Conversación en La Catedral (35 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: Conversación en La Catedral
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El sábado sonó el teléfono dos veces en la mañana, la señora se acercaba a contestar y no era nadie. Me están haciendo pasadas, decía la señora, pero en la tarde sonó otra vez, Amalia ¿aló, aló?, y por fin reconoció la voz asustada de Ambrosio. Así que eras tú el que estuvo llamando, le dijo riéndose, no hay nadie, habla nomás. No podía salir el domingo con ella y tampoco el próximo, tenía que llevar a don Fermín a Ancón. Qué importa, dijo Amalia, otro día pues. Pero sí le importó, la noche del sábado estuvo desvelada, pensando. ¿Sería cierto lo de Ancón? El domingo salió con María y Anduvia. Se fueron a pasear por el Parque de la Reserva, se compraron helados y estuvieron sentadas en el pasto, conversando, hasta que se acercaron unos soldados y tuvieron que irse. ¿No sería que tenía compromiso con otra? Fueron al cine "Azul"; estaban de buen humor y, sintiéndose seguras siendo tres, dejaron que dos tipos les convidaran la entrada. ¿No sería que en ese momento estaba en otro cine bien acompañado de? Pero a media función quisieron aprovecharse y ellas se salieron del "Azul" corriendo, y los tipos detrás gritando ¡nuestra plata, estafadoras!, felizmente encontraron un cachaco que los espantó. ¿No sería que se había cansado de lo que ella le recordaba siempre lo mal que se portó? Toda la semana, Amalia, María y Anduvia sólo hablaron de los tipos, y una a otra se metían miedo, van a venir, chaparon donde vivimos, te van a matar, nos van a, con ataques de risa hasta que Amalia se ponía a temblar y corría a la casa. Pero en las noches se quedaba pensando en lo mismo: ¿no sería que no iba a volver a buscarla más? El domingo siguiente fue a visitar a la señora Rosario a Mirones. La Celeste se había escapado con un tipo y a los tres días había vuelto solita, con la cara larga. La azoté hasta sangrarla, decía la señora Rosario, y si el tipo la llenó la mato. Amalia se quedó hasta la noche, sintiéndose más deprimida que nunca en el callejón. Se daba cuenta de las charcas de agua hedionda, de las nubes de moscas, de los perros tan flacos, y se asombraba pensando que había querido pasar el resto de la vida en el callejón cuando murieron su hijito y Trinidad. Esa noche se despertó antes del amanecer: qué te importa que no venga más, bruta, mejor para ti. Pero estaba llorando.

—En ese caso, voy a verme obligado a recurrir al Presidente, don Cayo —el doctor Arbeláez se calzó los anteojos, en los puños duros de su camisa destellaban unos gemelos de plata —: He procurado mantener las mejores relaciones con usted, jamás le he tomado cuentas, he aceptado que la Dirección de Gobierno me subestime totalmente en mil cosas. Pero no debe olvidar que yo soy el Ministro y que usted está a mis órdenes.

Él asintió, los ojos clavados en los zapatos. Tosió, el pañuelo contra la boca. Alzó la cara, como resignándose a algo que lo entristecía.

—No vale la pena que moleste al Presidente —dijo, casi con timidez —. Yo me permití explicarle el asunto. Naturalmente, no me hubiera atrevido a negarme a su solicitud, sin el respaldo del Presidente.

Lo vio cogerse las manos, quedar absolutamente inmóvil, mirándolo con un odio minucioso y devastador.

—De modo que ya habló con el Presidente —le temblaban el mentón, los labios, la voz — Usted le habrá presentado las cosas desde su punto de vista, claro.

—Voy a hablarle con franqueza, doctor —dijo él, sin malhumor, sin interés —. Estoy en la Dirección de Gobierno por dos razones. La primera, porque me lo pidió el General. La segunda, porque él aceptó mi condición: disponer del dinero necesario y no dar cuenta a nadie de mi trabajo, sino a él en persona. Perdóneme que se lo diga con crudeza, pero las cosas son así.

Miró a Arbeláez, esperando. Su cabeza era grande para su cuerpo, sus ojitos miopes lo arrasaban despacio, milimétricamente. Lo vio sonreír haciendo un esfuerzo que descompuso su boca.

—No pongo en duda su trabajo, sé que es sobresaliente, don Cayo —hablaba de una manera artificiosa y jadeante, su boca sonreía, sus ojos lo fulminaban, incansables —. Pero hay problemas que resolver y usted tiene que ayudarme. El fondo de seguridad es exorbitante.

—Porque nuestros gastos son exorbitantes —dijo él —. Se lo voy a demostrar, doctor.

—Tampoco dudo que usted utiliza esa partida con la mayor responsabilidad —dijo el doctor Arbeláez —. Simplemente…

—Lo que cuestan las directivas sindicales adictas, las redes de información en centros de trabajo, Universidades y en la administración —recitó él, mientras sacaba un expediente de su maletín y lo ponía sobre el escritorio —. Lo que cuestan las manifestaciones, lo que cuesta conocer las actividades de los enemigos del régimen aquí y en el extranjero.

El doctor Arbeláez no había mirado el expediente; lo escuchaba acariciando un gemelo, sus ojitos odiándolo siempre con morosidad.

—Lo que cuesta aplacar a los descontentos, a los envidiosos y a los ambiciosos que surgen cada día dentro del mismo régimen —recitaba él —. La tranquilidad no sólo es cuestión de palo, doctor, también de soles. Usted pone mala cara y tiene razón. De esas cosas feas me ocupo yo, usted no tiene siquiera que enterarse. Échele una ojeada a estos papeles y me dirá después si usted cree que se pueden hacer economías sin poner en peligro la seguridad.

—Pero ¿sabe usted por qué don Cayo le aguanta al señor Lozano sus vivezas con los jabes y los bulines, don? —dijo Ambrosio.

Dicho y hecho, el señor Lozano había perdido su buen humor: en este país todos se las querían dar de vivos, era la tercera vez que Pereda venía con el cuentecito del cheque. Ludovico e Hipólito, mudos, se miraban de reojo: carajo, como si él hubiera nacido ayer. No les bastaba hacerse ricos explotando la arrechúra de la gente, además querían explotarlo a él. No se iba a poder, se iba a empezar a aplicar la ley y a ver dónde iban a parar los jabes. Ya estaban en la Urbanización de "Los Claveles”, ya habían llegado.

—Bájate tú, Ludovico —dijo el señor Lozano —. Tráeme al cojo aquí.

—Porque gracias a sus contactos con los jabes y bulines, el señor Lozano se entera de la vida y milagros de la gente —dijo Ambrosio —. Así decían ese par, al menos.

Ludovico fue corriendo hasta la tapia. No había cola: los autos daban sus vueltas hasta que salía algún carro, entonces se cuadraban frente al portón, señales con las luces, les abrían y a mojar. Adentro todo estaba oscuro; sombras de autos entrando a los garajes, rayitas de luz bajo las puertas, siluetas de mozos llevando cervezas.

—Salud, Ludovico —dijo el cojo Melequías —. ¿Te sirvo una cerveza?

—No hay tiempo, hermano —dijo Ludovico —. Ahí está el hombre esperando.

—Bueno, no sé exactamente de qué se enteraría, don —dijo Ambrosio —. De qué mujer le metía cuernos a su marido y con quién, de qué marido a su mujer y con quién. Me figuro que de eso.

Cojeando Melequías fue hasta la pared y descolgó su saco, agarró a Ludovico del brazo: hazme de bastón para ir más rápido, hermano. Hasta la Panamericana no paró de hablar, como siempre, y de lo mismo que siempre: sus quince años en el cuerpo. Y no como un simple tira, Ludovico, sino dentro del escalafón, y de los hampones que le habían jodido la pata a chavetazos esa vez.

—Y esos datos a don Cayo le sirven mucho ¿no cree, don? —dijo Ambrosio —. Sabiendo esas intimidades de las personas, las tiene aquí ¿no?

—Debías agradecérselo a los hampones, Melequías —dijo Ludovico —. Gracias a ellos tienes este trabajito descansado, donde debes estarte forrando.

—No creas, Ludovico —veían pasar zumbando los autos por la Panamericana, el Forcito no llegaba —. Extraño el cuerpo. Sacrificado, sí, pero eso era vivir. Ya sabes, hermano, cuando necesites ésta es tu casa. Cuarto gratis, servicio gratis, hasta trago gratis para ti, Ludovico. Mira, ahí está el autito.

—Ese par creían que con los datos que le pasaban en los jabes, el señor Lozano hacía sus chantajes —dijo Ambrosio —. Que sacaba sus tajadas también por evitar escándalos a la gente. ¿Qué tipo para los negocios no, don?

—Espero que no me vengas con ningún cuentanazo, cojo —dijo el señor Lozano —. Mira que estoy de muy malhumor.

—Cómo se le ocurre —dijo el cojo Melequías —. Aquí está su sobrecito, con saludos del jefe, señor Lozano.

—Vaya, menos mal. —Y Ludovico e Hipólito como diciendo lo amansó completamente —. ¿Y qué hubo de lo otro, cojo, se apareció el sujeto por acá?

—Se apareció el viernes —dijo el cojo Melequías —. En el mismo carro de la otra vez, señor Lozano.

—Bien cojo —dijo el señor Lozano —. Bravo cojo.

—¿Que si me parece mal? —dijo Ambrosio —. Bueno, don, por una parte claro que sí ¿no? Pero esas cosas de la policía, de la política, nunca son muy limpias. Trabajando con don Cayo uno se daba cuenta, don.

—Pero ocurrió un accidente, señor Lozano —Ludovico e Hipólito: la embarró otra vez —. No, no me olvidé de cómo se manejaba el aparato, el tipo que usted mandó hizo la instalación perfecta. Yo mismo moví la palanquita.

—Y entonces dónde están las cintas —dijo el señor Lozano —. Dónde las fotografías.

—Se las comieron los perros, señor —Hipólito y Ludovico no se miraron, torcían las bocas, se encogían —. Se comieron la mitad de la cinta, hicieron trizas las fotos. El paquetito estaba sobre la nevera, señor Lozano, y los animales se…

—Basta, basta, cojo —gruñía el señor Lozano —. No eres imbécil, eres algo más, no hay palabras para decir qué eres, cojo. ¿Los perros, se las comieron los perros?

—Unos perrazos enormes, señor —dijo el cojo Melequías —. Los trajo el jefe, unos hambrientos, se comen lo que encuentran, hasta a uno se lo pueden comer si se descuida. Pero el sujeto seguro que va a volver y…

—Anda donde un médico —decía el señor Lozano —. Debe haber algún tratamiento, inyecciones, algo, tanta brutalidad debe poder curarse. Los perros, carajo, se las comieron los perros. Chau, cojo. Sal, no te disculpes y bájate de una vez. A Prolongación Meigos, Ludovico.

—Y, además, no sólo el señor Lozano era un aprovechador —dijo Ambrosio —. ¿Acaso don Cayo no lo es también, en otra forma? Ese par decían que en el cuerpo todos los del escalafón mordían de alguna manera, desde el primero hasta el último. Por eso sería el gran sueño de Ludovico que lo asimilaran. No se crea que toda la gente es tan honrada y tan decente como usted, don.

—Ahora bájate tú, Hipólito —dijo el señor Lozano —. Que te vayan conociendo, ya que a Ludovico no le van a ver la cara un buen tiempo.

—¿Y por qué ha dicho eso, señor Lozano? —dijo Ludovico.

—No te hagas el cojudo, sabes de sobra por qué —dijo el señor Lozano —. Porque vas a trabajar con el señor Bermúdez, tal como querías ¿no?

A mediados de la semana siguiente, Amalia estaba ordenando una repisa cuando tocaron el timbre. Fue a abrir y la cara de don Fermín. Le temblaron las rodillas, apenas alcanzó a balbucear buenos días.

—¿Está don Cayo? —no respondió a su saludo, entró a la sala casi sin mirarla —. Dile que es Zavala, por favor.

No te ha reconocido, atinó a pensar, medio asombrada, medio resentida, y en eso surgió la señora en la escalera: pasa Fermín, siéntate, Cayo estaba viniendo, acaba de llamarme, ¿le servía una copa? Amalia cerró la puerta, se escabulló hacia el repostero y espió. Don Fermín miraba su reloj, tenía los ojos impacientes y la cara molesta, la señora le alcanzó un vaso de whisky. ¿Qué le había pasado a Cayo, que era siempre tan puntual? Parece que mi compañía no te gusta, decía la señora, me voy a enojar. Se trataban con qué confianza, Amalia estaba asombrada. Salió por la puerta de servicio, cruzó el jardín y Ambrosio se había alejado un poco de la casa. La recibió con la cara aterrada: ¿te vio, te habló?

—Ni siquiera me reconoció —dijo Amalia —. ¿Acaso he cambiado tanto?

—Menos mal, menos mal —respiró Ambrosio como si le hubieran devuelto la vida; movía la cabeza, todavía compungido, y miraba la casa.

—Siempre con secretos, siempre con miedos —dijo Amalia —. Yo habré cambiado pero tú sigues idéntico.

Pero se lo decía sonriendo, para que viera que no lo estaba riñendo, que era jugando, y pensó qué contenta estás de verlo, bruta. Ahora Ambrosio se reía también y con sus manos daba a entender de la que nos salvamos, Amalia. Se acercó un poco más a ella y de repente le cogió la mano: ¿saldrían el domingo, se encontrarían en el paradero a las dos? Bueno, pues, el domingo.

—O sea — que don Fermín y don Cayo se han amistado —dijo Amalia —. O sea que don Fermín va a estar viniendo siempre. Cualquier día me va a reconocer.

—Al contrario, ahora sí que están peleados a muerte —dijo Ambrosio —. Don Cayo le está arruinando los negocios a don Fermín, porque es amigo de un General que quiso hacer una revolución.

Le estaba contando cuando en eso vieron el auto negro de don Cayo volteando la esquina, ahí está, corre, y Amalia se metió a la casa. Carlota la estaba esperando en la cocina, los ojazos locos de curiosidad: ¿lo conocía al chofer de ese señor?, de qué hablaron, qué te dijo, ¿era pintonsísimo, no? Ella le decía mentiras y en eso la señora la llamó: sube esta bandeja al escritorio, Amalia. Subió con las copas y ceniceros que bailaban, temblando, pensando el idiota de Ambrosio me ha contagiado sus miedos, si me reconoce qué me va a decir. Pero no la reconoció: los ojos de don Fermín la miraron un segundo sin mirarla y se desviaron. Estaba sentado y taconeaba, impaciente. Puso la bandeja en el escritorio y salió. Se quedaron encerrados una media hora. Discutían, hasta la cocina se oían las voces, muy fuertes, y la señora vino y juntó la puerta del repostero para que no pudieran oír. Cuando vio por la cocina que el auto de don Fermín partía, subió a recoger la bandeja. La señora y el señor conversaban en la sala. Qué gritos, decía la señora, y el señor: esta rata quería huir cuando creyó que se hundía el barco, ahora las está pagando y no le gusta. ¿Con qué derecho le decía rata a don Fermín que era mucho más decente y bueno que él?, pensó Amalia. Seguro le tendría envidia y Carlota cuéntame, quién era, qué se decían.

—Yo también estoy en este cargo porque me lo pidió el Presidente —dijo el doctor Arbeláez, suavizando la voz y él pensó bueno, hagamos las paces —. Estoy tratando de realizar una labor positiva y…

—Todo lo positivo de este Ministerio lo hace usted, doctor —dijo él, con energía —. Yo me ocupo de lo negativo. No, no estoy bromeando, es cierto. Le aseguro que le hago un gran servicio, eximiéndolo de todo lo que se refiere a la baja policía.

—No he querido ofenderlo, don Cayo —el mentón del doctor Arbeláez no temblaba ya.

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