Financiada por un misterioso multimillonario norteamericano, y dirigida por un anciano arqueólogo israelí, una expedición secreta penetra en las profundidades del desierto de Jordania. A partir de dos mapas fragmentarios, se ha localizado por fin con mucha precisión el lugar en donde fue escondida el Arca de la Alianza por los judíos que la salvaron de la destrucción del Segundo Templo. Uno de los mapas estaba en los rollos de Qumran, el otro aparece escondido en el interior de una vela que fue guardada durante siglos por una familia judía, y a quien se la arrebató un médico sádico durante la ocupación nazi de Austria.
Juan Gómez-Jurado
Contrato con Dios
ePUB v2.1
lan_raleigh
03.09.12
Título original:
Contrato con Dios
Juan Gómez-Jurado, noviembre del 2007.
Ilustraciones: Eduardo Paniagua
Editor original: lan_raleigh (v1.0 a v2.1)
Corrección de erratas: Dermus
ePub base v2.0
Para mis padres, que se refugiaron de las bombas bajo las mesas
Comienza con un lienzo en blanco
Esboza en él siluetas de hombres, mujeres y niños
Hunde la brocha en el pozo de tu propia oscuridad
Dibuja en la cara de tu enemigo la codicia, el odio y la crueldad
que no te atreves a reconocer como propias
Ensombrece todo asomo de simpatía en sus rostros
Borra cualquier resto de la miríada de amores, esperanzas y miedos
que residen en el calidoscopio de su corazón infinito
Deforma su sonrisa en una mueca cruel
Arranca la carne de sus huesos hasta que sólo quede el abstracto esqueleto de la muerte
Exagera cada rasgo humano hasta metamorfosearlo
en bestia, alimaña, insecto
Rellena el fondo de tu lienzo con los demonios y figuras malignas
que alimentan nuestras pesadillas ancestrales
Cuando tu cuadro esté completo podrás matarlos sin culpa y despedazarlos sin sentir vergüenza
Lo que has destruido, simplemente, es un enemigo de tu Dios
Faces of the Enemy,
S
AM
K
EEN
H
OSPITAL
I
NFANTIL
AM S
PIEGELGRUND
Viena
Febrero de 1943
Al llegar bajo la gran bandera con la esvástica que ondeaba sobre la puerta del hospital, la mujer no pudo evitar un escalofrío. Su acompañante malinterpretó el gesto y la atrajo hacia sí para darle calor. El fino abrigo que llevaba no la protegía apenas contra el afilado viento de la tarde, que anticipaba la ventisca que iba a caer en pocas horas.
—Ponte mi chaqueta, Odile —dijo su acompañante, comenzando a desabrocharse con dedos temblorosos.
Ella se desentendió del abrazo y sujetó aún más fuerte el paquete contra su pecho. Diez kilómetros sobre la nieve la habían dejado aterida y exhausta. Tres años atrás hubiese realizado el viaje en su Daimler con chofer, enfundada en un visón. Pero su coche ahora transportaba a un Brigadeführer y su abrigo de piel engalanaba las noches en los palcos del Teatro de alguna fulana nazi de párpados pintarrajeados. Se controló para apretar con fuerza el timbre, tres veces, antes de contestar.
—No tiemblo de frío, Josef. Apenas queda tiempo para el toque de queda. Si no conseguimos volver a tiempo…
El marido no pudo responder porque ya una enfermera sonriente abría la puerta del hospital. La sonrisa le murió en los labios cuando se fijó atentamente en los visitantes. Tantos años de régimen nazi le habían enseñado a reconocer a un judío a la primera.
—¿Qué quieren?
La mujer se obligó a sonreír, aunque le costó un dolor inmenso en sus labios agrietados.
—Hemos venido a ver al doctor Graus.
—¿Tienen cita?
—El doctor nos ha dicho que nos recibiría.
—¿Nombre?
—Josef y Odile Cohen, fräulein.
La enfermera dio un temeroso paso atrás cuando el apellido confirmó sus sospechas.
—Están mintiendo. No tienen una cita. Váyanse. Vuelvan al agujero del que han salido. Saben que no pueden estar aquí.
—Por favor. Mi hijo está ahí dentro. Por favor.
Sus palabras rebotaron contra la puerta que se cerró con violencia.
Josef y su mujer miraron con desesperación la impenetrable fachada del hospital. Ella se tambaleó con desmayo e impotencia, y él alcanzó a sostenerla antes de que se desplomase.
—Vamos. Busquemos otra manera de entrar.
Rodearon el edificio y justo al doblar la esquina Josef tiró de su mujer hacia atrás. Una puerta acababa de abrirse, y un hombre enfundado en un grueso abrigo empujaba con gran esfuerzo un carretón lleno de basura. Pegados a la pared, Josef y Odile se escurrieron hacia la puerta entreabierta mientras el hombre se alejaba hacia la parte de atrás del hospital.
Al entrar se encontraron con un pasillo de servicio que conducía a un dédalo de corredores y escaleras. Por los pasillos se oían llantos débiles y apagados, como si vinieran de un mundo diferente. La mujer aguzó el oído, por si escuchaba la voz de su hijo, pero fue inútil. Recorrieron el hospital sin encontrar un alma. Josef tuvo que apretar el paso para seguir a su mujer, que llevada por el instinto atravesaba los corredores sin más que una breve vacilación en cada esquina.
Encontraron un oscuro pabellón en forma de ele, repleto de niños en sus camas. Muchos estaban atados con correas a los cabeceros y sollozaban como perros mojados. Un olor acre flotaba en el ambiente caldeado. La madre empezó a sudar y notar pinchazos en las articulaciones a medida que el calor volvía a su cuerpo, aunque no hizo caso a ninguna de esas sensaciones. Sus ojos saltaban de un rostro al siguiente, de un lecho al siguiente, buscando angustiados los rasgos de su hijo.
—Aquí tiene el informe, doctor Graus.
Josef y su mujer cambiaron una mirada de entendimiento al escuchar el nombre del médico al que estaban buscando. El hombre que tenía en sus manos la vida de su hijo. Doblaron la esquina con pasos rápidos, encontrándose con un grupo de personas que rodeaba uno de los catres. Un joven rubio con bata, atractivo, estaba sentado junto a la cama de una niña de unos nueve años. Lo acompañaban una enfermera mayor que sostenía una bandeja de instrumental y un médico de mediana edad que tomaba notas con aire aburrido.
—Doctor Graus… —dijo Odile armándose de valor y avanzando unos pasos hacia el grupo.
El joven hizo un gesto irritado con la mano abierta en dirección a la enfermera, sin apartar la mirada de lo que estaba haciendo.
—Ahora no, por favor.
La enfermera y el médico les dedicaron una mirada sorprendida, pero guardaron silencio.
Odile observó lo que ocurría sobre aquella cama y se mordió la lengua para no gritar. La niña aparecía medio desmayada y tan pálida como un kilo de harina. Graus le sostenía un brazo sobre un recipiente metálico, al tiempo que le hacía pequeños cortes con un bisturí. Apenas quedaban centímetros de piel sin recibir el macabro contacto de la hoja. La sangre fluía lentamente y casi llenaba el recipiente. Finalmente la niña dejó caer la cabeza a un lado. Graus le colocó desapasionadamente dos dedos finos y elegantes sobre el cuello.
—Bien, no tiene pulso. Hora, doctor Stroebel.
—Las seis y treinta y siete.
—Casi noventa y tres minutos. ¡Espléndido! El sujeto ha resistido maravillosamente despierto aunque con un nivel de conciencia bajo y sin signos de dolor. La mezcla de láudano y estramonio es sin duda superior a todo lo que hemos probado hasta ahora, Stroebel. Enhorabuena. Preparen el espécimen para la disección.
—Gracias, herr doctor. Inmediatamente.
Solo entonces se giró el médico hacia Josef y Odile. En sus ojos había una mezcla de enfado y hastío.
—¿Quién se supone que son ustedes?
La mujer dio un paso al frente y se colocó junto a la cama, haciendo un esfuerzo para no mirar lo que había sobre ella.
—Mi nombre es Odile Cohen, doctor Graus. Soy la madre de Conrad Cohen.
El médico la miró con frialdad, y luego a la enfermera.
—Saque a estos judíos de aquí, fräulein Ulrike.
La enfermera agarró a Odile por el codo y se interpuso entre ella y el doctor, empujándola con malos modos. Josef corrió en ayuda de su esposa y forcejeó con la gruesa mujer. Durante un instante formaron un extraño trío de baile, empujando en direcciones diferentes sin avanzar en ninguna. La cara de fräulein Ulrike se iba poniendo roja por el esfuerzo.
—Doctor, estoy segura de que ha habido un error —dijo Odile, luchando por asomar el cuello sobre los anchos hombros de la enfermera—. Mi hijo no tiene ninguna enfermedad mental.
La madre logró escurrirse del abrazo de la enfermera y se acercó al médico.
—Es cierto que habla poco desde que perdimos nuestra casa, pero no está loco. Está aquí por error. Por favor. Si usted le diese el alta yo… Permítame ofrecerle lo único que nos queda.
Depositó el paquete encima de la cama, procurando que no tocase el cadáver, y desenvolvió con cuidado los periódicos que lo cubrían. Aun con la baja luz del pabellón, un destello dorado recorrió las paredes.
—Lleva en la familia de mi marido incontables generaciones, doctor Graus. Hubiera preferido morir antes que separarme de ella. Pero mi hijo, doctor, mi hijo…
En aquel momento la señora rompió a llorar y cayó de rodillas. El joven doctor apenas pareció percatarse de ello, porque su mirada estaba fija en el objeto que había sobre la cama. Sus labios, sin embargo, alcanzaron a despegarse el tiempo suficiente para aniquilar las esperanzas del matrimonio.
—Su hijo está muerto. Váyanse.
La mujer consiguió recobrarse un poco cuando el frío de la calle le alcanzó el rostro. Se abrazó a su marido y caminó deprisa, más consciente que nunca del toque de queda. Su mente sólo podía pensar en volver a tiempo junto a su otro hijo, que aguardaba en la otra punta de la ciudad.
—Corre, Josef. Corre.
Sobre la nieve sus pasos se fueron acelerando más y más.
En su despacho del hospital, el doctor Graus colgó el teléfono con aire ausente, acariciando con los dedos aquel extraño objeto. Ni siquiera miró por la ventana cuando minutos después llegó a sus oídos el sonido de la sirena de los coches de las SS. Su ayudante comentó algo acerca de judíos fugitivos, pero él no prestó atención.
Su mente estaba demasiado ocupada preparando la operación del pequeño Cohen.