Conversación en La Catedral (12 page)

Read Conversación en La Catedral Online

Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: Conversación en La Catedral
5.55Mb size Format: txt, pdf, ePub

Al día siguiente se presentó Trinidad en Mirones. Furioso, le habían echado la pelota esos amarillos, requintando como Amalia no lo había oído nunca, lo habían acusado de mil cosas, por esos conchas de su madre los soplones lo habían pateado de nuevo. Puñetazos, combazos para que denunciara no sabía qué ni quién. Estaba más enojado con los amarillos del sindicato que con los soplones: cuando el Apra suba esos cabrones verán, esos vendidos a Odría verán. Ya no estás en plantilla, le dijeron en la textil, te despidieron por abandono de trabajo. Si me quejo al sindicato ya sé dónde me mandarán, decía Trinidad, y si al Ministerio ya sé dónde me mandarán. Pierdes tu tiempo mentándoles la madre a los amarillos, decía Amalia, más bien busca trabajo. Cuando empezó a recorrer fábricas, seguía la crisis decían, y estuvieron viviendo de préstamos, y de repente Amalia se dio cuenta que Trinidad decía más mentiras que nunca: ¿y de qué se había muerto Amalia, Ambrosio? Se iba a las ocho de la mañana y volvía media hora después y se tumbaba en la cama, caminé por todo Lima buscando trabajo, estaba muerto. Y Amalia: pero si te fuiste y volviste ahí mismo. Y Ambrosio: de una operación, niño. Y él: lo tenían fichado, los amarillos han pasado el dato, lo miraban como apestado, nunca encontraré trabajo. Y Amalia: déjate de amarillos y busca trabajo, se iban a morir de hambre. No puedo, decía él, estoy enfermo, y ella ¿de qué estás enfermo? Trinidad se metía el dedo a la garganta hasta que le venían arcadas y vomitaba: cómo iba a buscar trabajo si estaba enfermo. Amalia regresó a Miraflores, le lloró a la señora Zoila, la señora habló con don Fermín y el señor al niño Chispas dile a Carrillo que la repongan. Cuando le contó que la habían tomado de nuevo en el laboratorio, Trinidad se puso a mirar el techo. Orgulloso, qué tiene de malo que yo trabaje hasta que te cures, ¿no estás enfermo? ¿Cuánto le habían pagado para que me humilles ahora que me ves caído?, decía Trinidad.

Gertrudis Lama se puso contenta cuando la vio de nuevo en el laboratorio, y la inspectora qué buena vara, te pones y te sacas el trabajo como una falda. Los primeros días se le escapaban las pastillas y se le rodaban los frascos, pero a la semana estaba diestra otra vez. Tienes que llevarlo al médico, le decía la señora Rosario, ¿no ves que todo el día dice adefesios? Mentira, sólo a la hora de comer o cuando se tocaba el tema del trabajo se chiflaba, después era como antes nomás. Acabando de comer se metía el dedo a la boca hasta vomitar, y entonces estoy enfermo, amorcito. Pero si Amalia no le hacía caso y limpiaba sus vómitos como si nada, al ratito se olvidaba de su enfermedad y qué tal el laboratorio y hasta le hacía chistes y cariños. Le va a pasar, pensaba, rezaba, lloraba Amalia a ocultas de él, va a ser como antes. Pero no le pasaba y más bien le dio por salir a la puerta del callejón a gritar amarillos a los transeúntes. Quería tirarles tacles y hacerles las llaves del cachascán, y es tan flaquito que cada vez me lo traen sangrando, le contaba Amalia a Gertrudis. Una noche vomitó sin meterse el dedo a la boca. Se puso pálido y Amalia lo llevó al día siguiente al Hospital Obrero. Neuralgias, dijo el médico, y que se tomara unas cucharaditas cada vez que le doliera la cabeza y desde entonces Trinidad se pasaba el día diciendo la cabeza me va a reventar. Tomaba las cucharaditas y náuseas. Tanto jugar a enfermarte te enfermaste, lo reñía Amalia. Se volvió engreído, renegón, se burlaba de todo y ya casi ni podían conversar. Al verla llegar del trabajo ¿cómo, todavía no me has dejado?, ¿y la hijita? dice Santiago. Paraba echado en la cama, si no me muevo me siento bien, o conversando con don Atanasio, y no había vuelto a preguntar por el hijo. Si Amalia le decía estoy engordando o ya se mueve, él la miraba como si no supiera de qué hablaba. Comía apenas, por los vómitos. Amalia se robaba unas bolsitas de papel del laboratorio y le rogaba vomita ahí, no en el suelo, y él a propósito abría la boca sobre la mesa o la cama, y con una vocecita empalagosa, si te da tanto asco anda vete: se había quedado en Pucallpa, niño. Pero después se arrepentía, perdón amorcito, me he vuelto malo, aguántame un poquito más que me voy a morir. Iban de vez en cuando al cine. Amalia quiso animarlo a que fuera al Estadio, pero él se agarraba la cabeza: no, estaba enfermo. Se puso flaco como perro, el pantalón que no le cerraba en la bragueta ahora se le chorreaba, ya no le pedía a Amalia córtame el pelo como antes, ¿y por qué la había dejado en Pucallpa?, ¿no te has decepcionado de uno tan poquita cosa que a la primera caída abandona sin luchar y se hace el loco y se deja mantener por la mujer?, le preguntó Gertrudis. Al revés, desde que lo veía hecho un trapo lo quería más. Pensaba todo el tiempo en él, sentía que se acababa el mundo cuando lo oía decir disparates, vez que la desnudaba a jalones en la oscuridad sentía vértigo. Una señora que se había hecho amiga de Amalia se había comedido a criarla, niño. Los dolores de cabeza de Trinidad desaparecían y volvían, de nuevo se iban y venían, y ella nunca sabía si eran de verdad o inventos o exageraciones. Y, además Ambrosio se había metido en un lío y salido pitando de Pucallpa. Sólo los vómitos no se le iban nunca. Es tu culpa, le decía Amalia, y él de los amarillos, amorcito, a ella no le iba a mentir.

Un día Amalia encontró a la señora Rosario a la entrada del callejón, las manos en las caderas, los ojos como ascuas: se encerró con la Celeste, había querido abusarla sólo abrió la puerta cuando lo amenacé con el patrullero. Amalia encontró a Trinidad lamentándose, la señora Rosario era mal pensada, llamar a la policía sabiendo que estaba fichado, perversa, a él qué le importaba la retaca de la Celeste, había querido hacerle una broma. Sinvergüenza, ingrato, lo insultaba Amalia, mantenido, loco, y por fin le aventó un zapato. El se dejaba gritar y dar manotazos sin protestar. Esa noche se tiró al suelo apretándose la cabeza con las manos y entre Amalia y don Atanasio lo arrastraron a la calle y lo subieron a un taxi. En la Asistencia Pública le pusieron una inyección. Regresaron a Mirones pasito a paso, Trinidad en medio, parándose a descansar cada cuadra. Lo acostaron y antes de dormirse Trinidad la hizo llorar: déjame, que no arruinara su vida con él, estaba acabado, búscate alguien que te responda mejor. La chiquita se llamaba Amalita Hortensia y tendría cinco o seis añitos ya, niño.

Un día, al volver del laboratorio, encontró a Trinidad dando brincos: se acabaron nuestros males, tenía trabajo. La abrazaba, la pellizcaba, se lo veía feliz. Pero y tu enfermedad, decía Amalia atontada, y él se fue, me curé. Se había encontrado en la calle con el compañero Pedro Flores, le contó, un aprista con el que estuvo preso en el Frontón, y cuando Trinidad le dijo lo que le pasaba Pedro ven conmigo, y lo llevó al Callao, le presentó a otros compañeros, y esa misma tarde tenía trabajo en una mueblería. Ya ves, Amalia, así eran los compañeros, se sentía aprista hasta los huesos, viva Víctor Raúl. Ganaría poco pero qué más daba si eso le había levantado la moral. Trinidad salía muy temprano pero volvía antes que Amalia. Mejoró de humor, me duele menos la cabeza, los compañeros lo habían llevado donde un médico que no le cobró y le puso unas inyecciones y ya ves, Amalia, le decía, el partido me cuida, es mi familia. Pedro Flores no venía nunca a Mirones, pero Trinidad salía muchas noches a reunirse con él y Amalia estaba celosa, ¿crees que yo podría engañarte habiéndome ayudado tanto?, se reía Trinidad, te juro que voy a reuniones clandestinas con los compañeros. No te metas en política, le decía Amalia, la próxima vez te matarán. Dejó de hablar de los amarillos, pero le seguían los vómitos. Muchas tardes lo encontraba tumbado en la cama, los ojos hundidos y sin ganas de comer. Una noche que había salido a una reunión, vino don Atanasio y le dijo a Amalia ven y la llevó hasta la esquina. Ahí estaba Trinidad, solito, sentado en la vereda, fumando. Amalia lo estuvo espiando y cuando Trinidad regresó al callejón ¿cómo te fue? y él bien, discutimos mucho. Ella pensó: otra mujer. ¿Pero entonces por qué estaba tan cariñoso? La primera semana de trabajo esperó a Amalia con su sobre sin abrir, vamos a comprarle algo a la señora Rosario para que se le pase el enojo, le escogieron un perfumito, y después ¿qué quieres que te compre a ti, amorcito? Mejor paga el alquiler, le dijo Amalia, pero él quería gastarse esa plata en ella, amorcito. Amalita por su mamá, y Hortensia por una señora donde había trabajado Amalia, niño, una a la que quería mucho y que también se murió: claro que después de lo que hiciste tienes que salir de aquí, infeliz, dijo don Fermín. Fuiste mi salvación, le decía Trinidad, dime qué quieres. Y entonces Amalia vamos al cine. Vieron una de Libertad Lamarque, triste, la historia se parecía a la de ellos, Amalia salió suspirando y Trinidad tienes muchos sentimientos, amorcito, vales mucho. Se estuvieron bromeando y otra vez se acordó del hijo y le tocaba la barriga, qué gordito. La señora Rosario se echó a llorar por el perfumito y le dijo a Trinidad no sabías lo que hacías, abrázame. Al otro domingo Trinidad vamos a ver a tu tía, se amistaría con Amalia cuando supiera lo del hijo. Fueron a Limoncillo y Trinidad entró primero y después salió la tía con los brazos abiertos a llamar a Amalia. Se quedaron a comer con ella y Amalia pensaba se fue la mala, todo se arregló. Se sentía muy pesada ya, Gertrudis Lama y otras compañeras del laboratorio le habían hecho ropitas para el hijo.

El día que desapareció Trinidad, Amalia había ido con Gertrudis donde el médico. Volvió a Mirones tarde y Trinidad no estaba, amaneció y no llegaba, y a eso de las diez de la mañana paró un taxi en el callejón y bajó un tipo que preguntó por Amalia: quiero hablarle a solas, era Pedro Flores. La hizo subir al taxi y ella qué le ha pasado a mi marido, y él está preso. Usted tiene la culpa, gritó Amalia, y él la miró como si estuviera loca, usted lo invencionó que se metiera en política, y Pedro Flores ¿yo, en política? él no se había metido ni se metería nunca en política porque odiaba la política, señora, y más bien el loco de Trinidad lo había podido meter anoche en un gran lío. Y le contó: volvían de una fiestecita en Barranco y al pasar por la Embajada de Colombia Trinidad para un ratito, tengo que bajar, Pedro Flores creyó que iba a orinar, pero bajó del taxi y comenzó a gritar amarillos, viva el Apra, Víctor Raúl, y cuando él arrancó asustado vio que a Trinidad le llovían cachacos. Usted tiene la culpa, lloraba Amalia, el Apra tiene la culpa, le van a pegar. Qué le pasaba, de qué habla: ni Pedro Flores era aprista ni Trinidad había sido nunca aprista, lo sé de sobra porque somos primos, se habían criado juntos en la Victoria, nacimos en la misma casa, señora. Mentira, él nació en Pacasmayo, lloriqueaba Amalia, y Pedro Flores quién le hizo creer ese cuento. Y le juró: nació en Lima y nunca salió de aquí y nunca se metió en política, sólo que una vez lo llevaron preso por equivocación o quién sabe por qué cuando la revolución de Odría, y cuando salió de la cárcel le dio la chifladura de hacerse pasar por norteño y por aprista. Que fuera a la Prefectura, dígales que estaba borracho y que anda medio zafado, se lo soltarán. La dejó en el callejón y la señora Rosario la acompañó a Miraflores a llorarle a don Fermín. En la Prefectura no está, dijo don Fermín después de telefonear, que volviera mañana, iba a averiguar. Pero a la mañana siguiente entró un muchachito al callejón: Trinidad López estaba en el San Juan de Dios, señora. En el Hospital, a Amalia y a la señora Rosario las mandaban de una sala a otra, hasta que una Madre viejita, con barbita de hombre, ah sí, y comenzó a darle consejas a Amalia. Tenía que resignarse, Dios se llevó a tu marido, y mientras Amalia lloraba a la señora Rosario le contaron que lo habían encontrado esa madrugada en la puerta del Hospital, que se había muerto de derrame cerebral.

Casi no lloró a Trinidad porque al día siguiente del entierro su tía y la señora Rosario tuvieron que llevarla a la Maternidad, los dolores seguiditos ya, y esa madrugada nació muerto el hijo de Trinidad. Estuvo en la Maternidad cinco días, compartiendo una cama con una negra que había dado luz a mellizos y que le buscaba conversación todo el tiempo. Ella le contestaba sí, bueno, no. La señora Rosario y su tía venían a verla a diario y le traían de comer. No sentía dolor ni pena, sólo cansancio, comía sin ganas, le costaba esfuerzo hablar. Al cuarto día vino Gertrudis, por qué no diste aviso, el ingeniero Carrillo podía creer que había abandonado el trabajo, menos mal que tienes vara con don Fermín. Que el ingeniero creyera lo que quisiera, pensaba Amalia. Al salir de la Maternidad fue al cementerio a llevarle unos cartuchos a Trinidad. En la tumba estaba todavía la estampita que le había puesto la señora Rosario y las letras que su primo Pedro Flores había dibujado en el yeso con un palito. Se sentía débil, vacía, aburrida, si alguna vez tenía plata compraría una lápida y haré grabar Trinidad López con letras doradas. Se puso a hablarle despacito, por qué te fuiste ahora que todo se estaba arreglando, a reñirlo, por qué me hiciste creer tanta mentira, a contarle, me llevaron a la Maternidad, su hijo se había muerto, ojalá lo hayas conocido allá. Volvió a Mirones acordándose de ese saco azul que Trinidad decía es mi elegancia y de cómo ella le cosía tan mal los botones que se volvían a caer. El cuartito estaba con candado, el dueño había venido con un mercachifle y vendió todo lo que encontró, déjenle algo de su marido de recuerdo, le había rogado la señora Rosario, pero no quisieron y Amalia qué más me da. Su tía había tomado pensionistas en la casita de Limoncillo y no tenía lugar, pero la señora Rosario le hizo sitio en uno de sus dos cuartos, y Santiago ¿en qué lío te metiste, por qué tuviste que salir pitando de Pucallpa? A la semana se presentó en Mirones Gertrudis Lama, por qué no había vuelto al laboratorio, hasta cuándo crees que te esperarán. Pero Amalia no volvería al laboratorio nunca más. ¿Y qué iba a hacer, entonces? Nada, quedarse aquí hasta que me boten, y la señora Rosario tonta, nunca te voy a botar. ¿Y por qué no quería volver al laboratorio? No sabía, pero no volvería, y lo decía con tanta cólera que Gertrudis Lama no preguntó más. Un lío terrible, había tenido que esconderse por un asunto de un camión, niño, no quería ni acordarse. La señora Rosario la obligaba a comer, la aconsejaba, trataba de hacerla olvidar. Amalia dormía entre la Celeste y la Jesús, y la menor de las hijas de la señora Rosario se quejaba de que hablara con Trinidad y con su hijo a oscuras. Ayudaba a la señora Rosario a lavar la ropa en una batea, a tenderla en los cordeles, a calentar las planchas de carbón. Lo hacía sin darse cuenta, la mente en blanco, las manos flojas. Anochecía, amanecía, atardecía, venía a visitarla Gertrudis, venía su tía, ella las escuchaba y les decía sí a todo y les agradecía los regalitos que le traían. ¿Siempre andas pensando en Trinidad?, le preguntaba a diario la señora Rosario, y ella sí, también en su hijito. Te pareces a Trinidad, le decía la señora Rosario, bajas la cabeza, no luchas, que se olvidara de su desgracia, eres joven, podía rehacer su vida. Amalia no salía de Mirones, andaba puro remiendo, se lavaba y peinaba rara vez, un día al mirarse en un espejito pensó si Trinidad te viera ya no te querría. En la noche, cuando don Atanasio regresaba, ella se metía a su cuarto a conversar con él. Vivía en un cuartito de techo tan bajo que Amalia no podía estar de pie, y había en el suelo un colchón despanzurrado y mil cachivaches. Mientras conversaban, don Atanasio sacaba su botellita y tomaba. ¿Creía que los soplones le habían pegado a Trinidad, don Atanasio, que cuando vieron que se les moría lo habían dejado en la puerta del San Juan de Dios? A veces, don Atanasio sí, eso pasaría, y otras no, lo soltarían y él se sentiría mal y se iría solito al Hospital, y otras qué te importa ya, ya se había muerto, piensa en ti, olvídate de él.

Other books

No One Needs to Know by Kevin O'Brien
Habits of the House by Fay Weldon
Turtle Valley by Gail Anderson-Dargatz
My Second Death by Lydia Cooper
Pets: Bach's Story by Darla Phelps