú para pedir ayuda. Si los cruzados podían tomar Zara para Venecia, ¿por qué no podían tomar también Constantinopla y ayudar a restaurar a su padre en su legítimo trono? Si lo hacían, habría mucho dinero para todos los cruzados.

El jefe de los venecianos era Enrico Dandolo, un hombre extraordinario. Según un relato, en 1173 era embajador o rehén en la corte de Manuel I, y fue cegado por una u otra razón, por el emperador. Para añadir más dramatismo al relato, una versión cuenta que fue cegado utilizando un espejo cóncavo que concentró los rayos solares.

Esta historia se ha utilizado para explicar el odio inveterado de Dandolo contra los bizantinos, y su anhelo de vengarse a toda costa. El relato puede ser una invención, una historia de atrocidades fabricada para dar a los cruzados una justificación a su venganza. En realidad, la historia de la ceguera no era necesaria para darles un motivo. Los venecianos deseaban dominar económicamente el imperio, y recordaban muy bien la matanza de venecianos ocurrida veinte años antes. En cuanto a Dandolo, su ceguera se debía muy posiblemente al deterioro de la edad y nada más, porque durante la época de la Cuarta Cruzada parece que tenía por lo menos noventa años.

A pesar de su edad, Dandolo era agudo e indomable, parecido al anciano Narsés de seis siglos y medio antes. El fue más que nadie, quien obligó a los cruzados a tomar Zara contra sus propias inclinaciones y contra las admoniciones del papa, y fue él quien defendió la causa del joven Alejo. Abogó para que los cruzados se desviaran hacia Constantinopla. Por fin lo hicieron, y las naves venecianas llevaron a los caballeros cruzados y al pretendiente bizantino a la gran ciudad.

Ningún enemigo había conquistado jamás Constantinopla durante los casi nueve siglos transcurridos desde su fundación por Constantino, pero sí fue tomada varias veces por uno u otro rival para apoderarse del trono. Este vez llegaron los cruzados como tropas de apoyo de un pretendiente imperial, y habría suficientes partidarios suyos en la ciudad como para no permitir más que una débil resistencia.

Los venecianos volcaron toda su destreza en el sitio naval, y en agosto de 1203 los cruzados entraron en Constantinopla. Alejo III huyó. Sacaron al ciego Isaac II de la prisión donde había estado encerrado durante ocho años, y le convirtieron de nuevo en emperador. Reinaba con él su hijo, que era ya Alejo IV.

Teóricamente, los cruzados habían llevado a cabo su tarea y podían partir para Egipto, pero Alejo IV les había prometido mucho dinero y tenía que intentar explicarles que la tesorería imperial estaba exhausta. Naturalmente, los cruzados no le creyeron puesto que habían escuchado toda clase de historias sobre la fabulosa riqueza de Constantinopla. Se negaron a salir sin recibir su paga, y el pueblo bizantino empezó a asustarse ante un enemigo asentado de esta forma en el centro mismo de su patria.

Alejo III, a quien los cruzados habían derribado y que erraba por el norte, tenía una hija cuyo marido se colocó a la cabeza de la facción anti-cruzada. En enero de 1204, se proclamó emperador con el nombre de Alejo V, se apoderó del palacio e hizo estrangular a Alejo IV. El joven llevaba medio año reinando. Se dijo que el ciego Isaac murió del disgusto.

Sin embargo, apoderarse del palacio no era suficiente. Era necesario que Alejo V echara a los cruzados. Durante tres meses intentó empujar a los cruzados al mar, pero los caballeros occidentales estaban demasiado firmemente asentados como para ser desalojados. El 12 de abril de 1204 Alejo V se dio por vencido y huyó. Le capturaron aquel mismo año y fue ejecutado.

Los cruzados eran ya los amos de la ciudad. La situación había cambiado. Ya no estaban simplemente como defensores de un rey legítimo; se habían asentado allí por derecho propio. Durante más de un siglo, los occidentales habían sido alimentados con relatos sobre la perfidia y traición de los bizantinos y su emperador. Ahora los cruzados se consideraban víctimas de esa perfidia: tras haber ido a Constantinopla para servir al auténtico príncipe, se les había negado su justa paga y después habían sido atacados.

Se sentían investidos de una especie de justa furia. Cogerían lo que quisieran (era legítimamente suyo) y matarían a quien les diera la gana, puesto que todos los bizantinos (que de todos modos eran unos viles herejes) habían hecho peligrar sus vidas con su traición.

A partir del 12 de abril de 1204, los cruzados sometieron a la gran ciudad de Constantinopla a un saqueo despiadado. Los habitantes fueron robados, violados y masacrados por millares; los sacerdotes fueron objeto especial de torturas diabólicas; se saquearon iglesias y mansiones. Incluso Hagia Sofía, la iglesia más hermosa del mundo, fue profanada sin piedad. Los altares se convirtieron en mesas para jugar a los dados, donde los soldados se jugaban el botín. Se colocó a una prostituta sobre el trono del patriarca para presidir las juergas de los borrachos.

Una gran parte de la riqueza de la ciudad fue saqueada, robada y llevada fuera. Las obras de arte de Constantinopla se dispersaron con el tiempo por todo Europa, al igual que cientos de reliquias de todas clases. Los caballos esculpidos que adornaban el hipódromo fueron llevados finalmente a Venecia, y todavía están en la Catedral de San Marcos, mientras el hipódromo era utilizado para torneos al estilo occidental.

Lo que no se podían llevar, lo quemaron, lo hicieron añicos, lo fundieron o lo destrozaron, incluso cuadros y estatuas originales que se remontaban a la edad de oro de los antiguos griegos. La tragedia, aparte de su costo en vidas humanas y sufrimiento, no puede medirse puesto que las pérdidas eran irreemplazables.

La antigua cultura griega representaba la cima más elevada del esfuerzo humano hasta entonces, pero en los días anteriores a la imprenta, la historia de aquella cultura dependía de la existencia de un número relativamente pequeño de manuscritos. Hacia los siglos finales del Imperio Romano, esa historia tenía una base moderadamente firme, porque había copias de las obras distribuidas en varias bibliotecas, públicas y privadas.

Poco a poco, aquellas bibliotecas habían sido destruidas. Los bárbaros germánicos habían ensombrecido toda la mitad occidental del imperio. Los árabes invasores destruyeron las partes de la Gran Biblioteca de Alejandría que los cristianos entusiastas y mal orientados no habían devastado. Al comienzo de 1204, el único lugar donde los grandes documentos de la cultura griega se conservaban todavía intactos y completos era Constantinopla. Y fueron esos documentos los que destruyeron los iracundos cruzados. Ellos, analfabetos como eran, no veían ningún valor en viejos rollos de pergamino, y todo salvo algunas de las grandes obras teatrales de Esquilo, Sófocles, Eurípides y Aristófanes, todo lo demás desapareció.

Muchos documentos se conservaron, puesto que la ciudad era tan rica en ellos que toda la furia de los cruzados no pudo aniquilarlos ni descubrir todo lo que los habitantes aterrorizados consiguieron esconder. Pero fue suficiente para que con esta ruina cayera un telón entre los antiguos y nosotros; un telón oscuro e impenetrable que no se levantaría jamás.

10
El fantasma del imperio
El intervalo latino

Sin embargo, aunque Constantinopla quedó medio destruida y los cruzados se hartaron de botín, el tiempo seguía pasando. El problema era: ¿qué se iba a hacer con el imperio? Ya no se trataba de seguir hasta Egipto y Tierra Santa; los cruzados querían quedarse donde estaban y gobernar el imperio. Uno de sus hombres, Balduino de Flandes, fue proclamado emperador con el nombre de Balduino I, y con él comenzó un período denominado «Imperio Latino», puesto que el idioma de la corte, que hasta entonces había sido el griego, pasó a ser oficialmente el latín.

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