Conversación en La Catedral (64 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: Conversación en La Catedral
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La enfermera salió del dormitorio y susurró al pasar no hablen tan fuerte. La señora Zoila se limpió los ojos con el pañuelo y el tío Clodomiro se inclinó hacia ella, compungido y solícito. Estuvieron callados, mirándose. Luego la Teté y Popeye comenzaron de nuevo a cuchichear. Cómo habían cambiado todos, Zavalita, cómo había envejecido el tío Clodomiro. Le sonrió y su tío le devolvió una apenada sonrisa de circunstancias. Se había encogido, arrugado, casi no tenía pelo, sólo motitas blancas salpicadas por el cráneo. El Chispas era un hombre ya; en sus movimientos, en su manera de sentarse, en su voz había una seguridad adulta, una desenvoltura que parecía corporal y espiritual a la vez, y su mirada era tranquilamente resuelta. Ahí estaba, Zavalita: fuerte, bronceado, terno gris, zapatos y medias negras, los puños albos de su camisa, la corbata verde oscura con un discreto prendedor, el rectángulo del pañuelito blanco asomando en el bolsillo del saco. Y ahí la Teté, hablando en voz baja con Popeye. Tenían unidas las manos, se miraban a los ojos. Su vestido rosado, piensa, el ancho lazo que envolvía su cuello y bajaba hasta la cintura. Se notaban sus senos, la curva de la cadera comenzaba a apuntar, sus piernas eran largas y esbeltas, sus tobillos finos, sus manos blancas. Ya no eras como ellos, Zavalita, ya eras un cholo. Piensa: ya sé por qué te venía esa furia apenas me veías, mamá. No se sentía victorioso ni contento, sólo impaciente por partir. Sigilosamente la enfermera vino a decir que había terminado la hora de visitas. La señora Zoila se quedaría a dormir en la clínica, el Chispas llevó a la Teté. Popeye ofreció su auto al tío Clodomiro pero él tomaría el colectivo, lo dejaba en la puerta de su casa, no valía la pena, mil gracias.

—Tu tío siempre es así —dijo Popeye; avanzaban despacio, en la noche recién caída, hacia el centro —. Nunca quiere que lo lleve ni que lo recoja.

—No le gusta molestar ni pedir favores —dijo Santiago —. Es un tipo muy sencillo.

—Sí, buenísima gente —dijo Popeye —. Se conoce todo el Perú ¿no?

Ahí Popeye, Zavalita: pecoso, colorado, los pelos rubios erizados, la misma mirada amistosa y sana de antes. Pero más grueso, más alto, más dueño de su cuerpo y del mundo. Su camisa a cuadros, piensa, su casaca de franela con solapas y codos de cuero, su pantalón de corduroy, sus mocasines.

—Nos pegamos un susto terrible con lo de tu viejo —manejaba con una mano, con la otra sintonizaba la radio —. Fue una suerte que no le viniera en la calle.

—Hablas ya como miembro de la familia —lo interrumpió Santiago, sonriéndole —. Ni sabía que estabas con la Teté, pecoso.

—¿No te había dicho nada? —exclamó Popeye —. Hace por lo menos dos meses, flaco. Estás en la luna tú.

—Hace tiempo que no iba a la casa —dijo Santiago —. En fin, me alegro mucho por los dos.

—Me las ha hecho pasar negras tu hermana —se rió Popeye —. Desde el colegio ¿te acuerdas? El que la sigue la consigue, ya ves.

Pararon en el "Tambo" de la avenida Arequipa, pidieron dos cafés, conversaron sin bajar del automóvil. Escarbaban los recuerdos comunes, se resumieron sus vidas. Acababa de recibirse de arquitecto, piensa, había comenzado a trabajar en una empresa grande, aspiraba a formar con otros compañeros su propia compañía. ¿Y a ti, flaco, cómo te iba, qué proyectos?

—Me va bastante bien —dijo Santiago —. No tengo ningún proyecto. Sólo seguir en
La Crónica
.

—¿Cuándo te vas a recibir de leguleyo? —dijo Popeye, con una risita cautelosa —. Tú eres pintado para eso.

—Creo que nunca —dijo Santiago —. No me gusta la abogacía.

—En confianza, eso lo amarga mucho a tu viejo —dijo Popeye —. Siempre anda diciéndonos a la Teté y a mí anímenlo a que termine su carrera. Sí, me cuenta todo. Me llevo muy bien con tu viejo, flaco. Nos hemos hecho patas. Es buenísima gente.

—No tengo ganas de ser doctor —bromeó Santiago —. Todo el mundo es doctor en este país.

—Y tú siempre has querido ser diferente de todo el mundo —se rió Popeye —. Igualito que de chico, flaco. No has cambiado.

Partieron del "Tambo", pero todavía charlaron un momento en la avenida Tacna, frente al edificio lechoso de
La Crónica
, antes de que Santiago bajara. Tenían que verse un poco más, flaco, sobre todo ahora que somos medio cuñados. Popeye había querido buscarlo un montón de veces pero tú eras invisible, hermano. Les pasaría la voz a algunos del barrio que siempre preguntan por ti, flaco, y podían almorzar juntos un día de éstos. ¿No habías vuelto a ver a nadie de la promoción, flaco? Piensa: la promoción. Los cachorros que ya eran tigres y leones, Zavalita. Los ingenieros, los abogados, los gerentes. Algunos se habrían casado ya piensa, tendrían queridas ya.

—No veo a mucha gente porque llevo vida de búho, pecoso, por el diario. Me acuesto al amanecer y me levanto para ir al trabajo.

—Una vida de lo más bohemia, flaco —dijo Popeye —. Debe ser bestial ¿no? Sobre todo para un intelectual como tú.

—De qué se ríe —dice Ambrosio —. Lo que le dije de su papá lo pienso de verdad, niño.

—No es de eso —dice Santiago —. Me río de mi cara de intelectual.

Al día siguiente, encontró a don Fermín sentado en la cama, leyendo los periódicos. Estaba animado, respiraba sin dificultad, le habían vuelto los colores. Estuvo una semana en la clínica y lo había visto todos los días, pero siempre con gente. Parientes que no veía hacía años y que lo examinaban con una especie de desconfianza. La oveja negra, el que se fue de la casa, el que amargaba a Zoilita, el que tenía un puestecito en un periódico. Imposible recordar los nombres de esas tías y tíos, Zavalita, las caras de esos primos y primas; te habrías cruzado muchas veces con ellos sin reconocerlos. Era noviembre y comenzaba a hacer un poco de calor cuando la señora Zoila y el Chispas llevaron a don Fermín a Nueva York a que le hicieran un examen. Regresaron a los diez días y la familia se fue a pasar el verano a Ancón. Casi no los habías visto tres meses, Zavalita, pero hablabas con el viejo por teléfono todas las semanas. A fines de marzo volvieron a Miraflores y don Fermín se había repuesto y tenía un rostro tostado y saludable. El primer domingo que almorzó de nuevo en la casa, vio que Popeye besaba a la señora Zoila y a don Fermín. La Teté tenía permiso para ir a bailar con él, los sábados, al Grill del Bolívar. En tu cumpleaños, la Teté y el Chispas y Popeye habían ido a despertarte a la pensión, y en la casa toda la familia te esperaba con paquetes. Dos ternos, Zavalita, camisas, zapatos, unos gemelos, en un sobrecito un cheque de mil soles que gastaste con Carlitos en el bulín. ¿Qué más que valiera la pena, Zavalita, qué más que sobreviviera?

—Al principio vagando —dice Ambrosio —. Después fui chofer, y, ríase niño, hasta medio dueño de una funeraria.

Las primeras semanas en Pucallpa las había pasado mal. No tanto por la desconsolada tristeza de Ambrosio, como por las pesadillas. El cuerpo blanco, joven y bello de los tiempos de San Miguel se acercaba desde oscuridades remotas, destellando, y ella, de rodillas en su estrecho cuartito de Jesús María, comenzaba a temblar. Flotaba, crecía, se detenía en el aire rodeado de un halo dorado y ella podía ver la gran herida púrpura en el cuello de la señora y sus ojos acusadores: tú me mataste. Despertaba aterrada, se apretaba al cuerpo dormido de Ambrosio, permanecía desvelada hasta el amanecer. Otras veces la perseguían policías de uniformes verdes y oía sus silbatos, el ruido de sus zapatones: tú la mataste. No la agarraban, toda la noche estiraban sus manos hacia ella que se encogía y sudaba.

—No me hables nunca más de la señora —le había dicho Ambrosio, con cara de perro apaleado, el día que llegaron —. Te prohíbo.

Además, había sentido desconfianza desde el principio contra esta ciudad calurosa y decepcionante. Habían vivido primero en un lugar invadido por arañas y cucarachas —el hotel Pucallpa —, en las cercanías de la plaza a medio hacer, desde cuyas ventanas se divisaba el embarcadero con sus canoas, lanchas y barcazas balanceándose en las aguas sucias del río. Qué feo era todo, qué pobre era todo. Ambrosio había mirado Pucallpa con indiferencia, como si estuvieran ahí de paso, y sólo un día que ella se quejaba del ardor sofocante, había hecho un comentario vago: el calorcito se parecía al de Chincha, Amalia. Habían estado una semana en el hotel. Luego habían alquilado una cabaña con techo de paja, cerca del hospital. Alrededor había muchas funerarias, incluso una especializada en cajoncitos blancos de niño que se llamaba “Ataúdes Limbou”.

—Pobres los enfermos del hospital —había dicho Amalia —. Viendo tantas funerarias cerca, pensarán todo el tiempo que se van a morir.

—Es lo que más hay allá —dice Ambrosio —. Iglesias y funerarias. Uno se marea entre tantas religiones como hay en Pucallpa, niño.

También la Morgue estaba frente al hospital, a pocos pasos de la cabaña. Amalia había sentido un estremecimiento el primer día, al ver la lóbrega construcción de cemento con su cresta de gallinazos en el techo. La cabaña era grande y tenía atrás un terrenito cubierto de maleza. Pueden sembrar algo, les había dicho Alandro Pozo, el dueño, el día que se mudaron, hacerse una huertita. El piso de los cuatro cuartos era de tierra y las paredes estaban descoloridas. No tenían ni un colchón, ¿dónde iban a dormir? Sobre todo Amalita Hortensia, la picarían los animales. Ambrosio se había tocado el fundillo: comprarían lo que hiciera falta. Esa misma tarde habían ido al centro y comprado un catre, un colchón, una cunita, ollas, platos, un primus, unas cortinitas, y Amalia, al ver que Ambrosio seguía escogiendo cosas, se había alarmado: ya no más, se te va a acabar la plata. Pero él, sin contestarle, había seguido ordenando al encantado vendedor de los "Almacenes Wong" eso más, esto otro, el hule.

—¿De dónde sacaste tanta plata? —le había preguntado Amalia esa noche.

—Todos esos años había estado ahorrando —dice Ambrosio —. Para instalarme y trabajar por mí cuenta, niño.

—Entonces deberías estar contento —había dicho Amalia —. Pero no estás. Te pesa haberte venido de Lima.

—Ya no tendré jefe, ahora yo mismo seré mi jefe —había dicho Ambrosio —. Claro que estoy contento, tonta.

Mentira, sólo había empezado a estar contento después. Esas primeras semanas en Pucallpa se las había pasado muy serio, casi sin hablar, la cara apenadísima. Pero, a pesar de eso, se había portado bien con ella y Amalita Hortensia desde el primer momento. Al día siguiente de llegar, había salido solo del hotel y vuelto con un paquete. ¿Qué era? Ropa para las dos Amalias. El vestido de ella era enorme, pero Ambrosio ni había sonreído al verla perdida dentro de esa túnica floreada que se le chorreaba en los hombros y le besaba los tobillos. Había ido a la "Empresa Morales de Transportes, S. A.”, recién llegado a Pucallpa, pero don Hilario estaba en Tingo María y sólo regresaría diez días después. ¿Qué harían mientras tanto, Ambrosio? Buscarían casa, y, hasta que llegara la hora de ponerse a sudar, se divertirían un poco, Amalia. No se habían divertido mucho, ella por las pesadillas y él porque extrañaría Lima, aunque habían tratado, gastando un montón de plata. Habían ido a ver a los indios shipibos, se habían dado atracones de arroz chaufa, camarones arrebosados y wantán frito en los chifas de la calle Comercio, habían paseado en bote por el Ucayali, hecho una excursión a Yarinacocha, y varias noches se habían metido al cine Pucallpa. Las películas se caían de viejas, y a veces Amalita Hortensia soltaba el llanto en la oscuridad y la gente gritaba sáquenla. Pásamela, decía Ambrosio, y la hacía callar dándole a chupar su dedo.

Poco a poco se había ido Amalia acostumbrando, poco a poco la cara de Ambrosio alegrando. Habían trabajado duro en la cabaña. Ambrosio había comprado pintura y blanqueado la fachada y las paredes, y ella raspado las inmundicias del suelo. En las mañanas habían ido al Mercadito, juntos, a hacer las compras de la comida, y aprendido a diferenciar los locales de las iglesias que cruzaban: Bautista, Adventistas del Séptimo Día, Católica, Evangelista, Pentecostal. Habían empezado a conversar de nuevo: estabas tan raro, a veces se me ocurre que otro Ambrosio se metió en tu cuerpo, que el verdadero se quedó en Lima. ¿Pero por qué, Amalia? Por su tristeza, su cara reconcentrada y sus miradas que de repente se apagaban y desviaban como las de un animal. Estabas loca, Amalia, el que se había quedado en Lima era, más bien, el falso Ambrosio. Aquí se sentía bien, contento con este sol, Amalia, el cielo nublado de allá le bajaba la moral. Ojalá fuera verdad, Ambrosio. En las noches, como habían visto hacer a la gente del lugar, ellos también habían salido a sentarse a la calle, a tomar el fresco que subía del río, a conversar, arrullados por los sapos y los grillos agazapados en la yerba. Una mañana, Ambrosio había entrado con un paraguas: ahí estaba, para que Amalia no requintara más contra el sol. Así sólo le faltaría salir a la calle con ruleros para que parezcas una montañesa, Amalia. Las pesadillas se habían ido espaciando, desapareciendo, y también el miedo que sentía cada vez que veía un policía. El remedio había sido estar todo el tiempo ocupada, cocinando, lavándole la ropa a Ambrosio, atendiendo a Amalita Hortensia, mientras él trataba de convertir el descampado en huerta. Sin zapatos, desde muy temprano, Ambrosio se había pasado las horas desyerbando, pero la yerba reaparecía veloz y más robusta que antes. Frente a la suya, había una cabaña pintada de blanco y azul, con una huerta repleta de frutales. Una mañana Amalia había ido a pedirle consejo a la vecina y la señora Lupe, compañera de uno que tenía una chacrita aguas arriba y que aparecía rara vez, la había recibido con cariño. Claro que la ayudaría en lo que fuera. Había sido la primera y la mejor amiga que tuvieron en Pucallpa, niño. Doña Lupe le había enseñado a Ambrosio a desbrozar y a ir sembrando al mismo tiempo, aquí camotes, aquí yucas, aquí papas. Les había regalado semillas y a Amalia le había enseñado a hacer el revuelto de plátanos fritos con arroz, yuca y pescado que comía todo el mundo en Pucallpa.

II

—¿Cómo que se casó por accidente, niño? —se ríe Ambrosio —. ¿Quiere decir que lo obligaron?

Había comenzado en una de esas noches blancas y estúpidas, que, por una especie de milagro, se transformó en fiesta. Norwin había llamado a
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diciendo que los esperaba en El Patio, y, al terminar el trabajo, Santiago y Carlitos se habían ido a reunir con él. Norwin quería ir al bulín, Carlitos al Pingüino, tiraron cara o sello y Carlitos ganó. ¿Era alguna fiesta de guardar? La boite estaba tristona y sin clientes. Pedrito Aguirre se sentó con ellos y convidó cervezas. Al terminar el segundo show partieron los últimos clientes, y entonces, súbita, inesperadamente, las muchachas del show y los muchachos de la orquesta y los empleados del bar acabaron reunidos en una ronda de mesas risueñas. Habían empezado con chistes, brindis, anécdotas y rajes, y de repente la vida parecía contenta, achispada, espontánea y simpática. Bebían, cantaban; empezaron a bailar, y al lado de Santiago, la China y Carlitos, mudos y apretados, se miraban a los ojos como si acabaran de descubrir el amor. A las tres de la mañana seguían allí, bebidos y queriéndose, generosos y locuaces, y Santiago se sentía enamorado de Ada Rosa. Ahí estaba, Zavalita: bajita, culoncita, morenita. Sus piernas chuecas, piensa, su diente de oro, su mal aliento, sus lisuras.

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