Read Conversación en La Catedral Online
Authors: Mario Vargas Llosa
—¿Y ahí cortaste con Cahuide y tus compinches? —dijo Carlitos.
—Anda tú, flaco, yo tengo que terminar de arreglar este lío —ya arrepentido, piensa, ya tratando de amistarse conmigo —. Y báñate, hasta piojos habrás traído de la Prefectura.
—Y con la abogacía y con la familia y con Miraflores, Carlitos.
El jardín, la mamá, besos, su cara con lágrimas, no veía loco, no veía por ser tan loco, hasta la cocinera y la sirvienta estaban ahí, y los grititos excitados de la Teté: el regreso del hijo pródigo, Carlitos, si en vez de horas hubiera estado adentro un día me hubieran recibido con banda de música. El Chispas se despeñaba por las escaleras: qué susto nos pegaste, hombre. Lo sentaron en la sala, lo rodearon, la señora Zoila le alborotaba el pelo y lo besaba en la frente. El Chispas y la Teté se morían de curiosidad: ¿a la Penitenciaría, a la Prefectura, había visto ladrones, asesinos? el viejo trató de hablar con Palacio pero el Presidente estaba durmiendo, flaco, pero llamó al Prefecto y le había dicho incendios, supersabio. Unos huevos fritos, le decía la señora Zoila a la cocinera, una leche con cocoa y si queda ese pastel de limón. No le habían hecho nada mamá, había sido una equivocación mamá.
—Está feliz que lo metieran preso, se siente un héroe —dijo la Teté —. Ahora sí, quién te va aguantar.
—Vas a salir retratado en
El Comercio
—dijo el Chispas —. Con tu número y una cara de hampón.
—¿Qué es, cómo es; qué te hacen cuando estás preso? —dijo la Teté.
—Te desvisten, te ponen un uniforme rayado y grillos en los pies —dijo Santiago —. Los calabozos están llenos de ratas y no tienen luz.
—Calla truquero —dijo la Teté —. Cuenta, cuenta cómo es.
—Ya ves, loquito, ya ves tanto querer ir a San Marcos —dijo la señora Zoila —. ¿Me prometes que el otro año te pasarás a la Católica? ¿Que nunca más te meterás en política?
Te prometía mamá, nunca mamá. Eran las dos cuando se fueron a acostar. Santiago se desnudó, se puso el piyama, apagó la lamparilla. Sentía el cuerpo embotado, mucho calor.
—¿Nunca más buscaste a los de Cahuide? —dijo Carlitos.
Se subió la sábana hasta el cuello y el sueño huyó y el cansancio se agolpó en la espalda. La ventana estaba abierta y se veían algunas estrellas.
—A Llaque lo tuvieron preso dos años, a Washington lo desterraron a Bolivia —dijo Santiago —. A los otros los soltaron quince días después.
Un malestar como un ladrón rondando en la oscuridad, piensa, remordimientos, celos, vergüenza. Te odio papá, te odio Jacobo, te odio Aída. Sentía unas terribles ganas de fumar y no tenía cigarrillos.
—Pensarían que te asustaste —dijo Carlitos —. Que los traicionaste, Zavalita.
La cara de Aída, de Jacobo y Washington y Solórzano y Héctor y de nuevo la de Aída. Piensa: ganas de ser chiquito, de nacer de nuevo, de fumar. Pero si iba a pedirle al Chispas habría que conversar con él.
—En cierta forma me asusté, Carlitos —dijo Santiago —. En cierta forma los traicioné.
Se sentó en la cama, hurgó en los bolsillos del saco, se levantó y revisó todos los ternos del ropero. Sin ponerse la bata ni las zapatillas bajó al primer rellano y entró al cuarto del Chispas. La cajetilla y los fósforos estaban en la mesa de noche, el Chispas dormía boca bajo sobre las sábanas. Regresó a su cuarto. Sentado junto a la ventana ansiosamente, deliciosamente fumó, arrojando la ceniza al jardín. Poco después sintió frenar el auto a la puerta. Vio entrar a don Fermín, vio a Ambrosio yendo hacia su cuartito del fondo. Ahora estaría abriendo el escritorio, ahora prendiendo la luz. Buscó a tientas las zapatillas y la bata y salió del cuarto. Desde la escalera vio que la luz del escritorio estaba encendida. Bajó, se detuvo junto a la puerta de cristal: sentado en uno de los sillones verdes, el vaso de whisky en la mano, sus ojos trasnochados, las canas de sus sienes. Sólo había encendido la lámpara de pie, como en las noches que se quedaba en casa y leía los periódicos, piensa. Tocó la puerta y don Fermín vino a abrir.
—Quisiera hablar contigo un momentito, papá.
—Entra, vas a resfriarte ahí afuera —ya no enojado, Zavalita, contento de verte —. Hay mucha humedad, flaco.
Lo cogió del brazo, lo hizo entrar, volvió al sillón, Santiago se sentó frente a él.
—¿Han estado despiertos hasta ahora? —como si ya te hubiera perdonado, Zavalita, o nunca te hubiera reñido —. El Chispas tiene un buen pretexto para no ir mañana a la oficina.
—Nos acostamos hace rato, papá. Yo estaba desvelado.
—Desvelado con tantas emociones —mirándote con cariño, Zavalita —. Bueno, no es para menos. Ahora tienes que contarme todo con detalles. ¿Te trataron bien, de veras?
—Sí papá, ni me interrogaron siquiera.
—Bueno, menos mal que pasó el susto —hasta con un poquito de orgullo, Zavalita —. Qué querías hablar conmigo, flaco.
—He estado pensando en lo que dijiste y tienes razón, papá —sintiendo que se te secaba la boca de golpe, Zavalita —. Quiero irme de la casa y buscar un trabajo. Algo que me permita seguir estudiando, papá.
Don Fermín no se burló, no se rió. Alzó el vaso, tomó un trago, se limpió la boca.
—Estás enojado con tu padre porque te dio un manazo —agachándose para ponerte una mano en la rodilla, Zavalita, mirándote como diciéndote olvidémonos, amistémonos —. Siendo ya tan grande, siendo ya todo un revolucionario perseguido.
Se enderezó, sacó su cajetilla de Chesterfield, su encendedor.
—No estoy enojado contigo, papá. Pero no puedo seguir viviendo de una manera y pensando de otra. Por favor, trata de entenderme, papá..
—¿No puedes seguir viviendo cómo? —ligeramente herido, Zavalita, de pronto apenado, cansado —. ¿Qué hay aquí que vaya contra tu manera de pensar, flaco?
—No quiero depender de las propinas —sintiendo que te temblaban las manos, la voz, Zavalita —. No quiero que cualquier cosa que haga recaiga sobre ti. Quiero depender de mí mismo, papá.
—No quieres depender de un capitalista —sonriendo afligido, Zavalita, adolorido pero sin rencor —. ¿No quieres vivir con tu padre porque recibe contratos del gobierno? ¿Es por eso?
—No te enojes, papá. No creas que trato de, papá.
—Ya eres grande, ya puedo tener confianza en ti ¿no es cierto? —adelantando una mano hacia tu cara Zavalita, palmeándote la mejilla —. Te voy a explicar por qué me puse tan furioso. Hay algo que estaba a punto de concretarse en estos días. Militares, senadores, mucha gente influyente. El teléfono estaba intervenido por mí, no por ti. Algo se filtraría, el cholito de Bermúdez se aprovechó de ti para darme a entender que sospechaba algo, que sabía. Ahora hay que parar todo, empezar desde el principio. Ya ves, tu padre no es un lacayo de Odría ni mucho menos. Lo vamos a sacar, llamaremos a elecciones. ¿Sabrás guardar el secreto, no? al Chispas no le hubiera contado esto, ya ves que a ti te trato como a un hombrecito, flaco.
—¿La conspiración del general Espina? —dijo Carlitos —.? Tu padre estuvo complicado también? Nunca se supo.
—Así que pensabas mandarte mudar y que a tu padre se lo cargara el diablo —diciéndote con los ojos ya pasó, no hablemos más, yo te quiero —. Ya ves que mis relaciones con Odría son precarias, ya ves que no tienes por qué tener escrúpulos.
—No es por eso, papá. Ni siquiera sé si me interesa la política, si soy comunista. Es para poder decidir mejor qué es lo que voy a hacer, Qué es lo que quiero ser.
—He estado pensando, ahora en el carro —dándote tiempo a recapacitar, Zavalita, sonriéndote siempre —. ¿Quieres que te mande al extranjero por un tiempo? A México, por ejemplo. Das tus exámenes y en enero te vas a estudiar a México, por uno o dos años. Ya veremos la manera de convencer a tu madre. ¿Qué te parece, flaco?
—No sé, papá, no se me había ocurrido —pensando que te quería comprar, Zavalita, que acababa de inventar eso para ganar tiempo —. Tengo que pensarlo, papá.
—Hasta enero tienes tiempo de sobra —poniéndose de pie, Zavalita, palmeándote en la cara otra vez —. Así verás las cosas mejor, verás que el mundo no es el mundito de San Marcos. ¿De acuerdo, flaco? Y ahora vámonos a la cama, son las cuatro ya.
Bebió su último trago, apagó la luz, subieron juntos la escalera. Frente al dormitorio, don Fermín se inclinó para besarlo: tenías que tener confianza en tu padre, flaco, fueras lo que fueras, hicieras lo que hicieras, tú eras lo que él más quería, flaco. Entró al dormitorio y se tumbó en la cama. Estuvo mirando el pedazo de cielo de la ventana hasta que amaneció. Cuando hubo suficiente luz, se levantó y fue hacia el ropero. El alambre estaba donde lo había escondido la última vez.
—Hacía un montón de tiempo que no me robaba a mí mismo, Carlitos —dijo Santiago.
Gordo, trompudo, su colita en espiral, el chancho estaba entre las fotografías del Chispas y de la Teté junto al banderín del Colegio. Cuando terminó de sacar los billetes ya había llegado el lechero, el panadero, y Ambrosio limpiaba el carro en el garaje.
—¿Al cuánto tiempo entraste a trabajar a
La Crónica
? —dijo Carlitos.
—A las dos semanas, Ambrosio —dice Santiago.
Estoy mejor que donde la señora Zoila, pensaba Amalia, que en el laboratorio, una semana que no se soñaba con Trinidad. ¿Por qué se sentía tan contenta en la casita de San Miguel? Era más chica que la de la señora Zoila, también de dos pisos, elegante, y el jardín qué cuidado, eso sí. El jardinero venía una vez por semana y regaba el pasto y podaba los geranios, los laureles y la enredadera que trepaba por la fachada como un ejército de arañas. A la entrada había un espejo empotrado, una mesita de patas largas con un jarrón chino, la alfombra de la salita era verde esmeralda, los sillones color ámbar y había cojines por el suelo. A Amalia le gustaba el bar: las botellas con sus etiquetas de colores, los animalitos de porcelana, las cajas de puros envueltas en celofán. Y también los cuadros: la tapada que miraba la Plaza de Acho, los gallos que peleaban en el Coliseo: La mesa del comedor era rarísima, medio redonda medio cuadrada, y las sillas con sus altos espaldares parecían confesionarios. Había de todo en el aparador: fuentes, cubiertos, pilas de manteles, juegos de té, vasos grandes y chicos y largos y chatos, copas. En las mesitas de las esquinas los jarrones tenían siempre flores fresquitas —Amalia cambia las rosas, Carlota hoy compra gladiolos, Amalia hoy cartuchos —, olía tan bien, y el repostero parecía recién pintado de blanco. Qué chistosas las latas, miles, con sus tapas coloradas y sus patodonalds, supermanes y ratonesmickey. De todo en el repostero: galletitas, pasitas, papitas fritas, conservas que se rebalsaban, cajas de cerveza, de whisky, de aguas minerales. En el frigidaire, enorme, había verduras y botellas de leche para regalar. La cocina tenía unas losetas negras y blancas y daba a un patio con cordeles. Ahí estaban los cuartos de Amalia, Carlota y Símula, ahí el bañito de ellas con su excusado, su duchita y su lavador.
Una aguja hincaba su cerebro, un martillo golpeaba sus sienes. Abrió los ojos y aplastó la palanquita del despertador: el suplicio cesó. Permaneció inmóvil, mirando la esfera fosforescente. Las siete y cuarto ya. Alzó el fono que comunicaba con la entrada, ordenó el carro a las ocho. Fue al cuarto de baño, demoró veinte minutos en ducharse, afeitarse y vestirse. El malestar en el cerebro aumentó con el agua fría, el dentífrico añadió un sabor dulzón al gusto amargo de la boca ¿iba a vomitar? Cerró los ojos y fue como si viera pequeñas llamas azules consumiendo sus órganos, la sangre circulando espesamente bajo la piel. Sentía los músculos agarrotados, le zumbaban los oídos. Abrió los ojos: dormir más: Bajó al comedor, apartó el huevo pasado y las tostadas, bebió la taza de café puro con asco. Disolvió dos
alka-seltzers
en medio vaso de agua, y apenas apuró el burbujeante líquido, eructó. En el escritorio, fumó dos cigarrillos mientras preparaba su maletín. Salió y en la puerta los guardias de servicio se llevaron la mano a las viseras: Era una mañana despejada, el sol alegraba los techos de Chiclacayo, los jardines y los matorrales de la orilla del río se veían muy verdes. Esperó fumando que Ambrosio sacara el automóvil del garaje.
Santiago pagó las dos empanadas calientes y la Coca-cola, salió y el jirón Carabaya estaba ardiendo. Los cristales del tranvía Lima —San Miguel repetían los avisos luminosos y el cielo también estaba rojizo, como si Lima se fuera a convertir en el infierno de verdad. Piensa: la mierdecita en la mierda de verdad. Las veredas hervían de hormigas acicaladas, los transeúntes invadían la pista y avanzaban entre los automóviles, lo peor es que a una la agarre la salida de las oficinas en el centro decía la señora Zoila cada vez que volvía de compras, sofocada y quejumbrosa, y Santiago sintió el cosquilleo en el estómago: ocho días ya. Entró por el viejo portón; un espacioso zaguán, gordas bobinas de papel arrimadas contra paredes manchadas de hollín. Olía a tinta; a vejez, era un olor hospitalario. En la reja se le acercó un portero vestido de azul: ¿el señor Vallejo? El segundo piso, al fondo, donde decía Dirección. Subió desasosegado las escaleras anchísimas que crujían como roídas desde tiempos inmemoriales por ratas y polillas. Nunca habrían pasado una escoba por aquí. Para qué haber molestado a la señora Lucía haciéndole planchar el terno, para qué desperdiciar un sol lustrándose los zapatos. Esa debía ser la redacción: las puertas estaba abiertas, no había nadie. Se detuvo; con ojos voraces, vírgenes, exploró las mesas desiertas, las máquinas, los basureros de mimbre, los escritorios, las fotos clavadas en las paredes. Trabajan de noche, duermen de día, pensó, una profesión un poco bohemia, un poco romántica. Alzó la mano y dio un golpecito discreto.
La escalera de la sala al segundo piso tenía una alfombrita roja sujeta con horquillas doradas y en la pared había indiecitos tocando la quena, arreando rebaños de llamas. El cuarto de baño relucía de azulejos, el lavador y la tina eran rosados, en el espejo Amalia podía verse de cuerpo entero. Pero lo más bonito era el dormitorio de la señora, los primeros días subía con cualquier pretexto y no se cansaba de contemplarlo. La alfombra era azul marino, como las cortinas del balcón, pero lo que más llamaba la atención era la cama tan ancha, tan bajita, sus patitas de cocodrilo y su cubrecamas negro, con ese animal amarillo que echaba fuego. ¿Y para qué tantos espejos? Le había costado trabajo acostumbrarse a esa multiplicación de Amalias, a verse repetida así, lanzada así por el espejo del tocador contra el del biombo y por el del closet (esa cantidad de vestidos, de blusas, de pantalones, de turbantes, de zapatos) contra ese espejo inútil colgado en el techo, en el que aparecía enjaulado el dragón. Había un solo cuadro y le ardió la cara la primera vez que lo vio. La señora Zoila jamás hubiera puesto en su dormitorio una mujer desnuda agarrándose los senos con esa desfachatez, mostrando todo con tanto descaro. Pero aquí todo era atrevido, empezando por el derroche. ¿Por qué traían tantas cosas de la bodega? Porque la señora da muchas fiestas, le dijo Carlota, los amigos del señor eran importantes, había que atenderlos bien. La señora parecía multimillonaria, no se preocupaba por la plata. Amalia había sentido vergüenza al ver las cuentas que le sacaba Símula, le robaba horrores en el diario y ella como si nada, ¿gastaste tanto?, está bien, y se guardaba el vuelto sin contarlo.