Read Conversación en La Catedral Online
Authors: Mario Vargas Llosa
—Ya sé, ya sé, don Cayo —qué contento estás, hijo de puta —. Ya sé, el trabajo se reanudó esta mañana en “Olave”. No sabe cuánto le agradezco que se interesara en este asunto.
—Hemos cogido a los cabecillas —dijo él —. Esos sujetos no volverán a crear problemas por un tiempo.
—Si se atrasaba la cosecha, hubiera sido una catástrofe para todo el departamento —dijo el senador Landa —. ¿Cómo está de tiempo, don Cayo? ¿No tiene compromiso esta noche?
—Véngase a comer a San Miguel —dijo él —. Sus admiradoras siempre andan preguntando por usted.
—Encantado, ¿a eso de las nueve, le parece? —la risita de Landa —. Perfecto, don Cayo. Un abrazo, entonces.
Cortó y marcó un número. Dos, tres llamadas, sólo luego de la cuarta una voz soñolienta: ¿sí, aló?
—He invitado a Landa esta noche —dijo él —. Llámala a Queta, también. Y que le diga a Ivonne que ya no le van a sacar más plata. Sigue durmiendo nomás.
En la mañanita del 27 habían ido con Hipólito y Ludovico a buscar los ómnibus y camiones, estoy preocupado decía Ludovico pero Hipólito no habrá problema. Desde lejos vieron a la gente de la barriada amontonada, esperando, tantos que tapaban las chozas, don. Quemaban basuras, cenizas y gallinazos volando. Vino a recibirlos la directiva, Calancha los había saludado hecho una miel, ¿qué les dije? Les dio la mano, les presentó a los demás, se quitaban los sombreros, los abrazaban. Habían pegado retratos de Odría en los techos y en las puertas, todos tenían sus banderitas, Viva la Revolución Restauradora, decían los carteles, Viva Odría, Con Odría las Barriadas, Salud Educación Trabajo. La gente los miraba y las criaturas se les prendían de las piernas.
—No vayan a estar en la plaza de Armas con esas caras de duelo —había dicho Ludovico.
—Se alegrarán a su debido tiempo —había dicho Calancha, muy canchero, don.
Los metieron a los ómnibus y camiones, había de todo pero predominaban las mujeres y los serranos, tuvieron que hacer varios viajes. La Plaza estaba casi llena con los espontáneos y la gente de otras barriadas y de las haciendas. Desde la catedral se veía un mar de cabezas, los carteles y retratos y banderas flotando encima. Llevaron la barriada donde había dicho el señor Lozano. Había señoras y señores en las ventanas de la Municipalidad, de las tiendas, del Club de la Unión, a lo mejor hasta don Fermín estaría ahí ¿no, don?, y de repente Ambrosio miren, uno de ese balcón es el señor Bermúdez. Los pescados maricones se tiran unos a otros, se reía Hipólito señalando la fuente, y Ludovico hablas de lo que sabes, mostacero: siempre fregaban así a Hipólito y él nunca se molestaba, don. Comenzaron a animar a la gente, a hacerles dar vivas y maquinitas. Se reían, movían la cabeza, anímense decía Ludovico, Hipólito iba como un ratón de un grupo a otro, más alegría, más ruido. Llegaron las bandas de música, tocaron valses y marineras, por fin se abrió el balcón de Palacio y salió el Presidente y muchos señores y militares, y la gente comenzó a alegrarse. Después, cuando Odría habló de la Revolución, del Perú, se animaron bastante. Daban vivas por su cuenta, al terminar el discurso aplaudieron muchísimo. ¿Tenía o no tenía palabra?, les había dicho Calancha, al anochecer, en la barriada. Le dieron sus trescientos soles y a él le dio porque tenían que tomarse unos tragos juntos. Habían repartido trago y cigarros, muchos andaban borrachos. Se tomaron unos piscos con Calancha y después Ludovico y Ambrosio se habían escapado, dejándolo a Hipólito en la barriada.
—¿Estará contento el señor Bermúdez, Ambrosio?
—Claro que ha de estar, Ludovico.
—¿No podrías hacer algo para que yo trabajara contigo en el auto, en vez de Hinostroza?
—Cuidar a don Cayo es lo más pesado que existe, Ludovico. Hinostroza anda medio idiota de tanta mala noche.
—Pero son quinientos soles más, Ambrosio. Y además, a lo mejor así me meten al escalafón. Y además, estaríamos juntos, Ambrosio.
Así que Ambrosio le había hablado a don Cayo, don, para que pusiera a Ludovico en vez de Hinostroza, y don Cayo se había reído: ahora hasta tú tienes tus recomendados, negro.
Fue al día siguiente de una fiestecita que Amalia se llevó la gran sorpresa. Había sentido al señor bajar las escaleras, salido a la salita, visto entre las persianas que el carro partía y que se iban los cachacos de la esquina. Entonces subió al primer piso, tocó la puerta apenitas, ¿podía recoger la lustradora, señora?, y abrió y entró en puntas de pie. Ahí estaba, junto al tocador. La poca luz de la ventana aclaraba las patitas de cocodrilo, el biombo, el closet, lo demás estaba a oscuras y flotaba un vaho tibio. No miró la cama mientras iba hacia el tocador, sino cuando volvía jalando la adoga: Se quedó helada: Ahí estaba también la señorita Queta. Parte de las sábanas y del cubrecama se habían deslizado hasta la alfombra, la señorita dormía vuelta hacia ella, una mano sobre la cadera, la otra colgando, y estaba desnuda, desnuda. Ahora veía también, por sobre la espalda morena de la señorita, un hombro blanco, un brazo blanco, los cabellos negrísimos de la señora que dormía hacia el otro lado, ella cubierta por las sábanas. Siguió su camino, el suelo parecía de espinas, pero antes de salir una invencible curiosidad la obligó a mirar: una sombra clara, una sombra oscura, las dos tan quietas, pero algo raro y como peligroso salía de la cama y vio el dragón descoyuntado en el espejo del techo. Oyó que una de las dos murmuraba algo en sueños y se asustó. Cerró la puerta, respirando de prisa. En la escalera se echó a reír, llegó a la cocina tapándose la boca, sofocada. Carlota, Carlota, la señorita está ahí en la cama con la señora, y bajó la voz y miró al patio, las dos sin nada, las dos calatas. Bah, la señorita Queta siempre se quedaba a dormir, y de pronto Carlota dejó de bostezar y también bajó la voz, ¿las dos sin nada, las dos calatas? Toda la mañana, mientras enderezaban los cuadros, cambiaban el agua de los jarrones y sacudían la alfombra, estuvieron dándose codazos, ¿el señor habría dormido en el sofá, en el escritorio?, ahogadas de risa, ¿bajo la cama?, y de repente a una se le llenaban de lágrimas los ojos y la otra le daba manazos en la espalda, ¿qué pasaría, qué harían, cómo sería? Los ojazos de Carlota parecían moscardones, Amalia se mordía la mano para contener las carcajadas. Así las encontró Símula al volver de la compra, qué les pasaba, nada, en la radio habían oído un chiste chistosísimo. La señora y la señorita bajaron a mediodía, comieron conchitas con ají, tomaron cerveza helada. La señorita se había puesto una bata de la señora que le quedaba cortísima. No hicieron llamadas, estuvieron oyendo discos y conversando, la señorita se fue al atardecer.
Ahí estaba el señor Tallio, don Cayo, ¿lo hacía pasar? Sí, doctorcito. Un momento después se abrió la puerta: reconoció sus rizos rubios, su cara lampiña y sonrosada, su andar elástico. Cantante de ópera, pensó, tallarinero, eunuco.
—Encantado, señor Bermúdez —venía con la mano estirada y sonreía, veremos cuánto te dura la alegría —. Espero que se acuerde de mí, el año pasado tuve…
—Claro, conversamos aquí mismo ¿no? —lo guió hasta el sillón que había ocupado Lozano, se sentó frente a él —. ¿Quiere fumar?
Aceptó, se apresuró a sacar su encendedor, hacía venias.
—Pensaba venir a visitarlo un día de éstos, señor Bermúdez —accionaba, se movía en el sillón como si tuviera gusanos —. Así que fue como si…
—Me hubiera trasmitido el pensamiento —dijo él.
Sonrió y vio que Tallio asentía y abría la boca pero no le dio tiempo a hablar: le alcanzó el puñado de recortes. Un gesto exagerado de sorpresa, los hojeaba muy serio, asentía. Así, muy bien, léelos, hazme creer que los lees, bachiche.
—Ah sí, ya vi, ¿líos en Buenos Aires, no? —dijo al fin, ya sin accionar, sin moverse —. ¿Hay algún comunicado del gobierno sobre este asunto? Lo pasaremos de inmediato, por supuesto.
—Todos los diarios publicaron la noticia de ANSA, dejó usted atrás a las demás agencias —dijo él —. Se ganó una buena primicia.
Sonrió y ya que Tallio sonreía, ya sin felicidad, ya sólo por educación, eunuco, las mejillas más sonrosadas aún, te regalo a Robertito.
—Nosotros pensábamos que era mejor no mandar esa noticia a los diarios —dijo él —. Ya es lamentable que los apristas apedreen la Embajada de su propio país. ¿Para qué publicar eso aquí?
—Bueno, la verdad es que me sorprendió que sólo ese —encogía los hombros alzaba el índice —. Lo incluimos en nuestros boletines porque no recibí ninguna indicación al respecto. La noticia pasó por el Servicio de Información, señor Bermúdez. Espero que no haya habido ningún error.
—Todas las agencias la suprimieron, menos ANSA —dijo él, apenado —. A pesar de las relaciones cordiales que tenemos con usted, señor Tallio.
—La noticia pasó por aquí, con todas las otras, señor Bermúdez —colorado ya, sorprendido de veras ya, sin poses ya —. No recibí ninguna indicación, ninguna nota. Le ruego que llame al doctor Alcibíades, quiero que esto se aclare de inmediato.
—El Servicio de Información no da vistos buenos ni malos —apagó su cigarrillo, calmosamente encendió otro —. Sólo acusa recibo de los boletines que le envían, señor Tallio.
—Pero si el doctor Alcibíades me lo hubiera pedido, yo hubiera suprimido la noticia, lo he hecho siempre —ansioso ahora, impaciente, perplejo —. ANSA no tiene el menor interés en difundir cosas que incomoden al gobierno. Pero no somos adivinos, señor Bermúdez.
—No damos instrucciones —dijo él, interesado en las figuras que trazaba el humo, en las motas blancas de la corbata de Tallio —. Sólo sugerimos, de manera amistosa, y muy rara vez, que no se propaguen noticias ingratas para el país.
—Pero sí, pero claro que lo sé, señor Bermúdez —ya te lo tengo a punto, Robertito —. Siempre he seguido al pie de la letra las sugerencias del doctor Alcibíades. Pero esta vez ninguna indicación, ninguna sugerencia. Le ruego que…
—El gobierno no ha querido establecer una censura oficial para no perjudicar a las agencias, justamente —dijo él.
—Si no llama al doctor Alcibíades esto no se va a aclarar nunca, señor Bermúdez —tu cajita de vaselina y adelante, Robertito —. Que le explique, que me explique a mí. Por favor, señor. No entiendo nada, señor Bermúdez.
—Déjame pedir a mí —dijo Carlitos; y al mozo —: Dos cervezas alemanas, ésas de lata.
Se había recostado contra la pared tapizada de carátulas de The New Yorker, el receptor iluminaba su cabeza crespa, sus ojos desorbitados, su cara oscurecida por una barba de dos días, su nariz rojiza, de borrachín piensa, de griposo.
—¿Cuesta cara esa cerveza? —dijo Santiago —. Ando un poco ajustado de plata.
—Yo te invito, acabo de sacarles un vale a esos cabrones —dijo Carlitos —. Por venir aquí conmigo, esta noche murió tu fama de niño formal, Zavalita.
Las carátulas eran brillantes, irónicas, multicolores. La mayoría de las mesas estaban vacías, pero del otro lado de la rejilla que separaba los dos ambientes del local, venían murmullos; en el bar un hombre en mangas de camisa bebía una cerveza. Alguien, oculto en la oscuridad, tocaba el piano.
—He dejado sueldos íntegros aquí —dijo Carlitos —. En este antro me siento bien.
—Yo es la primera vez que vengo al "Negro-Negro" —dijo Santiago —. Vienen muchos pintores y escritores ¿no?
—Pintores y escritores náufragos —dijo Carlitos — Cuando yo era un pichón, entraba aquí como las beatas a las iglesias. Desde ese rincón, espiaba, escuchaba, cuando reconocía a un escritor me crecía el corazón. Quería estar cerca de los genios, quería que me contagiaran.
—Ya sabía que también eres escritor —dijo Santiago —. Que has publicado poemas.
—Iba a ser escritor, iba a publicar poemas —dijo Carlitos —. Entré a
La Crónica
y cambié de vocación.
—¿Prefieres el periodismo a la literatura? —dijo Santiago.
—Prefiero el trago —se rió Carlitos —. El periodismo no es una vocación sino una frustración, ya te darás cuenta.
Se encogió, dibujos y caricaturas y títulos en inglés donde había estado su cabeza, y ahí estaban la mueca que torcía su cara, Zavalita, sus manos crispadas. Le tocó el brazo: ¿se sentía mal? Carlitos se enderezó, apoyó la cabeza contra la pared.
—A lo mejor la úlcera de nuevo —ahora tenía un hombre-cuervo en una oreja, y en la otra un rascacielos —. A lo mejor la falta de alcohol. Porque aunque te parezca borracho, no he tomado en todo el día. El único que te queda y en el hospital, con diablos azules, Zavalita. Irías a verlo mañana sin falta, Carlitos, le llevarías un libro.
—Entraba aquí y me sentía en París —dijo Carlitos —. Pensaba algún día llegaré a París, y bum, genio como por arte de magia. Pero no llegué, Zavalita, y aquí me tienes, con retortijones de embarazada. ¿Qué ibas a ser tú cuando viniste a naufragar a
La Crónica
?
—Abogado —dijo Santiago —. No, más bien revolucionario. Comunista.
—Comunista y periodista por lo menos riman, en cambio poeta y periodista —dijo Carlitos, y echándose a reír —. ¿Comunista? A mí me botaron de un trabajo por comunista. Si no fuera por eso, no hubiera entrado al periódico y a lo mejor estaría escribiendo poemas.
—¿No sabes qué son diablos azules? —dice Santiago —. Cuando no quieres saber algo, no te gana nadie, Ambrosio.
—Qué carajo iba a ser yo comunista —dijo Carlitos —. Eso es lo más gracioso del caso, la verdad es que nunca supe por qué me botaron. Pero me fregaron, y aquí me tienes, borracho y con úlceras. Salud niño formal, salud Zavalita.
La señorita Queta era la mejor amiga de la señora, la que venía más a la casita de San Miguel, la que nunca faltaba a las fiestas. Alta, piernas largas, pelos rojos, pintados decía Carlota, piel canela, un cuerpo más llamativo que el de la señora Hortensia, también sus vestidos y su manera de hablar y sus disfuerzos cuando tomaba. Era la que hacía más bulla en las fiestecitas, una atrevida para bailar, ella sí que se dejaba aprovechar a su gusto por los invitados, no paraba de provocarlos. Se les acercaba por la espalda, los despeinaba, les jalaba la oreja, se les sentaba en las rodillas, una descocada. Pero era la que alegraba la noche con sus locuras. La primera vez que vio a Amalia se la quedó mirando con una sonrisita rarísima, y la examinaba y la miraba y se quedaba pensando y Amalia qué le pasará, qué tengo. Así que tú eres la famosa Amalia, por fin te conozco. ¿Famosa por qué, señorita? La que roba corazones, la que destruye a los hombres, se reía la señorita Queta, Amalia la malquerida. Loquísima pero qué simpática. Cuando no estaba haciendo pasadas por teléfono con la señora, contaba chistes. Entraba con una alegría perversa en los ojos, tengo mil chismes nuevecitos chola, y desde la cocina, Amalia la oía rajando, chismeando, burlándose de todo el mundo. También ella les hacía a Carlota y Amalia unas bromas que las dejaban mudas y con la cara quemando. Pero era buenísima, vez que las mandaba al chino a comprar algo les regalaba uno, dos soles. Un día de salida hizo subir a Amalia a su carrito blanco y la llevó hasta el paradero.