Conversación en La Catedral (13 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: Conversación en La Catedral
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VI

¿Había sido ese primer año, Zavalita, al ver que San Marcos era un burdel y no el paraíso que creías? ¿Qué no le había gustado, niño? No que las clases comenzaran en junio en vez de abril, no que los catedráticos fueran decrépitos como los pupitres, piensa, sino el desgano de sus compañeros cuando se hablaba de libros, la indolencia de sus ojos cuando de política. Los cholos se parecían terriblemente a los niñitos bien, Ambrosio. A los profesores les pagarían miserias, decía Aída, trabajarían en ministerios, darían clases en colegios, quién les iba a pedir más. Había que comprender la apatía de los estudiantes, decía Jacobo, el sistema los formó así: necesitaban ser agitados, adoctrinados, organizados. ¿Pero dónde estaban los comunistas, dónde aunque fuera los apristas? ¿Todos encarcelados, todos deportados? Eran críticas retrospectivas, Ambrosio, entonces no se daba cuenta y le gustaba San Marcos. ¿Qué sería del catedrático que en un año glosó dos capítulos de la
Síntesis de Investigaciones Lógicas
publicada por la Revista de Occidente? Suspender fenomenológicamente el problema de la rabia, poner entre paréntesis, diría Husserl, la grave situación creada por los perros de Lima: ¿qué cara pondría el Director? ¿Qué del que sólo hacía pruebas de ortografía, qué del que preguntó en el examen errores de Freud?

—Te equivocas, uno tiene que leer incluso a los oscurantistas —dijo Santiago.

—Lo lindo sería leerlos en su propio idioma —dijo Aída — Quisiera saber francés, inglés, hasta alemán.

—Lee todo, pero con sentido crítico —dijo Jacobo —. Los progresistas siempre te parecen malos y los decadentes siempre buenos. Eso es lo que te critico.

—Sólo digo que
Así se templó el acero
me aburrió y que me gustó
El castillo
—protestó Santiago —. No estoy generalizando.

—La traducción de Ostrovski debe ser mala y la de Kafka buena, ya no discutan —dijo Aída.

¿Qué del anciano pequeñito, barrigón, de ojos azules y melena blanca que explicaba las fuentes históricas? Era tan bueno que daban ganas de seguir Historia y no Psicología, decía Aída, y Jacobo sí, lástima que fuera hispanista y no indigenista. Las aulas abarrotadas de los primeros días se fueron vaciando, en setiembre sólo asistía la mitad de los alumnos y ya no era difícil pescar asiento en las clases. No se sentían defraudados, no era que los profesores no supieran o quisieran enseñar, piensa, a ellos tampoco les interesaba aprender. Porque eran pobres y tenían que trabajar, decía Aída, porque estaban contaminados de formalismo burgués y sólo querían el título, decía Jacobo; porque para recibirse no hacía falta asistir ni interesarse ni estudiar: sólo esperar. ¿Estaba contento en San Marcos flaco, de veras enseñaban ahí las cabezas del Perú flaco, por qué se había vuelto tan reservado flaco? Sí estaba papá, de veras papá, no se había vuelto papá. Entrabas y salías de la casa como un fantasma, Zavalita; te encerrabas en tu cuarto y no le dabas cara a la familia, pareces un oso decía la señora Zoila, y el Chispas te ibas a volver virolo de tanto leer, y la Teté por qué ya no salías nunca con Popeye, supersabio. Porque Jacobo y Aída bastaban, piensa, porque ellos eran la amistad que excluía, enriquecía y compensaba todo. ¿Ahí, piensa, me jodí ahí?

Se habían matriculado en los mismos cursos, se sentaban en la misma banca, iban juntos a la Biblioteca de San Marcos o a la Nacional; a duras penas se separaban para dormir. Leían los mismos libros, veían las mismas películas, se enfurecían con los mismos periódicos. Al salir de la Universidad, a mediodía y en las tardes, conversaban horas en "El Palermo” de la Colmena, discutían horas en la pastelería “Los Huérfanos” de Azángaro, comentaban horas las noticias políticas en un café-billar a espaldas del Palacio de Justicia. A veces se zambullían en un cine, a veces recorrían librerías, a veces emprendían como una aventura largas caminatas por la ciudad. Asexuada, fraternal, la amistad parecía también eterna.

—Nos importaban las mismas cosas, odiábamos las mismas cosas, y nunca estábamos de acuerdo en nada —dice Santiago —. Eso era formidable, también.

—¿Por qué estaba amargado, entonces? —dice Ambrosio —. ¿Por la muchacha?

—Nunca la veía a solas —dice Santiago —. No estaba amargado; a ratos un gusanito en el estómago, nada más.

—Usted quería enamorarla y no podía, teniendo ahí al otro —dice Ambrosio. Sé lo que se siente estando cerca de la mujer que uno quiere y no pudiendo hacer nada.

—¿Te pasó eso con Amalia? —dice Santiago.

—Vi una película con ese tema —dice Ambrosio.

La Universidad era un reflejo del país, decía Jacobo, hacía veinte años esos profesores a lo mejor eran progresistas y leían, después por tener que trabajar en otras casas y por el ambiente se habían mediocrizado y aburguesado, y ahí, de pronto, viscoso y mínimo en la boca del estómago: el gusanito. También era culpa de los alumnos, decía Aída, les gustaba este sistema, y si todos tenían la culpa no había más remedio que conformarnos decía Santiago, y Jacobo: la solución era la reforma universitaria. Un cuerpo diminuto y ácido en la maleza de las conversaciones, súbito en el calor de las discusiones, interfiriendo, desviando, malogrando la atención con ráfagas de melancolía o nostalgia. Cátedras paralelas, cogobierno, universidades populares, decía Jacobo: que entrara a enseñar todo el que fuera capaz, que los alumnos pudieran tachar a los malos profesores, y como el pueblo no podía venir a la Universidad que la Universidad fuera al pueblo. ¿Melancolía de esos imposibles diálogos a solas con ella que deseaba, nostalgia de esos paseos a solas con ella que inventaba? Pero si la Universidad era un reflejo del país San Marcos nunca iría bien mientras el Perú fuera tan mal, decía Santiago, y Aída si se quería curar el mal de raíz no había que hablar de reforma universitaria sino de Revolución. Pero ellos eran estudiantes y su campo de acción era la Universidad, decía Jacobo, trabajando por la reforma trabajarían por la Revolución: había que ir por etapas y no ser pesimista.

—Estaba usted celoso de su amigo —dice Ambrosio —. Y los celos son lo más venenoso que hay.

—A Jacobo le pasaría lo mismo que a mí —dice Santiago —. Pero los dos disimulábamos. El también sentiría ganas de desaparecerlo de una mirada mágica para quedarse solo con la muchacha —se ríe Ambrosio.

—Era mi mejor amigo —dice Santiago —. Yo lo odiaba, pero a la vez lo quería y lo admiraba.

—No debes ser tan escéptico —dijo Jacobo —. Eso de todo o nada es típicamente burgués.

—No soy escéptico —dijo Santiago —. Pero hablamos y hablamos y ahí nos quedamos.

—Es cierto, hasta ahora no pasamos de la teoría —dijo Aída —. Deberíamos hacer algo más que conversar.

—Solos no podemos —dijo Jacobo —. Primero tenemos que ponernos en contacto con los universitarios progresistas.

—Hace dos meses que entramos y no hemos encontrado a ninguno —dijo Santiago —. Estoy por creer que no existen.

—Tienen que cuidarse y es lógico —dijo Jacobo —. Tarde o temprano aparecerán.

Y, en efecto, sigilosos, recelosos, misteriosos, poco a poco habían ido apareciendo, como sombras furtivas: ¿estaban en primero de Letras, no? Entre clases ellos acostumbraban sentarse en alguna banca del patio de la Facultad, parecía que estaban haciendo una colecta, o dar vueltas alrededor de la pila de Derecho, para comprarles colchones a los estudiantes presos, y allí cambiaban a veces unas palabras con alumnos de otras facultades u otros años, que los tenían en los calabozos de la Penitenciaría durmiendo en el suelo, y en esos rápidos diálogos huidizos, detrás de la desconfianza, abriéndose camino a través de la sospecha, ¿nadie les había hablado de la colecta todavía?, advertían o creían advertir una sutil exploración de su manera de pensar, no se trataba de nada político, un discreto sondeo, sólo de una acción humanitaria, vagas indicaciones de que se prepararan para algo que llegaría, y hasta de simple caridad cristiana, o un secreto llamado para que manifestaran de la misma cifrada manera que se podía confiar en ellos: ¿podían dar siquiera un sol? Aparecían solitarios y esfumados en los patios de San Marcos, se les acercaban a charlar unos instantes sobre temas ambiguos, desaparecían por muchos días y de pronto reaparecían, cordiales y evasivos, la misma cautelosa expresión risueña en los mismos rostros indios, cholos, chinos, negros, y las mismas palabras ambivalentes en sus acentos provincianos, con los mismos trajes gastados y descoloridos y los mismos zapatos viejos y a veces alguna revista o periódico o libro bajo el brazo. ¿Qué estudiaban, de dónde eran, cómo se llamaban, dónde vivían? Como un escueto relámpago el cielo nublado, ese muchacho de Derecho había sido uno de los que se encerró en San Marcos cuando la revolución de Odría, una brusca confidencia rasgaba de pronto las conversaciones grises, y había estado preso y hecho huelga de hambre en la cárcel, y las encendía y afiebraba, y sólo lo habían soltado hacía un mes, y esas revelaciones y descubrimientos, y ése había sido delegado de Económicas cuando funcionaban los Centros Federados y la Federación Universitaria, despertaban en ellos una ansiosa excitación, antes que la política destrozara los organismos estudiantiles encarcelando a los dirigentes, una feroz curiosidad.

—Llegas tarde para no comer con nosotros, y cuando nos haces el honor no abres la boca —dijo la señora Zoila —. ¿Te han cortado la lengua en San Marcos?

—Habló contra Odría y contra los comunistas —dijo Jacobo. ¿Aprista, no creen?

—Se hace el mudo para dárselas de interesante —dijo el Chispas —. Los genios no pierden su tiempo hablando con ignorantes, ¿no es cierto, supersabio?

—¿Cuántos hijos tiene la niña Teté? —dice Ambrosio —. ¿Y usted cuántos, niño?

—Más bien trotskista, porque habló bien de Lechín —dijo Aída —. ¿No dicen que Lechín es trotskista?

—La Teté dos, yo ninguno —dice Santiago —. No quería ser papá, pero tal vez me decida un día de éstos. Al paso que vamos, qué más da.

—Y además andas medio sonámbulo y con ojos de carnero degollado —dijo la Teté —. ¿Te has enamorado de alguna en San Marcos?

—A la hora que llego veo la lamparita de tu velador encendida —dijo don Fermín —. Muy bien que leas, pero también deberías ser un poco sociable; flaco.

—Sí, de una con trenzas que anda sin zapatos y sólo habla quechua —dijo Santiago —. ¿Te interesa?

—La negra decía cada hijo viene con su pan bajo el brazo —dice Ambrosio —. Por mí, hubiera tenido un montón, le digo. La negra, es decir mi mamacita que en paz descanse.

—Llego un poco cansado y por eso me meto a mi cuarto, papá —dijo Santiago —. Ni que me hubiera vuelto loco para no querer hablar con ustedes.

—Eso me pasa por hablar contigo que eres una mula chúcara —dijo la Teté.

—No loco, pero sí raro —dijo don Fermín —. Ahora estamos solos, flaco, háblame con confianza. ¿Tienes algún problema?

—Ese sí pudiera ser del Partido —dijo Jacobo —.

Su interpretación de lo que pasa en Bolivia era marxista.

—Ninguno, papá —dijo Santiago —. No me pasa nada, palabra.

—El Pancras tuvo un hijo en Huacho hace un montón de años y la mujer se le escapó un día y no la vio más —dice Ambrosio —. Desde entonces está tratando de encontrar a ese hijo. No quiere morirse sin saber si salió tan feo como él.

—No se acerca para sondearnos sino para estar contigo —dijo Santiago —. Sólo te habla a ti y con qué sonrisitas. Has hecho una conquista, Aída.

—Qué malpensado eres, qué burgués eres —dijo Aída.

—Lo entiendo, porque yo también me paso los días acordándome de Amalita Hortensia —dice Ambrosio — Pensando cómo será, a quién se parecerá.

—¿Tú crees que eso les pasa sólo a los burgueses? —dijo Santiago —. ¿Que los revolucionarios no piensan nunca en mujeres?

—Ya está, ya te enojaste por lo de burgués —dijo Aída —. No seas susceptible, hombre, no seas burgués. Uy, se me escapó de nuevo.

—Vamos a tomarnos un café con leche —dijo Jacobo —. Vengan, paga el oro de Moscú.

¿Eran rebeldes solitarios, militaban en alguna organización clandestina, sería alguno de ellos soplón? No andaban juntos, rara vez se aparecían al mismo tiempo, no se conocían o hacían creer que no se conocían entre ellos. A veces era como si fueran a revelar algo importante, pero se detenían en el umbral de la revelación, y sus insinuaciones y alusiones, sus ternos desteñidos y sus maneras calculadas, provocaban en ellos desasosiego, dudas, una admiración contenida por el recelo o el temor. Sus rostros casuales empezaron a aparecer en los cafés donde iban después de las clases, ¿era un enviado, exploraba el terreno?, sus humildes siluetas a sentarse en las mesas que ellos ocupaban, entonces demostrémosle que con ellos no tenía por qué disimular, y allí, fuera de San Marcos, en nuestro año hay dos soplones decía Aída, lejos de los confidentes emboscados, los descubrimos y no pudieron negarlo decía Jacobo, los diálogos empezaron a ser menos etéreos, se disculparon alegando que de abogados ascenderían en el escalafón decía Santiago, a adoptar por instantes un carácter audazmente político, los bobos ni siquiera sabían mentir decía Aída. Las charlas solían comenzar con alguna anécdota, los peligrosos no eran los que se daban a conocer decía Washington, o broma o chisme o averiguación, sino los soplones cachueleros que no figuraban en las listas de la policía, y luego venían tímidas, accidentales, las preguntas, ¿qué tal era el ambiente en el primer año?, ¿había inquietud, se preocupaban por los problemas los muchachos?, ¿habría una mayoría interesada en reconstituir los Centros Federados?, y cada vez más sibilina, serpentina, ¿qué pensaban de la revolución boliviana?, la conversación resbalaba, ¿y de Guatemala qué pensaban?, hacia la situación internacional. Animados, excitados, ellos opinaban sin bajar la voz, que los oyeran los soplones, que los metieran presos, y Aída se estimulaba a sí misma, era la más entusiasta piensa, se dejaba ganar por su propia emoción, la más arriesgada piensa, la primera en trasladar atrevidamente la conversación de Bolivia y Guatemala al Perú: vivíamos en una dictadura militar, y los ojos nocturnos brillaban, aun cuando la revolución boliviana fuera sólo liberal, y su nariz se afilaba, aun cuando Guatemala no llegara a ser una revolución democrático-burguesa, y sus sienes latían más rápido, estaban mejor que el Perú, y un mechón de cabellos danzaba, gobernado por un generalote, y golpeaba su frente mientras hablaba, y por una pandilla de ladrones, y sus pequeños puños rebotaban en la mesa. Incómodas, inquietas, alarmadas las sombras furtivas interrumpían a Aída, cambiaban de tema o se levantaban y partían.

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