Sus plegarias habían sido atendidas. Eva se marchó una mañana, tres meses atrás, de la misma manera que había llegado: de golpe. No hubo llantos ni lágrimas. No hubo lamentos ni reproches. Andrea prácticamente no dijo nada, aliviada en cierto modo. Ya tendría tiempo de lamentarlo después, con el eco ligero de las llaves en la casa en silencio.
Había intentado resolver ese vacío de muchas formas. Dejando la radio puesta antes de salir de casa. Guardándose las llaves en el bolsillo de los vaqueros otra vez. Hablando sola. Pero ninguno de los ruidos enmascaraba el silencio, porque el silencio lo llevaba Andrea por dentro.
Aquella noche al entrar apartó con el pie el último de sus experimentos para no sentirse sola: un gato atigrado de color marrón. En la tienda parecía muy mono y muy cariñoso. Andrea había tardado casi cuarenta y ocho horas en empezar a odiarlo con todas sus fuerzas. Eso le parecía bien. Podía lidiar con el odio. El odio es activo. Tú odias algo o a alguien. Con lo que no podía era con la frustración. La frustración se sufre.
—Hola, PH. Han echado a mamá del trabajo, ¿sabes?
PH eran las siglas de Pequeño Hijoputa, un nombre que se le había ocurrido a Andrea después de que el monstruo se las arreglase para entrar en el baño y cazase y despanzurrase un carísimo bote de champú con ph neutro. El animal no reaccionó ante el anuncio del despido de la periodista.
—¿No te importa, eh? Deberías sentirte preocupado —dijo Andrea sacando una lata de Whiskas de la nevera y poniendo el contenido en un platito al alcance de PH—. Cuando no tenga para comer te venderé al señor Wong, el del restaurante chino de la esquina. Y luego encargaré una ración de
pollo
con almendras.
La posibilidad de formar parte él mismo del menú no parecía quitarle el apetito a PH. Aquel gato no tenía respeto por nada ni por nadie, era solitario, malhumorado, poco cariñoso, incontrolado y orgulloso. Andrea lo odiaba.
Porque me recuerda demasiado a mí misma.
La joven paseó la mirada en derredor, molesta por lo que veía. Las estanterías estaban llenas de polvo. Había restos de comida en el suelo, el fregadero estaba oculto en algún lugar debajo de una montaña de platos. Un manuscrito a medias de la novela que pretendía escribir desde hacía tres años estaba esparcido por el suelo del cuarto de baño.
Joder. Si a la asistenta se le pudiese pagar con la tarjeta de crédito…
La única parte del apartamento que estaba bien cuidada y recogida era el enorme
gracias a Dios
armario empotrado de la habitación. La joven era sumamente meticulosa con su ropa. El resto se parecía peligrosamente a una zona de guerra. Siempre había creído que su desorden había sido una de las principales causas de la ruptura con Eva. Llevaban juntas dos años, y la joven ingeniera era una máquina de pulcritud. Andrea la llamaba cariñosamente La Aspiradora Romántica, por su afición a recoger la casa al ritmo de Barry White.
En aquel momento, contemplando el desastre, Andrea sufrió una revelación. Recogería aquella pocilga, vendería su ropa en eBay, buscaría un trabajo bien remunerado, pagaría sus facturas, se reconciliaría con Eva. Tenía un objetivo, una misión. Todo sería perfecto.
Un chorro de energía recorrió su cuerpo. Duró exactamente cuatro minutos y veintisiete segundos, el tiempo exacto para desenrollar una bolsa de basura, arrojar dentro la cuarta parte de los restos de comida de la mesa —y algunos platos sucios más allá de toda salvación—, ir confusamente de un lado a otro, toparse con el libro que había estado leyendo la noche anterior y que cayese al suelo la foto.
Las dos juntas. La última que se hicieron.
Es inútil.
Se dejó caer en el sofá, llorando, mientras la bolsa de basura devolvía parte de su contenido a la alfombra del salón. PH se acercó y mordisqueó un pedazo de pizza en el que los restos de queso habían comenzado a ponerse verdes.
—Está claro, ¿verdad, PH? No puedo librarme de lo que soy. Al menos no con un fregona y escoba.
El gato, sin hacerle el menor caso, corrió hacia la entrada y se restregó contra la jamba de la puerta. Andrea se levantó de manera mecánica, sabiendo que había alguien a punto de llamar al timbre.
¿Quién será el imbécil que viene a estas horas?
Abrió de golpe, sorprendiendo a su visitante.
—Hola, guapísima.
—Vaya. Las noticias vuelan.
—Las malas mucho. Pero como llores me largo.
La joven se hizo a un lado, sin borrar la expresión de hastío de su rostro, pero secretamente aliviada. Debía haberlo adivinado. Enrique Pascual era su mejor amigo y paño de lágrimas desde hacía muchos años. Trabajaba en una de las principales cadenas de radio de Madrid, y cada vez que Andrea tropezaba Enrique aparecía en su puerta con una botella de whisky y una sonrisa. En aquella ocasión debía de encontrarle especialmente necesitada, porque la botella tenía doce años y al lado de la sonrisa había un ramo de flores.
—Tenías que hacerlo, ¿verdad? La superperiodista tenía que joder al accionista del periódico —dijo Enrique, atravesando el pasillo en dirección al salón e intentando no tropezar con PH—. ¿Hay algún florero limpio en este cuchitril?
—Déjalas que se mueran y dame la botella. Total, nada dura eternamente.
—Ahora me he perdido —dijo Enrique, desistiendo de su intento de poner las flores en agua y alargándole el whisky—. ¿Estamos hablando de Eva o de tu despido?
—Creo que ni yo misma lo sé —murmuró la joven, que volvía de la cocina con un vaso en cada mano.
—Si te hubieras liado conmigo tal vez lo tendrías más claro.
Andrea reprimió una carcajada. Enrique Pascual, alto, atractivo y maravilloso, era el sueño de cualquier mujer durante los diez primeros días de relación, y su pesadilla durante los tres meses siguientes.
—Si me gustasen los hombres tú estarías entre los veinte primeros de mi lista. Probablemente.
Ahora fue el turno de Enrique para reírse. El joven sirvió dos dedos de whisky a palo seco, pero apenas había probado su bebida cuando Andrea ya había vaciado la suya y alargaba el brazo para servirse otra.
—Eh, frena un poco, Andrea. No es buena idea acabar la noche en Urgencias. Otra vez.
—A mí me parece una idea cojonuda. Al menos tendría a alguien preocupándose por mí.
—Gracias por lo que me toca. Pero no deberías dramatizar tanto.
—¿Te parece poco drama perder a tu novia y tu trabajo en el plazo de dos meses? Mi vida es una mierda.
—Eso no te lo discuto. Al menos vives rodeada de ella —dijo Enrique, haciendo un gesto de asco hacia el caos que los rodeaba.
—Podrías venir tú a hacerme de asistenta. Seguro que sería más útil que ese programa de deportes de mierda en el que simulas trabajar.
El joven ni se inmutó. Sabía lo que venía a continuación, y Andrea también. La periodista enterró la cara en un cojín y se puso a gritar con todas sus fuerzas. Al cabo de unos segundos el grito se convirtió en llanto.
—Debería haber traído dos botellas.
En ese momento sonó un móvil.
—Creo que es el tuyo.
—Dile a quien sea que se vaya a tomar por el culo —dijo Andrea, desde el fondo de su cojín.
Enrique descolgó el teléfono con gesto elegante.
—Llantos Irreprimibles, ¿dígame? Espere, espere…
Le tendió el teléfono a Andrea.
—Mejor que hables tú. Yo no entiendo extranjero.
Andrea cogió el teléfono, enjugándose las lágrimas con el dorso de la mano e intentando sonar normal.
—¿Sabe usted qué hora es, imbécil? —masculló.
—Disculpe, ¿Andrea Otero, por favor? —dijo una voz en inglés.
—¿Quién es? —respondió la periodista en el mismo idioma.
—Mi nombre es Jacob Russell, señorita Otero. Le llamo desde Nueva York. Es una llamada en nombre de mi jefe, Raymond Kayn.
—¿Raymond Kayn, de Kayn Industries?
—El mismo, señorita. Y usted es la misma Andrea Otero que realizó aquella polémica entrevista al presidente Bush el año pasado.
Claro, la entrevista. Aquella entrevista había tenido mucha repercusión en España y algo en Europa. Había sido la primera periodista española en visitar el Despacho Oval, y algunas de sus incisivas preguntas —las pocas no programadas que consiguió colar— habían puesto nervioso al texano. Aquella exclusiva relanzó su carrera en el periódico. Al menos brevemente. Y parecía que había llamado la atención de alguien al otro lado del Atlántico.
—La misma, caballero. Y dígame, ¿para qué necesita su jefe a una excelente reportera? —dijo Andrea, sorbiendo discretamente por la nariz y alegrándose de que su interlocutor no pudiera verla en semejante estado.
Hubo un carraspeo al otro lado del hilo.
—¿Puedo contar con que no dirá nada a nadie de su periódico, señorita Otero?
—Absolutamente —dijo Andrea, irónica.
—El señor Kayn quiere darle a usted la exclusiva más importante de su vida.
—¿A mí? ¿Y por qué a mí? —dijo Andrea, haciéndole a Enrique un gesto con la mano. Su colega se sacó una libreta y un boli del bolsillo y se los tendió, interrogándola con la mirada. Andrea lo ignoró.
—Dejémoslo en que le gusta su estilo. ¿De acuerdo?
—Señor Russell, en estos momentos de mi vida me resulta muy difícil creer en la palabra de un desconocido que me llama con una oferta vaga y más bien increíble.
—Entonces permítame convencerla.
Russell habló durante casi un cuarto de hora, en el que la atónita Andrea no paró de tomar notas febrilmente. Enrique intentaba en vano cotillear por encima de su hombro, aunque las retorcidas patas de araña que eran las letras de Andrea lo dejaron como estaba.
—… por eso queremos contar con usted en persona en la excavación, señorita.
—¿Habrá una entrevista con el señor Kayn en exclusiva?
—El señor Kayn tiene por norma no conceder entrevistas. Nunca.
—Tal vez al señor Kayn le interese una periodista a la que le importen las normas.
Hubo un silencio incómodo. Andrea cruzó los dedos, rogando que su tiro a ciegas diese en el blanco.
—Supongo que siempre tiene que haber una primera vez. ¿Tenemos un trato?
Andrea lo meditó durante unos segundos. Si de verdad era cierto lo que Russell le prometía, conseguiría un contrato en cualquier medio de comunicación del mundo. Y podría enviarle por mensajería urgente una fotocopia del cheque al cabrón del director de
El Globo.
Y si no es cierto, no tengo nada que perder.
No lo pensó más.
—Puede ir reservándome un billete para Djibouti. En primera.
Andrea colgó.
—No me he enterado de nada excepto de lo de «primera clase».
—¿Se puede saber adónde vas? —dijo Enrique, sorprendido ante el visible cambio que se había producido en el ánimo de Andrea.
—Sí te digo las Bahamas no me vas a creer, ¿verdad?
—Muy bonito —dijo Enrique, entre picado y envidioso—. Te traigo las flores, el whisky, vengo prácticamente a recogerte de la alfombra y me tratas así…
Andrea, fingiendo no haberle escuchado, comenzó a preparar el equipaje.
C
RIPTA
DE
LAS
R
ELIQUIAS
Ciudad del Vaticano
Viernes, 7 de julio de 2006. 20.29
Fray Cesáreo se sobresaltó al escuchar un ruido en la entrada. Nadie bajaba nunca a la Cripta, no sólo porque el acceso estuviese restringido a unos pocos privilegiados en el Vaticano, sino porque la humedad del lugar era insana, a pesar de los cuatro potentes deshumidificadores que zumbaban en cada esquina de la enorme estancia. Dada la naturaleza del sitio, para el viejo dominico era un acontecimiento tener visitas, pero al abrir la puerta blindada sonrió y se puso de puntillas para abrazar a su visitante.
—¡Anthony!
El nervudo sacerdote le devolvió la sonrisa y el abrazo.
—Estaba por el vecindario…
—Por Dios, Anthony, ¿cómo has conseguido llegar hasta la puerta? Desde hace tiempo esto está lleno de cámaras y controles automatizados.
—Siempre hay más de una entrada cuando hay tiempo y se conoce el camino. Tú me lo enseñaste, ¿recuerdas?
El viejo dominico se mesó la perilla, palmeó su prominente barriga y rió con ganas. El subsuelo de Roma está taladrado por quinientos kilómetros de catacumbas, algunas de ellas a más de setenta metros por debajo de la ciudad. Un auténtico museo sinuoso e inexplorado, que conduce prácticamente a cualquier parte de la ciudad, incluso al Estado Vaticano. Veinte años atrás Fowler y él dedicaban sus días libres a hacer espeleología por aquellos intrincados y peligrosos caminos.
—Está claro que Cirin tendrá que revisar su impecable sistema de seguridad. Si una vieja gloria como tú se ha colado aquí dentro… Pero ¿por qué no usar la puerta, Anthony? Oí que has dejado de ser
persona non grata
para el Santo Oficio. Y me encantaría saber por qué.
—Tal vez ahora sea una persona demasiado grata para algunos.
[1]
—¿Cirin quiere que vuelvas, eh? Ese Maquiavelo de supermercado no suelta fácilmente una presa.
—Los viejos cuidadores de reliquias también suelen ser muy tozudos. Especialmente en hablar de cosas que se supone que no deberían saber.
—Anthony, Anthony. Esta cripta es el lugar más recóndito de nuestro diminuto país, y sin embargo en sus paredes resuenan muchos rumores. Los santos me los susurran —dijo señalando en derredor.