Conversación en La Catedral (54 page)

Read Conversación en La Catedral Online

Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: Conversación en La Catedral
13.77Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Él no puede cargar con la responsabilidad de todo, a él lo engañaron también —dijo la mujer y él pensó va a llorar. Si no toma el avión…

—Se quedará adentro mucho tiempo, y no como conspirador, sino como estafador —se apenó él, asintiendo —. Y todo el dinero que ha sacado se pudrirá en el extranjero.

—No ha sacado ni un medio —alzó la voz la mujer —. Abusaron de su buena fe. Este negocio lo ha arruinado.

—Ya entiendo por qué se atrevió a venir —repitió él, suavemente —. Una señora como usted a venir donde mí, a rebajarse así. Para no estar aquí cuando estalle el escándalo, para no ver su apellido en las páginas policiales.

—No por mí, sino por mis hijos —rugió la mujer; pero respiró hondo y bajó la voz —. No he podido reunir más. Acepte esto como un adelanto, entonces. Le firmaremos un documento, lo que usted diga.

—Guárdese esos dólares para el viaje, Ferrito y usted los necesitan más que yo —dijo él, muy lentamente, y vio inmovilizarse a la mujer y vio sus ojos, sus dientes —. Además, usted vale mucho más que todo ese dinero. Está bien, es un negocio. No grite, no llore, dígame sí o no. Pasamos un rato juntos, vamos a sacar a Ferro, mañana toman el avión.

—Cómo se atreve, canalla —y vio su nariz, sus manos, sus hombros y pensó no grita, no llora, no se asombra, no se va —. Cholo miserable, cobarde.

—No soy un caballero, ése es el precio, esto lo sabía usted también —murmuró él —. Puedo garantizarle la más absoluta discreción, desde luego. No es una conquista, es un negocio, tómelo así. Y decídase de una vez, ya se pasaron los diez minutos, señora.

—¿A Chaclacayo? —dijo Ludovico —. Muy bien, don Cayo, a San Miguel.

—Sí, me quedo aquí —dijo él —. Váyanse a dormir, vengan a buscarme a las siete. Por aquí, señora. Se va a helar si sigue en el jardín. Entre un momento, cuando quiera irse llamaré un taxi y la acompañaré a su casa.

—Buenas noches, señor, perdóneme la faena, estaba acostándome —dijo Carlota —. La señora no está, salió temprano con la señorita Queta.

—Saca un poco de hielo y anda a acostarte, Carlota —dijo él —. Pase, no se quede en la puerta, siéntese, voy a prepararle una copa. ¿Con agua, con soda? Puro, entonces, igual que yo.

—¿Qué significa esto? —articuló por fin la mujer, rígida —. ¿Dónde me ha traído?

—¿No le gusta la casa? —sonrió él —. Bueno, usted debe estar acostumbrada a sitios más elegantes.

—¿Quién es esa mujer por la que usted ha preguntado? —susurró la mujer, ahogándose.

—Mi querida, se llama Hortensia —dijo él —.¿Un cubito de hielo, dos? Salud, señora. Vaya, no quería usted beber y se vació la copa de golpe. Le preparo otro, entonces.

—Ya sabía, ya me habían advertido, es la persona más vil y canalla que existe —dijo la mujer, a media voz —. ¿Qué es lo que quiere? ¿Humillarme? ¿Para eso me trajo aquí?

—Para que tomemos unos tragos y charlemos —dijo él —. Hortensia no es una chola grosera, como yo. No es tan refinada y decente como usted, pero es bastante presentable.

—Siga, qué más —dijo la mujer —. Hasta dónde más. Siga.

—Esto la asquea por tratarse de mí, sobre todo —dijo él —. Si yo hubiera sido alguien como usted quizá no tendría tanta repugnancia ¿no?

—Sí —los dientes de la mujer dejaron de chocar un segundo, sus labios de temblar —. Pero un hombre decente no hubiera hecho una canallada así.

—No es la idea de acostarse con otro lo que le da náuseas, es la idea de acostarse con un cholo —dijo él, bebiendo —. Espere, voy a llenarle el vaso.

—¿Qué espera? Ya basta, dónde tiene la cama en la que cubra sus chantajes —dijo la mujer —.¿Cree que si sigo tomando voy a sentir menos asco?

—Ahí llega Hortensia —dijo él —. No se levante, no es necesario. Hola, chola. Te presento a la dama sin nombre. Esta es Hortensia, señora. Un poco borrachita, pero ya ve, bastante presentable.

—¿Un poco? La verdad es que me estoy cayendo —se rió Hortensia —. Encantada, dama sin nombre, mucho gusto. ¿Llegaron hace mucho rato?

—Hace un momento —dijo él —. Siéntate, te voy a servir un trago.

—No creas que lo pregunto por celos, dama sin nombre, sólo por curiosidad —se rió Hortensia —. De las mujeres guapas nunca tengo celos. Uy, estoy rendida. ¿Quieres fumar?

—Ten, para que te repongas —dijo él, alcanzándole el vaso —. ¿Dónde estuviste?

—En la fiesta de Lucy —dijo Hortensia —. Hice que Queta me trajera porque ya estaban todos locos. La loca de Lucy hizo un strip tease completito, te juro. Salud, dama sin nombre.

—Cuando el amigo Ferro se entere, le va a dar a Lucy una paliza —dijo él, sonriendo —. Lucy es una amiga de Hortensia, señora, la querida de un sujeto que se llama Ferro.

—Qué la va a matar, al contrario —dijo Hortensia, con una carcajada, volviéndose hacia la mujer —. Le encanta que Lucy haga locuras, es un vicioso. ¿No te acuerdas, cholo, el día que Ferrito hizo bailar a Lucy desnuda, aquí, en la mesa del comedor? Oye, cómo secas los vasos, dama sin nombre. Sírvele otra copa a tu invitada, tacaño.

—Tipo simpático el amigo Ferro —dijo él —. Incansable cuando se trata de farra.

—Cuando se trata de mujeres, sobre todo —dijo Hortensia —. No fue a la fiesta, Lucy estaba furiosa y dijo que si no llegaba hasta las doce lo llamaría a su casa y le haría un escándalo. Esto está muy aburrido, pongamos un poco de música.

—Tengo que irme —balbuceó la mujer, sin levantarse del asiento, sin mirar a ninguno de los dos —. Consígame un taxi, por favor.

—¿Sola en un taxi a esta hora? —dijo Hortensia —. ¿No tienes miedo? Todos los choferes son unos bandidos.

—Primero voy a hacer una llamada —dijo él —. ¿Aló, Lozano? Quiero que a las siete de la mañana me ponga en libertad al doctor Ferro. Sí, ocúpese usted mismo, Lozano. A las siete en punto. Eso es todo, Lozano, buenas noches.

—¿A Ferro, a Ferrito? —dijo Hortensia —. ¿Está preso Ferrito?

—Llámale un taxi a la dama sin nombre y cierra la boca, Hortensia —dijo él —. No se preocupe por el chofer, señora. La haré acompañar por el policía de la esquina. La deuda está pagada ya.

III

¿Lo había querido la señora a don Cayo? No mucho. No había llorado por él sino porque se largó sin dejarle medio: desgraciado, perro: Es tu culpa, decía la señorita Queta, ella se lo había repetido tanto, siquiera que te compre un auto, siquiera una casa a tu nombre. Pero las primeras semanas la vida casi no cambió en San Miguel; el repostero y el frigidaire repletos como siempre, Símula seguía haciéndole las cuentas del tío a la señora, a fin de mes recibieron su sueldo enterito. Ese domingo, apenas se encontraron en el Bertoloto, se pusieron a hablar de la señora. Qué sería de ella ahora, decía Amalia, quién la ayudaría. Y él: era una vivísima, se conseguirá otro platudo antes de que cante un gallo. No hables así de ella, dijo Amalia, no me gusta. Fueron a ver una película argentina y Ambrosio salió diciendo pibe, ché y hablando con eyes; loco, se reía Amalia, y de repente se le apareció la cara de Trinidad. Estaban en el cuartito de la calle Chiclayo, desvistiéndose, cuando una cuarentona de pestañas postizas vino a preguntar por Ludovico. Puso cara de duelo cuando Ambrosio le dijo viajó a Arequipa y no ha vuelto. La mujer se fue y Amalia se burlaba de sus pestañas y Ambrosio decía se las busca pericas. Y a propósito ¿qué sería de Ludovico? Ojalá no le hubiera pasado nada, el pobre que tenía tanta mala gana de ir. Tomaron lonche en el centro y estuvieron caminando hasta que oscureció. Sentados en un banco del paseo de la República, conversaron, viendo pasar los autos. Había vientecito, Amalia se acurrucó contra él y Ambrosio la abrazó: ¿te gustaría tener tu casita y que yo fuera tu marido, Amalia? Ella lo miró, asombrada. Pronto llegaría el día en que podrían casarse y tener hijos, Amalia, estaba juntando plata para eso. ¿Sería cierto? ¿Tendrían una casa, hijos? Parecía algo tan lejos, tan difícil, y tumbada de espaldas en su cama, Amalia trataba de imaginarse viviendo con él, haciéndole la comida y lavándole la ropa. No podía. ¿Pero por qué, bruta? ¿No se casaba tanta gente a diario, por qué no tú con él?

Haría un mes que se había ido el señor cuando, un día, la señora entró a la casa como un ventarrón: listo Quetita, desde la semana próxima donde el gordo, hoy mismo empezaría a ensayar. Tenía que cuidarse la silueta, ejercicios, baños turcos. ¿De veras iba a cantar en una boite, señora? Claro que sí, como antes. Ella había sido famosa, Amalia, dejé mi carrera por el desgraciado ése, ahora comenzaría de nuevo. Ven que te enseñe, la agarró del brazo, subieron corriendo y en el escritorio sacó un álbum de recortes, por fin lo que tanto querías ver pensaba Amalia, mira, mira. Se los iba mostrando, orgullosa: en traje largo, en ropa de baño, con peinados altísimos, en un escenario, de Reina echando besos. Y oye lo que decían los periódicos, Amalia: era linda, tenía una voz tropical, cosechaba éxitos. La casa se volvió un desbarajuste, la señora sólo hablaba de sus ensayos y se puso a régimen, a mediodía un juguito de toronja y un bistec a la parrilla, en la noche una ensaladita sin aderezar, me muero de hambre pero qué importa, cierren las ventanas, las puertas, si me resfrío antes del debut me muero, iba a dejar de fumar, el cigarrillo era veneno para una artista. Un día Amalia oyó que le daba sus quejas a la señorita: ni siquiera para el alquiler, el gordo era un tacaño. En fin, Quetita, lo principal era la oportunidad, recuperaría su público y pondría condiciones. Se iba donde el gordo a eso de las nueve, en pantalones y turbante, con un maletín, y volvía al amanecer, magulladísima. Su preocupación era la gordura más que la limpieza ahora. Revisaba los diarios con lupa, ¡oye lo que dicen de mí, Amalia!, y le daban rabietas si hablaban bien de otra: ésa les pagó, se los compró.

Al poco tiempo, recomenzaron las fiestecitas. Amalia reconocía a veces entre los invitados a algunos vejestorios elegantes que venían cuando el señor, pero la mayoría de la gente era ahora distinta: más jóvenes, no tan bien vestidos, sin carro pero qué alegres, qué corbatas, qué colorines, artistas zumbaba Carlota. La señora se divertía a morir, ¡esta noche fiesta criolla, Amalia! Ordenaba a Símula un ají de gallina o arroz con pato, de entrada sebichito o causa, y encargaba a la bodega cervezas. Ya no cerraba el repostero, ya no las mandaba a dormir. Amalia veía los disfuerzos, las locuras, la señora pasaba de los brazos de uno a los de otro como sus amigas, se dejaba besar y se emborrachaba la que más. Pero a pesar de eso, la vez que sorprendió a un señor saliendo del baño al día siguiente de una fiestecita, Amalia sintió vergüenza y hasta un poco de cólera. Ambrosio tenía razón, era vivísima. Al mes pescó a otro, al mes otro. Vivísima, sí, pero con ella buenísima y cuando los días de salida Ambrosio le preguntaba qué dice la señora, ella le mentía muy triste desde que se fue el señor, para que no pensara mal de ella.

¿A quién crees que escogerá?, chisporroteaba Carlota. Era cierto, la señora tenía para escoger: a diario llovían llamadas, a veces traían flores con tarjetitas que la señora le leía por teléfono a la señorita Queta. Escogió a uno que venía cuando el señor, uno que Amalia creía tenía sus cosas con la señorita Queta. Qué pena, un viejo, decía Carlota. Pero ricacho, alto y de buena planta. Por su cara rosada y sus pelos blancos no provocaba decirle señor Urioste sino abuelito, papá, se reía Carlota. Muy educado, pero se le subían las copas y se le saltaban los ojos y se abalanzaba sobre las mujeres. Se quedó a dormir una vez, dos, tres, y desde entonces amanecía con frecuencia en la casita de San Miguel y partía a eso de las diez, en su autazo color ladrillo. El ancianito te dejó por mí, decía riéndose la señora, y la señorita Queta riéndose: a éste exprímelo, cholita. Se burlaban del pobre a su gusto. ¿Todavía te responde, chola? No, pero mejor, así te engaño menos, Quetita. No había duda, estaba con él por puro interés. El señor Urioste no inspiraba antipatía y miedo como don Cayo, más bien respeto, y hasta cariño cuando bajaba las escaleras con los cachetes rozagantes y los ojos fatigados, y le ponía a Amalia unos soles en el delantal. Era más generoso que don Cayo, más decente. Así que, cuando a los pocos meses dejó de venir, Amalia, pensando, le dio la razón ¿porque era viejito se iba a dejar engañar? Se enteró de lo de Pichón, le dio un ataque de celos y se largó, le dijo la señora a la señorita, ya volverá mansito como una oveja. Pero no volvió.

¿Sigue tan triste la señora?, le preguntó Ambrosio un domingo. Amalia le contó la verdad: ya se había consolado, tenido un amante, peleado con él, y ahora dormía con hombres distintos. Pensó que él le diría ¿ves, no te dije? y que quizás le ordenaría no trabajes más ahí. Pero sólo encogió los hombros: estaba ganándose los frejoles, allá ella. Tuvo ganas de contestarle ¿y si yo hiciera lo mismo te importaría? pero se aguantó. Se veían todos los domingos, iban al cuartito de Ludovico, a veces se encontraban con él y les invitaba un lonche o unas cervecitas. ¿Tuvo un accidente?, le preguntó Amalia el primer día que lo vio vendado. Me accidentaron los arequipeños, se rió él, ahora no es nada, estuve peor. Parece feliz, le comentó Amalia a Ambrosio, y él: porque gracias a esa paliza lo habían metido al escalafón, Amalia, ahora ganaba más en la policía y era importante.

Como la señora apenas paraba en la casa, la vida era más descansada que nunca. En las tardes, con Carlota y Símula se sentaba a oír los radioteatros, discos. Una mañana, al subir el desayuno a la señora, encontró en el pasillo una cara que la hizo perder la respiración. Carlota, bajó corriendo excitadísima, Carlota, uno joven, uno buenmocísimo, y cuando lo vio agárrame que me derrito, dijo Carlota. La señora y él bajaron tarde, Amalia y Carlota lo miraban aleladas, sofocadas, tenía una pinta que mareaba. También la señora parecía hipnotizada. Toda lánguida, toda cariñosa, toda engreimientos y coqueterías, le daba a la boca con su tenedor, se hacía la niñita y lo despeinaba, le secreteaba en el oído, amorcito, vidita, cielo. Amalia no la reconocía, tan suavecita, y esas miraditas y esa vocecita.

El señor Lucas era tan joven que hasta la señora parecía vieja a su lado, tan pintón que Amalia sentía calor cuando él la miraba. Moreno, dientes blanquísimos, ojazos, un caminar de dueño del mundo. Con él no era por interés, le contó Amalia a Ambrosio, el señor Lucas no tenía medio. Era español, cantaba en el mismo sitio que la señora. Nos conocimos y nos quisimos, le confesó la señora a Amalia, bajando los ojos. Lo quería, lo quiere. A veces el señor y la señora, jugando, cantaban a dúo y Amalia y Carlota que se casaran, que tuvieran hijos, se veía a la señora tan feliz.

Other books

Inked Destiny by Strong, Jory
A Charmed Life by Mary McCarthy
Hooked by Catherine Greenman
I Opia by B Jeffries
North! Or Be Eaten by Andrew Peterson
29 by Adena Halpern