Conversación en La Catedral (57 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: Conversación en La Catedral
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¿Qué iba a pasar ahora? Nada, no la iba a botar. La señora la había llevado al médico y quería que se cuidara, no te agaches, no enceres, no levantes eso. Era buena la señora, y ella se sentía tan aliviada de habérselo contado a alguien. ¿Y si Ambrosio se enteraba? Qué importa si de todos modos te va a dejar, bruta. Pero no la dejaba, todos los domingos venía. Conversaban, tomaban lonche y Amalia pensaba qué falso, qué mentiroso todo lo que decimos. Porque hablaban de todo menos de eso. No habían vuelto al cuartito, iban a pasear o al cine y en la noche él la traía hasta el Hospital Militar. Se lo notaba preocupado, la mirada se le perdía por momentos, y ella pensaba pero tú de qué te pones así, ¿acaso le había pedido que se casaran, acaso plata? Un domingo, al salir de la vermouth, le escuchó la voz cortada: cómo te sientes, Amalia. Bien nomás, dijo ella, y mirando el suelo ¿le preguntaba eso por el hijo? Cuando nazca ya no podrás seguir trabajando, lo oyó decir: Y por qué no, dijo Amalia; qué crees que voy a hacer, de qué iba a vivir. Y Ambrosio: de eso tendré que encargarme yo. No habló más hasta que se despidieron. ¿Me encargaré yo?, pensaba a oscuras, frotándose la barriga, ¿él? ¿Quería decir vivir juntos, la casita?

El quinto, el sexto mes. Se sentía muy pesada ya, tenía que interrumpir el arreglo para recuperar el aliento, la cocina, hasta que pasaran los arrebatos de calor. Y un día la señora dijo nos mudamos. ¿Adónde, señora? A Jesús María, este departamento resultaba caro. Vinieron unos hombres a examinar los muebles y a discutir precios, volvieron con una camioneta y se llevaron las sillas, la mesa del comedor, la alfombra, el tocadiscos, el refrigerador, la cocina. Amalia sintió una opresión en el pecho al día siguiente, cuando vio las tres maletas y los diez paquetitos que contenían todas las cosas de la señora. De qué te apenas si a ella no le importa, no seas bruta. Pero se apenaba, pero era. ¿No le da tristeza quedarse casi sin nada, señora? No, Amalia ¿sabes por qué? Porque dentro de un tiempito se iría de este país. Si quieres te llevo al extranjero conmigo, Amalia, y se reía. ¿Qué le pasaba? ¿De dónde ese buen humor de repente, esos proyectos esas ganas de hacer cosas de la señora? Amalia se quedó fría al ver el departamentito de General Garzón. No es que fuera tan chiquito, pero tan viejo, tan feo. La salita comedor era minúscula, lo mismo el dormitorio, la cocinita y el baño parecían de juguete. En el cuarto de servicio, tan angosto, sólo cabía el colchón. Apenas tenía muebles y tan arruinados. ¿Aquí vivía antes la señorita Queta, señora? Sí, y Amalia no lo creía, con el carrito blanco que tenía y lo elegante que vestía, ella había pensado que la señorita viviría mucho mejor. ¿Y adónde se había ido la señorita ahora? A un departamento en Pueblo Libre, Amalia.

Desde que se mudaron a Jesús María la señora mejoró de ánimo, de hábitos. Se levantaba temprano, comía mejor, pasaba gran parte del día en la calle, conversaba. Y hablaba del viaje: a México, se iría a México, Amalia, y no volvería nunca. La señorita Queta venía a verla, y desde la sofocante cocina, Amalia las oía, hablando día y noche de lo mismo: se iría, viajaría. Era de veras, pensaba Amalia, se va a ir, y sintió pena. Por ti me estoy volviendo no sé cómo, decía tocándose la barriga, lloro de todo, todo me da pena, qué bruta me has vuelto. ¿Y cuándo iba a viajar, señora? Prontito, Amalia. Pero la señorita Queta no la tomaba muy en serio, Amalia la oía: no te hagas ilusiones, Hortensia, no creas que todo te va salir tan fácil, te estás metiendo en honduras. Había algo raro pero qué, qué era. Se lo preguntó a la señorita Queta y ella le dijo: las mujeres son idiotas, Amalia: la está llamando porque necesita plata, y la idiota de Hortensia se la va a llevar, y cuando tenga la plata en sus manos la va a largar otra vez. ¿El señor Lucas, señorita? Claro, quién iba a ser. Amalia creyó que se desmayaba. ¿Se iba a ir donde él? ¿La había dejado, le había robado y donde él? Pero ya no podía pensar mucho rato en la señora ni en nada, se sentía demasiado mal. La primera vez no había sentido ese cansancio, esa pesadez tan grande: sueño mañana y tarde y al regresar de la compra tenía que echarse. Se había llevado un banquito a la cocina y cocinaba sentada. Cómo has engordado, pensaba.

Era verano, Ambrosio tenía que llevar a los. Zavala a Ancón y Amalia sólo lo veía un domingo sí y otro no. ¿No sería lo de Ancón una mentira, un pretexto para irse alejando de ella a poquitos? Porque de nuevo estaba rarísimo. Amalia iba a darle el encuentro a la avenida Arenales, con mil cosas para contarle, y qué baño de agua fría. ¿Así que la señora quería irse a México?, ajá, ¿a juntarse con ese cafiche?, ah bueno, ¿así que la casita de ahora era enana?, ah qué tal. No me estás oyendo, sí te estoy, en qué estás pensando, en nada. No importa, pensaba Amalia, ya no lo quiero. Su tía le había dicho cuando se vaya la señora te vienes acá, la señora Rosario le había dicho si te quedas en la calle ésta es tu casa y Gertrudis lo mismo. Si te has arrepentido de lo que me ofreciste, mejor olvídate y cambia de cara, le dijo un día, yo no te he pedido nada. Y él, asombrado ¿qué te he ofrecido? Vivir juntos, dijo ella. Y él: ah, eso, no te preocupes, Amalia. Cómo había podido amistarse, juntarse de nuevo con él. Una vez contó todas las palabras que Ambrosio había dicho ese domingo y no llegaban a cien. ¿Estaba esperando que ella tuviera el hijo para dejarla? No, antes lo dejaría Amalia a él. Se buscaría una casa donde trabajar no lo vería más qué dulce sería la venganza cuando él viniera llorando a pedirle perdón: fuera, no te necesito, lárgate.

Seguía engordando, y la señora hablaba todo el tiempo del viaje, ¿pero cuándo iba a viajar? No sabía exactamente cuándo pero pronto, Amalia. Una noche la oyó discutiendo a gritos con la señorita Queta. Estaba tan adolorida que no se levantó a espiar: he sufrido mucho, todos le habían dado patadas, no tengo por qué guardar consideraciones a nadie. Te vas a fregar, decía la señorita, la verdadera patada sólo ahora te la van a dar, loca. Una mañana, al regresar del mercado, vio un auto en la puerta: era Ambrosio. Se le acercó pensando qué vendrá a decirme, pero él la recibió poniéndose un dedo en la boca: chist, no subas, ándate. Don Fermín estaba arriba con la señora. Ella se fue a sentar a la placita de la esquina: nunca cambiaría, toda la vida seguiría con sus cobardías. Lo odiaba, le tenía asco, Trinidad era mil veces mejor. Cuando vio partir el carro entró a la casa y la señora parecía una fiera. Requintaba, fumaba, empujaba las sillas y, al ver a Amalia, qué haces ahí mirándome como una idiota, anda a la cocina. Se fue a encerrar a su cuarto, resentida. Nunca me habías insultado, pensaba. Se quedó dormida. Cuando salió a la salita, la señora no estaba. Volvió al anochecer, arrepentida de haberla gritoneado. Estaba nerviosa, Amalia, un hijo de puta le había dado un colerón. Que se fuera a acostar nomás, no te preocupes de la comida.

Esa semana se sintió peor. La señora pasaba el día en la calle, o en su cuarto hablando a solas, con un malhumor terrible. El jueves en la mañana se estaba agachando a recoger un secador cuando sintió que se le quebraban los huesos y cayó al suelo. Trataba de levantarse y no podía. Se fue arrastrando hasta el teléfono: ya está, ya está señorita y la señora no estaba, los dolores, las piernas mojaditas, me estoy muriendo. Mil años después la señora y la señorita entraron a la casa y las vio como en sueños. Casi en peso la bajaron las gradas, la subieron al carrito y la llevaron a la Maternidad: no te asustes, todavía no iba a nacer, vendrían a verla, volverían, tranquilita Amalia. Los dolores venían muy seguiditos, había un olor a trementina que daba náuseas. Quería rezar y no podía, se iba a morir. La habían subido a una camilla y una vieja con pelos en el cuello le estaba quitando la ropa y riñéndola. Pensó en Trinidad mientras sentía que se le rasgaban los músculos y que le hundían un cuchillo entre la cintura y la espalda.

Cuando despertó, sentía su cuerpo como una llaga y carbones humeando en el estómago. No tenía fuerzas para gritar, pensaba ya me morí. Unas pelotas tibias le cerraban la garganta y no podía vomitar. Poco a poco fue reconociendo la sala llena de camas, las caras de las mujeres, el techo altísimo y sucio. Has estado durmiendo tres días, le dijo su vecina de la derecha, y la de la izquierda: te daban de comer con tubos. Te salvaste de milagro, le dijo una enfermera, y tu hijita también. El doctor que hizo la visita: cuidadito con tener más hijos, hago milagros una sola vez por paciente. Después una Madre buenísima le trajo un bultito que se movía: pequeñita, peludita, no había abierto aún los ojos. Se le pasó la sed, el dolor, y se sentó en la cama a darle de mamar. Sintió cosquillas en el pezón y se echó a reír como loca. ¿No tienes familia?, le dijo la de la izquierda, y la de la derecha: menos mal que te salvaste, a las que no tienen familia las despachaban a la fosa común. ¿No había venido nadie a verla? No. ¿Una señora muy blanca de pelo negro con unos ojazos no había venido? No. ¿Una señorita alta, buena moza, de pelos rojos tampoco? No, nadie. Pero por qué, pero cómo. ¿Ni habían llamado a preguntar por ella? ¿Se habían portado así, la habían dejado botada sin venir, sin preguntar? Pero no se enfureció ni apenó. Las cosquillas subían y bajaban por todo su cuerpo y el bultito seguía afanándose, quería más. ¿No habían venido ésas? y se moría de risa: qué chupabas tanto si ya no sale más, tonta.

Al sexto día, el doctor dijo estás bien, te doy de alta. Cuídate, había quedado muy débil con la operación, descansa por lo menos un mes. Y nunca más hijos, ya sabía. Se levantó y le vino un vértigo. Había enflaquecido, estaba amarilla y con los ojos hundidos. Se despidió de sus vecinas, de la Madrecita, pasito a paso salió a la calle y en la puerta un policía le paró un taxi. A su tía le tembló la boca al verla aparecer en Chacra Colorada con la niña en los brazos. Se abrazaron, lloraron juntas. ¿Tan perra se había portado la señora que ni llamó a preguntar ni te fue a ver? Sí, así, y ella tan bruta que siempre la había ayudado y no había querido plantarla. ¿Y el tipo tampoco se apareció? Tampoco, tía. Cuando estés sana iremos a la policía, dijo la tía, harán que la reconozca y te dé plata. La casita tenía tres cuartos, en uno dormía la tía y en los otros sus pensionistas, que eran cuatro. Una pareja de viejitos, que pasaban el día oyendo la radio y cocinándose en un primus que llenaba de humo la casa; él había sido empleado de correos y se acababa de jubilar. Los otros eran dos ayacuchanos, uno heladero de D'Onofrio y el otro sastre. No comían en la pensión paraban cantando en quechua en las noches. La tía le puso un colchón en su dormitorio, y Amalita dormía con ella. Estuvo una semana casi sin moverse de la cama, con mareos vez que se paraba. No se aburría. Jugaba con Amalita, la contemplaba, le hablaba al oído: irían a cobrarle el sueldo a esa ingrata y a decirle no voy a trabajar más donde usted, y si el desgraciado daba cara un día fuera, chau, no te necesitamos. A lo mejor te coloco en una bodeguita de unas amigas de Breña, decía su tía.

A los ocho días le habían vuelto las fuerzas y su tía le prestó plata para el ómnibus: sácale hasta el último centavo, Amalia. Me verá y se arrepentirá, pensaba, me rogará que me quede. No vayas a ser tan bruta de nuevo. Llegó a General Garzón con la niña en brazos y en la puerta del edificio se encontró con Rita, la sirvienta coja del primer piso. Le sonrió y pensó qué tengo, qué tiene ésta: hola, Rita. La miraba con la boca abierta, como lista para correr. ¿Tanto cambié que no me conoces?, se rió Amalia, soy la del segundo piso, era Amalia. ¿Te soltaron?, dijo Rita, ¿le habían pegado? ¿La policía, me pegaron? ¿Si me ven contigo no me llevarán?, dijo Rita, asustada, ¿no le pegarían a ella también? Porque sólo faltaba eso, ya la habían gritoneado, preguntado su vida y milagros, y lo mismo a la del frente y a la del tercero y el cuarto, de mala manera, dónde está, dónde se fue, dónde se escondió, por qué desapareció la tal Amalia. De malas maneras; con lisuras, amenazando, confiesa o vas adentro. Como si nosotras supiéramos algo, dijo Rita. Dio un paso hacia Amalia y bajó la voz: ¿dónde encontraron, qué te dijeron, Amalia les confesó quién la había matado? Pero Amalia se había recostado en la pared y balbuceaba cógela, cógela. Rita cargó a Amalita, qué pasa, qué tenía, qué te hicieron. La hizo entrar a la cocina del primer piso. Menos mal que los señores no están, siéntate, toma agua. ¿Matado?, repetía Amalia, y Rita, con Amalita en los brazos, no grites así, no tiembles así, ¿a la señora Hortensia la habían matado? Rita iba a mirar a la ventana, había echado llave a la puerta, por fin le devolvió la criatura, cállate, van a oír todo los vecinos. Pero dónde había estado, cómo no se iba a haber enterado, si había salido en los periódicos, si aparecían tantas fotos de la señora, ¿en la Maternidad no hablaban, no había oído las radios? Y Amalia, sintiendo cómo le chocaban los dientes, algo calientito, Rita, un té, cualquier cosa. Rita le preparó una tacita de café. Qué más quieres que te libraste, decía, los policías, los periodistas, venían y tocaban y preguntaban, se iban y venían otros, todos querían saber dónde estabas, algo sabrá cuando se fue, algo haría cuando se escondió, menos mal que no te encontraron, Amalia. Ella tomaba su café a sorbitos, decía sí, muchas gracias Rita, y mecía a Amalita que estaba llorando. Se iría, se escondería, sí, nunca volvería, y Rita: si te pescan te tratarán peor que a nosotras, a ella Dios sabe lo que le harían. Amalia se paró, gracias de nuevo, y salió. Creyó que se iba a desmayar, pero al llegar a la esquina le había pasado el mareo, y andaba de prisa, aplastando a Amalita contra su pecho para que no se oyera su llanto. Un taxi y no paró, otro, y ella seguía trotando, eran policías, ése era, ése la iba a agarrar al pasar a su lado, y por fin paró uno. Su tía la resondró cuando le pidió para el taxi. Podías venirte en ómnibus, ella no era rica. Se fue a encerrar en su cuarto. Tenía tanto frío que se abrigó con las frazadas de su tía y sólo al atardecer dejó de hacerse la dormida y contestó las preguntas: no, la señora no estaba, tía, había salido de viaje. Sí, claro que volvería a cobrarle; por supuesto que no se dejaría robar, tía. Y pensaba: tengo que llamar. Le había pedido a su tía un sol y fue a la bodega de la esquina. No se había olvidado del número, lo recordaba clarito. Pero contestó una voz de chiquilla que no conocía: no, ahí no vivía ninguna señorita Queta. Volvió a llamar y un hombre: no era allí, no la conocían, ellos acababan de mudarse allí, tal vez era la antigua inquilina. Se apoyó contra un árbol, para recuperar el aliento. Se sentía tan asustada, pensaba el mundo se ha vuelto loco. Por eso no había ido a la Maternidad, ése era el crimen de que hablaban en la radio, y a ella la estaban buscando. Se la llevarían, le harían preguntas, le pegarían, la matarían como a Trinidad.

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