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Authors: Mario Vargas Llosa

Conversación en La Catedral (14 page)

BOOK: Conversación en La Catedral
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—Su papá decía que a usted San Marcos le hizo daño —dice Ambrosio —. Que usted dejó de quererlo por culpa de la Universidad.

—Lo pusiste en un apuro a Washington —dijo Jacobo —. Si es del Partido está obligado a cuidarse. No hables tan fuerte de Odría delante de él, lo puedes comprometer.

—¿Te dijo mi papá que yo había dejado de quererlo? —dice Santiago.

—¿Tú crees que Washington se fue por eso? —dijo Aída.

—Era lo que más le preocupaba en la vida —dice Ambrosio —. Saber por qué había dejado usted de quererlo, niño.

Estaba en tercero de Derecho, era un serranito blanco y jovial que hablaba sin adoptar el aire solemne, esotérico, arzobispal de los otros, fue el primero cuyo nombre supieron: Washington. Siempre vestido de gris claro, siempre con los alegres dientes caninos al aire con sus bromas imponía a las charlas de "El Palermo”, el café-billar o el patio de Económicas un clima personal que no surgía en los diálogos herméticos o estereotipados que tenían con los otros. Pero a pesar de su apariencia comunicativa, también sabía ser impenetrable. Había sido el primero en transformarse de sombra furtiva en un ser de carne y hueso. En un conocido, piensa, casi en un amigo.

—¿Por qué creía eso? —dice Santiago —. ¿Qué más te decía de mí mi papá?

—¿Por qué no formamos un círculo de estudios? —dijo Washington, distraídamente.

Dejaron de pensar, de respirar, los ojos fijos en él:

—¿Un círculo de estudios? —dijo Aída, lentísimamente —. ¿Para estudiar qué?

—No a mí, niño —dice Ambrosio —. Hablaba con su mamá, con sus hermanos, con amigos, y yo los oía cuando los llevaba en el auto.

—Marxismo —dijo Washington, con naturalidad — No se enseña en la Universidad y puede sernos útil como cultura general ¿no creen?

—Tú conocías a mi papá mejor que yo —dice Santiago —. Cuéntame qué otras cosas te decía de mí.

—Sería interesantísimo —dijo Jacobo —. Formemos el círculo.

—Cómo lo iba a conocer yo mejor que usted —dice Ambrosio —. Qué ocurrencia, niño.

—El problema es conseguir los libros —dijo Aída — En las librerías de viejo sólo se encuentra uno que otro número pasado de
Cultura soviética
.

—Ya sé que te hablaba de mí —dice Santiago —. Pero no importa, no me cuentes si no quieres.

—Se pueden conseguir, pero hay que tener cuidado —dijo Washington —. Estudiar marxismo ya es exponerse a ser fichado por comunista. Bueno, ustedes lo saben de sobra.

Así habían nacido los círculos marxistas, así habían comenzado insensiblemente a militar, a sumergirse en la prestigiosa, codiciada clandestinidad. Así habían descubierto la ruinosa librería del jirón Chota y al anciano español de anteojos negros y barbita nevada que tenía en la trastienda ediciones de Siglo XX y de Lautaro, así habían comprado, forrado, hojeado ávidamente ese libro que afiebraría las discusiones del círculo muchas semanas, ese manual con respuestas para todo.
Principios elementales y fundamentales de filosofía
, piensa. Piensa: Georges Politzer. Así habían conocido a Héctor, hasta entonces otra sombra furtiva, y sabido que esa escuálida jirafa lacónica estudiaba Economía y se ganaba la vida como locutor. Habían decidido reunirse dos veces por semana, habían discutido largamente el local, habían elegido por fin la pensión de Héctor en Jesús María donde irían desde entonces y por meses, cada jueves y sábado en la tarde, sintiéndose seguidos y espiados, ojeando recelosamente el vecindario antes de entrar. Llegaban a eso de las tres, el cuarto de Héctor era viejo y grande y con dos anchas ventanas a la calle, en el segundo piso de la pensión de una sorda que subía a veces a rugirles ¿quieren té? Aída se instalaba en la cama, la negación de la negación piensa, Héctor en el suelo, los saltos cualitativos piensa, Santiago en la única silla, la unidad de los contrarios piensa, Jacobo en una ventana, Marx puso de pie la dialéctica que Hegel tenía de cabeza piensa, y Washington permanecía siempre parado. Piensa: para crecer y se reía. Uno distinto cada vez exponía un capítulo del libro de Politzer, a las exposiciones seguían discusiones, estaban reunidos dos o tres y hasta cuatro horas, salían por parejas dejando el cuarto lleno de humo y de ardor. Más tarde ellos tres solos volvían a encontrarse y en algún parque, alguna calle, algún café, ¿estaría Washington en el Partido? decía Aída, seguían charlando, ¿estaría Héctor en el Partido? decía Jacobo, suponiendo, ¿existiría el Partido? decía Santiago, ¿cómo se haría la autocrítica?, y fervorosamente discutiendo. Así habían aprobado el primer año, así había pasado el verano, sin ir a la playa ni una vez piensa, así había comenzado el segundo.

¿Había sido ese segundo año, Zavalita, al ver que no bastaba aprender marxismo, que también hacía falta creer? A lo mejor te había jodido la falta de fe, Zavalita. ¿Falta de fe para creer en Dios, niño? Para creer en cualquier cosa, Ambrosio. La idea de Dios, la idea de un “puro espíritu" creador del universo no tenía sentido, decía Politzer, un Dios fuera del espacio y del tiempo era algo que no podía
existir
. Andabas con una cara que no es tu cara de siempre, Santiago. Era preciso participar de la mística idealista y por consiguiente no admitir ningún control científico, decía Politzer, para creer en un Dios que existiría fuera del tiempo, es decir que no existiría en ningún momento, y que existiría fuera del espacio, es decir que no existiría en ninguna parte. Lo peor era tener dudas, Ambrosio, y lo maravilloso poder cerrar los ojos y decir Dios existe, o Dios no existe, y creerlo. Se había dado cuenta que a veces hacía trampas en el círculo, Aída: decía creo o estoy de acuerdo y en el fondo tenía dudas. Los materialistas, apoyados en las conclusiones de las ciencias, decía Politzer, afirmaban que la materia existía en el espacio y en un momento dado (en el tiempo). Cerrar los puños, apretar los dientes, Ambrosio, el Apra es la solución, la religión es la solución, el comunismo es la solución, y creerlo. Entonces la vida se organizaría sola y uno ya no se sentiría vacío, Ambrosio. Él no creía en los curas, niño, y no iba a misa desde que era criatura, pero sí creía en la religión y en Dios, ¿acaso todos no tenían que creer en algo, niño? Por consiguiente, el universo no había podido ser creado, concluía Politzer, ya que hubiera sido preciso a Dios para poder crear el mundo un momento que no había sido ningún momento (puesto que para Dios el tiempo no existía) y hubiera sido preciso, también, que el mundo saliera
de nada:
¿y eso te preocupaba tanto, Zavalita? decía Aída. Y Jacobo: si de todas maneras había que empezar creyendo en algo, preferible creer que Dios no existe a creer que existe. Santiago también lo prefería, Aída, él quería convencerse que era cierto lo que decía Politzer, Jacobo. Lo que lo angustiaba era tener dudas, Aída, no poder estar seguro, Jacobo. Agnosticismo pequeño burgués, Zavalita, idealismo disimulado, Zavalita. ¿Aída no tenía ninguna duda, Jacobo creía con puntos y comas lo que decía Politzer? Las dudas eran fatales, decía Aída, te paralizan y no puedes hacer nada, y Jacobo ¿pasarse la vida escarbando ¿será cierto?, torturándose ¿será mentira? en vez de actuar. El mundo no cambiaría nunca, Zavalita. Para actuar había que creer en algo, decía Aída, y creer en Dios no había ayudado a cambiar nada, y Jacobo: preferible creer en el marxismo que podía cambiar las cosas, Zavalita. ¿Inculcarles a los obreros la duda metódica?, decía Washington, ¿a los campesinos la cuádruple raíz del principio de razón suficiente?, decía Héctor. Piensa: pensabas no, Zavalita. Cerrar los ojos, el marxismo se apoya en la ciencia, apretar los puños, la religión en la ignorancia, hundir los pies en la tierra, Dios no existía, hacer crujir los dientes, el motor de la historia era la lucha de clases, endurecer los músculos, al liberarse de la explotación burguesa, respirar hondo, el proletariado liberaría a la humanidad, y embestirse instauraría un mundo sin clases. No pudiste, Zavalita, piensa. Piensa: eras, eres, serás, morirás un pequeño burgués. ¿Las mamaderas, el colegio, la familia, el barrio fueron más fuertes?, piensa. Ibas a misa, te confesabas y comulgabas los primeros viernes; rezabas y ya entonces mentira, no creo. Ibas a la pensión de la sorda, los cambios cuantitativos al acumularse producían un cambio cualitativo, y tu sí sí, el más grande pensador materialista antes de Marx había sido Diderot, sí sí, y de repente el gusanito: mentira, no creo.

—Nadie debía darse cuenta, eso era lo principal —dice Santiago —. No escribo versos, creo en Dios, no creo en Dios. Siempre mintiendo, siempre haciendo trampas.

—Mejor ya no tome más, niño —dice Ambrosio.

—En el colegio, en la casa, en el barrio, en el círculo, en la Fracción, en
La Crónica
—dice Santiago —. Toda la vida haciendo cosas sin creer, toda la vida disimulando.

—Bien hecho que mi papá te botó tu libro comunista a la basura, jajá —dijo la Teté.

—Y toda la vida queriendo creer en algo —dice Santiago —. Y toda la vida mentira, no creo.

¿Había sido la falta de fe, Zavalita, no habría sido la timidez? En el cajón de periódicos viejos del garaje, tras el nuevo ejemplar de Politzer se fueron acumulando,
Qué hacer
piensa, los libros leídos y discutidos en el círculo,
El origen de la familia, de la sociedad y del Estado
piensa, libros mal encuadernados y de letra minúscula,
La lucha de clases en Francia
piensa, que se quedaba estampada en la yema de los dedos? Previamente observados, rondados, sondeados, votados, se incorporaron al círculo el indio Martínez que estudiaba Etnología, y después Solórzano de Medicina, y después una muchacha casi albina que apodaron el Ave. El cuarto de Héctor resultó pequeño, los ojos de la sorda se alarmaban ante la crónica invasión, decidieron rotar. Aída ofreció su casa, el Ave la suya, y entonces alternativamente se reunían en Jesús María, en una casita de ladrillos rojos del Rímac, en un departamento de Petit Thouars empapelado de flores de lis. Un gigante efusivo y canoso los recibió la primera vez que entraron a casa de Aída, les presento a mi papá, y mientras les estrechaba la mano los miraba con melancolía. Había sido obrero gráfico y dirigente sindical, había estado preso en tiempos de Sánchez Cerro, había estado a punto de morir de un ataque al corazón. Ahora trabajaba de día en una imprenta, era corrector de pruebas de
El Comercio
en la noche, y ya no hacía política. ¿Y sabía que ellos venían aquí a estudiar marxismo?, sí sabía, ¿y no le importaba?, claro que no, le parecía muy bien.

—Debe ser formidable llevarse con su viejo como si fuera un amigo —dijo Santiago.

—El pobre ha sido mi papá, mi amigo y también mi mamá —dijo Aída —. Desde que se murió la de verdad.

—Para llevarme bien con mi viejo tengo que ocultarle lo que pienso —dijo Santiago —. Nunca me da la razón.

—Cómo podría dártela siendo un señor burgués —dijo Aída.

A medida que el círculo crecía, de la acumulación cuantitativa al salto cualitativo piensa, se convertía de centro de estudios en cenáculo de discusión política. De exponer los ensayos de Mariátegui a refutar los editoriales de
La Prensa
, del materialismo histórico a los atropellos de Cayo Bermúdez, del aburguesamiento del aprismo al chisme venenoso contra el enemigo sutil: los trotskistas. Habían identificado a tres, habían dedicado horas, semanas, meses, a adivinarlos, averiguarlos, espiarlos y abominarlos: intelectuales, inquietantes, se paseaban por los patios de San Marcos, la boca llena de citas y provocaciones, cataclísmicos, heterodoxos. ¿Serían muchos? Poquísimos pero peligrosísimos decía Washington, ¿trabajarían con la policía? decía Solórzano, a lo mejor y en todo caso era lo mismo decía Héctor, porque dividir, confundir, desviar e intoxicar era peor que delatar decía Jacobo. Para burlar a los trotskistas, para evitar a los soplones, habían acordado no estar juntos en la Universidad, no detenerse a charlar cuando se cruzaran en los pasillos. En el círculo había unión, complicidad, incluso solidaridad, piensa. Piensa: sólo entre nosotros tres amistad. ¿Les molestaba a los demás ese islote que constituían, ese triunvirato tenaz? Seguían yendo juntos a clases, bibliotecas y cafés, paseando por los patios, viéndose a solas después de las reuniones del círculo. Charlaban, discutían, caminaban, iban al cine y
Milagro de Milán
los había exaltado, la paloma blanca del final era la paloma de la paz, esa música la Internacional, Vittorio de Sica debía ser comunista, y cuando en algún cine de barrio anunciaban una rusa, presurosos, esperanzados, fervorosos se precipitaban, aun a sabiendas de que verían una viejísima película de interminable ballet.

—¿Un friecito? —dice Ambrosio —. ¿Un calambre en la barriga?

—Como de chico, en las noches —dice Santiago —. Me despertaba en la oscuridad, me voy a morir. No podía moverme, ni encender la luz, ni gritar. Me quedaba encogido, sudando, temblando.

—Hay uno de Económicas que tal vez pueda entrar —dijo Washington —. El problema es que ya somos muchos en el círculo.

—Pero de qué le venía eso, niño —dice Ambrosio.

Aparecía, ahí estaba, diminuto y glacial, gelatinoso. Se retorcía delicadamente en la boca del estómago, segregaba ese líquido que mojaba las palmas de las manos, aceleraba el corazón y se despedía con un escalofrío:

—Sí, es imprudente seguir reuniéndonos tantos —dijo Héctor —. Lo mejor sería dividirnos en dos grupos.

—Sí, dividámonos, yo fui el más convencido, ni se me pasó por la cabeza —dice Santiago —. Semanas después me despertaba repitiendo como un idiota no puede ser, no puede ser.

—¿Qué criterio vamos a seguir para dividirnos? —dijo el indio Martínez —. Rápido, no perdamos tiempo.

—Está apurado porque ha preparado como una navaja la plusvalía —se rió Washington.

—Podemos sortear —dijo Héctor.

—La suerte es algo irracional —dijo Jacobo —. Propongo que nos dividamos por orden alfabético.

—Claro, es más racional y más fácil —dijo el Ave —. Los cuatro primeros a un grupo, los demás al otro.

No había sido un golpe en el corazón, no había brotado el gusanito. Sólo sorpresa o confusión, piensa, sólo ese repentino malestar. Y esa idea fija: una equivocación. Y esa idea fija, piensa: ¿una equivocación?

—Los que están de acuerdo con la propuesta de Jacobo levanten la mano —dijo Washington.

Un malestar creciente, el cerebro embotado, una vertiginosa timidez enmudeciendo su lengua, alzando su mano unos segundos después que los demás.

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