Conversación en La Catedral (62 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: Conversación en La Catedral
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—Me parece la medida más inteligente —dijo el general Alvarado —. Bacocorzo y López Landa, de la Coalición, han vuelto a verme, mi General. Sugieren un gabinete militar. Saldría Bermúdez y el gobierno no daría la impresión de ceder. Podría ser una solución ¿no, mi General?

—El general Alvarado se ha portado muy bien, Fermín —dijo el senador Landa.

—El país está cansado de los abusos de Bermúdez, general Llerena —dijo el senador Arévalo —: Lo de Arequipa es sólo una muestra de lo que podría ocurrir en todo el Perú si no nos libramos de ese sujeto. Ésta es la oportunidad de que el Ejército se gane la simpatía de la nación, General.

—Lo de Arequipa no me asusta en absoluto, doctor Lora —dijo el doctor Arbeláez —. Al contrario, nos sacamos la lotería. Bermúdez ya huele a cadáver.

—¿Sacarlo del Ministerio? —dijo el doctor Lora —. El Presidente no lo hará jamás, Arbeláez, Bermúdez es su niño mimado. Preferirá que el Ejército entre a sangre y fuego en Arequipa.

—El Presidente no es muy vivo pero tampoco muy tonto —dijo el doctor Arbeláez —. Se lo explicaremos y entenderá. El odio al régimen se ha concentrado en Bermúdez. Les tira ese hueso y los perros se aplacarán.

—Si el Ejército no interviene, no puedo continuar en la ciudad, don Cayo —dijo el Prefecto —. La Prefectura está protegida apenas por una veintena de guardias.

—Si usted se mueve de Arequipa, queda destituido —dijo Bermúdez —. Controle sus nervios. El general Llerena dará la orden de un momento a otro.

—Estoy acorralado aquí, don Cayo —dijo Molina —. Estamos oyendo la manifestación de la Plaza de Armas. Pueden atacar el puesto. ¿Por qué no sale la tropa, don Cayo?

—Mire, Paredes, el Ejército no va a enlodarse para salvarle el Ministerio a Bermúdez —dijo el general Llerena —. No, de ninguna manera. Eso sí, hay que poner fin a esta situación. Los jefes militares y un grupo de senadores del régimen vamos a proponerle al Presidente la formación de un gabinete militar.

—Es la manera más sencilla de liquidar a Bermúdez sin que el gobierno parezca derrotado por los arequipeños —dijo el doctor Arbeláez —. Renuncia de los ministros civiles, gabinete militar y asunto resuelto, General.

—¿Qué es lo que pasa? —dijo Cayo Bermúdez —. He esperado cuatro horas y el Presidente no me recibe. ¿Qué significa esto, Paredes?

—El Ejército sale inmaculado con esta solución, general Llerena —dijo el senador Arévalo —. Y usted gana un enorme capital político. Los que lo apreciamos nos sentimos muy contentos, General.

—Tú puedes entrar a Palacio sin que te paren los edecanes —dijo Cayo Bermúdez —. Anda, corre Paredes. Explícale al Presidente que hay una conspiración de alto nivel, que a estas alturas todo depende de él. Que haga entender las cosas a Llerena. No confío en nadie ya. Hasta Lozano y Alcibíades se han vendido.

—Nada de detenciones ni de locuras, Molina —dijo Lozano —. Usted se mantiene ahí en el puesto con la gente, y no mete bala si no es de vida o muerte.

—No entiendo, señor Lozano —dijo Molina —. Usted me ordena una cosa y el Ministro de Gobierno otra.

—Olvídese de las órdenes de don Cayo —dijo Lozano —. Está en cuarentena y no creo que dure mucho de Ministro. ¿Qué hay de los heridos?

—En el Hospital los más graves, señor Lozano —dijo Molina —. Unos veinte, más o menos.

—¿Enterraron a los dos tipos de Arévalo? —dijo Lozano.

—Con la mayor discreción, como ordenó don Cayo —dijo Molina —. Otros dos se regresaron a Ica. Sólo queda uno en el hospital. Un tal Téllez.

—Sáquelo cuanto antes de Arequipa —dijo Lozano —. Y lo mismo al par que yo le mandé. Esa gente no debe continuar ahí.

—Hipólito ya se fue, a pesar de mis órdenes —dijo Molina —. Pero Pantoja está en la clínica, grave. No podrá moverse durante algún tiempo, señor.

—Ah, ya entiendo —dijo Cayo Bermúdez —. Bueno, en las circunstancias actuales lo comprendo muy bien. Es una solución, sí, de acuerdo. ¿Dónde firmo?

—No pareces muy triste, Cayo —dijo el comandante Paredes —. Lo siento mucho pero no te pude apoyar. En cuestiones políticas, la amistad a veces hay que ponerla de lado.

—No me des explicaciones, yo entiendo de sobra —dijo Cayo Bermúdez —. Además, hace tiempo que quería largarme, tú lo sabes. Sí, salgo mañana temprano, en avión.

—No sé cómo voy a sentirme de Ministro de Gobierno —dijo el comandante Paredes —. Lástima que no te quedes aquí para darme consejos, con la experiencia que tienes.

—Te voy a dar un buen consejo —sonrió Cayo Bermúdez —. No te fíes ni de tu madre.

—Los errores se pagan muy caros en política —dijo el comandante Paredes —. Es como en la guerra, Cayo.

—Es verdad —dijo Cayo Bermúdez —. No quiero que se sepa que viajo mañana. Guárdame el secreto, por favor.

—Te tenemos un taxi que te llevará hasta Camaná, allá puedes descansar un par de días antes de continuar a Ica, si quieres —dijo Molina —. Y mejor ni abras la boca sobre lo que te pasó en Arequipa.

—Está bien —dijo Téllez —. Yo Feliz de salir de acá cuanto antes.

—¿Y qué pasa conmigo? —dijo Ludovico —. ¿Cuándo me despachan a mí?

—Apenas puedas pararte —dijo Molina —. No te asustes, ya no hay de qué. Don Cayo ya salió del gobierno, y la huelga va a terminar.

—No me guarde usted rencor, don Cayo —dijo el doctor Alcibíades —. Las presiones eran muy fuertes. No me dieron chance para actuar de otro modo.

—Claro que sí, doctorcito —dijo Cayo Bermúdez —. No le guardo rencor. Al contrario, estoy admirado de lo hábil que ha sido. Llévese bien con mi sucesor, el comandante Paredes. Lo va a nombrar a usted Director de Gobierno. Me preguntó mi opinión y le dije tiene pasta para el cargo.

—Aquí estaré siempre para servirlo, don Cayo —dijo el doctor Alcibíades —. Aquí tiene sus pasajes, su pasaporte. Todo en orden. Y por si no lo veo, que tenga buen viaje, don Cayo.

—Entra hermano, te tengo grandes noticias —dijo Ludovico —. Adivina, Ambrosio.

—No fue para robarle, Ludovico —dijo Ambrosio —. No, tampoco por eso. No me preguntes por qué lo hice, hermano, no te lo voy a decir. ¿Me vas a ayudar?

—¡Me metieron al escalafón! —dijo Ludovico —. Anda volando a comprar una botella de algo y tráetela a escondidas, Ambrosio.

—No, él no me mandó, él ni sabía —dijo Ambrosio —. Conténtate con eso, yo la maté. Se me ocurrió a mí solito, sí. Él le iba a dar la plata para que se largara a México, él se iba a dejar sangrar toda la vida por esa mujer. ¿Me vas a ayudar?

—Oficial de Tercera, Ambrosio, División de Homicidios —dijo Ludovico —. ¿Y sabes quién vino a darme el notición, hermano?

—Sí, por hacerle un bien a él, para salvarlo a él —dijo Ambrosio —. Para demostrarle mi agradecimiento, sí. Ahora quiere que me vaya. No, no es ingratitud, no es maldad. Es por su familia, no quiere que esto lo manche. Él es buena gente. Que tu amigo Ludovico te aconseje y yo le doy una gratificación, dice, ¿ves? ¿Me vas a ayudar?

—El señor Lozano en persona, imagínate —dijo Ludovico —. De repente se me apareció en el cuarto y yo pasmado, Ambrosio, ya te figuras.

—Él te regala diez mil, y yo diez mil, de mis ahorros —dijo Ambrosio —. Sí, está bien, me iré de Lima y nunca más te daré cara, Ludovico. Está bien, me llevo a Amalia también. No volveremos a pisar esta ciudad, hermano, de acuerdo.

—El sueldo es dos mil ochocientos, pero el señor Lozano va a hacer que reconozcan mi antigüedad en el cuerpo —dijo Ludovico —. Hasta tendré mis bonificaciones, Ambrosio.

—¿A Pucallpa? —dijo Ambrosio —. ¿Pero qué voy a hacer allá, Ludovico?

—Ya sé que Hipólito se portó muy mal —dijo el señor Lozano —. Vamos a darle un puestecito para que se pudra en vida.

—¿Y sabes dónde lo van a mandar? —se rió Ludovico —. ¡A Celendín!

—Pero quiere decir que también a Hipólito lo van a meter al escalafón —dijo Ambrosio.

—Y qué importa, si tiene que vivir en Celendín —dijo Ludovico —. Ah, hermano, estoy tan contento. Y te lo debo a ti también, Ambrosio. Si no hubiera pasado a trabajar con don Cayo, seguiría de cachuelero. Es algo que te estoy debiendo, hermano.

—Con la alegría te has curado, hasta te mueves —dijo Ambrosio —. ¿Cuándo te dan de alta?

—No hay apuro, Ludovico —dijo el señor Lozano —. Cúrate con calma, tómate esta temporadita en el hospital como unas vacaciones. No puedes quejarte. Duermes todo el día, te traen la comida a la cama.

—La cosa no es tan color de rosa, señor —dijo Ludovico —. ¿No ve que mientras estoy aquí no gano nada?

—Vas a recibir tu sueldo íntegro todo el tiempo que estés aquí —dijo el señor Lozano —. Te lo has ganado, Ludovico.

—Los asimilados sólo cobramos por trabajito, señor Lozano —dijo Ludovico —. Yo no estoy en el escalafón, no se olvide.

—Ya estás —dijo el señor Lozano —. Ludovico Pantoja, Oficial de Tercera, División de Homicidios. ¿Cómo te suena eso?

—Casi salto a besarle las manos, Ambrosio —dijo Ludovico —. ¿De veras, de veras me metieron al escalafón, señor Lozano?

—Hablé de ti con el nuevo Ministro, y el Comandante sabe reconocer los servicios —dijo el señor Lozano —. Sacamos tu nombramiento en veinticuatro horas. Vine a felicitarte.

—Perdóneme, señor —dijo Ludovico —. Qué vergüenza, señor Lozano. Pero es que la noticia me ha emocionado tanto, señor.

—Llora nomás, no te avergüences —dijo el señor Lozano —. Ya veo que le tienes cariño al cuerpo y eso está muy bien, Ludovico.

—Tienes razón, hay que celebrarlo, hermano —dijo Ambrosio —. Voy a traer una botella. Ojalá no me chapen las enfermeras.

—Qué caliente debe estar el senador Arévalo ¿no, señor? —dijo Ludovico —. Su gente es la que sufrió más. Le mataron a dos y a otro lo golpearon duro.

—Tú mejor olvídate de todo eso, Ludovico —dijo el señor Lozano.

—Qué me voy a olvidar, señor —dijo Ludovico —. ¿No ve cómo me dejaron? Una paliza así se recuerda toda la vida.

—Pues si no te olvidas, no sé para qué me he dado tanto trabajo por ti —dijo el señor Lozano —. No has comprendido nada, Ludovico.

—Me está usted asustando, señor —dijo Ludovico — ¿Qué es lo que tengo que comprender?

—Que eres todo un Oficial de Investigaciones, uno igual a los que salen de la Escuela —dijo el señor Lozano —. Y un Oficial no puede haber hecho trabajos de matón contratado, Ludovico.

—¿Volver al trabajo? —dijo don Emilio Arévalo —. Tú lo que vas a hacer ahora es recuperarte, Téllez. Unas semanitas con tu familia, ganando jornal completo. Sólo cuando estés enterito volverás a trabajar.

—Esos trabajos los hacen los asimilados, los pobres diablos sin preparación —dijo el señor Lozano —. Tú nunca has sido matón, tú has hecho siempre operaciones de categoría. Eso es lo que dice tu hoja de servicios. ¿O quieres que borre todo eso y ponga fue cachuelero?

—No tienes nada que agradecerme, hijo —dijo don Emilio Arévalo —. Se portan bien conmigo y yo me porto bien, Téllez.

—Ahora sí comprendo, señor Lozano —dijo Ludovico —. Perdóneme, no me daba cuenta. Nunca fui asimilado, nunca fui a Arequipa.

—Porque alguien podría protestar, decir no tiene derecho a estar en el escalafón —dijo el señor Lozano —. O sea que olvídate de eso, Ludovico.

—Ya me olvidé, don Emilio —dijo Téllez —. Nunca salí de Ica, me rompí la pierna montando una mula. No sabe qué bien me cae esa gratificación, don Emilio.

—Pucallpa por dos razones, Ambrosio —dijo Ludovico —. Ahí está el peor puesto de policía del Perú. Y, segundo, porque ahí tengo un pariente que puede darte trabajo. Tiene una compañía de ómnibus. Ya ves que te la pongo en bandeja, hermano.

CUATRO
I

—¿Las Bim Bam Búm? —dice Ambrosio —. Nunca las vi. ¿Por qué me lo pregunta, niño?

Piensa: Ana, la Polla, las Bim Bam Búm, los amores de tigre de Carlitos y la China, la muerte del viejo, la primera cana: dos, tres, diez años, Zavalita. ¿Habían sido los cabrones de
Última Hora
los primeros en explotar la Polla como noticia? No, habían sido los de
La Prensa
. Era una apuesta nueva y al principio los aficionados a las carreras seguían fieles a las dupletas. Pero un tipógrafo acertó un domingo nueve de los diez caballos ganadores y obtuvo los cien mil soles de la Polla.
La Prensa
lo entrevistó: sonreía entre sus familiares, brindaba en torno a una mesa crispada de botellas, se arrodillaba ante la imagen del Señor de los Milagros. A la semana siguiente el juego de la Polla duplicó y
Última Hora
fotografió en primera plana a dos comerciantes iqueños enarbolando eufóricos la cartilla premiada, y a la siguiente, los cuatrocientos mil soles del premio los ganó, solo, un pescador del Callao que había perdido un ojo de joven en una riña de bar. La apuesta siguió creciendo y en los periódicos comenzó la cacería de los triunfadores. Arispe destacó a Carlitos para cubrir la información de la Polla y al cabo de tres semanas
La Crónica
había perdido todas las primicias: Zavalita, tendrá que encargarse usted, Carlitos no da pie con bola. Piensa: si no hubiera sido por la Polla no habría habido ningún accidente y a lo mejor seguirías soltero, Zavalita. Pero estaba contento con esa comisión; no había mucho que hacer, y, gracias a lo invertebrado del trabajo, podía robarle muchas horas al diario. Los sábados en la noche debía montar guardia en la oficina central del Jockey Club para averiguar a cuánto ascendían las apuestas, y en la madrugada del lunes ya se sabía si el ganador de la Polla era uno o varios y en qué oficina se había vendido la cartilla premiada. Se iniciaba entonces la búsqueda del afortunado. Los lunes y los martes llovían las llamadas a la redacción de dateros oficiosos y había que estar yendo de un lado a otro en la camioneta, con Periquito, verificando los rumores.

—Por la pintarrajeada ésa que está ahí —dice Santiago —. Se parece a una de las Bim Bam Búm que se llamaba Ada Rosa.

Con el pretexto de rastrear la pista a presuntos ganadores de la Polla, podías ausentarte del periódico, Zavalita, meterse a algún cine, ir al Patio y al Bransa a tomar un café con gente de otros diarios, o acompañar a Carlitos a los ensayos de la compañía de mamberas que estaba formando el empresario Pedrito Aguirre y en la que bailaba la China. Piensa: las Bim Bam Búm. Hasta entonces sólo había estado enamorado, piensa, pero desde entonces infectado, intoxicado de la China. Por ella hacía publicidad a las Bim Bam Búm escribiendo espontáneas crónicas artístico-patrióticas que deslizaba en la página de espectáculos: ¿por qué teníamos que contentarnos con esas mamberas cubanas y chilenas que eran artistas de segunda, habiendo en el Perú muchachas tan capaces de convertirse en estrellas? Por ella se zambullía resueltamente en el ridículo: sólo les faltaba la oportunidad y el apoyo del público, era una cuestión de prestigio nacional, todos al estreno de las Bim Bam Búm. Con Norwin, con Solórzano, con Periquito iban al Teatro Monumental a ver los ensayos y ahí estaba la China, Zavalita, su cuerpo cimarrón de fieras nalgas, su llamativa cara pícara, sus ojos malvados, su voz ronca. Desde la desierta platea polvorienta y con pulgas, la veían discutir con Tabarín, el coreógrafo marica, y la perseguían en el remolino de siluetas del escenario, aturdidos de mambo, de rumba, de huaracha y de subi: es la mejor de todas Carlitos, bravo Carlitos. Cuando las Bim Bam Búm comenzaron a presentarse en teatros y cabarets, la foto de la China aparecía cuando menos una vez por semana en la columna de espectáculos, con leyendas que la ponían por las nubes. A veces, después de las funciones, Santiago acompañaba a Carlitos y a la China a comer al Parral, a tomar una copa en algún bar de aire luctuoso. Durante esa época, la pareja se había llevado muy bien, y una noche en el Negro-Negro Carlitos puso la mano en el brazo de Santiago: ya pasamos la prueba difícil, Zavalita, tres meses sin tormentas, cualquier día me caso con ella. Y otra noche, borracho: estos meses he sido feliz, Zavalita. Pero los líos recomenzaron cuando la Compañía de las Bim Bam Búm se disolvió y la China empezó a bailar en "El Pingüino", una boite que abrió Pedrito Aguirre en el centro. En las noches, al salir de
La Crónica
, Carlitos arrastraba a Santiago por los portales de la Plaza San Martín, por Ocoña, hasta el viscoso recinto tétricamente decorado de "El Pingüino". Pedrito Aguirre no les cobraba consumo mínimo, les rebajaba las cervezas y les aceptaba vales. Desde el Bar, observaban a los experimentados piratas de la noche limeña tomar al abordaje a las mamberas. Les mandaban papelitos con los mozos, las sentaban en sus mesas. Algunas veces, cuando llegaban, la China ya había partido y Pedrito Aguirre daba una palmada fraternal a Carlitos: se había sentido mal, se fue acompañando a Ada Rosa, le avisaron que su madre está en el hospital. Otras, la encontraban en una velada mesa del fondo, escuchando las risotadas de algún príncipe de la bohemia, ovillada en las sombras junto a algún elegante maduro de patillas canosas, bailando apretada en los brazos de un joven apolíneo. Y ahí estaba la cara demudada de Carlitos: su contrato la obliga a atender a los clientes Zavalita, o en vista de las circunstancias vámonos al bulín Zavalita, o sólo sigo con ella por masoquismo Zavalita. Desde entonces, los amores de Carlitos y la China habían vuelto al carnicero ritmo anterior de reconciliaciones y rupturas, de escándalos y pugilatos públicos. En los entreactos de su romance con Carlitos, la China se exhibía con abogados millonarios, adolescentes de buen apellido y semblante rufianesco y comerciantes cirrosos. Acepta lo que venga con tal que sean padres de familia, decía venenosamente Becerrita, no tiene vocación de puta sino de adúltera. Pero esas aventuras sólo duraban pocos días, la China acababa siempre por llamar a
La Crónica
. Ahí las sonrisas irónicas de la redacción, los guiños pérfidos sobre las máquinas de escribir, mientras Carlitos, la cara ojerosa besando el teléfono, movía los labios con humildad y esperanza. La China lo tenía en la bancarrota total, se andaba prestando dinero de medio mundo y hasta la redacción llegaban cobradores con vales suyos. En el Negro-Negro le cancelaron el crédito, piensa, a ti te estaría debiendo lo menos mil soles, Zavalita. Piensa: veintitrés, veinticuatro, veinticinco años. Recuerdos que reventaban como esos globos de chicle que hacía la Teté, efímeros como los reportajes de la Polla cuya tinta habría borrado el tiempo, Zavalita, inútiles como las carillas aventadas cada noche a los basureros de mimbre.

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