Read Conversación en La Catedral Online
Authors: Mario Vargas Llosa
Pero el señor Lucas se vino a vivir a San Miguel y sacó las uñas. No salía casi nunca antes del anochecer y se las pasaba echado en el sofá, ordenando tragos, café. Ninguna comida le gustaba, a todo ponía peros y la señora reñía a Símula. Pedía platos rarísimos, qué carajo será gazpacho oyó gruñir Amalia a Símula, era la primera lisura que le oía. La buena impresión del primer día se fue borrando y hasta Carlota empezó a detestarlo. Además de caprichoso, resultó fresco. Disponía de la plata de la señora a sus anchas, mandaba a comprar algo y decía pídele a Hortensia, es mi banco. Además, organizaba fiestecitas cada semana, le encantaban. Una noche Amalia lo vio besando a la señorita Queta en la boca. ¿Cómo podía ella siendo tan amiga de la señora, qué habría hecho la señora si lo pescaba? Nada, lo hubiera perdonado. Estaba enamoradísima, le aguantaba todo, una palabrita de cariño de él y se le iba el malhumor, rejuvenecía. Y él se aprovechaba de lo lindo. Los cobradores traían cuentas de cosas que el señor Lucas compraba y la señora pagaba o les contaba historias fantásticas para que volvieran. Ahí se dio cuenta Amalia por primera vez que la señora pasaba apuros de plata. Pero el señor Lucas no se daba, cada día pedía más. Andaba muy elegante, corbatas multicolores, ternos entallados, zapatos de gamuza. La vida es corta cariño, se reía, hay que vivirla cariño, y abría los brazos. Eres un bebé, amor, decía ella. Cómo está, pensaba Amalia, el señor Lucas la había vuelto una gatita de seda. La veía acercarse llena de mimos al señor, arrodillarse a sus pies, apoyar su cabeza en las rodillas de él, y no creía. La oía hazme caso corazón, rogándole tan dulcecito, un cariño a tu viejecita que te quiere tanto, y no creía, no creía.
En los seis meses que el señor Lucas pasó en San Miguel, las comodidades fueron desapareciendo. El repostero se vació, el frigidaire se quedó con la leche y las verduras del día, los pedidos a la bodega acabaron. El whisky pasó a la historia y ahora en las fiestecitas se tomaba pisco con
ginger-ale
y bocaditos en vez de platos criollos. Amalia le contaba a Ambrosio y él se sonreía: un cafichito el tal Lucas. Por primera vez la señora se ocupaba de las cuentas, Amalia se reía por adentro viendo la cara de Símula cuando le reclamaba los vueltos. Y un buen día Símula anunció que ella y Carlota se iban. A Huacho, señora, abrirían una bodeguita. Pero la noche antes de la partida, viendo a Amalia tan apenada, Carlota la consoló, mentira, no se iban a Huacho, seguiremos viéndonos. Símula había encontrado una casa en el centro, ella sería cocinera y Carlota muchacha. Tienes que irte tú también, Amalita, mi mamá dice que esta casa se hunde. ¿Se iría? No, la señora era tan buena. Se quedó y más bien se dejó convencer de que hiciera la cocina, ganaría cincuenta soles más. Desde entonces casi nunca comían en casa los señores, mejor vámonos a cenar afuera cariño. Como no sé cocinar mi comida se le atraganta, le contaba Amalia a Ambrosio, bien hecho. Pero el trabajo se triplicó: arreglar, sacudir, tender camas, lavar platos, barrer, cocinar. La casita ya no andaba ordenada y flamante. Amalia veía en los ojos de la señora cómo sufría cuando pasaba una semana sin baldear el patio, tres y cuatro días sin pasar el plumero por la sala. Había despedido al jardinero y los geranios se marchitaron y el pasto se secó. Desde que estaba en la casita el señor Lucas, la señorita Queta no se había vuelto a quedar a dormir, pero siempre venía, algunas veces con esa gringa, la señora Ivonne, que les hacía bromas a la señora y al señor Lucas: cómo están los tortolitos, los novios. Un día que el señor había salido, Amalia oyó a la señorita Queta riñendo a la señora: te está arruinando, es un vividor, tienes que dejarlo. Corrió al repostero; la señora escuchaba, encogida en el sillón, y de repente alzó la cara y estaba llorando. Sabía todo eso, Quetita, y Amalia sintió que ella también iba a llorar, pero qué iba a hacer, Quetita, lo quería, era la primera vez en su vida que quería de verdad. Amalia salió del repostero, entró a su cuarto y echó llave. Ahí estaba la cara de Trinidad, cuando se enfermó, cuando lo metieron preso, cuando se murió: No se iría nunca, siempre la acompañaría a la señora.
La casa se hundía, sí, y el señor Lucas se alimentaba de esas ruinas, como un gallinazo de basuras. Los vasos y los floreros rotos ya no se reponían pero él estrenaba ternos. La señora les contaba tragedias a los cobradores de la bodega y la lavandería, pero él apareció con un anillo el día de su cumpleaños y en Navidad el Niño Dios le trajo un reloj. Nunca estaba triste ni enojado: abrieron un restaurant en Magdalena ¿vamos, canno? Se levantaba tarde y se instalaba en la sala a leer el periódico. Amalia lo veía, buen mozo, risueño, en su bata color vino, los pies sobre el sofá, canturreando, y lo odiaba: escupía en su desayuno, echaba pelos en su sopa, en sueños lo hacía triturar por trenes.
Una mañana, al volver de la bodega, encontró a la señora y a la señorita que salían, en pantalones, con bolsas. Iban al baño turco, no volverían a almorzar, que le comprara una cerveza al señor al mediodía. Partieron y al ratito Amalia sintió pasos; ya se despertó, querría su desayuno. Subió y el señor Lucas, con saco y corbata, estaba metiendo apurado sus ropas en una maleta. Se iba de viaje a provincias, Amalia, cantaría en teatros, volvería el próximo lunes, y hablaba como si ya estuviera viajando, cantando. Le entregas esta cartita a Hortensia, Amalia, y ahora llámame un taxi. Amalia lo miraba boquiabierta. Por fin salió del cuarto, sin decir nada. Consiguió un taxi, bajó la maleta del señor, adiós Amalia, hasta el lunes. Entró a la casa y se sentó en la sala, agitada. Si siquiera estuvieran aquí doña Símula y Carlota cuando le diera la noticia a la señora. No pudo hacer nada toda la mañana, sólo mirar el reloj y pensar. Eran las cinco cuando el carrito de la señorita Queta paró en la puerta. La cara pegada a la cortina las vio acercarse, muy frescas, muy jóvenes, como si en el baño turco no hubieran perdido peso sino años, y abrió la puerta y le comenzaron a temblar las piernas. Entra, chola, dijo la señora, tómate un cafecito, y entraron y tiraron al sofá las bolsas. Qué pasaba, Amalia. El señor se había ido de viaje, señora, y el corazón le latió fuerte, le había dejado una cartita arriba. No cambió de color, no se movió. La miraba muy quieta, muy seria, por fin le tembló un poquito la boca. ¿De viaje?, ¿Lucas de viaje?, y antes que Amalia contestara dio media vuelta y subió las escaleras, seguida por la señorita Queta. Amalia trataba de oír. No se había puesto a llorar, o lloraría calladita. Oyó un rumor, un trajín, la voz de la señorita: ¡Amalia! El closet estaba abierto de par en par, la señora sentada en la cama. ¿No es cierto que dijo que volvía, Amalia?, la fulminó la señorita con los ojos. Sí señorita, y no se atrevía a mirar a la señora, el lunes volvía y se daba cuenta que tartamudeaba. Quiso pegarse una escapada con alguna, dijo la señorita, se sentía amarrado con tus celos chola, vendría el lunes a pedir perdón. Por favor, Queta, dijo la señora, no te hagas la idiota. Mil veces mejor que se largara, gritó la señorita, te libraste de un vampiro, y la señora la calmó con la mano: la cómoda, Quetita, ella no se atrevía a mirar. Sollozó, se tapó la cara, y la señorita Queta ya había corrido y abría cajones, revolvía, tiraba cartas, frascos y llaves al suelo, ¿viste que se llevaba la cajita roja, Amalia?, y Amalia recogía gateando, ay Jesús, ay señorita, ¿no viste que se llevaba las joyas de la señora? Eso sí que no, llamarían a la policía, no te iba a robar chola, lo harían meter preso, las devolvería. La señora lloraba a gritos y la señorita mandó a Amalia a preparar un café bien caliente. Cuando volvía con la bandeja, temblando, la señorita estaba hablando por teléfono: usted conoce gente, señora Ivonne, que lo buscaran, que lo pescaran. La señora estuvo toda la tarde en su cuarto, conversando con la señorita, y al anochecer vino la señora Ivonne. Al día siguiente se presentaron dos tipos de la policía y uno era Ludovico. Se hizo el que no conocía a Amalia. Los dos le hacían preguntas y preguntas sobre el señor Lucas y al final tranquilizaron a la señora: recuperaría sus joyas, era cuestión de unos días.
Fueron unos días tristes. Antes las cosas iban mal pero desde entonces todo fue peor, pensaría Amalia después. La señora estaba en cama, pálida, despeinada y sólo tomaba sopitas. Al tercer día la señorita Queta se fue. ¿Quiere que suba mi colchón a su cuarto, señora? No, Amalia, duerme en el tuyo nomás. Pero Amalia se quedó en el sofá de la sala, envuelta en su frazada. En la oscuridad, sentía su cara húmeda. Odiaba a Trinidad, a Ambrosio, a todos. Cabeceaba y se despertaba, tenía pena, tenía miedo, y en una de ésas vio luz en el pasillo. Subió, pegó el oído a la puerta, no se oía nada, y abrió. La señora estaba tumbada en la cama, sin taparse, los ojos abiertos: ¿la estaba llamando, señora? Se acercó, vio el vaso caído, los ojos en blanco de la señora. Corrió a la calle, gritando. Se había matado, y tocaba el timbre del lado, se había matado, y pateaba la puerta. Vino un hombre en bata, una mujer, le daban cachetadas a la señora, le apretaban el estómago, querían que vomitara, telefoneaban. La ambulancia llegó ya casi de día.
La señora estuvo una semana en el Hospital Loayza. El día que fue a visitarla, Amalia la encontró con la señorita Queta, la señorita Lucy y la señora Ivonne. Pálida y flaquita, pero más resignada. Aquí está mi salvadora, bromeó la señora. ¿Cómo le digo que no hay ni para comer?, pensaba ella. Felizmente, la señora se acordó: dale algo para sus gastos, Quetita. Ese domingo, fue a buscar a Ambrosio al paradero y lo trajo a la casa. Ya sabía que la señora quiso matarse, Amalia. ¿Y cómo sabía? Porque don Fermín le estaba pagando el hospital. ¿Don Fermín? Sí, ella lo había llamado y él, tan caballero, al verla en esa situación, se había compadecido y la estaba ayudando. Amalia le preparó de comer y después oyeron radio. Se acostaron en el cuarto de la señora y a Amalia le vino un ataque de risa que no le paraba. Para eso eran los espejos, para eso, qué bandida la señora, y Ambrosio tuvo que sacudirla de los hombros y reñirla, enojado con sus carcajadas. No había vuelto a hablar de la casita ni de casarse, pero se llevaban bien ella y él, nunca peleaban. Hacían siempre lo mismo: el tranvía, el cuartito de Ludovico, el cine, alguna vez uno de esos bailes. Un domingo Ambrosio tuvo un lío en un restaurant criollo de los Barrios Altos porque unos borrachos entraron gritando ¡Viva el Apra! y él ¡Muera!. Se acercaban las elecciones y había manifestaciones en la plaza San Martín. El centro estaba lleno de carteles, carros con altoparlantes, ¡Vota por Prado, tú lo conoces! decían en la radio, volantes, cantaban ¡Lavalle es el hombre que quiere el Perú! con musiquita de vals, fotos y a Amalia se le pegó la polquita ¡Adelante con Belaúnde! Habían vuelto los apristas, en los periódicos salían fotos de Haya de la Torre y ella se acordaba de Trinidad. ¿Lo quería a Ambrosio? Sí, pero con él no era como con Trinidad, con él no había esos sufrimientos, esas alegrías, ese calor como con Trinidad. ¿Por qué quieres que gane Lavalle?, le preguntaba, y él porque don Fermín estaba con él. Con Ambrosio todo era tranquilo, somos dos amigos que además nos acostamos se le ocurrió una vez. Se le pasaban meses sin visitar a la señora Rosario, meses sin ver a Gertrudis Lama ni a su tía. Durante la semana iba guardando en la cabeza todo lo que ocurría y el domingo se lo con taba a Ambrosio, pero él era tan reservado que a veces ella se enfurecía. ¿Cómo estaba la niña Teté?, bien, ¿y la señora Zoila?, bien, ¿había vuelto a la casa el niño Santiago, no, ¿lo extrañaban mucho?, sí, sobre todo don Fermín. ¿Y qué más, y qué más? Nada más. A veces, jugando, ella lo asustaba: voy a ir a visitar a la señora Zoila, voy a contarle a la señora Hortensia lo nuestro. Él echaba espuma: si vas te arrepentirás, si le cuentas no nos veremos nunca más. ¿Por qué tanto escondite, tanto misterio, tanta vergüenza? Era raro, era loco, tenía manías. ¿Sentirías la misma pena que por Trinidad si se muere Ambrosio?, le preguntó Gertrudis una vez. No, lo lloraría pero no le parecería que se acabó el mundo, Gertrudis. Será porque no hemos vivido juntos, pensaba. Tal vez si le hubiera lavado la ropa, si se enfermaba sería distinto.
La señora Hortensia volvió a San Miguel hecha una espina. La ropa le bailaba, se le había chupado la cara, sus ojos ya no brillaban como antes. ¿La policía no encontró las joyas, señora? La señora se rió sin ganas, nunca las encontrarían, y los ojos se le aguaron, Lucas era más vivo que la policía. Todavía lo quería, pobre. La verdad que no quedaban muchas, Amalia, las había ido vendiendo por él, para él. Qué tontos eran los hombres, él no necesitaba robárselas, Amalia, a él le hubiera bastado pedírmelas. La señora cambió. Los males le venían uno detrás de otro y ella indiferente, seria, callada. Ganó Prado, señora, el Apra se le volteó a Lavalle y votó por Prado y Prado ganó, así lo dijo la radio. Pero la señora ni la oía: perdí mi trabajo, Amalia, el gordo no me renovó el contrato. Lo decía sin furia, como la cosa más normal del mundo. Y unos días después, a la señorita Queta, las deudas me van a ahogar. No parecía asustada ni que le importara. Amalia ya no sabía qué inventar cuando el señor Poncio venía a cobrar el alquiler: no está, salió, mañana, el lunes. Antes, el señor Poncio era puro piropo y amabilidad; ahora, una hiena: enrojecía, tosía, se atoraba. ¿Con que no está? Le dio a Amalia un empellón y ladró señora Hortensia, basta de engaños! Desde lo alto de la escalera, la señora lo miró como si fuera una cucarachita: con qué derecho esos gritos, dígale a Paredes que le pagaré otro día. Usted no paga y el coronel Paredes me requinta a mí, ladró el señor Poncio, la vamos a sacar de aquí judicialmente. Saldré cuando me dé la gana, dijo la señora sin gritar y él, ladrando, le damos plazo hasta el lunes o procederemos. Amalia subió después al cuarto pensando estará furiosa. Pero no, estaba tranquila, mirando el techo con ojos gelatinosos. Cuando Cayo, Paredes ni quería cobrar el alquiler, Amalia, y en cambio ahora. Hablaba con una terrible flojera, como si estuviera lejísimos o durmiéndose. Tendrían que mudarse, no había otro remedio, Amalia. Fueron unos días agitados. La señora salía temprano, volvía tarde, vi cien casas y todas carísimas, llamaba a un señor y a otro señor, les pedía una firmita, un préstamo y colgaba el teléfono y se le torcía la boca: malagradecidos, ingratos. El día de la mudanza vino el señor Poncio y se encerró con la señora en el cuartito que era de don Cayo. Por fin bajó la señora y ordenó a los hombres del camión que volvieran a meter a la casa los muebles de la salita y el bar.