Conversación en La Catedral (68 page)

Read Conversación en La Catedral Online

Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: Conversación en La Catedral
10.83Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Ahora no te lo pido por ti, sino por mí —don Fermín se inclinó, le puso la mano en el brazo —. Arreglaremos un horario que te permita estudiar y ganarás más que en
La Crónica
. Ya es hora de que te pongas al corriente de todo. En cualquier momento yo me muero y entonces tú y el Chispas tendrán que sacar adelante la oficina. Tu padre te necesita, Santiago.

No estaba enfurecido, ni esperanzado ni ansioso como otras veces, Zavalita. Estaba deprimido, piensa, repetía las frases de siempre por rutina o terquedad, como quien juega las últimas reservas en una sola mano sabiendo que también ahora va a perder. Tenía un brillo descorazonado en los ojos y las manos unidas sobre la manta.

—Sólo te serviría de estorbo en la oficina, papá —dijo Santiago —. Sería un verdadero problema para ti y para el Chispas. Sentiría que me están pagando un sueldo de favor. Además, no hables de morirte. Tú mismo acabas de decirme que te sientes mucho mejor.

Don Fermín estuvo cabizbajo unos segundos, luego alzó la cara y sonrió, empeñosamente: estaba bien, no quería fregarte más la paciencia con lo mismo, flaco. Piensa: sólo decirte que me darías la alegría más grande de la vida si un día entras por esa puerta y me dices renuncié al periódico, papá. Pero se calló, porque había llegado la señora Zoila, jalando un carrito con tostadas y tacitas de té. Vaya, por fin se había acabado el tele-teatro, y comenzó a hablar de Popeye y la Teté. Estaba preocupada, piensa, Popeye quería casarse el próximo año pero la Teté era una criatura, ella les aconsejaba esperen un tiempito más. La vieja de tu madre no quiere ser abuela todavía, bromeaba don Fermín. ¿Y el Chispas y su enamorada, mamá? Ah Cary estaba muy bien, encantadora, vivía en la Punta hablaba inglés. Y tan seriecita, tan formalita. Hablaban de casarse el próximo año, también.

—Menos mal que a pesar de tus locuras todavía no te ha dado por ahí —dijo cautelosamente la señora Zoila —. Supongo que tú no estarás pensando en casarte ¿no?

—Pero tendrás enamorada —dijo don Fermín —. Quién es, cuéntanos. No se lo diremos a la Teté, para que no te vuelva loco.

—No tengo, papá —dijo Santiago —. Palabra que no.

—Pues deberías, qué esperas —dijo don Fermín —. No querrás quedarte solterón, como el pobre Clodomiro.

—La Teté se casó unos meses después que yo —dice Santiago —. El Chispas, un año y pico después.

Ya sabía que vendría, pensó Queta. Pero le pareció increíble que se hubiera atrevido. Era medianoche pasada, no se podía dar un paso, Malvina estaba borracha y Robertito sudaba. Borrosas en la medialuz envenenada de humo y chachachá, las parejas oscilaban en el sitio. De rato en rato, Queta distinguía en distintos puntos del Bar o en el saloncito o en los cuartos de arriba los disforzados chillidos de Malvina. Él seguía en la puerta; grande y asustado, con su flamante terno marrón a rayas y su corbata roja, los ojos yendo y viniendo. Buscándote, pensó Queta, divertida.

—La señora no permite negros —dijo Martha, a su lado —. Sácalo, Robertito.

—Es el matón de Bermúdez —dijo Robertito —. Voy a ver. La señora dirá.

—Sácalo sea quien sea —dijo Martha —. Esto se va a desprestigiar. Sácalo.

El muchachito con una sombra de bigote y chaleco de fantasía que la había sacado a bailar tres veces seguidas sin dirigirle la palabra, volvió a acercarse a Queta y articuló con angustia ¿subimos? Sí, dame para el cuarto y anda subiendo, era el doce, ella iría a pedir la llave. Se abrió paso entre la gente que bailaba, llegó frente al sambo y vio sus ojos: ígneos, asustados. ¿Qué quería, quién lo había mandado aquí? Apartó la vista, volvió a mirarla y oyó apenas buenas noches.

—La señora Hortensia —susurró él, con voz avergonzada, desviando los ojos —. Que ha estado esperando que la llamara.

—He estado ocupada —no te mandó, no sabía mentir, viniste por mí —. Dile que la llamaré mañana.

Dio media vuelta, subió, y, mientras le pedía la llave del doce a Ivonne, pensaba se irá pero va a volver. La esperaría en la calle, un día la seguiría, por fin se atrevería y se le acercaría temblando. Bajó media hora después y lo vio sentado en el Bar, de espaldas a las parejas del salón. Bebía mirando las siluetas de senos protuberantes que Robertito había dibujado con tizas de colores en las paredes; sus ojos blancos revoloteaban en la penumbra, brillantes e intimidados y las uñas de la mano que aferraba el vaso de cerveza parecían fosforescentes. Se atrevió, pensó Queta. No se sintió sorprendida, no le importó. Pero sí a Martha, que estaba bailando y gruñó ¿viste? al pasar Queta a su lado, ahora se permitían negros aquí. Despidió en la entrada al muchachito del chaleco, volvió al Bar y Robertito le servía al sambo otra cerveza. Quedaban muchos hombres sin pareja, arrinconados y de pie, mirando, y ya no se oía a Malvina. Cruzó la pista, una mano la pellizcó en la cadera y ella sonrió sin detenerse, pero antes de llegar al mostrador se le interpuso una cara hinchada de ojos añejos y cejas hirsutas: ven a bailar.

—La señorita está conmigo, don —musitó la voz ahogada del sambo; estaba junto a la lámpara y la pantalla de luceros verdes le daba en el hombro.

—Me acerqué primero —vaciló el otro, considerando el largo cuerpo inmóvil —. Pero está bien, no peleemos.

—No estoy con éste sino contigo —dijo Queta, tomando de la mano al hombre —. Ven; vamos a bailar.

Lo jaló a la pista, riéndose por adentro, pensando ¿cuántas cervezas para atreverse?, pensando te voy a enseñar, ya vas a ver, ya verás. Bailaba y sentía a su pareja tropezando, incapaz de seguir la música, y veía los ojos añejos espiando descontrolados al sambo que, siempre de pie, miraba ahora parsimoniosamente las figuras de la pared y la gente de los rincones. Terminó la pieza y el hombre quiso retirarse. ¿No le tendría miedo al morenito, no?, podían bailar otra. Suelta, se había hecho tarde, tenía que irse. Queta se rió, lo soltó, fue a sentarse a una de las banquetas del Bar y un instante después el sambo estaba a su lado. Sin mirarlo, adivinó su cara descompuesta por la confusión, sus gruesos labios abriéndose.

—¿Ya me llegó mi turno? —dijo, espesamente —. ¿Ya se podría bailar?

Lo miró a los ojos, seria, y lo vio bajar la cabeza en el acto.

—¿Y qué pasa si se lo cuento a Cayo Mierda? —dijo Queta.

—No está —balbuceó él, sin alzar la frente, sin moverse —. Se ha ido de gira al Sur.

—¿Y qué pasa si cuando vuelva le digo que viniste y quisiste meterte conmigo? —insistió Queta, con paciencia.

—No sé —dijo el sambo, suavemente —. A lo mejor nada. O me botará. O me hará meter preso o peores cosas.

Levantó un segundo la vista, como rogándome si quiere escúpame pero no le cuente pensó Queta, y la desvió. ¿Era mentira entonces que la loca lo hubiera mandado con ese encargo?

—Era verdad —dijo el sambo; dudó un momento y añadió, todavía cabizbajo —. Pero no me mandó que me quedara.

Queta se echó a reír y el sambo alzó la vista: ígneos, blancos, esperanzados, asustados. Robertito se había acercado e interrogó mudamente a Queta frunciendo los labios; ella le indicó con un gesto que estaba bien.

—Si quieres conversar conmigo tienes que pedir algo —dijo, y ordenó —: Para mí vermouth.

—Tráigale un vermouth a la señorita —repitió el sambo —. Para mí, lo mismo de antes.

Queta vio la media sonrisa irónica de Robertito al alejarse, y descubrió a Martha, al fondo de la pista, mirándola indignada por sobre el hombro de su pareja, y vio las pupilas excitadas y censoras de los solitarios de los rincones, clavadas en ella y el sambo. Robertito trajo la cerveza y la copita de té ralo y al irse le guiñó un ojo como diciéndole te compadezco o no es culpa mía.

—Yo me doy cuenta —murmuró el sambo —. Usted no me tiene ninguna simpatía.

—No porque seas negro, a mí me importa un pito —dijo Queta —. Porque eres sirviente del asqueroso de Cayo Mierda.

—No soy sirviente de nadie —dijo el sambo, tranquilo —. Sólo soy su chofer.

—Su matón —dijo Queta —. ¿El otro que anda contigo en el auto es de la policía? ¿Tú también eres de la policía?

—Hinostroza sí es de la policía —dijo el sambo —. Yo sólo soy su chofer.

—Si quieres, puedes ir a decirle a Cayo Mierda que yo digo que es un asqueroso —sonrió Queta.

—No le gustaría —dijo él, lentamente, con respetuoso humor —. Don Cayo es muy orgulloso. No se lo diré, usted tampoco le dice que vine y así quedamos empatados.

Queta lanzó una carcajada: ígneos, blancos, codicioso, alentados pero todavía inseguros y miedosos. ¿Cómo se llamaba? Ambrosio Pardo y sabía que ella se llamaba Queta.

—¿Cierto que Cayo Mierda y la vieja Ivonne son ahora socios? —dijo Queta —. ¿Que tu patrón es ahora también el dueño de esto?

—Qué voy a saber yo —murmuró él; e insistió, con suave firmeza —. No es mi patrón, es mi jefe.

Queta bebió un trago de té frío, hizo una mueca de disgusto, rápidamente vació la copa al suelo, cogió el vaso de cerveza, y mientras los ojos de Ambrosio giraban hacia ella sorprendidos, bebió un corto trago.

—Te voy a decir una cosa —dijo Queta —. Me cago en tu patrón. No le tengo miedo. Me cago en Cayo Mierda.

—Ni que estuviera con diarrea —se atrevió a susurrar él —. Mejor no hablemos de don Cayo, la conversación se está poniendo peligrosa.

—¿Te has acostado con la loca de Hortensia? —dijo Queta y vio el terror aflorando violentamente a los ojos del sambo.

—Cómo se le ocurre —balbuceó, estupefacto —. No repita eso ni en broma.

—¿Y cómo te atreves a querer acostarte conmigo entonces? —dijo Queta, buscándole los ojos.

—Porque usted —balbuceó Ambrosio, y la voz se le cortó; bajó la cabeza, confuso —. ¿Quiere otro vermouth?

—¿Cuántas cervezas te has tomado para atreverte? —dijo Queta, divertida.

—Muchas, ya perdí la cuenta —Queta lo oyó sonreír, hablar con voz más íntima —. No sólo cervezas, hasta capitanes. Vine anoche también, pero no entré. Hoy sí porque la señora me dio ese encargo.

—Está bien —dijo Queta —. Pídeme otro vermouth y te vas. Mejor no vuelvas.

Ambrosio revolvió los ojos hacia Robertito: otro vermouth, don. Queta vio a Robertito conteniendo la risa, y a lo lejos, las caras de Ivonne y Malvina mirándola intrigadas.

—Los negros son buenos bailarines, espero que tú también —dijo Queta —. Por una vez en tu vida date el gusto de bailar conmigo.

Él la ayudó a bajar de la banqueta. La miraba ahora a los ojos con una gratitud canina y casi llorona. La enlazó apenas y no trató de pegarse. No, no sabía bailar, o no podía, se movía apenas y sin ritmo. Queta sentía las educadas puntas de sus dedos en la espalda, su brazo que la sujetaba con temeroso cuidado.

—No te me pegues tanto —bromeó, divertida —. Baila como la gente.

Pero él no entendió y en vez de acercársele se separó todavía unos milímetros, murmurando algo. Qué cobarde es, pensó Queta, casi conmovida. — Mientras ella giraba, canturreaba, movía las manos en el aire y cambiaba de paso, él, meciéndose sin gracia en el sitio, tenía una expresión tan chistosa como las de las caretas de Carnaval que Robertito había colgado en el techo. Volvieron al Bar y ella pidió otro vermouth.

—Has hecho una estupidez viniendo —dijo Queta, amablemente —. Ivonne o Robertito o alguien se lo contará a Cayo Mierda y a lo mejor te metes en un lío.

—¿Cree que? —susurró él, mirando alrededor, con una mueca estúpida. El idiota hizo todo los cálculos menos ése, pensó Queta, le malograste la noche.

—Seguro que sí —dijo —. ¿No ves que todos le tiemblan igual que tú? ¿No ves que parece que ahora es el socio de Ivonne? ¿Eres tan tonto que no se te ocurrió?

—Quisiera subir con usted —tartamudeó él: ígneos, rutilando en la cara plomiza, sobre la ancha nariz de ventanillas muy abiertas, los labios separados, los dientes blanquísimos brillando, la voz traspasada de susto —. ¿Se podría? —Y asustándose aún más —. ¿Cuánto costaría?

—Tendrías que trabajar meses para acostarte conmigo —sonrió Queta y lo miró con compasión.

—Aunque tuviera —insistió él —. Aunque fuera una vez. ¿Se podría?

—Se podría por quinientos soles —dijo Queta, examinándolo, haciéndole bajar los ojos, sonriendo. Más el cuarto que es cincuenta. Ya ves, no está al alcance de tu bolsillo.

Las bolas blancas de los ojos giraron un segundo, los labios se soldaron, abrumados. Pero la manaza se elevó y señaló lastimeramente a Robertito, que estaba al otro extremo del mostrador: ése había dicho que la tarifa era doscientos.

—La de las otras, yo tengo mi propia tarifa —dijo Queta —. Pero si tienes doscientos puedes subir con cualquiera de ésas. Menos Martha, la de amarillo. No le gustan los negros. Bueno, paga la cuenta y anda vete.

Lo vio sacar unos billetes de la cartera, pagarle a Robertito y guardarse el vuelto con una cara compungida y meditabunda.

—Dile a la loca que la voy a llamar —dijo Queta, amistosamente —. Anda, acuéstate con una de ésas, cobran doscientos. No tengas miedo, hablaré con Ivonne y no le dirá nada a Cayo Mierda.

—No quiero acostarme con ninguna de ésas —murmuró él —. Prefiero irme.

Lo acompañó hasta el jardincito de la entrada y allí él se paró de golpe, giró y, a la luz rojiza del farol, Queta lo vio vacilar, alzar y bajar y alzar los ojos, luchar con su lengua hasta que alcanzó a balbucear: le quedaban doscientos soles todavía.

—Si te pones terco me voy a enojar —dijo Queta —. Anda vete de una vez.

—¿Por un beso? —se atragantó él, desorbitado —. ¿Se podría?

Balanceó sus largos brazos como si fuera a colgarse del árbol, metió una mano al bolsillo, trazó una circunferencia veloz y Queta vio los billetes. Los vio bajar hasta su mano y sin saber cómo ya estaban allí; arrugados y apretados entre sus propios dedos. Él echó una ojeada hacia el interior y lo vio inclinar la pesada cabeza y sintió en el cuello una adhesiva ventosa. La abrazó con furia pero no trató de besarla en la boca y, apenas la sintió resistir, se apartó.

—Está bien, valía la pena —lo oyó decir, risueño y reconocido, los dos carbones blancos danzando en las cuencas —. Alguna vez le traeré esos quinientos.

Abrió la puerta y salió y Queta quedó un momento mirando atontada los dos billetes azules que bailoteaban entre sus dedos.

Carillas borroneadas y tiradas al cesto, piensa, semanas y meses borroneados y tirados al. Ahí estaban, Zavalita: la estática redacción con sus chistes y chismes recurrentes, las conversaciones giratorias con Carlitos en el "Negro-Negro", las visitas de ladrón al mostrador de las boites. ¿Cuántas veces se habían amistado, peleado y reconciliado Carlitos y la China? ¿Cuándo las borracheras de Carlitos se habían convertido en una sola borrachera crónica? En esa gelatina de días, en esos meses malaguas, en esos años líquidos que se escurrían de la memoria, sólo un hilo delgadísimo al que asirse. Piensa: Ana. Habían salido juntos una semana después que Santiago dejó "La Maison de Santé" y vieron en el cine San Martín una película con Columba Domínguez y Pedro Armendáriz y comieron embutidos en un restaurant alemán de la Colmena; el jueves siguiente, chilí con carne en el "Cream Rica" del jilton de la Unión y una de toreros en el Excélsior. Luego todo se atomizaba y confundía, Zavalita, tés en las vecindades del Palacio de Justicia, caminatas por el Parque de la Exposición, hasta que, de pronto, en el invierno de menuda garúa y neblina pertinaz, esa anodina relación hecha de menús baratos y melodramas mexicanos y juegos de palabras había adquirido una vaga estabilidad. Ahí estaba el "Neptuno", Zavalita: el oscuro local de ritmos sonámbulos, sus parejas ominosas bailando en las tinieblas, las estrellitas fosforescentes de las paredes, su olor a trago y adulterio. Estabas preocupado por la cuenta, hacías durar el vaso avaramente, calculabas. Ahí se besaron por primera vez, empujados por la poca luz, piensa, la música y las siluetas que se manoseaban en la sombra: estoy enamorado de ti, Anita. Ahí tu sorpresa al sentir su cuerpo que se abandonaba contra el tuyo, yo también de ti Santiago, ahí la avidez juvenil de su boca y el deseo que te anegó. Se besaron largamente mientras bailaban, siguieron besándose en la mesa, y, en el taxi en que la llevaba a su casa, Ana se dejó acariciar los senos sin protestar. No hizo una broma en toda la noche, piensa. Había sido un romance desganado y semiclandestino, Zavalita. Ana se empeñaba en que fueras a almorzar a su casa y tú nunca podías, tenias un reportaje, un compromiso, la semana próxima, otro día. Una tarde los encontró Carlitos en el "Haití" de la Plaza de Armas y puso cara de asombro al verlos de la mano y a Ana recostada en el hombro de Santiago. Había sido la primera pelea, Zavalita. ¿Por qué no le habías presentado a tu familia, por qué no quieres conocer a la mía, por qué ni siquiera a tu amigo íntimo le habías contado, te avergüenza estar conmigo? Estaban en la puerta de "La Maison de Santé" y hacía frío y tú te sentías aburrido: ya sé por qué te gustan tanto los melodramas mexicanos, Anita. Ella dio media vuelta y se entró a la clínica, sin despedirse.

Other books

Eyes in the Mirror by Julia Mayer
Darkness Creeping by Neal Shusterman
Curse Of The Dark Wind (Book 6) by Charles E Yallowitz
The Late Child by Larry McMurtry
The Alaskan Rescue by Dominique Burton
Finding A Way by T.E. Black
A Future Arrived by Phillip Rock
Beautiful Salvation by Jennifer Blackstream