Sin duda, Basilio II fue consciente del efecto debilitador del monacato en el imperio, con su congelación de riquezas y de mano de obra; pero ni siquiera él pudo hacer nada. Cuando Bardas Focas y Bardas Escleros estaban bajo las murallas de la capital, Basilio tuvo que conseguir el apoyo de los monjes con la promesa de conservar sus privilegios. El emperador luchó contra los terratenientes y no estaba en una posición que le permitiera enfrentarse también con los monjes. Fue la última oportunidad. Ningún emperador posterior tuvo el poder para luchar contra los monjes, y el monacato continuó ejerciendo un efecto estrangulador en el imperio hasta su último aliento.
En otro terreno, el reinado de Basilio II, tan victorioso en apariencia, preparó el terreno para futuros problemas. Se trata de las relaciones del imperio con la ciudad italiana de Venecia. Venecia había tenido una larga vinculación con el imperio, y había continuado siendo una cuasidependencia de Constantinopla mucho después de que las restantes zonas del norte de Italia se hubieran separado. Aunque ahora era completamente independiente, todavía existía un lazo tradicional.
Los venecianos, que vivían en sus casitas de barro a lo largo de la costa eran criaturas del comercio, y de hecho eran los comerciantes más expertos del Mediterráneo. Tenían grandes deseos de hacerse cargo de una parte del comercio de Constantinopla, y estaban dispuestos a pagar una gran cantidad por el privilegio. Basilio vio las ventajas de ello. El dinero veneciano era bien recibido. La pericia veneciana no podía sino mejorar aún más la situación comercial, y la flota veneciana estaría a disposición imperial cuando fuera necesario. En el 992, por consiguiente, los venecianos asumieron por primera vez un lugar semioficial en la vida de Constantinopla.
Pero aunque en ese trato hubo ventajas, aparecieron también desventajas. Los venecianos eran extraños en el idioma, la cultura y la religión. Consideraban a los ciudadanos bizantinos con desprecio y comerciaban, al fin y al cabo, para conseguir beneficios. Aunque Constantinopla también conseguía sus beneficios, era evidente que de la ciudad grandes cantidades de dinero salían para ir a parar a cofres venecianos. En consecuencia, los venecianos fueron naturalmente recompensados por el odio del pueblo de Constantinopla.
Para su propia protección, los venecianos pidieron y recibieron privilegios extra territoriales; es decir, se les permitió vivir según sus propias leyes y quedaron exentos de la interferencia o la tributación bizantinas. Esto les convirtió prácticamente en un estado dentro del estado. En realidad, al considerar la situación desde la perspectiva de una época posterior, podemos ver que lo que Basilio comenzó inadvertidamente fue un proceso mediante el cual el Imperio Bizantino, por grande y magnífico que pareciera, se convirtió en una especie de colonia de una pequeña ciudad comercial situada a su oeste.
Constantino VIII no tuvo hijos. No obstante, tuvo tres hijas, a las que cautelosamente mantuvo solteras por temor a las ambiciones de sus yernos. Al morirse, todas habían superado ya la edad de la maternidad. La hija mayor estaba seriamente desfigurada por la viruela y vivía retirada. La segunda hija. Teodora, se dedicó a la vida monástica y eso hizo que la hija más joven, Zoe, fuera la última esperanza de la dinastía.
Dada la situación, habría resultado posiblemente más beneficioso comenzar una nueva dinastía colocando a algún funcionario joven, inteligente y vigoroso en el trono. Sin embargo, los principios de la legitimidad estaban ya establecidos muy sólidamente. El único gobernante auténtico, a los ojos del pueblo, tenía que ser un descendiente de Basilio I.
El moribundo Constantino era consciente de ello, y se dio cuenta de que la única manera de conseguir un emperador varón en el trono era que alguien se casara con Zoe. La selección recayó sobre Romano Argyropolus, que era entonces alcalde de Constantinopla. Romano no estaba muy dispuesto, ya que estaba casado felizmente y no tenía deseos de asumir la espléndida miseria de la corona. Le dijeron que, por supuesto, no tenía por qué casarse con Zoe, pero que entonces podrían matarlo. La lógica de la situación no le dejaba escapatoria. Se divorció de su mujer y se casó con Zoe. Tres días más tarde murió Constantino VIII y Romano III fue el nuevo emperador.
Romano hizo lo que pudo, pero no era suficiente. Intentó congraciarse tanto con los señores feudales como con los monjes, y los dos intentos tuvieron repercusiones desastrosas. Los terratenientes se hurtaron al firme control al cual los había sometido Basilio, y comenzaron dos generaciones de intrigas contra el trono, mientras éste estaba en manos de burócratas civiles.
Los monjes aprovecharon el servilismo imperial para dedicarse a su juego favorito de perseguir a los herejes. En las regiones orientales de Asia Menor que Basilio había anexionado al imperio, había numerosos monofisitas, cuyos antepasados habían sido expulsados en los siglos anteriores de las tierras bizantinas, que disfrutaban de la tolerancia de los gobernantes islámicos. Cuando se encontraron de nuevo en el imperio, volvieron a ser perseguidos. Muchos fueron expulsados de nuevo al otro lado de las fronteras; otros se quedaron en un tenso descontento y dispuestos a unirse a cualquier ofensiva islámica.
Las cosas podían haberse puesto peor, pero al menos había un general capaz entre las fuerzas imperiales. Era Georgios Maniakes, que mantenía la ofensiva en el este y consiguió continuar la lograda expansión bizantina en Siria. También fue un período de triunfos navales, ya que bajo la dirección de Haralda Hardrade, un vikingo de siete pies que dirigía la guardia varega, las naves bizantinas derrotaron una y otra vez a las flotas islámicas.
Pero Zoe se cansó de su marido. Era una mujer atractiva que tenía como objetivo en la vida conservar su atractivo. Dedicaba toda clase de cuidados a su cuerpo, y conservó una especie de coquetería juvenil hasta la vejez. Por otra parte, Romano III, era un anciano de sesenta años cuando se casaron y al fracasar en su intento de dejar embarazada a su esposa cincuentona, perdió todo interés por ella.
Intentó concienzudamente controlar su extravagancia, puesto que durante el relajado gobierno de Constantino VIII, se había consumido el dinero tan austeramente guardado en la tesorería por Basilio II. Zoe, consciente de que ella era la verdadera emperatriz y de que Romano simplemente tenía el cargo imperial en virtud de su matrimonio, comenzó a buscar otro hombre. Esta actitud no escapó a la atención de un hábil funcionario de palacio, Juan Orphanotrophus. Era un eunuco, y por lo tanto no podía ser elegido emperador, pero tenía un guapo hermano menor, Miguel a quien llevó a la corte.
La emperatriz quedó fascinada, y pronto Miguel el Paflagonio (llamado así porque era oriundo de Paflagonia, en Asia Menor) se convirtió en su favorito. En 1034, Romano III apareció ahogado en su bañera tras un reinado de seis años. Pudo ser un accidente, pero pocas personas en la corte lo creyeron así. El sentimiento general era que Zoe y Miguel habían preparado la muerte de un marido molesto.
Enseguida Zoe tomó a Miguel como segundo marido y éste gobernó con el nombre de Miguel IV. A pesar de que Miguel IV sufría ataques de epilepsia, resultó un emperador enérgico. Su hermano Juan, que era el poder tras el trono, mantuvo un sólido control de los asuntos civiles, y otros hermanos capaces fueron ascendidos y también ayudaron.
Miguel aplastó una revuelta de los búlgaros y puso a la Iglesia, que había sido dejada a su aire por Basilio II, bajo el control directo del patriarca de Constantinopla. En el occidente Georgios Maniakes, y Haralda Hardrade, actuando conjuntamente por tierra y por mar, iniciaron la invasión de Sicilia que Basilio II había proyectado. Consiguieron varias victorias, y en 1040 incluso tomaron a Siracusa. El celoso gobierno de Constantinopla hizo volver a Maniakes (casi como en los tiempos de Justiniano y Belisario), y las conquistas sicilianas se perdieron enseguida.
En 1041 murió Miguel IV, al parecer por causas naturales. El eunuco Juan no estaba dispuesto a perder el poder que su familia había ejercido durante siete años. Se apresuró a traer a un joven sobrino, otro Miguel, a Constantinopla. Zoe, que ya tenía más de sesenta años, siguió los consejos de Juan y adoptó al joven como hijo. Gobernó con el nombre de Miguel V.
El nuevo emperador se embarcó enseguida en una política suicida. Creyendo que podía conservar realmente el poder en sus manos, envió al exilio a su tío Juan (haciendo desaparecer así al cerebro de la corte). Luego se volvió contra Zoe y la metió en un monasterio, para poder gobernar sin intromisiones. Pero fue demasiado lejos, y si Juan hubiera estado en la corte, sin duda lo habría impedido. El pueblo de Constantinopla no se sintió molesto por la caída de Juan, ya que los favoritos imperiales eran normalmente impopulares. Pero Zoe era otro asunto: era la emperatriz legítima, la hija de Constantino VIII y la sobrina del propio matador de los búlgaros.
El pueblo se amotinó, exigiendo la vuelta de su reina. Asustado, Miguel V se apresuró a sacarla del convento y la presentó al pueblo vestida de monja. Era demasiado tarde; no había forma de apaciguar a la gente. El 19 de abril de 1042, la muchedumbre invadió el palacio y apresó al emperador y a uno de sus tíos. Llevado al hipódromo, fue escarnecido, torturado y finalmente cegado y enviado a un monasterio. No se sabe lo que le pasó después. Siguió vivo, durante algún tiempo, largo o corto, en una total oscuridad.
Durante esos mismos disturbios, la hermana mayor de Zoe, Teodora, que durante todo ese tiempo vivía pacíficamente en un monasterio, fue sacada de él y se vio obligada a compartir el trono con su hermana. Pero seguía haciendo falta un hombre, y ya que Teodora se negó a casarse, Zoe tomó a un tercer marido, Constantino Monómaco (”un ojo”), que reinó con el nombre de Constantino IX.
El nuevo emperador tenía también más de sesenta años. Se interesó por las artes y el estudio, descuidó el ejército y gastó grandes sumas en lujos. Sus extravagancias produjeron efectos dignos de atención. Durante siete siglos, el besante de oro imperial conservó su valor total pese a todos los problemas y catástrofes sufridos por el imperio. Pero lo que la derrota no logró, lo consiguió el derroche. Por primera vez se disminuyó el contenido en oro del besante, y la confianza extranjera en el imperio sufrió una conmoción. Los cimientos económicos de la prosperidad del imperio se estremecieron.
El ejército estaba naturalmente exasperado por las negligencias del emperador, en particular porque sus tareas se multiplicaban. Las fuerzas islámicas en el este y las tribus guerreras en el norte, pero en occidente había aparecido algo nuevo y amenazador. Los vikingos u hombres del norte se habían establecido en el norte de Francia. La región donde se establecieron empezó a ser llamada Normandía, y ellos recibieron el nombre de normandos, pero siguieron sus expediciones por las costas de Europa al igual que habían hecho antaño sus antepasados vikingos.
Al volver de las peregrinaciones a Tierra Santa, algunos normandos se detuvieron en Italia y se encontraron con una región madura para el bandidaje. Se apoderaron de tierras, y tras la aparición de un normando especialmente capaz, Roberto Guiscardo, comenzaron a disponer de un poder propio que podía perfectamente crearle dificultades a los bizantinos.
Durante algún tiempo, fue sólo la presencia de Georgios Maniakes lo que mantuvo a raya a los normandos. Mientras en Constantinopla Constantino IX estaba completamente absorbido en los planos arquitectónicos de unos historiados edificios que quería construir, Maniakes consiguió una aplastante victoria contra los normandos el 1042.
Pero, como era habitual, sus victorias sólo provocaron sospechas y odios en la camarilla de la corte. Un emisario imperial viajó a Italia para reclamar la vuelta a Maniakes, y lo hizo delante del ejército, en términos insultantes y degradantes. Maniakes no era ningún Belisario para aguantar una cosa semejante. A una señal suya, sus soldados dieron muerte al emisario y alzaron la bandera de la insurrección. Maniakes navegó hasta Grecia y desembarcó en Dyrrhachium. Las tropas se agruparon en torno a él, y el pueblo se le unió con entusiasmo. Así comenzó su marcha hacia Constantinopla.
Parecía seguro que Maniakes triunfaría, que sería el fundador de una nueva y vigorosa dinastía, y que el imperio continuaría siendo poderoso. Pero por un azar de la suerte, poco después de emprender su larga marcha, una flecha encontró accidentalmente en él su blanco y le mató. Su muerte le costó muy cara al imperio. Sin él, se perdió la posibilidad de una reorganización, y el imperio continuó bajo el débil gobierno de un anciano ineficaz.
Con la desaparición de Maniakes, las posibilidades normandas aumentaron de nuevo en Italia, y las fuerzas bizantinas tuvieron que tratar de conseguir una alianza conjunta con el papado contra los recién llegados. De hecho, los papas estaban también expuestos al peligro de los rudos normandos, pero al menos, éstos, pertenecían a la Iglesia occidental y reconocían la supremacía papal. Las zonas de Italia dominadas por el gobierno bizantino reconocían la dirección religiosa del patriarca de Constantinopla, pero cuando cayeron bajo control normando, la fidelidad se desplazó hacia el papa, cambio que los papas, naturalmente, aceptaron y estimularon.
El patriarca de Constantinopla estaba, también, naturalmente, enfurecido. El patriarca era por aquellas fechas Miguel Cerulario, persona de ambiciones sin límites y de genio vivo. En una ocasión, en 1040, cuando todavía era seglar, conspiró contra Miguel IV, con el resultado de que fue obligado a hacerse monje. Durante algún tiempo permaneció en el exilio pero ni su ambición ni su empuje disminuyeron. Se distinguió en la Iglesia, continuó metiéndose en política y fue elevado a patriarca por el descuidado y despreocupado Constantino IX.
Cerulario se encontró con la enemistad de las dos ramas de la Iglesia cristiana, como llevaba ocurriendo con intervalos durante siete siglos y por el mismo problema básico: quién tenía primacía, el papa o el patriarca. Hasta entonces, las dos ramas de la Iglesia, fuera cual fuera su disputa, habían evitado una ruptura total y seguían manteniendo fina unidad teórica.
Cerulario, no obstante, tomó fuertes medidas en la cuestión de la jurisdicción en el sur de Italia. En las negociaciones sobre el tema, se negó agriamente a ceder ni un ápice. En 1052 demostró su negativa a la conciliación al cerrar abruptamente todas las iglesias del imperio que celebraban la misa según los ritos occidentales.