—Sólo que no ha sido un puñado de lentejas precisamente —continuó el hombre, mientras la afilada punta de acero se hundía un poco más, rascando la piel del brazo sin llegar a provocar sangre, camino de la mano derecha—. Tienes varias casas, un buen coche, empleados… Mira tu reloj, bendito sea el nombre de Alá.
Puedes quedártelo si me dejas largarme de aquí,
pensó Orville, pero no lo dijo porque no quería que otra brocheta lo ensartase.
Oh, mierda, no sé cómo voy a salir de ésta.
Buscaba angustiado la palabra justa que hiciese esfumarse a aquellos intrusos. Pero el dolor pulsante de su nariz y de la mano traspasada le decía a gritos que esa palabra no existía. Sentía las tripas crispadas, queriendo vaciarse.
Con la mano que no sostenía la pistola, Nazim le quitó el reloj y se lo pasó al otro hombre.
—Vaya… Jaeger LeCoultre. Sólo lo mejor, ¿eh? ¿Cuánto te paga el gobierno por ser una rata? Seguro que mucho, para poder comprarte relojes de veinte mil dólares.
El hombre arrojó el reloj al suelo y comenzó a pisarlo como si le fuera la vida en ello. No consiguió gran cosa más que rayar la esfera, con lo que su gesto perdió la teatralidad que buscaba y tuvo que pararse un poco a recuperar el aliento.
—Sólo cazo criminales —dijo Orville—. No tienes el monopolio del mensaje de Alá.
—No vuelvas a decir su nombre —respondió el otro, escupiendo sobre el rostro del californiano.
El labio superior de Orville empezó a temblar incontroladamente, pero el joven no era ningún cobarde. En aquel momento se dio cuenta de que iba a morir, así que decidió hacerlo con la mayor dignidad posible.
—Omak zanya feeh erd
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—dijo mirándole directamente a los ojos y procurando no tartamudear.
Un destello de rabia cruzó por los ojos del hombre. Estaba claro que esperaba quebrar a Orville, verle suplicar. No aquella demostración de valentía estéril.
—Llorarás como una niña —dijo.
El brazo subió y volvió a bajar, clavando la brocheta en la mano derecha de Orville, que no pudo evitar soltar un chillido indefenso que poco tenía que ver con su bravuconada de unos segundos atrás. Un cuajarón de sangre voló por el aire y aterrizó en la boca abierta de Orville, que se atragantó y empezó a toser de manera espasmódica, cada tos más dolorosa que la anterior al agitar los brazos que seguían clavados a la mesa por los enormes pinchos de acero.
La tos se fue calmando gradualmente, y Orville convirtió en proféticas las palabras del hombre: dos gruesos lagrimones rodaron por sus mejillas y cayeron sobre la mesa. Aquello pareció ser todo lo que necesitaba el hombre para liberar a Orville de su tortura. Alzó un nuevo instrumento de cocina: un cuchillo de treinta centímetros.
—Se acabó,
kooneh.
Sonó un disparo que arrancó ecos metálicos de las sartenes que colgaban alineadas de las paredes como soldados obedientes, y el hombre cayó al suelo. Su compañero no se dio ni siquiera la vuelta para ver de dónde procedía la bala. De un salto se arrojó por encima de la isleta de la cocina, rayando la vitrocerámica con la hebilla de su cinturón y aterrizando sobre las manos. Un segundo disparo levantó astillas de madera del marco de la puerta, a más de medio metro de su cabeza, y Nazim desapareció.
Orville, con los brazos en cruz, completamente desnudo, la cara aplastada, las palmas perforadas y cubierto de sangre, apenas acertó a girarse para ver quién era su salvador. Un joven rubio y delgado, por debajo de la treintena, vestido con unos vaqueros y lo que en la oscuridad de la cocina parecía una camisa de sacerdote.
—Menuda pinta tienes, Orville —le dijo el cura, mientras pasaba a su lado, en pos del segundo terrorista. Se cubrió en el marco de la puerta y se asomó de golpe, sujetando la pistola con ambas manos. Allí sólo había un salón vacío y una ventana abierta.
El sacerdote volvió al lado de Orville, quien si no hubiera tenido los brazos clavados a la mesa se habría frotado los ojos incrédulo.
—No sé quién eres, pero gracias. Por favor, suéltame —con la nariz destrozada, sonó como
Pod favoz, sueztabe.
—Aprieta los dientes. Te va a doler —el joven cura tiró de la brocheta de la derecha, procurando hacerlo de la manera más recta posible, y aun así Orville volvió a soltar un alarido—. No eres nada fácil de encontrar, ¿sabes?
Orville lo interrumpió alzando la mano, en la que era claramente visible un agujero del tamaño de un centavo. Apretando los dientes por el dolor y el esfuerzo, Orville rodó un poco hacia su mano izquierda y él mismo se arrancó la segunda brocheta.
Esta vez no gritó.
—¿Puedes caminar? —dijo el cura, ayudándole a incorporarse.
—¿Es polaco el papa?
—Ya no. Mi coche está a un par de minutos. ¿Alguna idea de dónde estará tu invitado?
—¿Y yo qué coño sé? —dijo Orville, cogiendo un rollo de papel de cocina junto a la ventana y envolviéndose las manos de mala manera, medio rollo en cada una. Los extremos de sus brazos se asemejaron a gigantescos palillos de algodón de azúcar que fueran tiñéndose poco a poco de rojo y desde dentro.
—Deja eso, y aléjate de la ventana. Te vendaré en el coche. Creía que eras el experto en pensamiento terrorista.
—Vaya. Eres de la CIA. Y yo que creía que había tenido suerte.
—Bueno, más o menos. Me llamo Albert y soy un ISL.
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—¿Un Enlace? ¿Con quién, con el Vaticano?
Albert no respondió. Los miembros de la Santa Alianza jamás decían que pertenecían a ella.
—Déjalo estar, entonces —continuó Orville, reprimiendo un gesto de dolor—. Mira, aquí nadie va a ayudarnos. No creo que nadie haya oído los disparos, porque los vecinos más cercanos están a medio kilómetro. ¿Tienes un móvil?
—Eso no es una opción. Si viene la poli, te llevará al hospital y luego te tomarán declaración. Antes de media hora tendrías a los de la CIA con flores en tu habitación.
—Entonces ¿sabes manejar ese cacharro?
—No muy bien. Además, detesto las armas. Tienes suerte de que le diera al de la brocheta y no a ti.
—Pues tendrán que gustarte —dijo Orville levantando sus palitos de algodón de azúcar—. ¿Qué clase de agente eres tú?
—No he recibido más que el entrenamiento básico —dijo Albert, con un gesto de disculpa—. Lo mío son los ordenadores.
—Pues sí que estamos bien. Joder, me estoy mareando —dijo Orville, a punto de caerse. Sólo el brazo de Albert evitó que se desplomara.
—¿Crees que podrás llegar al coche, Orville? —El californiano asintió, aunque sin demasiada convicción—. ¿Cuántos son?
—Sólo queda el que ahuyentaste, que yo sepa. Pero estará esperándonos en el jardín.
Albert echó un breve vistazo por la ventana, procurando no asomarse mucho.
—Entonces estamos listos. Cuesta abajo, y con la sombra del muro… puede estar en cualquier parte.
C
ASA
SEGURA
DE
O
RVILLE
W
ATSON
Afueras de Washington
Sábado, 15 de julio de 2006. 01.03
Nazim tenía mucho miedo.
Había imaginado muchas veces la escena de su martirio. Eran delirios abstractos, en los que él moría en una gran bola de fuego, algo grande y retransmitido por televisión. Aquel anticlímax absurdo de la muerte de Kharouf le había dejado confuso y asustado.
Había huido corriendo al jardín, temiendo llegar las sirenas de la policía en cualquier momento. Por un momento pensó en la tentadora promesa de la puerta de coches, que aún seguía entreabierta. El ruido de las chicharras y los grillos llenaba la noche de vida y de promesas, y por un instante Nazim dudó.
No. Ofrecí mi vida por la gloria de Alá y por la salvación de los míos. ¿Qué será de mi familia si ahora huyo, si me ablando?
Nazim no cruzó la puerta. Se apostó en las sombras, detrás de un seto de dragonaria muy descuidado, pero que aún conservaba algunas flores anaranjadas. Intentó relajar la tensión de su cuerpo cambiando la pistola de mano cada pocos minutos y abriendo y cerrando el puño que quedaba libre.
Estoy en forma. Salté por encima de la cocina, la bala que iba dirigida a mí falló por mucho. Uno es un cura y el otro está herido. No podrán conmigo. Todo lo que tengo que hacer es vigilar el sendero de salida. Y si escucho los coches de la policía, saltaré el muro. Es alto pero podré hacerlo. Aquel punto de la derecha parece ligeramente más bajo. Es una pena que Kharouf no esté aquí. Era un genio abriendo puertas. La de la finca apenas le duró quince segundos. Me pregunto si ya estará en los brazos de Alá. Voy a echarle mucho de menos. Él querría que me quedase. Querría que acabase con Watson. Ya estaría muerto si él no se hubiera demorado tanto, pero nada lo enfurecía tanto como un hermano que traiciona a sus hermanos. Me pregunto en qué ayudaría a la jihad el que yo muriese aquí esta noche si no me llevase por delante al kooneh. No. No puedo tener esa clase de pensamientos. Debo concentrarme en lo que importa. Porque los placeres sucios de esta vida están destinados a acabarse. El imperio en el que nací está destinado a caer. Y yo ayudaré con mi sangre. Aunque me gustaría que no fuera hoy el día.
Hubo un ruido en el camino de bajada de la casa. Nazim aguzó el oído. Ahí venían. Tenía que ser rápido. Tenía que…
—Está bien. Tira el arma. Ya.
Nazim ni siquiera pensó. Ni una oración final. Simplemente se dio la vuelta pistola en mano. Albert, que había salido por la parte de atrás de la casa y rodeado el muro para asegurarse de que podían alcanzar la puerta sin peligro, se había encontrado en la oscuridad con el brillo tenue de los adhesivos reflectantes de las Nike del chico. Al contrario que cuando disparó a Kharouf de manera instintiva para salvar la vida de Orville —acertando de puro milagro—, en esta ocasión pilló al crío totalmente desprevenido, a sólo tres metros de distancia. Plantó bien ambos pies en el suelo, apuntó al centro del pecho del chico, apretó el gatillo hasta la mitad de su recorrido y le dio el alto con una voz clara y firme.
Cuando Nazim se giró, Albert apretó el gatillo hasta el final y el pecho del chico voló en pedazos.
Nazim fue vagamente consciente del disparo, aunque no sintió ningún dolor, sólo la sensación de estar tumbado sobre la hierba reseca. Intentaba mover los brazos y las piernas, pero era inútil. Tampoco podía hablar. Vio como el que le había disparado se inclinaba sobre él, le buscaba el pulso en el cuello y meneaba la cabeza. Un minuto después llegaba Watson. Nazim observó que al inclinarse sobre él dejó caer una gota de sangre, aunque nunca supo que esa gota se mezcló con la que manaba de su propia herida. Su visión era cada vez más borrosa. Pudo oír la voz de Watson, sin embargo, rezando.
—Alabado sea Alá, quien nos regala la vida y la oportunidad de adorarlo con rectitud y honestidad. Alabado sea Alá, que nos enseñó en el sagrado
Q'ran
que aunque alguien ponga la mano sobre nosotros para matarnos, nosotros no pongamos la mano sobre él. Perdónale, Señor del Universo, pues sus pecados son los de la inocencia engañada. Protégele de las torturas del infierno, y llévalo junto a ti, Señor del Trono.
Después de aquello, Nazim se sintió mucho mejor. Parecía que le habían quitado un peso de encima. Él había dado todo por Alá. Se fue dejando llevar hacia un estado de paz tal que cuando escuchó en la lejanía las sirenas las confundió en su mente con el ruido de los grillos. Uno de ellos cantaba junto a su oreja y fue lo último que oyó.
Unos minutos después, dos policías de uniforme se inclinaban sobre un muchacho vestido con una sudadera de los Redskins, cuyos ojos abiertos apuntaban al cielo.
—Central, aquí la unidad 23. Tenemos un diez cincuenta y cuatro. Envíen una ambulancia…
—Déjalo. No lo ha conseguido.
—Central, anule lo de la ambulancia. Procedemos a acordonar la zona.
Uno de los agentes se quedó mirando el rostro del chico. Una lástima que hubiese muerto de un disparo. Era lo suficientemente joven
(o yo lo suficientemente viejo)
para ser su hijo. Eso no le quitaría el sueño al patrullero, que había visto suficientes chicos muertos en las peligrosas calles de Washington como para cubrir por completo la moqueta del Despacho Oval. Pero ninguno de los que había visto tenía aquella expresión.
Por un momento pensó en llamar a su compañero y preguntarle qué demonios significaba aquella sonrisa serena. No lo hizo, claro.
Le daba miedo quedar como un idiota.
E
N
CIERTO
LUGAR
DE
F
AIRFAX
C
OUNTY
, V
IRGINIA
Sábado, 15 de julio de 2006. 02.06
La casa segura de Orville Watson y el piso de Albert estaban a casi cuarenta kilómetros, y Orville los recorrió en el asiento de atrás del Toyota de Albert, medio dormido y medio inconsciente, pero al fin con las manos vendadas como Dios manda. Por suerte el cura llevaba un buen botiquín en aquel coche.
Una hora después, cubierto por un albornoz (lo único de Albert que remotamente le servía), Orville se tragó medio bote de Tylenol acompañado de zumo de naranja que le había traído el sacerdote.
—Has perdido mucha sangre. Esto te ayudará a fijar el hierro.
Lo único que Orville pretendía fijar era su cuerpo a una cama de hospital durante un mes, pero considerando sus opciones actuales lo mejor era seguir con Albert.
—¿No tendrás por casualidad una barrita de Hershey's?
—No, lo siento. No puedo comer chocolate. Aún me salen granos. Pero dentro de un rato me acercaré a un Seven Eleven a por algo de cena, camisetas XXXL y tal vez algún dulce, si quieres.
—Déjalo. Después de lo que ha pasado creo que aborreceré las barritas Hershey's durante el resto de mi vida.
Albert se encogió de hombros.
—Tú mismo.
Orville señaló al conjunto de ordenadores que abarrotaba el salón de Albert. Diez monitores, una mesa de cuatro metros de largo y una maraña de cables que corría por el suelo, cerca de las paredes, tan ancha como la pierna de un jugador de fútbol.